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miércoles, 6 de mayo de 2015

Solo. Relato de Antonio Checa/ Revista Ágora digital/relatos

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                        por Antonio Checa

El asfalto de la calle se llena de propaganda y detrás de ésta, una mano que la expande, y, detrás de la misma, una mente que piensa, un círculo que viene como la inesperada presencia de un tornado arrasando la tierra con su fruto a su paso. En la acera de una calle, en la ciudad de los tiempos, el hombre mal vestido y con ropa muy usada tomaba del asfalto la propaganda y en ella, la desesperada oferta de quienes no querían perder el sillón del poder. El halago de los poderosos estaba ante aquellas líneas llenas de un trasfondo casi invisible donde se pedía el voto para la presidencia del colectivo que intentaba dar la vuelta a la tortilla. Aquellos panfletos decían tácticamente que el sistema iba a cambiar igual que cambian las nubes en el cielo, mejor, en el espacio, así nos evitamos de complejas comparaciones ya que, el verbo cambio, venía de seres que no han cambiado nada en el transcurso de la vida, si acaso, se  habían emulado ellos mismos porque su inteligencia había descubierto que las otras inteligencias también habían superado su estado animal y ya se notaba en sus meditaciones, --que no en su ánimo--, que no debía haber desfases sociales, tal y como desde el milagroso panfleto, se desprendía con la benevolencia de un morboso juego ilustrado por y para  el engaño colectivo, en beneficio de la singularidad de los individuos ofertantes. 

El mendigo, no, el mal vestido, bueno… si insertamos mendigo tampoco pasa nada, parte de la sociedad consigue cada año el incremento de esta especie y no se enfadará por tan indigna palabra, al fin, en el panfleto, habían puesto tantos adjetivos de un calificado tan bello, que, si aquí ponemos la palabra mendigo dará un sentido más humano a sus lindezas divulgativas.  

  Este señor, tomaba del suelo  la hoja donde se manipulaba un manifiesto en bien del necesitado, pidiendo su voto al degradado socialmente, con el fin de que una vida mejor le llegase mediante su oferta. Este hombre, intentaba leer y casi releía, los signos donde se expresaban los deseos  del propulsor  de ideas para el bien social, pero no conseguía dilucidar el contenido: “En bien del progreso, en bien de la sociedad, pensando en las personas sin trabajo y en las educaciones religiosas así como el orden en las familiares y su ejemplo de siglos o las leyes conseguidas mediante un consenso de la Justicia de los hombres y de Dios, el partido firmante pide ese voto con el que conseguir el prometido progreso y la igualdad social entre los hombres”.   
 


    Amén de sustantivos cariñosos y emotivos de unas conciencias ofertantes. 

Leía y releía como decimos, pero su capacidad de percepción no alcanzaba a comprender todo lo que se le daba a cambio de un voto. Él, que llevaba infinidad de tiempo durmiendo en los cajeros de los bancos, debajo de los puentes, en la calle a cielo abierto no tenía opción al voto. Había tomado el panfleto por inercia, sin llegar a comprender que allí se intentaba renovar una sociedad que a él no lo admitía en ella, él tenía  pan para comer y agua de las fuentes para acompañarlo, él se veía en la calle por la injusticia de la Ley, no porque no  hubiese leyes, sino porque un representante de ellas lo puso en ese sitio y, allí estaba, deambulando como un perrillo sin amo oteando por doquier para buscar el refugio de la noche, ya que había sido echado de aquel anterior donde se cobijaba. 


La noche es dura, fría y amarga, pero sobre todo oscura, negra.

Una mujer enferma de conceptos desafortunados, llevados por una cultura de arraigos lejanos en el tiempo, apoyada por una ideología donde el aprecio humano no supo distinguir, creó al mendigo que miraba el panfleto donde se ofrecía un cambio social eminente.   

Pero, las hojas, deambulaban por la calle y más personas las tomaban del suelo, las leían y las guardaban como queriendo retener ante su pecho esa filosofía en la que la humanidad se había resguardado toda la vida. Otros, tiraban con rabia el estandarte de la mentira y se limpiaban las manos sobre sus cachetes o sus posaderas como intentando maldecir a quienes intentaban  engañarlos. 

El hombre, sin  hacer ni una arruga a la hoja del mensaje, caminaba con un pequeño carro de la compra donde llevaba todo su equipaje y el total de su poder económico, pero no dejaba la hoja llena de promesas, la llevaba como si aquello le despertase una conciencia dormida y un mirador de ideas que lo ponía a pensar en su propia vida, en esa existencia que la naturaleza te da y que tú te debes a ella luchando por conseguir ser un actor más de la misma. Veía los coches por las calles casi llenando las aceras y él  con su carrito caminando por ellas sin un fin determinado, sin una meta a conseguir, sin una casa donde decir a una familia: ya he venido. Sin nada, sólo con aquel carrito del que se desprendía un olor a  viejo y, en su mano, esa hoja sin arrugar esperando encontrar un banco para leerla mejor, para llenarse los ojos de letras en las que se pedía un apoyo condicional para cambiar la vida, para hacer de ella una cosa mejor que la apreciada.
Se esperaba a la tarde un agua dormida en los negros nublos que deambulaban por el cielo, y, en  la brisa sonora de estridencia, la herramienta contundente para limpiar las hojas de los álamos de la avenida. No eran álamos, eran castaños que adornaban con su sombra la calle principal de aquella ciudad de todos los tiempos, lo que ocurre, es que el nombre, de uno gigante que sobresalía ante los demás, en su descripción, agrupa con sobrenombre a toda la flora (el árbol) grande donde anida el pájaro, ese que ni entiende de panfletos ni de leyes, salvo las de la Naturaleza de la que forma parte y  comparte la belleza de los tiempos.

Cayeron unas gotas negras. Grandes, insolidarias. El hombre caminaba con su “cuartilla” entre su mano sin querer doblarla y la metió en su pecho para que no se mojase.  Miraba al cielo y a los grandes bancos que se encontraba, esperando ver un cajero deshabitado para guarnecerse de esas gotas negras portadoras de belleza pero también de miedo para el mendigo, y; miró un cajero que en aquel momento estaba ocupado por una señora que atada a la cadena de un potente perro, extraía dinero mirando al animal para que no se mojase, la mujer manejaba su vocabulario regañando al potente mastín  para que lo respetase, sus palabras, dulces como la miel detonaban amor si mesura hacia el animal y éste, ya sumiso a su cuido, atendía como comprendiendo a la mujer que lo llenaba de mimos. Las nubes, cada vez más oscuras sacaban de sus vientres el estrepitoso ruido del trueno y algo de luminosidad sobre el espacio. Se fue la señora con su perro, el cajero automático quedó desocupado dando la bienvenida al hombre que en su mano llevaba la noticia del cambio de la sociedad por otra más importante y humana.

Unos cartones tendidos como alfombra, permitieron al hombre preparar su lecho, y al amparo de aquella luz que no era suya sino prestada hasta que lo desalojasen, empezó a leer de nuevo aquellas letras que le habían puesto en las manos y ante su curiosidad, como forma de lectura, intentaba quitarse de encima unos minutos de la vida en la que ni era sujeto ni objeto, era simplemente un lector de objetos, donde el sujeto expandía los ideales más luminosos de su inteligencia.

“En bien del progreso, en bien de la sociedad, pensando en las personas sin trabajo y en las educaciones religiosas así como el orden en las familiares y su ejemplo de siglos o las leyes conseguidas mediante un consenso de la Justicia de los hombres y de Dios, el partido firmante pide ese voto con el que conseguir el prometido progreso y la igualdad social entre los hombres”.  

No decía en ningún momento que el hombre era necesario al mismo hombre.

Miraba la lectura como queriendo penetrar en ella. Las letras grandes, llenaban todo un escrito solamente con el testo y el nombre del Partido, el reverso blanco y sin una arruga ni una gota de agua de la caída en esa tarde gris en la que, resguardado antes del tiempo, observaba su entorno donde tras el invento de la caja automática, estaba el dinero junto con el poder económico, en la calle, la temida presencia del otro poder que lo desvalijaba de lo que tomó como elemento construido para protegerse del agua, del frío y de la noche venidera que vendría en cualquier momento. Tras esa imagen, una incipiente miopía se esforzaba con su desgastado cerebro en leer y analizar el testo que de la calle, había tomado como elemento primordial del día, de ese día como otro, en el que veía la vida a través de su silencio y el paso del tiempo con la mirada perdida en el ir y venir de peatones por la  ciudad de todos los tiempos.

Era todo un sin fin de conceptos al analizarlos: al lado de la materia intentaba leer el compromiso ofertado, el miedo al desalojo era constante en él y, él, que quería enterarse de aquello escrito era observado por los transeúntes como el vagabundo que habituado al  anarquismo forzado, entorpecía la entrada a un servicio puesto al alcance del hombre, para que fuese más cómoda una forma clara de concebir la inteligencia a la hora de  crear beneficio económico: el cajero, la caja común de todos con un solo dueño: el banco, pero con un inquilino molesto a todo aquel que lo mirase.

Leyó y releyó el testo. Tenía en su entrecejo un rictus de interés nacido de no sé donde, que lo acercaba a ese contenido de letras inventadas y párrafos concisos llegando   a él como si él fuese un hombre común y no un hombre físico. Empezó a recordar cuando  votaba en su barrio y debatía con amigos el bien común del voto, el equilibrio social que ostentaba el ser votante de un determinado partido político para aupar las ideas personales donde el sentido social a él le subyugaba, solamente porque estaba inmiscuido en esa sociedad de la que partía. Pero, algo había cambiado en su persona para que pasase de ser activo a la inactividad que da el dormir en un cajero automático al lado del dinero pero sin poder tocarlo, al lado de un  sistema plural donde cabían los más fuertes, los débiles como él sólo tenían cabida bajo un puente, en ese cajero en el cual estaba, o en el quicio de cualquier sitio al resguardo de las ratas o de los desaprensivos. “¡Dios! cómo he llegado hasta aquí” se dijo para sí, y siguió con la misiva hasta llegar al punto final no sin la fatiga óptica por la imparable miopía a la que combatía con su silencio. Algunos mendigos si hablan, hablan solos, y cuando lo hacen, ven reflejada en su voz otra voz perdida, otro intento de entrar tras ella en la inteligencia imperiosa del estambre social de su tiempo.

La noche entró de lleno mientras leía y releía aquello de: “En bien del progreso, en bien de la sociedad, pensando en las personas sin trabajo… pero, no, no le entraba, había algo que lo confundía, que lo llenaba de zozobra. ¿Él pertenecía a esa sociedad? No se veía dentro de aquella hoja que le invitaba a votar por ellos para que el hombre tuviese las mismas oportunidades, no, él era un ser lleno de incongruencias y de mendicidad.

Miró las luces de la avenida y sostuvo en su retina la belleza de la noche en la ostentosa iluminación de los escaparates y el rectángulo de los luminosos encima de las puertas donde se expendía el avance de la inteligencia del hombre, el surtido de elementos allegados al espejismo de los sueños. En el cajero no hacía frío, ¡si tuviera suerte! No tendría que abandonarlo a media noche ante la amable invitación de cualquier agente del orden, pero si no,  leería la hoja donde el hombre pedía un voto para cambiar el mundo.

Un mendrugo de pan con mortadela sostuvo entre sus manos para la cena, una botella con agua de una fuente cualquiera, engulliría, o ayudaría a engullir el reseco pan y la insípida mortadela, después, esa noche, un sabroso plátano dejaría su sabor del postre concebido como manjar para sus posibilidades.

Y tomó de su bolsillo un bolígrafo encontrado en la calle para escribir en la parte posterior del mensaje político algo que llevaba mucho tiempo en su mente: el concepto de un vagabundo que por culpa de una ley errónea construyó un ser sin derecho  a voto ya que no tenía domicilio ni estaba empadronado en el sitio requerido para ejercer su derecho a votar como cualquier ciudadano. 

“Amigo: ¿Te acuerdas cuando me dejaste sin casa y sin mis hijos y me lanzaste por mi debilidad a la mendicidad? “No, no te acuerdas. Yo trabajaba en una institución bancaria  como ésta y ante La ley inventada por el hombre, me vi sin el derecho al trabajo, y tras la ruina de verme como perro vagabundo buscando otra nueva oportunidad, en mi casa entraron personas que, a escondidas, hacían mi trabajo de  esposo y me tomaste de nuevo echándome la culpa por ser hombre ante el llanto femenino y me quedé sin hijos y sin abrigo del hogar formado porque así lo deseé” No, no te acuerdas, yo sí.” 
Los ojos le dolían y dejó de escribir, pero en su mirada estaba una incógnita apremiante ¿cómo le había dado por escribir aquello después de casi veinte años sin tomar un lápiz amoldado a la vida en que se había refugiado? 

Miró lo escrito y sonrió como pensando que regresaba a la vida, a esa vida donde decía cuando existía como persona que el hombre debía de estar inmiscuido en todo el concepto social que le circundase. Pero pasó el tiempo, ese tiempo irreverente al que se llega por el deterioro de la vida social que siempre defendió como individuo. Hoy le pedían su voto para cambiar el mundo. Andaba en su cerebro el rastro de aquella octavilla y se miraba el desaliño de su ser como   epitafio de creencias, como rastro de un desengaño a ese hombre que le pedía su voto.

El cajero le daba calor al resguardo del frío de la calle y luz para ver lo que el hombre a través de su inteligencia creaba bajo el peso controlado de la misma. Vio a personas correr por el asfalto, hombres, muchos hombres, detrás, otros hombres corriendo tras los primero intentando cazarlos con la inercia de unos palos largos y negros como la misma noche bajo un puente, esos puentes que él tanto conocía. Otras octavillas vio revolotear por las aceras y sin miedo a nada, como insertado, como otro más aunque con una barba grande y mal cuidada que lo denunciaba al resto de los hombres,  tomó del suelo una de ellas, eso sí, sin doblarla, con la ética de tener entre sus manos algo realizado por el hombre con el sentido de enfrentarse al mismo hombre. 

Se amoldó de nuevo en el cajero y leyó muy poco a poco porque la letra era más pequeña, sin la rimbombancia de la primera misiva: “No los creáis, la política es el arte de obtener el dinero de los ricos y el voto de los pobres con el pretexto de proteger a unos de otros”. Y firmaban los manifestantes como testo anónimo, los que corrían delante, los que más corrían. El en su cajero trató de dormir, sabía que esa noche lo dejarían descansar como si estuviese en su casa, en el Banco perdido por la  ley del hombre, en la casa perdida por  el llanto de una mujer, en el concepto social que los primeros promulgaban y en el desacuerdo de los segundos. Pero sonrió pensando en el día que dio a luz esa parábola que hoy se tiraba por los suelos como  anónimos: “la política es el arte de obtener el dinero de los ricos y el voto de los pobres con el pretexto de proteger a unos de otros”. Se rió para sí y pensó en su miseria, esa miseria de no ser nada donde su degradable estado no le permitía tener un voto entre su sociedad. 

Pero la naturaleza y la física irrumpieron en su cuerpo ausentes de todo lo que se fabricaba en la noche, esa noche de gotas grandes de agua y silencio, de cajeros con pasos ligeros de hombres corriendo. Su vientre, removió la mortadela, seguramente pasada de fecha, y unos retortijones irrumpieron –también corriendo—haciéndole dejar el cajero por unos instantes para evacuar en cualquier esquina oscura aquella obligación natural de su cuerpo. Una vez hecho el requerimiento intestinal, debía limpiar su parte púdica para no oler, para parecerse algo a sus principios, y, atrapado, sin querer, en cuatro trozos por la parte escrita, le fue dando el uso imprescindible de un papel un poco recio, hasta que quedó en el suelo el obstáculo de su vientre, allí dejó lo leído  lo último de sus últimos veinte años de apatía, miró a los cielos y regresó a su cajero automático, le fue imposible entrar, un intruso le había usurpado su cama, su resguardo  nocturno, y como el que se sabe de memoria la lección, abandonó el sitio aquel con su carrito de la compra, y siguió su camino. El ruido de una ambulancia le informó que estaba en la urbe, rodeado de gente, solo.  No sabía que un aprendiz de visionario lo había seguido y que, en otra libreta, en otra mente, le dio forma a la percepción donde se respira la pesadez de la inteligencia y el derruido motor de las conciencias.


                       Baeza, un día en el que miré a la vida miserable del poder.

                                               ANTONIO CHECA

REVISTA ÁGORA DIGITAL MAYO 2015/ relatos

1 comentario:

  1. Estoy de acuerdo contigo Antonio, se ha perdido la verdadera función de la política de hacer cosas para los demás, para convertirse en una guerra de guerrillas, contra el adversario e incluso dentro de un partido, pero mientras la gente siga votando a los mismos , seguirán haciendo lo mismo, porque no saben hacer otro tipo de política.

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