JEAN-PAUL SARTRE
Un pequeño tirón de orejas a mis queridos redactores de la
sección “la cita del día” de LA OPINIÓN. El lunes 11 del corriente leo, en
dicha página, un pensamiento firmado por “Jean-Paul Sartre, filósofo inglés”
(sic). Como yo mismo padezco de este mal de la errata por mano propia,
comprendo bastante bien el dislate, que en este caso la cita comete:
nacionaliza como súbdito de su graciosa Majestad británica nada menos que a uno
de los símbolos de la “grandeur” francesa. Sartre fue el filósofo del
existencialismo, de la náusea, de la
resistencia antinazi; y
sucesivamente, de la “gauche” divina, de
los cafés de París de posguerra… Aún llegaría, con los estudiantes del Mayo del
68, a salir a la calle para arengar contra el capitalismo y contra el
estalinismo comunista, del que se había desmarcado tras su viaje a la
URSS.
Sartre y su compañera Simone
de Beauvoir representaron símbolos patrióticos de Francia; tan emblemáticos
de ese país como el mismísimo general De
Gaulle, héroe de la resistencia y presidente de la República. Este, al ser preguntado por la policía si debía
detener a ese filósofo callejero, bajito y miope, que animaba a los jóvenes a arrancar los adoquines de las
calles para desenterrar el mar de la utopía, respondió: Sartre es “la France”,
que es casi como decir, allí: “Sartre es la Hostia”, un imprescindible, un
clásico, un animal mitológico, un intocable o intangible de la patria francesa.
(Aquí, unos pocos años antes, la dictadura de Franco echaría de la Universidad
a Enrique Tierno Galván, Agustín García Calvo y José Luis López Aranguren).
La cita en sí, en el periódico, no solo es correcta sino que
viene muy al pelo en nuestros días. No es lo importante (viene a decir el
filósofo) hacer lo que uno quiera, sino querer lo que uno hace. Parece un juego
de palabras; pero, no. La libertad es la condición básica del hombre, hasta el
punto de que es célebre aquella otra frase también de Sartre que nos condenaba
a ser libres. Paradoja extrema, oxímoron tenso entre la condena y la libertad,
asociadas en un mismo sintagma. ¿Lo primero, la condena, es inherente a la
libertad; o, al revés, la libertad es inherente a la condena? ¿Pero qué tipo de
condena? ¿La de aquella maldición bíblica, que se deriva del “pecado” original
del conocimiento? Lo mismo que nos hace humanos nos condenaría, pues, a tener
que elegir, a fabricarnos una “esencia”
propia, no definida de antemano por la naturaleza; y a nivel de cada uno de
nosotros, nos forzaría a tomar decisiones libres, resolviendo dilemas, haciéndonos
proyectivamente. Parafraseando al poeta Machado: nos hacemos camino al andar.
Bendita condena, entonces, que nos daría libertad (aunque también angustia al
tener que responsabilizarnos).
Pero, si vemos la hoja por el otro lado, si planteamos si va
implícita en la libertad la condena, es decir: si siempre colea en la libertad
su origen “maldito”, las cosas se ven de otro modo. Al modo del filósofo Baruch Spinoza, quien precisamente
define la libertad como la aceptación intelectual de la necesidad. El darnos
cuenta, conscientemente, de cómo son las cosas por su propia ley y peso,
independientes de mi voluntad. Algo así nos dice Sartre cuando afirma que es
más importante querer lo que uno hace, que hacer lo que uno quiere: esto último
es una libertad ilusoria, sin cadenas. Fijaros que ni Spinoza ni Sartre nos
dicen que tengamos que acatar voluntariamente, de grado, las cosas, sino solo
quererlas con cierto amor intelectual, porque son así, y porque ese querer y
comprender me hacen libre, un poco por encima del mero gusano que se mueve
según los mecanismos de la naturaleza.
Fulgencio Martínez
No hay comentarios:
Publicar un comentario