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martes, 21 de marzo de 2023

NOTAS DE UN DIARIO II. Por José Luis Zerón Huguet / Avance de Ágora N. 17 (Nueva col.) / Co-lección Ágora. Textos magistrales

                              José Luis Zerón Huguet. (Fuente: El Cuaderno)

 

NOTAS DE UN DIARIO II


           por José Luis Zerón Huguet

 

 

Mi buen amigo Fulgencio Martínez tuvo a bien publicar en el Nº 13 de la Revista Ágora-Papales de Gramático una selección de notas extraídas de mi diario A salto de mata, concretamente del cuaderno de 2022.* El título de mi diario, iniciado de manera sistemática en 2008, es un homenaje al libro homónimo de Paul Auster. 

            Agradezco a Fulgencio que vuelva a confiar en mí y le entrego ahora una selección de las anotaciones escritas en el cuaderno de 2021. Como ya he explicado en otras ocasiones, todo diario (el mío también) es un verdadero cajón de sastre en el cual caben reflexiones sobre literatura, arte, política, ciencia…, reseñas breves, anotaciones personales, opiniones a vuela pluma, aforismos, etcétera. Como en la entrega anterior, la mayor parte de fragmentos que ofrezco ahora al lector son reflexivos y de contenido cultural. Vuelvo a evitar en lo posible los temas políticos y sociales que en 2021 eran de plena actualidad, por ejemplo, la pandemia de Covid-19. Escribí profusamente en mi diario acerca de la desgracia absoluta del coronavirus, pero estas anotaciones merecerían un bloque aparte.

 

 

 

 

No estoy de acuerdo con la creencia generalizada que supedita la escritura poética a los filósofos y pensadores por el hecho de que estos influyan en los poetas. Así ocurre muchas veces, pero hay numerosos casos en que sucede lo contrario: el filósofo o el pensador bebe en las fuentes de la poesía. Es el caso de Albert Camus y René Char. L’homme révolté le debe mucho al poeta provenzal.

          Y hablando de René Char: el otro día, mientras ordenaba libros míos antiguos, me fijé en dos ediciones descatalogadas (y yo diría que hoy repudiadas por el editor) de Visor a las que les tengo un cariño más bien fetichista, pues compré ambos libros en 1981, en mis inicios como lector de poesía y en la efímera y ya mítica librería oriolana Trilce. Me refiero a Hojas de Hipnos y Furor y misterio, editados por Visor en 1973 y 1979 respectivamente. La traducción de ambos libros (como ya ha dejado claro en varias ocasiones el mejor traductor de Char al español es Jorge Riechmann) está plagada de erratas, torpezas expresivas, disparates de cosecha propia y mutilaciones de versos, sin embargo, aquellas dos traducciones me sedujeron porque yo empezaba a leer entonces con tal entusiasmo que no era capaz de distinguir tales dislates. Y aun sabiendo que esas ediciones no superan los estándares mínimos exigibles a una traducción, siguen seduciéndome cuando las leo, quizá porque todavía sigue enquistado en mi recuerdo el fervor juvenil del descubrimiento, mi primera y desbocada aproximación al gran poeta provenzal. Es el poder de la primera recepción.

Me ocurre otro tanto con la nefasta traducción de la supuesta obra completa de Rimbaud que realizó Río Nuevo. Sé que es malísima, pero no dejo de sentir un hálito de emoción cuando alguna vez me acerco a estas versiones distorsionadas hasta el disparate, porque aquel tomo amarillo con letras rojas y la efigie en negro de Rimbaud (extraída del cuadro Un rincón de la mesa, de Henri-Fantin Latour) con todos sus defectos, que son muchos, me descubrió en 1980 a un poeta fascinante que empezó a escribir a la misma edad que yo tenía entonces: catorce años.

Es muy difícil escapar a esos afectos y gratitudes. A mí personalmente me resulta imposible renegar de aquellos libros fallidos y hasta fraudulentos, y los sigo conservando en mi estantería. De vez en cuando los hojeo con nostalgia. Como en el caso de las primeras ediciones de Char, las traducciones de Rimbaud que gozan de más prestigio (he leído mucha y buenas versiones e incluso me he atrevido a leerlo en francés), nunca me causaron la misma grata impresión que aquellas versiones tan denostadas de Visor o de Río Nuevo que hoy todavía se pueden encontrar en los puestos de libros callejeros o en librerías de lance. Dicho esto, creo que por muy malograda que sea la traducción de la obra de un gran poeta, siempre queda un poso de acierto en el trasvase a otra lengua.

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Detesto los dogmas, incluidos los literarios. Por ejemplo: me irrita de igual manera que se desacredite el estilo directo y algo desaliñado de Galdós o de Baroja, vetándoles su condición de creadores, como que a Gabriel Miró se le niegue la categoría de novelista por su orfebrería lírica.

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Leyendo la edición de El País del pasado sábado he sabido que la plataforma Filmin ha estrenado la serie Noruega 22 de julio, la tercera ficción sobre la espeluznante matanza de jóvenes en la isla de Utoya a manos de un ultraderechista convencido de que existía una guerra de aniquilación de los musulmanes contra los europeos blancos.

No dudo de la calidad de esta serie, pero esta es una más de las escenificaciones del terror que tanto gusta a la audiencia. A veces pienso que el cine, la televisión y el arte en general traspasa la línea roja de la ética cuando aborda las tragedias humanas. En la mayoría de los casos se habla de deplorar la barbarie recordándola para que no vuelva a suceder, pero tras esa buena voluntad pedagógica suele esconderse la pornografía sentimental y la obscenidad lucrativa. Lo hemos visto con tantas películas y documentales sobre la Shoah. ¿Es conveniente seguir destacando la importancia histórica (aunque sea demoniaca) del asesino noruego al que no me apetece nombrar por su nombre? ¿No estamos haciendo, bajo la pretensión de una mirada ética, un espectáculo de la ignominia y propiciando que haya incautos que se fascinen con aquellos que la provocan?

Simone Weil escribió que no solo no podíamos castigar a Hitler sino que lo habíamos premiado, pues este aspiraba a entrar en la historia y lo consiguió con creces. Para Weil, el mayor castigo sería excluir del futuro a Hitler y el hitlerismo. Algo parecido ha pasado con otros dictadores recientes o con matarifes perturbados como el ultraderechista que causó la masacre de Utoya. Los estamos inmortalizando, y a la postre es lo que ellos desean.

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He tenido un sueño hacia las siete, lo sé porque he mirado el reloj al despertarme. Caminaba yo con mis hijos y Borja por una zona de huertos feraces repletos de árboles con frutos rojos que no sabría identificar y flores grandes y hermosas con la forma de margaritas y el tamaño de girasoles. También había chicoria, manzanilla, tréboles y otras flores silvestres que mostraban un colorido esplendoroso como en un cuadro naif. Yo me recostaba por unos minutos entre las voluptuosas flores desperdigadas por todas partes. La luz era casi sobrenatural y el olor a vegetación anestesiante de tan embriagador. También recorríamos prados alfombrados de unas hierbas suaves y de un color verde intenso. Había una música melodiosa compuesta por una mixtura de pájaros cantores, un rumor de acequias y un zumbido de insectos. Caminábamos todos maravillados por la belleza del paisaje. Llegábamos a un camino de arcilla roja que nos conducía a la pedanía La media Legua, compartida por los municipios de Orihuela y Redován. Pero esta no era el enclave de huerta que conocemos, sino un pueblecito lleno de edificios decimonónicos de gran valor arquitectónico. Visitábamos a un coleccionista de objetos extraños que habitaba una gran mansión y nos invitaba a comer. El dueño era un hombre anciano que iba en silla de ruedas y vivía con sus dos hermanas, que parecían más jóvenes o al menos disimulaban su ancianidad con afeites bien combinados. También había una sirvienta rusa muy joven y guapa que parecía interesada por mi hijo. La casa era enorme, llena de pasillos largos y anchos y estancias de techo alto decoradas con buen gusto y con mobiliario antiguo. Comíamos muy contentos y el anciano en silla de ruedas nos contaba anécdotas maravillosas. Después de la comida nos despedíamos de la pintoresca familia nobiliaria y le descubría a mis hijos la sorpresa que nos había llevado hasta allí: se trataba de un gran lago o embalse en las afueras del pueblo y entre dos montes. El agua era de una gran pureza, había pequeñas cascadas y remansos de agua de color lapislázuli y una playita de arena fina. Al parecer, la pureza de las aguas se debía a la presencia en ellas de un mineral poco conocido que, además, era terapéutico. Había gente disfrutando de las aguas y el paisaje que rodeaba el embalse era realmente fascinante. Ahí se interrumpe el sueño.

Al levantarme me ha llegado una vaharada de luz intensa entre las grietas que las nubes entreabrían en un cielo revuelto. La fulguración ha alumbrado el mobiliario del salón. A veces la costumbre crea opacidad e ignoramos estos pequeños placeres visuales que nos proporciona la mañana. Al poco, la oleada de luz se ha dividido en numerosas culebrinas anaranjadas que recorrían la estancia como una invasión de milpiés. Pasados unos minutos las luminosidades estilizadas se han convertido en pequeños bulbos hasta que la luz ha vuelto a ser eclipsada por varios cúmulos de nubes blancas.

Mientras desayunaba he sentido una mezcla de euforia y melancolía por el sueño de hace un rato. Suele ocurrirme que todos los comienzos de año siento una nostalgia suave, nada invasiva por todo lo vivido, más en esta ocasión la nostalgia, si se puede llamar así, es la necesidad de volver a un sitio en el que nunca has estado y que al mismo tiempo sientes perdido porque no existe, o solo habita en tu imaginación pasajera. Esa nostalgia, la de los lugares que nunca existieron más que en mi imaginación y que sé que están perdidos de antemano es la que me suele embargar, la que me causa cierto dolor (álgos) y me hace añorar el regreso (nóstos) a un lugar mítico e irrealizable. Aparece en mis sueños con frecuencia y bajo distintas variantes.

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Releyendo mis dos últimos poemarios inéditos a la caza de erratas y errores he detectado que mi poética ha ido evolucionando hacia el pensamiento meridional (pensé de midi, como dicen los franceses) de tal manera que cada vez es menor en mis poemas la presencia de la noche y de paisajes norteños y brumosos.

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 Cuánto mediocre detestando la mediocridad.

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Cuando yo era un niño, mis amigos y compañeros de clase se preguntaban constantemente acerca del origen de Dios (¿Quién lo había creado y por qué?), y siempre con el consiguiente temor al castigo que pudieran generar sus dudas, pues los curas y los profesores de religión nos inculcaban una fe sin fisuras y estas preguntas eran pecaminosas. Pero a mí lo que me atormentaba era pensar cómo Dios podía resistir su propia soledad.

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Envidio a los poetas que son capaces de establecer una armonía con el mundo a través de la certidumbre y la cercanía confortable de las cosas. Aunque mi poesía busque la luz y celebre la claridad no puede dejar de fijarse en ese abismo ignoto que se sitúa entre la realidad y nuestro mundo interior; no puede resistir la tentación de explorarlo. Por otra parte, creo, como afirma Adonis, que no hay claridad suficiente para borrar la oscuridad en el hombre y en las cosas. Y añado que ni oscuridad tan espesa que opaque la luz. La vida es un equilibrio de luz y tiniebla. Si solo hubiera oscuridad sería insoportable nuestra existencia. Si la luz se adueñara del mundo se desharía el misterio y la poesía. Mi escritura poética se finca entre la ilusión y la incertidumbre, entre el temblor y la serenidad.  El mundo se me revela a través a través del claroscuro.

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Ha muerto Joan Margarit. Admito que nunca despertó mi asombro. Me acerqué a su poesía con mis manías y convencimientos un tanto radicales y no logré sacarle el jugo. Creo que la juzgué mal y la adscribí a una tendencia sentimental. La hallé demasiado coloquial y carente de esa parte de oscuridad congénita de lo poético que crea extrañeza, ese misterio imaginativo que configura lo ajeno dentro de lo igual y conduce a lo insólito y lo inhóspito (como diría el filósofo Byung-chul Han, a quien he vuelto a releer en los últimos días) y que a mí tanto me fascina; pero como no me gusta enfrentar poéticas, reconozco que la línea clara y figurativa de Margarit, su exploración de la memoria y su sosegado lirismo es una opción tan válida como cualquier otra. Creo que la poética de Margarit es más profunda de lo que dictaminaron mis prejuicios. Después de un acercamiento mayor a su obra en los últimos meses he reconsiderando mi opinión. No lo incluiría en mi lista de poetas favoritos, pero admiro su coherencia y la autenticidad de sus versos. En Margarit hay un fondo de dolor, un sufrimiento sin énfasis y un gusto melancólico por la belleza que nace de lo más hondo, pues el poeta catalán perdió a dos hijas, una recién nacida y otra todavía joven, en 2001, afectada por el síndrome de Rubinstein-Taybe y que inspiró uno de sus mejores libros.

Lo cierto es que he sentido la muerte del poeta.

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                                             Fotograma de El manantial de la doncella

 

Anoche Ada y yo volvimos a ver El manantial de la doncella de Ingmar Bergman. Recuerdo que la vimos juntos en 2008 porque fue poco después de la victoria de España en la Eurocopa de fútbol de aquel año. Es una película deliciosa y a la vez terrible, como un cuento de hadas, que en realidad es lo que es, pues además está basada en una leyenda del siglo XIV. Advierto que esta nota contiene demasiados spoilers, pero no creo que conocer todo el contenido de la película impida el disfrute de la misma.

Bergman actualiza la leyenda («Törens dotter i Vänge») que dice que donde muere una doncella aparecerá un manantial.  Destaca la confrontación entre paganismo y cristianismo en la que Bergman encuentra un marco idóneo para tratar algunos de los temas presentes en la mayor parte de su filmografía: la religión, la muerte, la belleza, el amor, la inocencia, la culpa y la venganza. Sin embargo, en esta confrontación religiosa ninguna de las manifestaciones se muestra como una doctrina liberadora y ambas abocan a la violencia. Ingeri (impresionante la interpretación de Gunnel Lindblom), la hija bastarda del rey Töre malvive como criada en la granja de la familia. Ella está embarazada y cuando una de las sirvientas le recrimina la vergüenza que supone el hijo que lleva en su vientre de padre desconocido, esta le responde: «los bastardos engendran bastardos». La joven todavía cree en los viejos ritos paganos e invoca a Odín al comienzo de la película clamando venganza contra Karin (Birgitta Pettersson), la joven y hermosa hija de Töre (un magnífico Max Von Sydow) y Marëta (Birgitta Valberg). La joven hija del matrimonio regio vice sobreprotegida y colmada de las atenciones que le son negadas a Ingeri: Marëta vive su fe desde el sacrificio y la penitencia mientras que su esposo es más tolerante y Karin vive en un mundo de absoluta inocencia y representa la vitalidad y la sensualidad de la juventud despreocupada. Hay un primer plano de la película que muestra la opresiva presencia de las dos formas de religión: los miembros de la familia rezan en torno a la mesa del desayuno -rito cristiano- mediante una composición de la imagen dominada por la enorme traviesa de madera sobre el fuego cuya silueta sugiere claramente la de un extraño monstruo mitológico. Como es viernes santo, la joven Karin debe llevar las velas al altar de la iglesia, pues ha de hacer la ofrenda a la Virgen una doncella. Karin recorre el trayecto hacia la iglesia acompañada de Ingeri por un hermoso bosque dominado por la exuberancia de la naturaleza.

Las dos jóvenes se detienen en la cabaña de un viejo hechicero y en ese momento Karin decide proseguir el camino en solitario por los temores de Ingeri a seguir avanzando, pues esta presiente la tragedia que ella misma ha invocado. Resulta significativo que cuando Ingeri cabalga sola hacia el peligro que le acecha, el paisaje se vuelve más agreste e inhóspito y a la voluptuosidad del bosque se impone la desnudez de una vegetación fea, desolada, llena de ramas con formas amenazantes, tal como nos muestra el travelling de la bastarda avanzando tras los pasos de Karin, o en la imagen de la propia doncella acechada por los tres pastores que la violarán y le darán muerte. Las ramas retorcidas, desnudas y punzantes también estarán presentes durante la violación y asesinato de la doncella. Al comienzo de la película, Bergman, un maestro de la simbología, ya adelanta la fatalidad que acecha a la doncella cuando Ingeri esconde un sapo en el interior de la hogaza de pan. Ese duro momento en que la inocente muchacha, que ha cedido a la falsa amabilidad de los pastores ofreciéndoles su comida es atacada se muestra de una manera fría, sin grandilocuencia, con la misma naturalidad con que un depredador da cuenta de su presa. El más joven de los pastores, un niño, no participa en la violación y asiste horrorizado al crimen cometido. Es incapaz de decir nada por miedo a sus hermanos y solo acierta a echar puñado de tierra sobre el cuerpo sin vida de Karin en un último acto de respeto por el cuerpo inerte.

        Los pastores se encaminan entonces hacia su propia muerte al ir a pedir cobijo a la granja donde viven los padres de Karin. Töre les permite pasar la noche a cubierto y además les ofrece trabajo. Pero uno de los pastores se delata cuando intenta venderle la túnica de la doncella manchada de sangre a Marëta, quien horrorizada se dirige a su marido para mostrarle la prenda de la hija. Ingeri le cuenta lo sucedido a Töre y este prepara entonces su venganza. Impresionante resulta la imagen del padre abriendo con sus propias manos el tronco de un abedul con el que se purificará antes de ejecutar su venganza. Antes de dar muerte a los asesinos de su hija descarga su ira contra la propia naturaleza impasible ante la crueldad y generadora ella misma de dolor. El padre, en otra escena de cruda frialdad rodada sin excesos, con una sobriedad impecable, da muerte a los asesinos de su hija y también al niño, a quien levanta en peso arrojándolo contra una estantería. Una vez consumada la venganza por parte de Töre, la esposa tiene instintivo gesto de piedad ante la imagen del niño sin vida, tan inocente como la propia Karin y también víctima de la crueldad de los pastores. Y es la muerte del niño lo que genera un profundo sentimiento de culpa en Töre.

La película finaliza con la familia reunida frente al cuerpo inerte de Karin. Marëte y Töre expresan su impotencia y su desesperación a través de la culpa. Marëte dice: «La quería mucho. Más que al mismo Dios. Te quería más a ti y empecé a odiarte. Me está castigando. La culpa es mía», y Töre se dirige a Dios increpándole a gritos en un plano de espaldas: «¿Ves esto? La muerte de una doncella y mi venganza. Tú lo permitiste. No lo entiendo…»  Pero Dios le dará la respuesta a través de la propia naturaleza, que hasta ese momento se había mostrado imperturbable ante la muerte de la doncella. Hace brotar un manantial de agua cristalina y purificadora que surge milagrosamente al retirar el cuerpo sin vida de la joven.

En esta película todo es sobrio, austero e inquietante, hasta la propia banda sonora. El ritmo es deliberadamente lento y los encuadres son de una bella elegancia. 

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 La nada es un concepto tanto o más elusivo e inabarcable que su antónimo el todo. Literalmente es imposible. En cuanto la imaginamos o la describimos la llenamos de energía y contenido.

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¿Es posible madurar negando o extirpando de raíz el sufrimiento? Los católicos usan la máxima latina ad lucem per crucem. Por desgracia, no les falta razón. Somos una confusa mezcla de tiniebla y de luz, y la búsqueda de cualquier paraíso artificial nos exige un peaje. Me gustaría ser un hombre contemplativo, sereno, absolutamente equilibrado. Desearía poseer una fe fuerte (sea de la religión que sea), tener un asidero al que agarrarme. Quisiera escribir y aprender sin sufrir, gozando siempre. Me gustaría poder elevar una oración en cada uno de mis actos y amar sin mezquindades y entregarme a un acto de gratitud permanente, no tanto por lo que no he conseguido sino por lo que no he perdido; aunque no soy una persona atormentada ni amargada, nunca he alcanzado una prolongada autosatisfacción; tan solo he experimentado ramalazos de plenitud y pocas veces una radiante alegría. La incertidumbre me asalta maleducadamente cuando menos la espero, el descontrol interior se manifiesta sin permiso y la emprende contra todas mis certezas y me empuja al balbuceo y la perplejidad, sobre todo en los últimos años en que voy envejeciendo y he perdido al que era. Cuando me veo en el espejo me cuesta reconocerme. No soy un hombre disperso, pero nunca he logrado concentrarme a fin de lograr el grado óptimo de contemplación. No puedo renunciar a las pulsiones y apetitos cotidianos, no puedo evitar lo epidérmico de estos tiempos radicales. Sin embargo, me atraen las honduras y las alturas. Siento una llamada que podríamos llamar espiritual y me hago muchas preguntas, y hasta creo que existe una realidad arcana, un misterio sublime. Pese a todo, no soy lo que pude llamarse un hombre religioso ni un homo contemplativus, porque no puedo acceder al goce de la fe, como un prodigioso locus amoenus. Mi única fe es la poesía y ella me ofrece más preguntas que respuestas, más dolor que placer, más inquietud que serenidad.

          Lo que realmente poseo es la capacidad de asombro en las dos acepciones: interés por lo sombrío y la admisión de mis zonas de umbría (hay algo fiero en mí no amaestrado que me perturba a diario) y mi facilidad para admirarme ante la creación; esa admiración primigenia, tan antigua como novedosa, que genera las grandes preguntas, esa exaltación que me salva del tedio al trascender mi existencia cotidiana. Hablo del thaumazein platónico citado por Aristóteles, el pasmo ante el milagro del Ser, el comienzo de toda filosofía. Einstein escribió: «un hombre que ha perdido su capacidad de asombro y veneración está muerto», y estoy completamente de acuerdo.

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Esta mañana me entero de la muerte de Francisco Brines. Murió ayer a los 89 años de edad. Menos mal que al menos vivió para recoger el Cervantes. Otro grande de la poesía que se nos va. Yo ya he escrito sobre Brines varias veces en estos cuadernos, y también en alguna ocasión he recordado cuando lo conocí en Alcoy en un homenaje a Juan Gil-Albert y hablamos durante horas. Ahora correrán ríos de tinta sobre su obra. Creo que sobre su vida y su poesía se ha dicho casi todo. Difícilmente se podrá añadir algo nuevo, pues la bibliografía sobre Brines es impresionante, de manera que se sucederán (ya está ocurriendo) los tópicos, los lugares comunes, las declaraciones urgentes, los artículos de ocasión. Yo no tengo ganas de repetir obviedades. Quizá con más tiempo y más adelante pueda escribir algo interesante (o al menos no manido) sobre su obra; de momento solo diré que el encuentro que mantuve con el poeta de Oliva fue inolvidable y que no me arrepiento de haberle dedicado un poema de mi libro El vuelo en la jaula.

Y gracias a mi amigo Fernando Pastor me entero ahora de que el pasado mes de febrero murieron dos de los grandes poetas europeos con una diferencia de horas: Philip Jaccottet y Lawrence Ferlinghetti. Al suizo lo leí más. Del norteamericano solo conozco alguna traducción en Internet y el poemario Un Coney Island de la mente que leí en la edición de Hiperión a comienzos de los ochenta. No podían ser más distintos: Jaccottet: sobrio, denso, reflexivo, próximo a Séneca, a San Juan de la Cruz y Claudel; el poeta de la Beat generations, expansivo, verboso, comprometido…, para Jaccottet la literatura siempre fue una experiencia tanto estética como política.  Precisamente hace unos días releí la entrevista que le hizo Jordi Doce, publicada en el libro Don de lenguas: entrevistas literarias.

Como cada vez que muere un poeta siento una sensación de orfandad, y más si, como en este caso, se trata de la desaparición de dos grandes, últimos supervivientes de una modernidad con la que me identifico y que está en trances de desaparición fagocitada por los postulados de la postmodernidad y la transmodernidad.

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No sé qué me causa más rechazo, si el bruto supersticioso y fanático o el arrogante ilustrado que cree que hay una explicación plausible para cualquier misterio y que lo conoce absolutamente todo.

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Respeto profundamente a muchos poetas preocupados por reincorporar el compromiso social a la poesía abriendo nuevas trincheras del lenguaje contra el poder excluyente y avasallador de nuestro mundo tardocapitalista, desigual y tecnificado, que ha dado lugar a una fascinación creciente por el pasado. Me parece legítima la ilusión de algunos poetas de enfrentar la utopía del cambio frente a las retropías como un elemento de protección contra el presente depredador que nos conduce a un futuro nada halagüeño. Pero como ya he dicho otras veces, observo grandes dosis de pretenciosa ingenuidad en quienes creen que pueden cambiar el mundo con la poesía. Los autores españoles de la poesía social en los 50 ya lo intentaron y, a pesar de sus logros, fracasaron en sus intentos de revolucionar la sociedad a través del lenguaje poético de la denuncia. Sí creo que la poesía se vive como una revelación ontológica y por tanto puede modificar la conciencia individual. Me basta con eso.

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Van a dar las siete de la tarde. Hace unos minutos que ha dejado de llover. Las nubes se han rasgado y emerge el oro líquido vespertino. Después del derrame del cielo asoma la luz flamígera del sol moribundo. Y este comienzo del ocaso propicia la emergencia de dos prodigios naturales: uno no muy frecuente como es el arco iris. Un arco irisado primario y descomunal que abarca desde la sierra de Orihuela hasta las lomas de La Pedrera. El otro efecto no es más frecuente, aunque ha de verse cuando el sol está descendiendo próximo a su ocultación, y no es otro que la luz dorada intensa que ilumina la sierra de Redován. Es como si la montaña estuviera iluminada artificialmente. Esto mismo pasa una hora antes en la Cruz de la Muela. Una fascinante revelación súbita y fugaz; la floración festiva de la declinación. Un casi visto y no visto que deja en quien observa una embriagadora, casi alucinada, plenitud.

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Me asombro cuando pienso que la base de la riqueza del mundo que percibimos y la de los otros mundos que conocemos a través de la ciencia y que constituye eso que llamamos universo es en realidad bastante reducida. La tabla periódica de los elementos conforma la realidad existente en cualquiera de sus manifestaciones, y esos elementos escasos a su vez están formados por partículas subatómicas en distintas proporciones. La diferencia de cantidad y proporción de idénticos ingredientes conforman los estados de la materia. Quizá haya elementos que todavía no conozcamos y por tanto otros universos, pero esto pertenece al terreno de la especulación. Así pues, todo está interconectado y tal urdimbre prodigiosa debería alejarnos de nuestro mezquino orgullo de creernos superiores a los demás seres vivos y enseñarnos a idear nuevas construcciones morales que trascendieran la dicotomía entre el yo (o el yo y el semejante) y los otros, debería hacernos más universales y menos tribales (el semejante es uno de los nuestros, mientras que el otro, al pertenecer a otro clan, no lo consideramos prójimo y lo excluimos de nuestro campo de empatía). Pero ocurre todo lo contrario. Paradójicamente es esta interrelación de la materia lo que impide una ética de la compasión, pues no es concebible el universo sin la exclusión, la depredación y la aniquilación. No es posible un mundo sin violencia. Un ejemplo lo tenemos en las grandes explosiones de las supernovas, la existencia de agujeros negros acaparadores de materia y energía, las colisiones entre astros, los cataclismos constantes de la naturaleza. La vida misma no podría existir sin la violencia. Lo angustiante es que la vida necesita de la muerte, la feracidad depende de la podredumbre y los seres vivos hemos de hacer daño para sobrevivir. Incluso las personas y animales más mansos provocan dolor. Es imposible abrazar el nosotros, es decir, la pacífica convivencia, al menos la biológica, en un mundo que a pesar de estar formado por cuerpos interrelacionados y tramados no llega a ser una membrana, sino que tiende a la fragmentación. Qué lejos estamos de una idílica estructura sostenida en la compasión, la coparticipación y la comprensión.

No es posible erradicar la violencia de la realidad existente, pero al menos el ser humano, que tiene la capacidad de pensar, puede atenuarla, de manera que hemos de tratar de hacer el menor daño posible y evitar el dolor y la destrucción por simple codicia o negación de nuestros semejantes humanos, de los animales, de las plantas, de las cosas… La compasión requiere una gran dosis de lucidez.

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Mi padre solía emplear la frase «es una bellísima persona» cuando se refería a alguien bondadoso y desprendido. Lo decía con admiración, sin retranca alguna. Mi padre equiparaba belleza, bondad y verdad utilizando la belleza como símbolo, a la manera neoplatónica del bien y de Dios, sin ningún asomo de sordidez ni de doblez. Y pienso recordando esta expresión popular tan cara a mi padre, cómo el lenguaje en su uso cotidiano (aunque esta frase que nos gustaría escuchar más ya está en desuso) sintetiza conceptos filosóficos de hondo calado.

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Domingo. Atardecer. El cielo se cubre de un manto espeso de color vainilla, como si fuera a llover tierra. Por el este aparecen nubarrones de un color gris oscuro tirando a negro. Mi hijo me dice que se espera una tormenta y quiere hacer fotos. Subimos a la azotea. En pocos minutos el cielo adquiere una tonalidad mercurial, menos por el oeste, donde persiste el color amarillento. Empiezan a verse los primeros relámpagos. La tormenta está lejos, pero se acerca con rapidez. En el norte el color es impresionante, de un color gris verdoso. La atmósfera está cargada de electricidad. Mi hijo comenta que no había visto nunca un cielo con colores tan variados y tenebrosos, y la verdad es que no es frecuente esta visión apocalíptica. La tormenta se acerca y se oye su fragor. José Luis capta con su cámara fotográfica la caída de algunos rayos, pero nos vamos en seguida por el temor a que nos alcance una descarga eléctrica, pues estamos rodeados de antenas y cables metálicos, y en la azotea contigua está instalado el pararrayos.

          Ya en casa empieza a llover. Mi hijo continúa su sesión fotográfica en el balcón. Nos llega una mezcla agridulce de aromas. La lluvia arrecia y la tormenta persiste con vistosas luminiscencias hasta pasadas las once de la noche.

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                                             Parque de Orihuela

 

Salgo con mi hija al mediodía. Mientras ella compra en un despacho de pan situado en una plazuela de la calle Obispo Rocamora yo la espero en la calle. Hace un día cordial, de una luminosidad suave para esta hora en la que el sol suele mostrar su poderío cenital. En solo cinco minutos de espera me quedo ensimismado mirando los falsos cerezos y los árboles pica-pica con sus flores rosadas, y la luz esplendorosa de las acacias de flores amarillas. Se oye el canto insistente del mirlo, como un sonido balsámico que añade una nota de exotismo, como si estuviera en plena naturaleza y no en una calle concurrida y ruidosa poblada de edificios altos. La claridad del cielo parpadea sobre las ramas oscilantes de los árboles y destacan el relieve de las hojas y las flores hermosas. Me fascina el lenguaje evanescente, deliciosamente melancólico que brota de esta vegetación urbana. Es como una voluptuosa melodía huidiza que resuena en mis ojos y los llena de plenitud; un placer elemental, remansado y a la vez activo. Nunca hasta ahora me había fijado tan atentamente en estos árboles exóticos que fueron plantados hace unos años en muchas calles y plazas de Orihuela. El placer que me proporciona esta contemplación efímera está muy próximo al asombro del niño que admira la naturaleza y sus fantasmagorías.

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Crisis y utopía abrevan juntas.

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Cerrar los ojos ante la realidad, evadirse de ella es una irresponsabilidad, pero también puede resultar un acto de insumisión, o un mero gesto de supervivencia. Los medios de comunicación y especialmente las nuevas plataformas digitales nos mantienen abiertos los ojos las veinticuatro horas del día exponiéndonos a una sobreinformación de pobreza extrema, crímenes masivos, indiscriminados, abusos de poder, clasismo, desigualdad, insolidaridad, enfermedades… La pandemia de la ansiedad y la depresión que provoca el exceso de información es mucho peor que la coronavírica. Es como si todas las heridas del mundo mancharan nuestras conciencias. Aumentan por ello los suicidios, las crisis nerviosas, las depresiones. No nos dejan siquiera parpadear. Nos obligan a permanecer continuamente en estado de máxima alerta. Los ojos bien abiertos. No se puede ni pestañear.

Hay que estar implicados, sí, pero desde la razón, que es lo que nos hace esencialmente humanos, sin dejarnos arrastrar por el tsunami de las emociones provocado por la presión mediática. Y para razonar hay que detenerse un poco, hacer una pausa, cerrar los ojos y descansar un rato para poder pensar o simplemente para poder creer que el mundo es todavía habitable, aunque nos digan una y otra vez que es una cloaca.

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Micropoética.

Escarbar en la oscuridad para que mane la luz.

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Nietzsche anunció la muerte de Dios y Foucault la del hombre, anticipando el poshumanismo. Fukuyama decretó el fin de la historia y el inefable Trump puso de moda la posverdad, término que acuñó el bloguero David Roberts y que tiene su antecedente terrorífico en el jefe de campaña de Adolf Hitler Joseph Goebbels cuando afirmó que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad, aunque podríamos rastrear antecedentes muchos más antiguos como la filosofía maquiavélica y más recientemente en el posmodernismo y su línea filosófica más reconocida, la deconstrucción de Jacques Derrida y el mencionado Foucault.

Ahora las neurociencias tratan de evidenciar un hecho que a mí me produce pavor, y es la inexistencia de la conciencia. Muchos neurocientíficos la consideran simplemente un epifenómeno de la actividad cerebral normal, aunque no sepan con precisión qué procesos neurológicos coinciden con la experiencia consciente. De esta manera ya no hay actividad mental que no sea cerebral, con lo cual desaparece la dualidad mente-cuerpo y con ella la idea concreta de libre albedrío, que, más allá de resonancias religiosas, debemos interpretarlo como la libertad del ser humano para tomar decisiones y pensar por sí mismo a través de un proceso cognitivo que nos permite la percepción de nosotros mismos, de nuestra existencia y la de los demás y gracias al cual sentimos estados mentales subjetivos en primera persona y podemos expresarlos en palabras.

Si la biología mecanicista del cerebro determina que no hay una conciencia que nos conduzca a la libertad de nuestras decisiones e interpretaciones y todo es causal, si reducimos la experiencia consciente a una máquina compuesta por numerosas piezas (neuronas, axones, dendritas, sinapsis) y sus mecanismos (liberación de neurotransmisores, acciones eléctricas), si no hay al menos una entidad psicosomática que aúne los contrarios, dígase  una biunidad fisiológica, algo así como la integración de una mente encarnada en un cuerpo, si no aceptamos la conducta intencional como marcador de la conciencia y que está surge en el vínculo de dos módulos orgánicos (uno conceptual y otro informativo), el monismo mente-cuerpo nos llevará irremediablemente a la automatización absoluta que ya empezamos a padecer, es decir el triunfo de la inteligencia artificial. La supuesta inexistencia de la conciencia (no confundir con alma, véase Locke, Spinoza, Hobbes, Descartes) supondría la suspensión de nuestras facultades para inteligir el mundo mediante métodos que nos acerquen a la verdad a través de percepciones afinadas o clarividentes que provienen del territorio de la intuición más creativa y no del paradigma mecanicista. El no poder tomar decisiones fundadas abre por completo la puerta a las adicciones y las manipulaciones. Sin la posibilidad de una conciencia sólida y no figurada, el totalitarismo de la política y sus técnicas de propaganda es el futuro que nos espera.

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El goce es más inexpresable que el sufrimiento.

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Leyendo el cuento de Flannery O’Connor «Más pobre que un muerto imposible» me topo con este fragmento:

El mundo se creó para los muertos. Piensa en todos los muertos que hay —dijo, y luego, como si hubiera concebido la respuesta a todas las insolencias, añadió—: ¡Los muertos son un millón de veces más que los vivos y el tiempo que los muertos pasan muertos es un millón de veces más que el tiempo que los vivos pasan vivos!.

Es lo mismo que yo he pensado en infinidad de ocasiones desde mi infancia y que me ha conmovido, espantado y fascinado a partes iguales. Pienso que podría haberlo escrito yo mismo. Y reflexiono que a pesar de lo pavorosa que nos resulta, la muerte siempre entona un himno de vida.

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La autocrítica se entiende como debilidad y no como lo que es: un acto de gallardía.

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Releo el polémico y discutible ensayo (en realidad fue el texto de una conferencia dictada en español) Contra los poetas, del polaco Witold Gombrowicz, que creó una escuela de odiadores de la poesía, cuyo ejemplo más destacado es Ben Lerner y su libro El odio a la poesía. Me parece una diatriba a veces injusta que incurre en lugares comunes, pero no le falta razón al escritor polaco cuando denuncia la endogamia de los poetas y su falta de entusiasmo y autenticidad cuando escriben. Los considera vanilocuos, ingenuos y apartados voluntariamente de la realidad y los acusa de haber convertido la poesía en una ceremonia o ritual cansino. Se extraña del prestigio que tienen los poetas y la poesía: «si al menos el poeta supiera tratar su canto como una pasión, o como un rito, si al menos cantara como los que tienen que cantar, aun sabiendo que cantan en el vacío. Sí en lugar de un orgulloso “yo, poeta” fuese capaz de pronunciar estas palabras con vergüenza o con temor… o hasta con repulsión…¡Pero no! ¡El poeta tiene que adorar al poeta!»

¿Por qué tanta saña contra los poetas? ¿Podría argumentarse que al no sentir Gombrowicz el roce de la poesía, envidiaba sobremanera que el gran edificio del lenguaje, la crítica y la lingüística trabajara para los poetas? Sería una consoladora respuesta para los vates ofendidos por la invectiva de Gronbrowicz; pero no creo que el escritor polaco quisiera ser poeta, ni que falte la poesía en su obra narrativa o en la de sus mejores amigos, como el narrador inclasificable Bruno Schulz. El lenguaje poético no le era ajeno, aunque dijese odiar la escritura en verso. Quizá buscaba notoriedad y trató de encontrarla atacando a un colectivo numeroso y endogámico que no tardaría en reaccionar escandalizado. En cualquier caso, al margen de la actitud sensacionalista, los poetas, y precisamente los que como yo (y Gombrowicz tanto critica) hemos consagrado nuestra vida a la poesía, deberíamos leer con autocrítica y amplitud de miras la reflexión certera e inteligente del escritor polaco y no incurrir en una actitud defensiva, intransigente y mediocre. En realidad, la disertación del autor de Ferdydurke (novela muy valorada que yo nunca pude acabar de leer, aunque lo intenté en varias ocasiones, todavía no conocía la conferencia corrosiva de marras) va dirigida contra los poetas estrechos de miras, aquellos que solo tienen ínfulas de poetas, pero ni siquiera lo son, y no tanto contra la poesía. Gonbrowicz no rechaza la naturaleza de la poesía, sino a los insufribles poetas que la han convertido en una religión repleta de dogmas erigiéndose en sus sacerdotes. De hecho, el propio novelista explicó que «el belicoso ensayo me surgió de la irritación, porque durante los largos años que pasé en Varsovia y luego fuera de Varsovia, me enervaban esos poetas con su poeticidad insistente y convencional; estaba ya de esto hasta la coronilla. En primer lugar, fue una reacción contra el ambiente y su desgraciado género. Pero esa rabia me obligó a ventilar todo el problema de escribir versos.»

No me siento ofendido por la diatriba de Gonbrowicz porque no estoy aislado de la realidad, ni creo que mi ocupación poética me haya privado de gozar de la vida, al contrario, precisamente mi vinculación a la poesía me ha hecho vivir con más atención e intensidad y ha sido para mí como una forma de un conocimiento de índole muy especial. Siempre he evitado la pose de artista o de escritor y me cuesta autoproclamarme poeta, no porque no crea en la fuerza de la poesía, sino porque tengo mis dudas sinceras sobre mi propia obra.

Cuando Gombrowicz publicó su ensayo antipoético en 1951 los poetas todavía gozaban de prestigio. Hoy es diferente. El retroceso de las humanidades, el triunfo de la tecnocracia y el culto al consumismo y la rentabilidad económica ha arrinconado a la poesía. No obstante, aún podemos leer en Contra los poetas algunos párrafos de una vigorosa actualidad (subrayo la vigencia de estas líneas: «… no es malo que los versos contemporáneos no sean accesibles a cualquiera, lo que sí es malo es que hayan surgido de la convivencia unilateral y restringida de unos hombres idénticos»). No sé hasta qué punto el ensayo de Gombrowicz ha influido en los poetas de nuestro tiempo, acostumbrados a reírse de sus colegas y no tanto de sí mismos, como sería deseable. Es práctica común del poeta actual mofarse de la poesía, sin embargo, no ahorra esfuerzos y trifulcas por conquistar un puesto privilegiado en el parnasillo. Como demuestra Lerner en su mencionado ensayo, odiar la poesía es también el pasatiempo nacional de los propios versificadores. Estos se sirven para ello de la ironía y el cinismo, la ligereza y el desenfado, todo menos parecer ingenuos, graves o trascendentes. Pero esta pose negadora es en sí misma otra forma de ritualizar el fenómeno poético. En este sentido, sigue vigente el título de uno de los poemarios de Juan Carlos Mestre: la poesía ha caído en desgracia. Con todo, creo que hoy sí es necesario que el poeta adopte una dosis de orgullo (que no de egolatría) y se atreva a nombrar su vocación sin sonrojo fuera del ámbito poético, con la misma naturalidad que lo haría un bombero, un sastre o un médico, por poner algunos ejemplos de ocupaciones a las que se les supone cierto compromiso vocacional.

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A tenor de los numerosos escritos acerca de la creación poética que se publican  a diario y de la existencia de tantas y tan variadas poéticas hay que pensar que tanto a poetas como a lectores de poesía (incluso a los que no están familiarizados con ella) les preocupa el fenómeno poético, cuál es su misterio, qué lo convierte en algo impactante, dónde radica la fuerza de su expresividad, y sobre todo qué es la poesía, pregunta que me han hecho muchas veces y que, francamente, no he sabido responder. Esto me hace pensar en un texto de Borges que leí no hace mucho tiempo, procedente de su libro Arte poética (6 conferencias). Dice el argentino «sabemos qué es la poesía. Lo sabemos tan bien que no podemos definirla con otras palabras, como somos incapaces de definir el sabor del café, el color rojo, o amarillo o el significado de la ira, el amor, el odio, el amanecer, el atardecer o el amor por nuestro país. Estas cosas están tan arraigadas en nosotros que sólo pueden ser expresadas por esos símbolos comunes que compartimos. ¿Y por qué habríamos de necesitar más palabras?».  Añade que «todo el mundo sabe dónde encontrar la poesía. Y cuando aparece, uno siente el roce de la poesía, ese especial estremecimiento». Borges emplea con acierto, para reforzar su argumentación, una cita de san Agustín: «qué es el tiempo. Si no me preguntan qué es lo sé. Si me preguntan qué es no lo sé».

Borges no aclara nada, pero lo dice todo. No obstante, seguiremos escribiendo acerca del misterio de la poesía y de cómo esta se manifiesta por escrito, especialmente si es una poesía visionaria o apegada a la sugerencia de la imagen. Seguiremos preguntándonos qué es la poesía, por qué se manifiesta de formas tan ricas y variadas y cómo se alcanza la gracia poética. Pero al final llegaremos a la misma conclusión que Borges. Alumbraremos muchos caminos y ninguno nos llevará al misterio definitivo.

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Solo estoy absolutamente seguro de mis dudas.

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Escrito por Tomás Sánchez Santiago en sus Cuadernos Pálidos (El Cuaderno digital):

«Cuando en vez de temblor hay habilidad, es que el poeta se ha rendido a su oficio. Es lo que tiene escribir por costumbre. Se gana en seguridad, se pierde en incertidumbre. Y el poeta se pasea en busca de versos consultando su guía privada, como esos turistas que miran y escuchan la pantalla del móvil mientras caminan sin poner atención a lo que va ocurriendo en torno a ellos. Igual, igual al escritor cuando ya solo le interesa lo previsible.

Nada que objetar».

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Otra muestra más de cinismo etiquetador: se le llama Antropoceno a la era geológica actual cuando nos hemos cargados las humanidades y cualquier progreso ético se ha rendido al imperativo de los fríos algoritmos. Antropceno en la era del humanicidio, cuando unos cuantos y poderosísimos santones de la tecnología dictan las normas. Antropoceno en los tiempos en que las personas cultas, creativas, idealistas y creyentes todavía en saberes que hoy son tenidos por inútiles por los dictados del mercado. Antropoceno es esta época deshumanizada en que los artistas se han convertido en mercenarios tecnócratas y los pensadores han sido sustituidos por youtubers, instagramers, tiktokers y twiteros.

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El miedo crea dioses.

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Se tiene a sí mismo por un artista iconoclasta y es solo un iconoplasta.

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Ha sido superado el horror vacui pascaliano que recorre el pensamiento barroco y llega hasta la modernidad, sitúa al hombre a mitad de lo infinitesimal y de lo infinito, entre la nada y el todo, e «igualmente incapaz de ver la nada de donde es extraído y el infinito donde es absorbido».  El ser humano ya no es ese punto intermedio entre lo microscópico y lo macroscópico puesto que estos conceptos son cada vez más difusos y la noción de nada y todo está siendo revisada constantemente por los astrofísicos. Por otra parte, y teniendo en cuenta los nuevos adelantos de los telescopios, el hombre ya es capaz de conocer muchos secretos que albergan las entrañas abisales, va camino de descubrir ese deus absconditus (que hoy, en nuestro mundo laico, podríamos traducir como la incognoscibilidad del cosmos), o al menos hacia la nueva física más allá de nuestra comprensión teórica actual del universo. Estos descubrimientos arrojan luz en las tinieblas de nuestra ignorancia, pero no calman nuestro vertiginoso temor al vacío. Todo lo contrario: incrementan nuestro desconcierto y nos demuestran que no somos el centro de universo, sino insignificantes criaturas pensantes anonadadas antes monstruosos prodigios cósmicos que se escapan a nuestras coordenadas espacio temporales.

 

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 * La primera entrega de Notas de un diario la puedes leer en este blog:

https://diariopoliticoyliterario.blogspot.com/2022/09/notas-de-un-diario-por-jose-luis-zeron.html

o en el número 13 de Ágora-Papeles de Arte Gramático (Nueva Colección), septiembre 2022, pp. 47-70, disponible en:

 https://www.calameo.com/read/0028272967ac830eb089d

 

 

JOSÉ LUIS ZERÓN HUGUET. (Orihuela, 1965). Poeta. Fue cofundador y codirector de la revista Empireuma. Sus primeras obras editadas fueron dos plaquetas: Anúteba, conjunto de poemas suyos y de Ada Soriano (Ediciones Empireuma, 1987), y Alimentando lluvias (Pliegos de Poesía del Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1997). En 2021 publicó Intemperie (ed. Sapere Aude, Oviedo). Otros poemarios suyos son Sin lugar seguro (Germanía, 2013), De exilio y moradas (Polibea, 2016), Perplejidades y certezas (Ars poética, 2017) y Espacio transitorio (Huerga & Fierro, 2018).  Ha sido incluido en varias antologías: entre ellas, en La escritura plural. Antología actual de poesía española (Ars Poetica, 2019). Ha colaborado con ensayos, artículos, cuentos y poemas en revistas nacionales e internacionales. Podéis leer su artículo “Cuasi una poética”, en el número 10 de Ágora (vol. 3 impreso, Anuario de Ágora 2021), y en el blog de esta revista: 

https://diariopoliticoyliterario.blogspot.com/2021/09/cuasi-una-poetica-por-jose-luis-zeron.html 

También una muestra de sus poemas en el mismo lugar, y en este otro enlace: https://diariopoliticoyliterario.blogspot.com/2021/09/cuatro-poemas-de-jose-luis-zeron-huguet.html

 

REVISTA ÁGORA DIGITAL / CO-LECCIÓN ÁGORA. TEXTOS MAGISTRALES/ NOTAS DE UN DIARIO / MARZO 2023

 

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