fragmentos para una poética/Ágora 1o
CUASI UNA POÉTICA
por José Luis Zerón Huguet
No recuerdo exactamente cuándo me sentí plenamente convencido de que el mundo poético era mi mundo real, pero fue durante mi adolescencia media, aunque antes ya había leído y escrito poesía. Entonces empecé a sentir la mágica extrañeza de un lenguaje nuevo con el que poder expresar la lucha irrefrenable y cíclica de Eros y Thánatos y la necesidad de que ese asombro poético sobreviviese a los envites cotidianos, a las responsabilidades sociales que me imponían mis educadores. Supe que ya no podría desatender nunca la llamada de la poesía ni evadirme de sus mandatos ni rechazar sus recompensas, aunque llegara a ser ignorado e incluso despreciado por entregarme a un arcano tenido por inútil y que para mí era -es- una escuela de tolerancia, exploración personal y goce fraterno.
De modo que me siento, ante todo, un poeta vocacional. Ser y sentirme poeta es mi forma de estar en el mundo y de implicarme en él. Y esto significa que la poesía es para mí una forma de vida, incluso una religión. Se es poeta las veinticuatro horas del día o no se es, aunque uno escriba mucho, o poco (o nada) durante periodos prolongados de tiempo. Pero mi vocación no es proselitista y siempre he procurado que mis incandescencias poéticas (no siempre placenteras y a veces angustiantes) no hostiguen a los demás. Siempre he tratado de expresar mi pasión por la poesía con sinceridad y humildad, pues creo que la humildad no está reñida con la perseverancia y la audacia. Sentirme un poeta vocacional y no un versificador experimentado más o menos virtuoso también supone una total indiferencia por ser aceptado en grupos, bandos y capillas poéticas, lo cual me exime de calcular la rentabilidad mediática que pueda proporcionarme el mérito de la publicación. También evita que me obsesione con la supuesta insignificancia de la poesía en este mundo nuestro hedonista, pragmático, y productivo. Porque el poeta vocacional siente que está empezando, que acaba de llegar a la poesía. Vive el entusiasmo poético (entusiasmo significa poseído por los dioses), pero no es un profeta ni un elegido por la gracia divina, sino alguien que siente la energía vital de la creatividad, sin grandilocuencias, como algo íntimo, callado (incluso imperceptible) que no tiene nada que ver con vanos exhibicionismos ni gregarismos productivos. Sabe que las destrezas y habilidades acumuladas con el tiempo no le ofrecen ninguna garantía de certidumbre, pues el mal llamado oficio poético depende en gran medida del equilibrio entre lo imprevisto y lo determinado, y solo cuando estas dos nociones contrarias se encuentran y se potencian surge la poesía. De esta manera, el poeta vocacional afirma la incertidumbre y se sitúa a contrapelo, al margen de los que nunca se equivocan, en contra de los convencionalismos y los dogmas que empujan a la autocomplacencia. Se dirige a lo desconocido para hallar -o tantear – lo nuevo, espoleado por el temor y la esperanza entre un amasijo de paradojas. El poeta vocacional que soy abre, pues, todas sus compuertas interiores e intensifica el mundo con una sed de conocimientos nunca saciada. Vive una ebriedad solitaria, pero percibe un sentimiento de pertenencia a un tú, de ahí que trate de conciliar lo individual y lo colectivo. Experimenta, pues, la lúcida transgresión de la rebeldía con la sensibilidad herida a cada paso, en estado de vigilia, sin recluirse en los altares del esteticismo, aunque consciente de que su comunicación con el lector siempre se establece en una situación precaria.
Escribir poesía, pienso, consiste en revalorizar la vida mediante el contacto con una porción de la realidad que no vemos, situada más allá de las limitaciones sociales. Para ello hay que mirar hacia dentro, explorar nuestros espacios interiores, o sea iluminar la realidad oculta tal como la entendió Rimbaud. Sin pretender enredarme en demiurgias afirmo mi fe en el concepto numinoso del verbo y en el sentido órfico de la palabra como religación del hombre con el mundo, por mucho que les pese a los voceros de la postpoesía, y otros recientes cánones poéticos. Y dicho esto no creo que el poeta, como tantas veces he oído decir, esté desconectado de la vida y desarrolle su obra aislado del mundo. Ante el dilema de elegir entre vivir un aislamiento interior y la necesidad de solidaridad humana, ¿por qué no elegir ambas posibilidades?
Ese compromiso supremo con el hecho poético no es popular en nuestra sociedad, que etiqueta al poeta como un ser pasivo y decadente que busca la evasión en empresas ilusorias. Ya lo dijo Mallarmé a finales del siglo XIX: “es demasiado alto el precio que el poeta paga a la comunidad. Su práctica no resulta en verdad algo distinto a un lento suicidio, el acto oscuro de alguien que cava sin cesar su propia tumba”. Que la actividad continua del poeta sea percibida como una actitud pasiva o evasiva no es más que el producto de una tópica simplificación que en ocasiones los propios poetas, convertidos en funcionarios de lo sagrado, empeñados en elevar lo bello a ideal político, han ayudado a propagar. El poeta cava sin cesar, cierto, pero no su propia tumba, sino las trincheras en donde poder resistir la realidad lacerante que nos asfixia con sus moralismos feroces y sus consignas brutales. El poeta ha de enfangarse cuantas veces haga falta para rescatar a la poesía de la insulsez, de lo demasiado evidente, del arribismo sensiblero. Así que puestos a citar utilizaré una hermosa sentencia de Octavio Paz: “La poesía no persigue la inmortalidad sino la resurrección".
Nuestra sociedad nos empuja a una alocada carrera en la cual el futuro se hace presente inmediato. Captar el instante a través del poema es una de mis mayores preocupaciones. Persigo lo irrepetible y fugaz, lo luminoso y lo oscuro de lo que es o empieza a ser y de lo que ya fue, la floración y la putrefacción a un tiempo, lo que vive y lo que muere, “el relámpago que gobierna la totalidad del mundo” (Heráclito) cristaliza a veces en el poema; hablo del fulgurante Kairós que nos pone en contacto con lo “maravilloso absoluto” (Schlegel) y que, parafraseando el célebre verso de Ungaretti, nos ilumina de inmensidad. Pero el fogonazo no siempre dona plenitud; a veces también alumbra el mundo con todas sus derivas y zozobras. Es por eso que en mi poesía hay un continuo combate entre la plenitud y el desencanto, el asombro y el escepticismo, la exuberancia y la desolación. Abundan las aliteraciones ásperas, un ritmo crepitante y redundancias y sucesiones de imágenes y analogías que unas veces entran en conflicto y otras se encuentran y fusionan extendiéndose y ramificándose con afirmaciones y negaciones, armonías y discordancias. También prevalecen en mis versos la sinestesia y la metáfora visionaria, y estos se contraen y se expanden en una especie de flujo y reflujo en el que la elipsis, la anáfora y la enumeración (a través de conjunciones o por yuxtaposición) cobran un especial protagonismo. Mis poemas dependen, sobre todo, de la imagen y su movimiento.
Mi escritura es una constante seducción de la naturaleza para regresar del exilio al que he sido condenado por perder el vínculo más inmediato con lo salvaje. No me refiero, claro está, al locus amoenus que cantaron los artistas clásicos, ni al paisaje idealizado de los románticos, sino a la naturaleza en riesgo de extinción que en nuestros días se resiste a ser domada, parcelada y esquilmada. Pero la ciudad no está ausente en mi poesía. Lo urbano aparece casi siempre con un trasfondo de naturaleza superviviente: solares, avenidas y edificios de hormigón conviven con jardines y huertos periféricos. Yo canto a la naturaleza amenazada de muerte, como diría el poeta salmantino Aníbal Núñez, ahora que puedo permitirme ese lujo. También busco la belleza, la extenuante e inútil belleza que jamás podremos comprender; esa belleza aterradora y a la vez acogedora, sublime y también subterránea y marginal, de la que tanto habló Dostoievski y de la que emana nuestra fragilidad como seres llamados a la muerte. Vivimos una época crepuscular. El crepúsculo (vespertino y matutino) es la simbolización ambigua del dolor y la resurrección. La luz hay que buscarla desde la sombra, y en esa indagación en lo oscuro se moldea nuestra memoria. Por eso mi poesía también está llena de claroscuros y es elegía e himno auroral. La aurora “crea el instante, que es a la par indeleblemente uno y duradero. La unidad, pues, entre el instante fugitivo e inasible y lo que perdura”. Escribió María Zambrano en De la Aurora, uno de sus mejores libros, que acaso podríamos leer como un inmenso poema en prosa. Y en la misma obra dice: “Qué inmensa soledad la del que no ha contemplado, ni siquiera por una sola vez, la Aurora”.
Para Macedonio Fernández “poeta es saberlo todo”. Yo no lo creo. El poeta, al menos desde mi experiencia, expresa el desamparo del ser en un lugar del que nada sabemos y del que queremos saberlo todo. Afronta lo inefable e incomprensible del hecho poético como un amanecer en tierra extraña. Anda a tientas sin luz o a media luz, sin pautas ni sendas únicas (y a veces hasta sin suelo firme) en una apertura hacia otros espacios. Más allá del resultado, y sin ánimo de dramatizar, no valen las frivolidades cuando escribo poesía: me dejo llevar por el poema al mismo tiempo que ejerzo su control. El trabajo, hondo, tenaz e intenso resulta agotador, es como como andar de continuo en la cuerda floja por encima del abismo. El conocimiento que persigue el poeta es incierto, inagotable, insaciable.
No me cabe duda de que la única manera de revitalizar la poesía es crear desde el sentimiento primigenio de lo tremendo y lo fascinante, y quien a ella se entrega debe ser capaz de conciliar los contrarios, de aunar razón e intuición, de identificarse con múltiples referencias transversales y contradictorias. Ha de estar dispuesto a correr el riesgo de experimentar grandes vuelos y al mismo tiempo mantener los pies en la tierra. Ha de atreverse a crear nuevas hojas de ruta explorando tierras incógnitas y mares sin balizar. Y para ello no debe renunciar a su carácter inconformista e insaciable. Juan Ramón Jiménez dijo en Política poética “que la poesía es lo único que se salva de la razón y que salva a la razón, porque es más hermosa y superior que ella”. Razón poética la llama María Zambrano. La atención asombrada (la primera sacrificada por esta civilización de la velocidad, como afirmaba Simone Weil) es la condición activa para salir de la rutina estética. La atención a las pequeñas y a las grandes cosas. “No hay poética sin ventana”, asegura Jordi Doce en un hermoso aforismo de su libro Hormigas blancas. El poeta utiliza el microscopio y el telescopio, el zoom y el gran angular. Sabe que el mundo es complejo e inabarcable (y tan maravilloso como bestial), por eso mismo las palabras resultan precarias e insuficientes para abarcarlo, de ahí su conflicto paradójico con el lenguaje. Cuando el poeta trata de sondear lo que Juan de la Cruz calificó como noche oscura del alma y que yo suelo llamar intemperie se siente un extranjero en su propia lengua, y de ese sentimiento de extrañeza y desamparo surge el hecho poético. De ahí que acertadamente el filósofo Gaston Bachelard afirme que la poesía pone al lenguaje en estado de excepción. Hay que vivir el poema como un acontecimiento y aceptar lo inefable e incomprensible del hecho poético. Escribir es andar a tientas sin luz o a media luz.
¿Puede sobrevivir la poesía en pleno apogeo de las nuevas tecnologías y formatos de comunicación de masas? ¿Puede llegar no solo a seducirnos sino también a engrandecernos? ¿Puede cauterizar heridas? Son preguntas que suelo hacerme y para las que no tengo respuestas seguras. Muy pocos aprecian el valor de la creación poética, su grandeza humilde. Uno quiere pensar que la poesía servirá de salvavidas a las generaciones venideras, pero no sabemos qué será de ella. No podemos saber si en el mundo por venir logrará ser más visible o se diluirá en el tejido social hasta extinguirse por completo. No sé si los lectores del futuro la revitalizarán o la condenarán para siempre. En cualquier caso, en nuestra sociedad neoliberal al borde de un colapso que parece irreversible la poesía sigue estando viva, aunque solo para una minoría sea un modo de vida y una forma de mirar el mundo.
JOSÉ LUIS ZERÓN HUGUET. (Orihuela, 1965). Cofundador y codirector de la revista Empireuma. El día 22 de septiembre de 2021 presentará en Orihuela (Auditorio La Lonja, a las 19.30 h) su nuevo libro, Intemperie (ed. Sapere Aude).
Antes de este, ha publicado, entre otros poemarios: Sin lugar seguro (Germanía, 2013), De exilios y moradas (Polibea, 2016), Perplejidades y certezas (Ars poética, 2017) y Espacio transitorio (Huerga & Fierro, 2018). Ha sido incluido en varias antologías, y también en La escritura plural. Antología actual de poesía española (Ars Poetica, 2019). Ha colaborado con ensayos, artículos, cuentos y poemas en revistas nacionales e internacionales. El número 10 de Ágora digital (de pronta publicación) recoge una selección de sus últimos poemas.
REVISTA ÁGORA DIGITAL 10/ septiembre 2021
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