Diálogos sobre la educación
EL VALOR DE EDUCAR, NUESTRA
HERENCIA COMO PORVENIR
POR MAXIMILIANO HERNÁNDEZ
MARCOS
UNIVERSIDAD DE SALAMANCA
(Reproducimos el texto de la Lección final para la Imposición de Becas de los alumnos, pronunciada por el
profesor Maximiliano Hernández
Marcos, el 8 de Junio de 2013 en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Salamanca)
Estimados profesores,
padres y demás familiares y amigos. Queridos alumnos y alumnas de Filosofía: Me
habéis concedido el honor de impartir la última lección en esta ceremonia
festiva de Imposición de Becas en la que celebráis el final de vuestra
licenciatura (…)
Desde este lugar universitario y aún de puertas adentro
quiero deciros, sin embargo, algo sobre lo que ocurre ahí fuera, algo sobre el
espíritu del tiempo en que vivimos y que nos afecta de lleno no sólo como
filósofos; también como seres humanos y como ciudadanos.
Como es de todos conocido, desde hace aproximadamente
cinco años la actualidad viene marcada por lo que el pensamiento dominante ha
divulgado como “crisis económica”. A nadie mínimamente avispado se le escapa ya
que esta denominación es un pretexto ideológico para ocultar el
desmantelamiento del sistema de derechos y de bienestar conquistados tras la
Segunda Guerra Mundial.
No estamos, pues, ante una fase desafortunada y pasajera
de nuestra historia reciente –como se nos quiere hacer creer-, sino ante el
momento decisivo en el que el capitalismo salvaje iniciado hace décadas
pretende instalarse definitivamente en la sociedad occidental como forma de
vida total con su estela brutal de desigualdad creciente, espoleada por un
doble progreso geométrico: el de la riqueza privada cada vez en menos manos y, paralelamente,
el de la miseria pública cada vez más masiva. Pero la situación en la que nos
encontramos no es fruto exclusivo de la economía capitalista y de su mecanismo
de mercado. Si ellos se han erigido actualmente en los implacables soberanos de
nuestras vidas, ha sido porque las élites dirigentes y la sociedad civil en
general, captada por el consumismo, han ido cediendo los espacios morales de
resistencia que ponían freno al afán de lucro mercantil, reduciéndolo a una
esfera regulada de la vida social, y manteniéndolo, con todas sus ventajas de
bienestar, en el horizonte colectivo de una existencia civilizada.
No es, por
tanto, ninguna novedad que la así llamada “crisis económica” constituye, en el
fondo, una crisis ética, o mejor, el rostro amargo y cotidiano, la
consecuencia dramática de una crisis de valores morales que lleva gestándose
desde decenios, bajo la presión y el acoso de unos valores economicistas
sustitutivos que han acabado por desplazarlos, y que se presentan por doquier
como la expresión inequívoca de la naturaleza y racionalidad humanas. Así, por
ejemplo, la libertad, entendida exclusivamente como ausencia de cualquier traba
para hacer dinero, o la doctrina de que todos somos criaturas económicas que
persiguen su interés egoísta, de tal modo que lo racional de nuestro
comportamiento está únicamente en la maximización del beneficio propio.
Frente a semejante legitimación naturalista y
presuntamente racional, es preciso recordar, especialmente a jóvenes como
vosotros, que en términos generales habéis crecido ya dentro de este mundo del
capitalismo global – aunque vosotros ya
lo sabéis-, que estos valores economicistas son muy recientes y además no
son morales. Quizás esto último mereciera una amplia discusión, en la que no podemos entrar aquí. Pero
bastaría con recordar algo de lo aprendido en nuestras clases sobre Carl Schmitt y, en concreto, un aspecto
esencial de su crítica al pensamiento técnico-económico: la neutralidad absoluta
de éste, su incapacidad para generar valores espirituales. Esto significa que
los posibles valores que puedan desprenderse de una vida dominada de pleno por
la técnica y la producción y el consumo, no darán más de sí que una forma de
existencia social primitiva, enteramente naturalizada, en la que los hombres, convertidos en máquinas deseantes por
el capitalismo total, luchan constante e ilimitadamente, sin sosiego alguno,
por satisfacer, en vano, sus deseos. Pues los valores economicistas sólo pueden
alzarse sobre el vacío del alma humana, sobre la aniquilación de cualquier
vínculo de identidad ética que permita fundar una subjetividad sólida y una
convivencia mínimamente satisfactoria para todos; ellos no fundan nada, puesto
que su presupuesto es la destrucción del sujeto; sólo sirven a la
reproducción –y legitimación- del sistema de mercado.
Para ilustrar, en cambio, lo novedoso y, por tanto, lo
meramente histórico, no “natural”, de esos valores, voy a invocar simplemente
las palabras de un filósofo de la política recientemente fallecido, Tony Judt, que sabía mucho de esto. “El estilo materialista y egoísta de la vida
contemporánea” – escribe- “no es inherente a la condición humana. Gran
parte de lo que hoy nos parece <<natural>> data de la década de
1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y el
sector privado, las crecientes diferencias entre ricos y pobres. Y, sobre todo,
la retórica que los acompaña: una admiración acrítica por los mercados no
regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento
infinito”1. Bien distinta
era, en cambio, la mentalidad de quienes se forjaron en las duras experiencias
históricas de la depresión económica de 1929, de los fascismos y de la Segunda
Guerra Mundial.
En el mundo de la posguerra –recuerda Judt- “predominaba
una relativa indiferencia a la riqueza por sí misma” y “todavía en la década de
1970” –añade- “la idea de que el sentido de la vida era enriquecerse y que los gobiernos
existían para facilitarlo habría sido ridiculizada no sólo por los críticos tradicionales del capitalismo, sino también por muchos de
sus defensores más firmes”. Y, dirigiéndose a los jóvenes de hoy,
concluye: “Hubo un tiempo en que organizábamos nuestras vidas de otra forma”2.
No estaría mal traer a la memoria hoy algo –lo más
elemental quizás- de esa forma distinta de concebir y organizar la vida que
parece haber entrado en imparable declive; y sería además oportuno hacerlo
precisamente hoy, cuando a punto de concluir un ciclo de vuestra existencia,
estáis en condiciones de volver la vista atrás para hacer breve balance de
vuestro pasado más reciente por esta Facultad y retener, entre lo que habéis
aprendido, aquellas ideas y valores aportados por muchos filósofos de nuestra
historia occidental que han sentado los cimientos éticos y culturales de ese
mundo nuestro ahora en crisis.
Me gustaría en este momento ayudaros a hacer ese recuento
fijando selectivamente la mirada en aquello que necesitáis recordar como
personas y ciudadanos para afrontar con algo de esperanza este oscuro presente
e introducir, a ser posible, algo de sensatez en su delirante barbarie. Este ejercicio
de memoria es indispensable en nuestros días por una razón muy sencilla: porque
el porvenir necesita provenir. Y ello no tanto –como sostiene Odo Marquard- por una especie de ley de
compensación, según la cual el exceso de cambio y aceleración del mundo moderno
es contrarrestado antropológicamente con la reactivación y el retorno
ralentizador de las tradiciones3, sino más bien por esa
suerte de dialéctica de renovación en la conservación conforme a la cual el
pasado que nos constituye contiene nuestra promesa de futuro, la experiencia histórico-cultural
encierra nuestra expectativa de regeneración y mejora.
El capitalismo,
entregado a su dinámica de producción infinita, no tiene pasado ni futuro; es
un presente continuo, la constante repetición de la ruptura, la revolución
permanente de aparatos técnicos, productos mercantiles, formas de conducta,
deseos y objetos. Sobre su frío mecanismo de cambio y destrucción no cabe
construir nada firme que asegure un porvenir transgeneracional, ni, por supuesto,
estructuras de continuidad y orientación prácticas del hombre en el mundo que
abonen una convivencia ordenada y satisfactoria. Falta ahí el escudo protector
de los valores y prácticas morales, el poder integrador de las formas
simbólicas e instituciones sociales con las que cada comunidad define su forma
de vida, la convierte en su tradición, y consolida su futuro precisamente como
una nueva relación con ella, haciendo de su procedencia la base creadora de su renovación.
Mas para que ese patrimonio ético-cultural pueda allanar
el suelo del futuro es preciso transmitirlo, y a esta tarea de habilitar el
pasado como nuestro mejor porvenir está destinada desde hace siglos la educación. He aquí la segunda idea que
hoy quiero haceros llegar. Por lo mismo que la perspective halagüeña de un
mañana saludable y civilizado depende de que conservemos lo mejor de nuestra
herencia histórica, no hay futuro sin una buena educación, que ponga en
contacto a cada generación que llega con la sana inteligencia y los valores
comunes del ayer.
En estos tiempos de indigencia moral y olvido interesado
de la historia que apadrina la tabula rasa del capitalismo global, la vieja
consigna ilustrada que acuñase Kant
en 1784 tiene su perfil emancipador más señero en esta nueva fórmula: atrévete
a educar, ten el coraje de civilizar a tus coetáneos, de enseñarles los
valores y principios morales más básicos de nuestra tradición occidental;
arriésgate a recordarles del pasado más reciente aquello que en vez de matar la
vida –como denunciara Nietzsche-, la
hace más digna, más justa y agradable, más humana. Este debe ser vuestro
compromiso con el presente, como filósofos y ciudadanos del mundo desde la
posición social y laboral que lleguéis a ocupar, incluida, por supuesto y en
tal caso con mayor razón, la de eventuales profesores de enseñanza media.
No se me oculta que la valentía que se requiere
actualmente para educar, roza la temeridad a la vista de la magnitud de los
obstáculos que los diversos gobiernos han ido interponiendo con las sucesivas
reformas educativas de los últimos treinta años, entre los cuales figura, como
el más relevante, la tupida red de intereses creados por el capitalismo global
entre pedagogía, tecnología y economía para erradicar del alma colectiva
cualquier resto de inteligencia crítica, sabiduría moral y experiencia
histórica.
El discurso oficial de las autoridades políticas sostiene
–como es bien conocido- que es preciso atajar la crisis de la educación tradicional
con reformas que adapten el contenido curricular de la enseñanza, desde la
escuela hasta la universidad, a las necesidades de la sociedad, un eufemismo
con el que se alude, en realidad, a las necesidades del mercado. Como suele ser
habitual en la elaboración ideológica de los poderes establecidos, ese discurso
nos ofrece la imagen invertida: no es que la crisis educativa sea
contraproducente para la sociedad actual; más bien constituye su requisito
indispensable, pues de lo que se trata es de acabar con los últimos baluartes
de resistencia al establecimiento definitivo del capitalismo consumista como
forma de vida total que provienen de la herencia ética e histórico-cultural de
la modernidad, ese patrimonio cívico que ha tenido en las instituciones
públicas de enseñanza su medio más seguro de pervivencia y retroalimentación.
El filósofo francés Jean- Claude Michéa, en un libro
imprescindible para comprender el porvenir educativo del mundo occidental
titulado La escuela de la ignorancia, ha mostrado, tras un análisis
breve y lúcido de la naturaleza del capitalismo y de su evolución histórica,
que las crisis educativas con sus correspondientes reformas no son más que
“progresos en la ignorancia” y que éstos, “lejos de ser el producto de una
deplorable disfunción de nuestra sociedad, se han convertido en una condición
necesaria para su propia expansión”4. Por “progreso en la ignorancia” entiende Michéa “no tanto la desaparición
de los conocimientos indispensables en el sentido denunciado habitualmente”, cuanto
más bien “el declive constante de la inteligencia crítica, esto es, de
la aptitud fundamental del hombre para comprender a un tiempo el mundo que le
ha tocado vivir” y las condiciones inaceptables en las que “la rebelión contra
ese mundo se convierte en una necesidad moral”5.
No puedo menos, en este aspecto, que traer aquí a
colación, como anécdota significativa, lo que un íntimo amigo me contó, hace ya
casi veinte años, tras tomar contacto por primera vez con el mundo educativo,
como profesor de un instituto de enseñanza secundaria y bachillerato. La crisis
de la educación –vino a decirme- es la consecuencia inevitable de la
contradicción entre los valores que se aprenden en la sociedad (éxito rápido y
a cualquier precio, dinero fácil y de cualquier forma, bienes disponibles para
todos e inmediatamente consumibles, etc.) y los que se enseñan en la escuela
(sentido del esfuerzo y del trabajo, la honradez y el respeto, el
valor del conocimiento y del saber no rentable, etc.). Es claro que la salida de esta contradicción de un modo favorable a los
intereses del capitalismo global sólo podía ser la de profundizar cada vez más
en la crisis con cada reforma educativa hasta hacer saltar por los aires la
transmisión de valores éticos y conocimientos históricos de la escuela tradicional, especialmente mediante la
reducción progresiva de los saberes humanísticos. Esto es lo que ahora quiere
consumar en España, de conformidad con las directrices europeas, el proyecto de
la LOMCE, impulsado por el ministro José
Ignacio Wert.
No me cabe la menor duda de que este nuevo plan de
reforma educativa constituye el diseño más radical y atrevido en nuestro país
de lo que Michéa denomina “la escuela del capitalismo total, es decir,
una de las bases logísticas decisivas a partir de las cuales las principales
compañías transnacionales podrán dirigir con toda la eficacia deseada la
guerra económica mundial del siglo XXI”6.
Con escalofriante evidencia Michéa nos desgrana los
hechos que avalan este plan a escala planetaria y señala las estrategias
puestas en marcha a nivel educativo para llevarlo a término. Así, nos cuenta
cómo en septiembre de 1995, bajo el auspicio de la fundación Gorbachov, se
reunieron en un hotel de San Francisco “<<quinientos políticos, líderes
económicos y científicos de primer orden>> que se consideraban a sí
mismos la élite mundial”, para decidir el destino de la “nueva civilización”.
Con la claridad sin miramientos que caracteriza a estas reuniones a puerta
cerrada en las que el poder del capital se juega sus verdaderas cartas –sirva
como ilustración de esto último la reciente película de Bertrand Tavernier titulada precisamente El Capital-,
se concluyó, entre otras cosas, que para mantener la actividad de la economía
mundial en este siglo sólo se necesitará el 20% de la población activa, de
manera que el principal problema político de nuestro tiempo consistirá en
conseguir la gobernabilidad, esto es, el control y la sumisión del 80% de la
“humanidad sobrante”, según lo programado por la lógica liberal.
La fórmula secreta para garantizar el gobierno de esa
amplia mayoría desechable la propuso al parecer, y con amplia aceptación, un
antiguo consejero del ex presidente Jimmy
Carter inventando para ello una palabra que encierra todo el desprecio
moral y el espíritu antidemocrático que inspira la grandeza de la iniciativa: “tittytainment”,
que traducido al argot popular viene a decir algo así como “chupar teta”. Se
trata –comenta Michéa- de un “cóctel embrutecedor de alimento suficiente” y de
entretenimiento colectivo que permita “mantener de buen humor a la población
frustrada del planeta”7.
Con toda consecuencia lógica el pensador francés extrae
las implicaciones educativas de este planteamiento distinguiendo tres niveles
formativos en los que va a desarrollarse la enseñanza: el sector de excelencia,
destinado a reciclar las élites científicas, técnicas y de alta gestión
necesarias para el sistema, que será educado según el modelo de la enseñanza
tradicional; el sector intermedio de técnicos y profesionales, de escasa
utilidad para el orden dominante, cuyo adiestramiento puede resolverse mediante
enseñanza multimedia a distancia, sin las bases afectivas y la significación
humana del contacto entre el profesor y el alumno; y el sector inferior y más
numeroso, el de los desempleados o con empleos precarios y “flexibles”, a los
que la industria del espectáculo, la diversión y la “cultura joven” aplicará la
conveniente dosis de tittytainment que neutralice su potencial amenaza,
mientras la escuela les adoctrina por su parte en la ignorancia indispensable
para que se conviertan en “consumidores incívicos” y violentos, pero cargados de
“derechos”. Naturalmente, esta escuela de ignorantes y cretinos en masa no será
posible sin una reeducación de los profesores mediante métodos
pedagógicos y nuevas tecnologías que les obliguen a “trabajar de una forma
distinta”, es decir, que les convierta en una mezcla de animadores sociales y
de expertos en transformar la enseñanza en disolución de toda lógica racional8.
Este alentador panorama que hace algo más de una década
ya vislumbraba Jean-Claude Michéa, parece ser la meta idílica que el bienaventurado
ministro Wert nos promete con la LOMCE.
Nunca con mayor crudeza y cinismo que en el preámbulo del
anteproyecto de dicha ley se han declarado las intenciones mercantilistas de
remitir la educación al punto cero de cultura histórica y de valores éticos con
el pretexto de que estos últimos suscitan “debates ideológicos” entorpecedores
del avance del capitalismo.
Pasando por alto la inveterada distinción entre educación
e instrucción, que se remonta hasta los ilustrados del siglo XVIII, la LOMCE
concibe la institución educativa como un instrumento exclusivamente al servicio
del “crecimiento económico” y del triunfo competitivo en el “mercado global”9. El preámbulo se abre con una formulación lapidaria que remueve los
cimientos de la tradición y de toda alma humana: “La educación” –puede leerse
allí- “es el motor que promueve la competitividad de la economía y el nivel de
prosperidad de un país”. Constituye, sin duda, un “bien público de primera
importancia”, mas no porque contribuya a formar hombres y ciudadanos
poniéndolos en contacto con el saber históricamente acumulado y su bagaje moral
(esto es más bien el lastre –se diagnostica allí- que prolonga el fracaso
escolar y el “estancamiento del sistema”); sino porque sirve para determinar en
un país “su capacidad de competir con éxito en la arena internacional”. He
aquí, pues, su objetivo prioritario: utilizar el sistema educativo para
conseguir ventajas en la guerra económica mundial.
Los dos restantes objetivos generales no son menos
elocuentes al respecto. La LOMCE aspira, de manera paradójica, a “mejorar la
calidad educativa” sin potenciar los medios de enseñanza (profesores, centros educativos,
medios materiales, etc.), bajo el supuesto de que la calidad nada tiene que ver
con una buena infraestructura institucional, sino que, según dicta el dogma
pedagógico, se mide sólo por “los resultados de los estudiantes”, fácilmente
alcanzables mediante el desarrollo diferenciado de sus talentos y la “flexibilización
de sus trayectorias”, como si esto pudiera lograrse por arte de birlibirloque.
Semejante magia en la obtención de la calidad es lo que acaso espera conseguir
la LOMCE con el tercero de sus grandes objetivos: la incorporación generalizada
de las nuevas tecnologías de información y comunicación -las TIC-, ya que éstas
–así se arguye, de manera tan simple permitirán “personalizar la educación,
adaptándola a las necesidades y al ritmode cada alumno”.
Con unos objetivos tan sabios es notorio que no se
persigue en modo alguno la educación de las próximas generaciones; más bien se
la declara ya obsoleta, caduca y anacrónica, y en su lugar se celebra la
eficacia y “transparencia” de la sola instrucción técnica y del estrechamiento
mental, con las que se espera abastecer el mercado con una oferta reducida,
pero suficiente de profesionales dóciles y una amplia masa ignorante de mano de
obra a la carta, indispensable para mantener el consumo.
EL VALOR DE EDUCAR
Ante condiciones sociales e institucionales tan adversas,
se entiende ahora el valor de educar.
Pero es el único antídoto eficiente a largo plazo para salvar el alma, si es
que algún resquicio todavía queda, de la depredación total a manos de este
capitalismo salvaje, más aún si logra instalarse en los cuerpos y en las mentes
de la juventud este nuevo virus ideológico al que llaman “espíritu
emprendedor”, verdadero troyano del viejo espíritu, razón o Geist, que siempre
fue pensador y creativo y, por supuesto, bastante más civilizado.
Por eso no puedo terminar hoy sin traer a la memoria
algunos de los valores y principios que este espíritu cívico y reflexivo nos legó
en la modernidad como patrimonio que debemos seguir transmitiendo si queremos
tener un porvenir más dichoso y auténtico, menos pirata que el de la guerra
económica del siglo XXI.
Muchos de esos principios los conocéis bien por
vuestra laboriosa lectura de clásicos como Kant y Hegel. Aquí sólo voy a limitarme a recordar tres fundamentales. En primer lugar,
hay que tener siempre presente el valor moral de la dignidad humana, que
es el pilar básico de toda existencia sostenible, tanto a nivel individual como
social. Kant lo concibió como un fin en sí mismo que no tiene precio ni
coartada alguna para ser eludido, porque él constituye el único límite capaz de frenar la instrumentalización total
del hombre en las relaciones sociales, ese peligro de degeneración en la
barbarie al que hoy quiere abandonarnos el capitalismo salvaje. Todo nuestro
Estado social y democrático de derecho, actualmente puesto en cuestión por los
señores de la economía mundial, es en buena medida el desarrollo
consecuente de ese principio kantiano.
En segundo lugar, es preciso rehabilitar los valores
pragmáticos de la sociabilidad y de la asociación frente al
individualismo del puro interés propio, económico o táctico, y al narcisismo
estético del éxito o del consumo de uno mismo. Sólo aquellos valores,
reconocidos como inherentes a la condición humana ya desde Aristóteles, otorgan
al principio abstracto de la dignidad del hombre y al individuo particular la
conciencia de realidad, la medida concreta en las relaciones sociales que es
indispensable para una vida soportable y acaso feliz, ésa a la que no puede
aspirar, en su locura solitaria, en su delirio ególatra cualquier máquina
deseante de beneficios y productos de consumo.
De esa conciencia de realidad forma parte el hecho de que
el individuo humano, por mucho que jurídica y legalmente se le reconozca como
persona moral, no es de hecho nada ni nadie en una sociedad compleja de
división del trabajo y de potentes fuerzas económicas que controlan el mercado
y el poder político. Para hacerles frente y hacer valer la propia dignidad
humana se requiere el contrapeso fáctico y la acción colectiva de asociaciones
y organizaciones sociales, en las que el individuo encuentre además el vínculo del
afecto, el reconocimiento de su capacidad y derechos y la identidad de unos
fines comunes.
Con una agudeza encomiable, propia de una mirada realista
ante el mundo, detectó ya Hegel,
aunque le diera un sentido eminentemente corporativo, esta necesidad de la
asociación como forma de existencia ética del individuo en la sociedad civil,
como único medio de protegerle frente a la contingencia de su desamparo total
en medio del mecanismo del mercado y de la veleidosa fortuna del reconocimiento
social. Es alentador, en este aspecto, que en España y en otros países haya
empezado a proliferar el espíritu asociacionista, espoleado ciertamente por la
crisis económica y política, pero precisamente también como reacción ética de
la sociedad contra los poderes dominantes.
Por último, es inseparable de la realización efectiva del
valor de la dignidad humana la reivindicación del sentido de lo público y
el reconocimiento de bienes públicos (sanidad, cultura y educación,
derechos sociales y asistenciales, justicia, instituciones e infraestructuras
colectivas...), que no pueden quedar a merced del lucro privado por motivos de
supuesta eficiencia, pues ellos son la base indispensable de sostenimiento de
una vida civilizada para todos.
En esta dirección es necesario restablecer el papel
político del Estado democrático y de derecho, en la forma
constitucional que adopte, para que ejerza su función de representar el interés
general de los ciudadanos y de salvaguardar los bienes públicos de los
intereses espurios del capitalismo salvaje. Tony Judt así lo entendía al
sondear el rumbo de nuestro porvenir. “Nos hemos liberado” –escribía en el año
2010- “de la premisa de mediados del siglo XX –que nunca fue universal, pero desde luego sí
estuvo generalizada- de que el Estado probablemente es la mejor solución
para cualquier problema dado. Ahora tenemos que librarnos de la noción
opuesta: que el Estado es –por definición y siempre- la peor de todas las
opciones”10.
Y para ello –cabría añadir-, para intentar enmendar el
actual rumbo torcido de las cosas, nada más apropiado que educar en los valores de la dignidad humana, de la sociabilidad y del
sentido de lo público, que son nuestramejor herencia histórico-cultural. Pues
la cuestión que debe preocuparnos hoy como padres o madres, solteros o casados,
jóvenes o ancianos, profesores o alumnos no es tanto la de qué mundo dejaremos
a nuestros hijos, cuanto más bien esta otra: “¿a qué hijos dejaremos este
mundo?”11
NOTAS
1 Tony Judt, Algo va mal [2010], Madrid: Taurus, 2011,
pp.17-18
2 Ibíd., pp.49-50.
3 Cf. O. Marquard, “El porvenir necesita provenir”, en: Filosofía
de la compensación [2000], Barcelona:
Paidós, 2001, p.69 y ss.
4 Jean-Claude Michéa, La escuela de la ignorancia y sus
condiciones modernas [1999], Madrid:
Acuarela, 2002, p.3.
5 Ibíd., p. 3, nota a pie de página.
6 Ibíd., pp.10-11.
7 Ibíd., pp.11-12.
8 Cf. Ibíd., pp.14-15.
9 Anteproyecto de ley orgánica para la mejora de la calidad educativa
(septiembre de 2012).
10 Tony Judt, Algo va mal, o.c., p.190.
11 Cita
tomada del libro de J.-C. Michéa, La escuela de la ignorancia, o.c.,
p.20.
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