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viernes, 6 de agosto de 2021

Una gramática para leer "Juan de Mairena". Por Fulgencio Martínez. REVISTA Ágora digital

 Libro gratis: Campos de Castilla - Antonio Machado - textos.info

 

     UNA GRAMÁTICA PARA  LEER JUAN DE MAIRENA

 

                 Pluralidad de contextos en la obra

        Apuntamos de entrada la inaudita complejidad de este texto, su originalidad y su despliegue genial de la recursividad literaria, que lo acercan -en nuestra opinión- a los Diálogos de Platón: a textos platónicos como Banquete, República o Timeo, por ejemplo: este último estudiado por Jacques Derrida, en Khora, como paradigma de un discurso infinitamente elíptico, del "espesor del texto", irreductible a un "resumen" en unas tesis o sistema de ideas adjudicables a "Platón".

        De manera análoga, en el texto de Antonio Machado Juan de Mairena ­-publicado en su primera parte en 1936, y completado con otra segunda que recoge artículos de los años 1936 (ya en período de la "guerra"), 1937 y 1938) ­-, se debe tener en cuenta, a la hora de extraer unas conclusiones, la literariedad de la fuente, que no es índice tan solo de un recurso expositivo (neutro o simplemente didáctico) de la filosofía de Antonio Machado; sino, más bien, de una voluntad filosófica de presentar un pensamiento complejo, oblicuo a veces, "diseminado" en perspectivas, voces complementarias u opuestas ­-que son, fundamentalmente, tres: la de Juan de Mairena, la de su maestro Abel Martín, metafísico idealista, y, no finalmente, sino entre estas voces, la de "Machado", o la del "narrador" que escoge, selecciona, y a veces comenta el pensamiento de estos; y no solo teniendo, por referencia, el "contexto" o recurso principal creado por la "ficción", que es la "clase" de Retórica y Sofística que imparte Juan de Mairena, fuera del horario oficial del instituto, a alumnos adolescentes, discípulos y a la vez compañeros en el aprendizaje del correcto pensar, sin el cual no se puede escribir ni hablar bien; sino otros dos contextos que creemos superpuestos y más fecundos filosóficamente: el contexto de lo "actual" en el tiempo y la inquietud humana e intelectual de Machado, el autor, al fin, del libro; e, incluso, por bajo los dos contextos anteriores, el contexto del "diálogo" mismo como búsqueda en común de la verdad, acorde con el concepto socrático de "filosofía".

        El primer contexto del aula -o sus contextos análogos de la "conferencia", la "tertulia" provinciana ­- ha sido destacado por los comentaristas de Juan de Mairena como un acertado recurso literario y filosófico para vivificar y hacer fluido el género en prosa del "ensayo", género tendente a ser monocorde y falto de viveza literaria, como reproductor de un "monólogo" más que de un diálogo vivo donde se busca en común la verdad, o donde se asiste al camino del pensar a través de dudas y certezas provisionales.

        Quizá, no haya sido resaltado lo suficiente, sin embargo, el otro contexto referencial de la obra, que es, en cada caso, la actualidad, no solo histórica (del momento de la España del tiempo de Machado, y de Europa) sino del itinerario intelectual del propio Machado, de sus lecturas, inquietudes y atisbos filosóficos. Un leve recurso actualizador -"lo que hubiera dicho (o pensado) Mairena"- le sirve, en muchas ocasiones, a Machado para traer delante el contexto principal, actual, de la obra, y para introducir Machado o bien solo la reflexión de Mairena o de Abel Martín (reparemos en que al escoger la situación actualizadora o evocadora de dicha reflexión ejerce, ya de por sí, una selección la voz tercera del Machado-narrador), pero, más a menudo, para acompañarla de una matización o valoración irónica o también, a menudo, por el contrario, intensiva en sus connotaciones actuales -por ejemplo, en lo referente a los aspectos éticos, en la reflexión sobre la cultura, los valores de la justicia, la paz, lo comunitario, en los que se escucha casi nítida la voz del buen Antonio Machado.

         Así, creemos que el contexto principal -intencionalmente, que es lo que más nos importa desde el punto de visto filosófico- es ese mencionado contexto "actual" -acorde con la metafísica temporal de Mairena y del propio Machado-. (Machado es un pensador de su tiempo, en su tiempo. Solo esa condición realiza la esencia del filósofo).

 

        La reflexión metafísica como un diálogo cultural situado

        La dimensión actual de esa referencia es interesante también seguirla en lo relativo -como hemos dicho- al itinerario intelectual de Machado, lo que nos abreviará la casi imposible tarea de presentar el contexto último de la obra como "diálogo" socrático-filosófico.

        El texto está vinculado a los crecientes intereses y lecturas filosóficas iniciadas por Machado ya en su primer viaje a París, a principios del siglo XX, y reanimadas por su nuevo contacto en 1911, como oyente, con la filosofía de Henri Bergson. Creemos que el itinerario filosófico machadiano (más amplio de lo que cabría suponer de un poeta "solo intuitivo") que incluye lecturas en profundidad y, sobre todo, pensamiento y asimilación de lo leído (más importante, en filosofía, que la extensa y a veces superficial erudición) acercan a Machado a un pensador tan poco profesional como Nietzsche, en cuanto a dominio de las artes filológicas de la lectura y el pensamiento pausado, selectivo, acerca de las principales obras filosóficas.

        Si tuviéramos que resumir en unos pocos nombres los hitos del itinerario filosófico de Machado serían estos: Bergson, Kant, Nietzsche, Heidegger, Marx, junto con Sócrates y Jesucristo, dos figuras que ocupan un lugar aparte, siempre por delante como "maestros del pensamiento" occidental, como diría Karl Jaspers.

          Se ha resaltado, creemos, poco, aquellos autores como Marx que aportan a Machado un elemento de reflexión en cierto modo antitético a la raíz de sus convicciones metafísicas y éticas. Pero, creemos que es necesario resaltar dicha presencia dialéctica, sobre todo, en el último Machado de la segunda parte de la obra Juan de Mairena.

        Pensadores españoles como Unamuno le aportan una voz que contrasta o estimula la reflexión machadiana-maireniana; en su acercamiento al  existencialismo heideggeriano, no solo Bergson, sino la lectura de Unamuno abre a Machado una capacidad de comprensión inusitada si tenemos en cuenta, como se ha documentado, que Machado no leyó directamente la obra principal del primer Heidegger Ser y Tiempo (1927), sino el manual de Gurvitch Las tendencias de la filosofía alemana actual, texto que sirvió a Machado para reflexionar sobre las nuevas ideas de la filosofía alemana y, sobre todo, de Heidegger, tal como expone el filósofo español, por boca de su apócrifo profesor de Gimnasia, en el capítulo LXI de la segunda parte de Juan de Mairena.   Recordemos que "ese filósofo español" era, también, oficialmente, un profesor de instituto de Francés, consciente -­ ya en los años 30 del siglo XX ­- del papel que necesariamente habían de desempeñar los intelectuales. No confundamos -como pide Mairena- al intelectual con el "pedante",  ni asimilemos al erudito con el hombre de ideas o intelectual cuya "misión", en términos orteguianos, había de ser "estar a la altura de las circunstancias" de su tiempo y de su país. No extrañe, entre estos juegos de ironía y paralelismos incluso biográficos, que un intelectual español se esfuerce por estar a la altura de los grandes debates filosóficos de los años 20 y 30, que no son otros que la asimilación de un pensamiento en cierto modo depresivo, posbélico, como el anunciado por el "existencialismo" del primer Heidegger, y un pensamiento "revolucionario", de algún modo "salvador", éticamente ilusionante, como el representado por el marxismo, aunque este, según la reserva crítica de Machado, aporta esperanza a costa de un lastre de elementarismo. Los debates culturales, sociológicos, ya iniciados en la primera década del siglo XX, tras la primera Guerra Mundial, en torno a la cultura y "decadencia de Occidente", por O. Spengler y los epígonos de Nietzsche, y, sobre todo, el debate en torno al hombre-masa, el último hombre nietzcheano o el Man de la existencia inauténtica, para Heidegger, en tono apocalíptico o descriptivo-sociológico, según el viento de la polémica,  se proyectaron en España a través de los  artículos contemporáneos de Ortega y Gasset, y libros de este filósofo como La rebelión de las masas (1929) -y más aún, de más calado para el ámbito poético de Machado-, La deshumanización del arte (1925), abordaron ese paisaje nuevo social donde predominaba el hombre-número, la cantidad meramente física de lo humano, esa nueva fuerza que ponía en peligro la vieja cultura (según unos análisis apocalípticos), o que era signo terrible de una nueva cultura -­- por tanto, se suponía muerta la vieja cultura europea.

        Esa posición ambigua ante el nuevo hombre-masa de la sociedad del siglo XX posbélica, pende en los análisis no solo de Ortega y Gasset sino también de otros pensadores alemanes, como Ernst Jünger, que lo asimila al nuevo rostro de la técnica y del trabajo, al trabajador sobre el que tanto el comunismo como el nazismo sentarán sus bases. El mismo Heidegger, en sus análisis existenciarios, se aproxima a dicha ambigua posición al deslindar una existencia auténtica de otra inauténtica relativa al Man. De algún modo, Heidegger procede, aquí, como Ortega en su reflexión sobre el nuevo arte deshumanizado de las vanguardias; se asoman al abismo de la elementariedad y la barbarie, lo absorben en lo que tienen de empuje y verdad epocal (pues el arte de vanguardia, selectivo, minoritario, también tiene un fondo elemental, bárbaro, nihilista y lúdico que lo acerca a su tiempo y a su época desvinculada de una cultura tradicional superior; y del mismo modo la existencia auténtica, en Heidegger, la resolución y libertad del hombre auténtico que asume el sentido de la muerte en la propia vida como una última afirmación de dignidad análoga, en cierto modo, a la estoica, se recortan sobre la muerte y el absurdo de las existencias cotidianas de los hombres sacrificados como carne de cañón en las guerras mundiales o en el servicio maquinal a la empresa del capitalismo que maquiniza al ser humano). Se trata, en todo caso, de "salvar" un depósito de cultura y de valores humanos "auténticos".

(La vinculación de la filosofía del primer Heidegger con el arte de las vanguardias ha sido puesta de relieve por Adorno y, siguiendo a éste, por Giani Vattimo).

         Contra este error -como también lo creemos nosotros- Machado está alerta, y por boca de Mairena insistirá en mirar al otro campo, es decir, al pueblo, sin dejar nunca Machado-Mairena de denunciar la asimilación interesada del hombre-masa con el pueblo y de señalar y de argumentar filosóficamente su rechazo del cinetismo y de otros síntomas preocupantes que afloran en el hombre  masificado y deshumanizado. Llegará incluso Mairena a decir (volviendo absurdo el argumento elitista al darle la vuelta) que los únicos valores aristocráticos son los del pueblo. El pueblo tiene un sentido superior de la existencia; incluso en la filosofía, en el arte, y en la literatura, todo lo que no es pueblo es pedantería y amaneramiento. La cultura popular expresa y se radica en valores profundos, filosóficos -en esa convicción "castellana" de que nadie es más que nadie; o dicho de otro modo: en que no hay valor más alto en un hombre que el de ser hombre. El pueblo tiene señorío, sus valores genuinos expresan el señorío -no el señoritismo, que es decadencia-. Así, pues, lejos el pueblo de ser representante de un moral de esclavos o del rebaño -como los epígonos de Nietzsche-Zaratustra pregonaban. Y más motivo filosófico encuentra Machado en la deshumanización del hombre que en la exquisita "deshumanización" del "arte" que, según Ortega y Gasset, respondería a un afán de recuperar autonomía por parte de un arte selectivo, rescatado de las turbas destinadas al mal gusto y la delectación en la reproducción vulgar, elemental, de la vida.

          A ese valor propio, metafísico y humanista, que adjudica Machado al pueblo, se suma su confianza en que este es el destinatario y el protagonista de la cultura. Además, el cifrar en el pueblo los valores del futuro, la fraternidad, como valor humanista estimulante de una justicia siempre en construcción futura, desde el mismo presente, desde el tiempo real.

        Pero, el tema del amor fraterno es también, metafísicamente, como luego estudiaremos, uno de los itinerarios posibles a la conciencia integral de lo real, una salida, en fin, del "infierno" del solipsismo.

 

        ¿Por qué la esperanza (al menos) del amor fraterno se ha de asociar con el pueblo, y no tanto con una minoría culta, elegida, ni siquiera con un "pueblo" elegido, como el hebreo (lo que siempre reprocha Machado a la cultura bíblica), y ni siquiera -fijémonos- con una porción de pueblo o clase elegida: el proletariado, sujeto de la praxis revolucionaria y de la nueva cultura supuestamente proletaria, radicalmente otra frente a la vieja cultura burguesa o tradicional?

          Para Machado, no hay, en primer lugar, adanismos en ningún ámbito, y menos en la cultura o en la filosofía. El arte de las vanguardias se creyó, en los años 20, rupturista respecto a la tradición, pero solo recogía un aspecto de la ola que suele venir después de toda catástrofe: la parte que limpia y se lleva lo viejo. Sin embargo, no daba cuenta de aquello que trae también siempre la resaca de esa ola, la tradición o continuidad de cultura. El pensamiento, igual que el arte y la cultura en general, necesita, dirá Machado, que aparezca de vez en cuando el huracán, a falta de una buena poda cuidadosa, para despojar el árbol de hojas ya sin savia. La savia se regenera a través de esas crisis culturales, históricas, en cierto modo terapéuticas. No hay, pues, un sujeto artístico, una vanguardia de minorías que tenga un papel metafísico autónomo, esto vale por decir, que no hay existencia auténtica fuera de la existencia humana de todos, de los otros, de la comunidad humana, que éticamente habría de regirse por los valores de justicia y fraternidad. En todo caso, aunque no lo adviertan, los artistas de vanguardia están haciendo un papel metafísico, ontológico, que les otorga el pueblo, la comunidad cultural y lingüística. Machado llega a afirmar, con modestia, que él es solo un folklorista, un pensador que bebe en las aguas del folklore popular, entendido bien que cultura o folklore popular es el pensar, el habla viva y la convicción metafísica profunda que subyace -Unamuno diría: intrahistóricamente- a las manifestaciones etnológicas. Incluso, siguiendo con la modestia machadiana-maireniana, pero con tono de profunda convicción y seguridad- Machado afirma que toda gran filosofía es popular, incluso en su expresión e intuición profunda y mejor: la caverna de Platón, el río de Heráclito, la esfera maciza de Parménides, la paloma de Kant, el molino de Leibniz, el azucarillo en el vaso de agua de Bergson: las grandes imágenes del pensamiento filosófico que hunden sus raíces en una sabiduría imaginativa, poética y... folklórica.

          Y, ahora, a la pregunta que hicimos arriba: ¿por qué el pueblo y no la minoría culta tiene el crédito moral y metafísico que le otorga Machado? No porque sea depositario de valores eternos, ni expresión de un humanismo -que es siempre un concepto histórico, y variable según de qué humanismo hablamos: el relativista democrático de Protágoras; el cristiano o estoico, el renacentista aristocrático; el kantiano burgués, basado en la autonomía moral y en el respeto a la libertad individual;  el positivista o marxista basado en el dominio del trabajo y la técnica; el existencialista de Sartre, proyectado en la libertad del para sí o conciencia frente al en sí inerte, en la capacidad de elegir aún en el extremo de la no elección, frente a la muerte y la existencia que precede a la esencia humana, o el "humanismo" antihumanista heideggeriano o más bien antihumanismo del Zaratustra de Nietzsche, que quiere pasar por encima del último hombre, de la existencia inauténtica, para afirmar los valores del superhombre, es decir, del hombre por fin auténtico, realizado en su esencia. De esos conceptos de humanismo, donde se deslizan, como se ve, ambigüedades y contradicciones dentro del mismo autor, ya que tan pronto se ve el humanismo como apertura del hombre a una dimensión creativa abierta de la existencia, como se concibe el humanismo como tarea asociada a la realización de una esencia atemporal que es desvelada por fin en la historia. Machado-Mairena procede con más tiento. Creemos que sus dos polos de reflexión- el pueblo, ya señalado- y por otro lado, Cristo -el cristo de Machado, que representa lo humano en su expresión más fraterna- son un recurso del pensador sevillano para no caer en las paradojas del humanismo.

         De ahí que no estemos de acuerdo con Pedro Cerezo en llamar humanista su lectura de Machado. (No así con el fondo de dicha lectura). Esa etiqueta por un lado quiere llamar a tomar en serio el pensamiento filosófico de Machado pero se trae a falta de otra etiqueta que case con la tópica filosófica, y que se pueda adjudicar a Machado. Nosotros creemos, siguiendo a Derrida, que es precisamente ese un mérito del pensador Machado:  su carácter  inexpunable a las etiquetas, y mucho menos, a una etiqueta tan manida y ambigua como humanismo. En nombre del humanismo y los derechos humanos, hoy sabemos cuántos sacrilegios se han cometido.

      Un síntoma de ese no saber qué hacer con Machado -y que dice mucho de su cualidad misma de pensador y filósofo- es la recurrencia -en el mismo libro de Pedro Cerezo, Palabra en el tiempo (donde por otra parte se hace un análisis profundo e iluminador de los motivos y símbolos del pensamiento del poeta y de sus  apócrifos así como se pone "de resalto" ­-que diría Mairena­- la lógica inmanente de la reflexión machadiana), al latiguillo: "esto que dice Machado quiere decir expresado en términos filosóficos". Es ese un síntoma descaminante -seguimos con expresiones apócrifas"-­-, la recurrencia en los comentaristas al latiguillo profesional[1]... Como si el lenguaje y la expresión propia de Machado no fueran ya filosóficos y necesitaran un bautismo ritual en las aguas terminológicas de la filosofía para ser considerados pensamientos filosóficos. ("El tono lo da la lengua," -­ escribió Machado en uno de sus "Proverbios y cantares" de Nuevas canciones ­-"ni más alto ni más bajo; / Sólo acompáñate con ella"). El estilo de un pensamiento se acompaña de la propia lengua, que hace el pensador suya de manera radical y casi indescernible de sí mismo, hasta hacer de esa compañía del idioma, con su historia y caudal de experiencias, un estilo de pensamiento propio. Pensemos en un término usado por Mairena como descaminante, o descomedir, verbo hoy apenas usado, o solo como adjetivo: estuvo descomedido, o sea, fuera de razón o medida común, puede interpretarse en varios sentidos del prefijo des-: 1, des- con significado de fuera, privativo, o, 2, con significado reversivo, de in-versión de una acción anterior; incluso, 3, como un des- intensificador que aparece en términos como "deslumbrar". "Descomedir", compuesto que, además del prefijo des-, incluye el  prefijo co-, de "común", agregado a su base verbal, "medir", puede entenderse como:  salir fuera de la medida común, invertir esa medida, o sea, pensar a la contra; o bien, intensificar la medida. Propone un término filosófico. Sospechamos, asimismo, que la palabra nada, tal como la emplea Machado, no puede nunca dar, ni no dar[2], ni parangonarse con la nada de Heidegger; pero a favor de la nada martiniana. Nada implica un cero absoluto, una pizarra negra o blanca, un ver la corriente del ser tiempo que es el ser y verla en su totalidad como posible inexistencia, nada. Lo que más se le aproxima es el "nihil de fuego escrito", que en la visión agónica que precede a la muerte de Abel Martín asocia dos imágenes intuitivas de Heráclito, el río y el fuego heraclíteos. Pero, reparemos en que la "nada" del poema de Abel Martín ­-y en la que piensan Machado y Mairena ­- es una llama en cuanto está aun siendo llama que consume una casa, la madera, y nos deja ver algo que destruye. La nada es sombra, reverso absoluto del ser, dice Mairena, sombra de la mano de Dios, un cerrar por un momento las pestañas el ojo que todo lo ve. Porque, curiosamente, la nada implica ausencia de ser para una conciencia que ve o espera el ser y en el ser. No hay nada absoluta, nada para el ser. Esto es lo que introduce una cuña más profunda en la metafísica existencial. La otra cuña es el amor, o sea, la necesidad radical del otro para el ser mismo, la herida de la alteridad que afecta al ser mismo. Ambas cuñas se coimplican y corresponden. Pues la nada es el otro del ser, que es conciencia, pero el otro no radicalmente nada y otro, pues solo hay nada para una conciencia que espera algo; como solo hay dolor, fracaso del amor y fracaso existencial para la conciencia humana que espera la trascendencia en el otro. Esa espera de la conciencia le llama Machado, el corazón, usando la lógica de la expresión poética.

        El fracaso es la prueba de humanidad, lo que nos hace hombres, así como la trascendencia está pillada por la herida de lo otro, por esa nostalgia infinita. Machado-Mairena, a diferencia del metafísico prematuro que fue Abel Martín, recala ­-creemos con Abellán­- en ese logro positivo. Una conciencia de lo humano es imposible sin la aventura de lo otro; por más que la ganancia final sea no el amor sino el conocimiento, el viaje -a esa Ítaca, como diría Kavafis- depara un hermoso aprendizaje: el de la comprensión de la bondad en la realización de la finitud humana, y comprendemos entonces qué significan las Ítacas.

        Porque Machado parte del hombre como caminante, un poco como el caminante de los senderos perdidos en el bosque de Heidegger; solo con una diferencia que es de perspectiva: el carácter abierto del medio simbólico de ese camino: el mar, para Machado (el misterio abierto); la espesura del bosque en Heidegger, que siempre tienta con situarse en una emboscadura. En ambos casos, estamos ante lo incierto, pero en Machado se acentúa lo abierto a la vez que la confianza en lo nuevo que se puede esperar más allá de nuestras convicciones escépticas y de nuestros pasos descaminantes: "confiemos / que no será verdad/ nada de lo que sabemos". Incluso el escepticismo ha de cuestionarse, ser radicalmente escéptico es cuestionar la propia duda para estar abierto a nuevos planteamientos. En Machado no hay posibilidad de un emboscarse subjetivo en un tipo de existencia auténtica, ni es dado al hombre trazar fronteras.(Nunca traces tu frontera/ ni cuides de tu perfil:/ todo eso es cosa de fuera. Escribe el poeta en otro de sus proverbios).

        El movimiento de abrir camino y rememorar el ser, del segundo Heidegger, sería, para Machado (si hubiera conocido esta reposición del filósofo alemán) una filosofía muy válida, como lo es la actual hermenéutica de Gadamer o de Vattimo. Ese recital continuo de interpretación... Pero a condición de no dar por sentado que se sabe ya la melodía, que se ha oído -o se ha revelado a un órgano de pensamiento privilegiado- la frase total. El sentido del ser.

        Escuchar cualquier fragmento de música -reflexiona Mairena- supone recordar, parar un instante el fluir de las notas y recortar o evocar -casi crear- una melodía en el órgano anímico y sensorial. No podemos oír música sin recordar y detener el fluir. La conciencia oyente se escinde en una parte que recuerda y detiene y otra que mantiene la escucha viva; como la conciencia pensante se bifurca en una conciencia-espejo que da representación objetiva, abstrae y mata lo vital, y otra conciencia que se adhiere a lo inmediato bergsoniano, que sigue la corriente espontánea. Esta conciencia intuitiva, a diferencia de la otra (pensante, objetivadora) está más cerca del ser, piensa Machado. No en tanto que la otra quede fuera del ser; sino porque el ser es, metafísicamente, uno y lo otro. Uno porque es unidad, continuum, que es recortado y parcelado por la conciencia pensante por medio de sus abstracciones, por un pensar homogenizador que secciona lo real con los esquemas a posteriori del espacio y el tiempo, que se han obtenido de lo común, fijado y abstraído de los lugares, cosas y acontecimientos- para Mairena, a diferencia de Kant, espacio y tiempo son esquemas objetivizadores (pero a posteriori, no a priori) que posee la razón lógica. Y, en segundo lugar, porque el ser uno es uno en tránsito siempre a lo otro, de algún modo su unidad se capta en las transformaciones de la alteridad.

        La conciencia vital, heterogeneizadora, cualitativa, hace más honor al ser uno-otro de lo real. Pero, además, el ser, para los apócrifos de Machado, es una mónada consciente, energía y actividad dinámica, al modo de la mónada de Leibniz; con la diferencia, respecto a este filósofo pluralista,  que la mónada real no es plural sino una. Cualquier resto de pluralismo implicaría una división mecanicista, aconsciente, un atributo espacial-temporal homogeneizador en la conciencia mónada. Machado, sin embargo, concibe espacio y tiempo como recursos homogenizadores del pensamiento humano para someter a lógica el flujo real; por tanto, no pueden ser atributos esenciales de lo real previo a la representación pensante.

        Esto nos plantea, por un lado, una convicción que Machado-Mairena sostiene, incluso de la que hace una señal para superar cualquier caída en el nihilismo. Ser y pensar no coinciden ni por causalidad. Confiemos en que no será verdad nada de lo que sabemos.

                 Pero, por otro lado, aunque de la desigualdad pensamiento y ser,  cuyo contrario, la igualdad, fue el presupuesto de la filosofía desde Parménides, no haya de ser un problema insuperable, descaminante, sino, incluso, a veces, una seña de salvación de la desesperación, en el naufragio de la razón; Machado, en la concepción de partida del ser radicalmente consciencia activa y continua, heteróclita, llena de sí, hasta el punto de ser una y una en la alteridad abierta que se abre ante sí, rechaza con el espacio el tiempo como si fuera éste un velo puesto en ella en un acto aparencial posterior, o sea, en el mismo pensamiento subjetivo, representador de fenómenos de la conciencia. El tiempo y el propio pensamiento subjetivo corren el peligro de ser vistos como epifenómenos ideales, casi irreales; al modo casi de las filosofías hinduístas y budistas. Y lo que es también más ambiguo, en Machado, no se entiende la importancia metafísica del tiempo en el pensamiento machadiano. Para un pensamiento profundamente estático[3], idealista, como el que profesa el maestro de Mairena, Abel Martín, en efecto, no solo ese tiempo de la conciencia sino la propia conciencia pensante es epifenómeno, o, (como dice en su apócrifo libro De lo uno a lo otro) es una de las cinco formas de la "objetividad", entendiendo por "objetividad" -al modo kantiano- una construcción racional. Reparemos en que no solo se insinúa que la conciencia no es un dato último real, una realidad absoluta o incondicionada, sino que esta pretendida realidad absoluta no es tal, pues es inmanente a la conciencia. Del mismo modo es también una forma de la objetividad, para Martín, o un "reverso del ser", como diría su discípulo Mairena, la conciencia espontánea, vital, que sería el nivel 1 de la objetividad, la planta más cercana al suelo de la corriente inconsciente, fluyente de lo psíquico, que implica una cierta noción de vida y estado de conciencia, por constraste con lo inerte, pero que no crea formas culturales, pensamiento, "telas de araña", que diría Nietzsche, suficientemente resistentes. El segundo nivel sería el yo, la conciencia del yo como cierta oscura unidad de autorrepresentación separada del fluir continuo de primer nivel, pero, aún, inseparable de ese continuo.

          Y aquella conciencia de sí misma, conciencia de conciencia, pensamiento y a la vez imagen objetivadora y consciente de sus imágenes, sería el tercer nivel de la objetividad, es decir, la razón. Machado discute y, por boca de Mairena, critica el sinsentido lógico que representa esa conciencia espejo, pantalla mágica que convierte lo representado en ella en objetivo, distante pues del continuo psíquico elemental; y que tanto es imagen como consciencia de una imagen: o sea, que, de forma lógicamente confusa, puede ser activa y pasiva, objetiva (desubjetivizante) y subjetiva (introspectiva, reflexionante, consciente de sus imágenes). Sería como una consciencia que lee (reconoce y piensa) los signos que escribe (objetivos, marcados en el papel). El ser humano solo puede hacer dicha lectura o bien empleando órganos diferentes (lee con ojos, escribe con manos) o bien, en el sistema Braille, leyendo con dedos que hacen de ojos lo escrito antes con dedos que hacen de manos). Parece que el homo sapiens ha llegado a la inteligencia y, quizá, antes a la conciencia, desde las manos (y los ojos, ambos órganos coordinados y lateralizando lo real en un primer esquema de representación lógica, "fijo" al menos porque parece irreversible, desde la misma posición determinada: ojos y manos señalan lo que está antes o después, a izquierda o derecha, enfrente o detrás, abajo y arriba. Otra especie quizá hubiera podido alcanzar el pensamiento desde otros recursos; quizá en otras inteligencias extragalácticas, se desarrolló el cerebro a partir de la nariz, o quizá solo el cerebro a partir del mismo cerebro o del pensamiento puro, no necesitado de instrumentos corporales: quizá, vayamos a ese futuro desarrollo de la mente....donde no necesitemos manos ni ojos para pensar y ordenar acciones y cambios en lo real externo al cuerpo humano. Pero, llegaremos o no a esa utopía ultrapsíquica, telepática, telecinética, después y por medio del desarrollo de la inteligencia gracias a instrumentos tan "torpes" como las manos, los ojos. Incluso los pies otorgan la base sólida, el firme que metáforicamente sirve de punto de apoyo al pensamiento y de medida afincada en la sólida tierra, y desde la cual "atreverse a pensar", al "sapere aude", es decir, a profundizar en las dudas y en las certezas, desvelando nuevas preguntas, nuevos territorios, y que nos permiten la marcha del pensamiento. Ya tenemos al homo erectus convertido en homo sapiens, pero hicieron falta varias partes del cuerpo humano para iniciar la inteligencia (por de pronto, manos, ojos, pies, y, según algún filósofo nietzscheano, naríz sobre todo: olfato fino, y según otros, también el gusto fino, un estilo y gusto por pensar y reconocerse estéticamente en formas culturales -diría Schiller, para quien el gusto estético abrió el camino de la cultura que nos separó de la barbarie y la animalidad). Ya tuvieron bastante oficio y empleo los cinco sentidos, que además eran necesarios para la subsistencia animal y el trabajo, desde el momento en que nuestros antepasados homínidos se pusieron a "pensar".

        Quiere este largo excurso significar que poner en duda la consciencia objetivizadora pensante es tanto como poner en duda el propio cuerpo, la objetividad más inmediata y elemental de "mi cuerpo", aunque solo sea por el hábito arraigado de asociar cuerpo y representación consciente, pensante. En el fondo, la intuición y punto de apoyo arquimédico de Descartes, el racionalista, "Pienso, luego existo" (Cogito ergo sum) viene a significar, pensado desde otro punto de vista, que puedo objetivar mi cuerpo, verlo desde fuera como "algo" desde mi existencia pensante. La existencia del cuerpo, afectada por el argumento escéptico del sueño, queda confirmada de esta manera oblicua. Mairena cuestiona la misma duda cartesiana como insincera, en tanto que (piensa el profesor de Gimnasia y retórica) quien tiene un método -y la duda cartesiana es metódica- sabe adónde va, prevee los pasos a dar, anticipa reglas de procedimiento; y porque, en último término, Descartes valida su intuición del "cogito", no por la duda, sino por su previa convicción físico-matemática de lo real, que es un supuesto metafísico al margen del escepticismo cartesiano. Mairena sostiene que hay que llevar el escepticismo hasta sus últimas consecuencias, sin partir de supuestos metafísicos, cuestionando también, en el proceso del dudar, a la propia duda, y, finalmente, quizá, reconociendo que nos encontramos como al principio, en los mismos supuestos, que ya dejan de ser tales y son reconocidos como "creencias", lo que hemos llamado "convicciones", es decir: algo que no se gana ni se pierde nunca, que viene de suyo con nosotros, o, como dice Mairena, magistralmente, una creencia no es aquello de que uno elige partir para pensar, sino aquello de que uno está obligado a partir, a tener en cuenta para pensar; es decir, que no puede pensar de otra  manera -hay un grado de no libertad, y de necesidad lógica, en la "creencia".

        En cambio, las ideas -el pensamiento lógico, o sea, escéptico, es siempre algo que construimos con cierta libertad de elección, utilidad o gusto; a nuestra conveniencia, diría un pragmatista; y que, por tanto, según la lógica maireniana, pues es relativo, estamos "obligados" a cuestionar y revisar desde un escepticismo congruente.

            Llegados a este punto, atisbamos que por el lado de las ideas, que siempre han de verse con fenómenos y representaciones de otras ideas que pretenden ser inmóviles y definitivas, no alcanzamos ningún objetividad, fuera de las "formas de la objetividad" o "reversos del ser".

        La cuarta forma de la objetividad -seguimos al metafísico idealista Abel Martín- es o supone un ictus sorprendente, como un pálpito de trascendencia, de olisqueo fugaz de otra realidad fuera del "solus ipse" de la conciencia objetiva, fabricada, como hemos visto, con tan trabajosos mimbres -los órganos corporales- a los que hemos sumado los esquemas de espacio y tiempo abstraídos, a posteriori, de la multiplicidad de lugares y objetos que los ocupan, y de los sucesos que con mayor o menor concordancia ocurren a la par que ellos: el sol se retira del horizonte al caer la tarde y comienza un tiempo o ritmo de la luz distinto al tiempo y ritmo de esta cuando el sol se encontraba en el mediodía y posición vertical en el cielo. Así, la mano saludaría el acontecimiento y lo acompañaría, junto a los ojos, diariamente, hasta alcanzar un esquema del tiempo como ritmo del ser que aparece (¿incluso, como el mismo ser, que subyace a las apariciones?). Luego, el pensamiento elaboró conceptos, lenguaje abstraído de la emisión instantánea de los sonidos, descubriendo analogías y diferencias, y nidificando unas palabras sobre otras hasta llegar a "conceptos supremos", ideas metafísicas, valores, "ídolos" - en el lenguaje del autor de Crepúsculo de los ídolos- que ya no estarían sometidos a la aparición y desaparición cíclica, como las cosas supuestamente exteriores, que se alternan en los ritmos del tiempo y en la uniforme distribución de lugares del espacio. Ya no serían ídolos como el sol o las estrellas, que sufren esa doble sumisión a un ritmo temporal exterior insoslayable y a un emplazamiento o "topos" exterior definido, aun para las "cosas más elevadas" por una invisible mano uniforme, niveladora y tirana que les otorga sus lugares respectivos.

    Esos conceptos residirían en otro plano, en otra "realidad" o substancia, la mente, la "res cogitans", de Descartes; incluso, en otro mundo, los más preciados y supremos; o sea, en el "kosmos noetós" platónico.

        El pensamiento celebra así su fiesta, su consumación. Pero un atisbo de lo otro le acechó, como a traición, y de pronto descubre como una nostalgia de alteridad para la que no le vale ninguna prenda "objetiva" anterior. Sería una objetividad de más alto nivel, pieza más alta de cazar: algo real fuera del pensamiento subjetivo, solipsista. Esa herida de la alteridad mantiene en guardia y vigilancia al pensamiento para no ceder a su propio encantamiento "objetivo"; en suma, es una "nueva meta", en el sentido de Nietzsche, un nuevo reto, una sospecha autosugestionada por el propio pensamiento-razón; o es otra cosa, real, con "motus" propio.

        De súbito, que surja en la raíz del mismo pensamiento no le avala como sincera llamada de la alteridad, de algo que llama desde fuera y viene a romper la cáscara del encantamiento solipsista. Podría tratarse de un nuevo encantamiento, más sutil. Estamos, como en la segunda Parte de "El Quijote", sospechando de encantadores e incluso de burlas de duques chuscos o de sirvientes de su juego de fantasmagorías. De todos modos, nos dice Mairena exponiendo el pensamiento de Abel Martín, esa orientación a la alteridad, esa escucha de la transcendencia está destinada, siempre, al fracaso.

        Produce, a la postre, autoconocimiento, sin embargo, cuando se acepta y se sigue su aventura. Pero, reparemos en una convicción que expresa Mairena-Machado, de distintas maneras en muchos pasajes de la segunda parte del libro Juan de Mairena: solo está vencido el que previamente tiene el sentimiento de fracaso; por tanto solo fracasa el que ya se siente fracasado. el que vence solo hace extraer esa consecuencia del autofracaso de los vencidos.

        Como vemos, también en esto se dirime una cuestión y una batalla lógica.

El pensamiento no puede ceder a una trampa autoanalítica, ha de seguir abierto a esa alteridad que intuye.

        Pero es en la quinta "forma de la objetividad", el amor, donde se pone a prueba la verdadera objetividad. Parece que ya no se trata, aquí, de una ensoñación romántica, idealista, del otro; ni de la nostalgia de una realidad o mujer ideal, al modo de Bécquer o del Antonio Machado de su primer libro de poemas, Soledades (1903), reeditado y revisado como Galerías. Otros poemas en 1907. En esas galerías (o laberintos) del "alma" resonó un eco que quizá emitían las mismas "piedras" y "raíces" de la caverna del alma. Se perdió o se intuye como una presencia fugaz y "esquiva". Su ausencia puede ser "la luna" inspiradora del poeta. Incluso, delante de la presencia de una mujer real, de una amada posible, el poeta se retira a soñar en la ausencia de "Ella". Narcisimo, ensoñación, que son las cuerdas sonoras del solipsismo lírico del primer Machado y de buena parte de la poesía de su tiempo, y aun del siglo XIX, ese siglo, dice Mairena, básicamente subjetivazador, ensimismado en la conciencia burguesa individual y autosuficiente. Nada de un sentimiento abierto, solidario, de auténtica pasión y curiosidad por el otro real. Aclaremos, sin embargo, que en ese siglo XIX se gestaron los movimientos revolucionarios populares y los movimientos de la Comuna francesa, las ligas comunistas y anarquistas, las luchas reivindicativas sindicales, en fin, los movimientos que supusieron, en el siglo XX, revoluciones y también, en algún momento, esperanza colectiva de una sociedad fraterna, donde los impulsos altruistas prevalecen sobre los egoístas. Machado tiene una visión compleja de esa "parte" del ochocientos. Ve dominados esos impulsos, supuestos impulsos altruístas, por el pragmatismo; a veces los ve bajo cierto espíritu de resentimiento, al modo de Nietszche, y resume su reserva, ética, en una crítica a Marx por su apología de la producción, del trabajo como un fin en sí mismo y como encantador que introduce, bajo grandes palabras que hacen resonar los valores éticos de justicia y fraternidad en los oídos del hombre-masa, otra forma del viejo dominio patriarcal para el que el hombre es instrumento, medio, no fin en sí mismo. Machado, desde su educación krausista, y, en el fondo, kantiana, parte siempre de la dignidad del hombre; o, como un poeta contemporáneo del Machado de los años treinta, Miguel Hernández (quien no solo se acercó al comunismo, como hizo Machado, sino que lo abrazó de lleno desde una perspectiva crítica y verdaderamente marxista): el hombre no es un instrumento, sino un instrumentalista. "Ayudadme a ser hombre", pide Miguel Hernández en nombre del pueblo sometido a la incultura y a la explotación.

        Machado temía, siempre, que los valores más auténticos del pueblo -su señorío innato, su humildad, su sentido democrático y aristocrático de la condición humana, que recuerda aquella frase tan citada por Mairena: nadie es más que nadie, o, lo que lo mismo, no hay valor más alto que el de ser un hombre; pudieran ser abolidos en pro de una promesa mesiánica de rápido cumplimiento: la satisfacción técnica de los apetitos animales, que promete el maxismo, desviado de cualquier fin espiritual. Por tanto, amputando al hombre de su nativa insatisfacción metafísica.

         El amor es, para Machado, el único puente de acceso a lo real otro. La mujer (dice, en uno de sus poemas, Abel Martín) es en "anverso del ser". Pero, reparemos en que también afirma este mismo que "no dice nada contra el amor/ que la amada no haya existido jamás". El amor inventa la amada, para mantenerse en ese estado expectante que, al sentir su impulso, le ha dado a conocer el verdadero sentido de lo real, que está en la tensión amorosa de lo uno hacia lo otro, por tanto, que necesita de la alteridad; pues, en este nivel, se descubre "la esencial heterogenidad del ser". Es este un hallazgo sorprendente, verdadero. Es como una ley del ser, sorprendente en doble cara, pues además de ser ley ontológica describe una fenomenología psíquica "interesante"-­ se diría al modo nietzscheano o romántico. Descubre que el ser uno y el ser de cada uno no es tal hasta no descubrir su "intimidad" -es decir, hasta no necesitarla y recorrerla profundamente, lo que el pensador que sigue el lema socrático- délfico del "nosce ipse" ("conócete a ti mismo") realiza  ­- de parecida forma a como el poeta se sume en el silencio de su alma para escuchar su yo y expresar con la palabra su verdad humana subjetiva y a la vez válida para otros hombres; pues no hay verdad humana, filosófica ni poética, que no parta de ese principio del buceo en el yo insobornable) -­; pero dicho esfuerzo tiene como finalidad descubrir el "tú" esencial, ese "tú" que siempre acompaña al verdadero yo humano, íntimo. "Converso con el hombre que siempre va conmigo", dice Machado en su "Autorretrato", que encabeza su segundo libro de poemas, Campos de Castilla (1912). Y la sección de "Proverbios y cantares" de sus Nuevas canciones (1924): "No es el yo fundamental / eso que busca el poeta,/ sino el tú esencial".

    Es, por tanto, el diálogo con el tú esencial lo que importa seguir en el pensamiento filosófico -como en el poético.[4]Ambas formas de pensamiento tienen -a pesar de distinguirse por lógicas distintas- una matriz común y un "telos": el otro, que se manifiesta de forma esencial en el diálogo o conversación del hombre con su propia verdad humana. "Desde que somos una conversación" (Gespräch), "y podemos oír unos de otro", dice el poeta Hölderlin, el hombre se hace digno ante los eternos dioses. Ha construido el hombre finito un diálogo infinito que envuelve a los propios eternos dioses y a la naturaleza eterna, a los elementales de la tierra y el cielo. En ese "diálogo" juega un papel fundamental el hambre de la "verdad". La verdad pareciera uno más de aquellos conceptos supuestamente objetivizadores; sin embargo, si reparamos a fondo, la verdad, o su afán, pone en pie una dinámica de apropiamiento personal, de expectación, que se vuelve en primer lugar contra el encantamiento narcisístico y solipsista ("¿Tu verdad? No. La verdad. / Y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela".  "El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas;/ es ojo porque te ve". "Busca a tu complementario, / que marcha siempre contigo, / y suele ser tu contrario". "En mi soledad / he visto cosas muy claras / que no son verdad" (de "Proverbios y cantares", Nuevas canciones). La verdad implica una voluntad ética, honesta, de objetividad, que es la vez un viento metafísico que puede, como el huracán, arrancar capas de hojas inútiles, puede su afán de remover la fronda emprender una carrera escéptica y cuestionadora de todas las falsas seguridades y objetividades. Es la palabra madre de la filosofía. "Aletheia", que fue vista, en los albores metafísicos, con Parménides, como la presencia nuda del ser, del "ón" en que se ancló el pensamiento. Heidegger, tras la famosa "Kehre" de su filosofía, hace ver su fondo de abismo, de no fundamento, su condición delicuescente de ocultamiento-revelación, de no presencia y presencia, hasta el punto de que el "olvido del ser" no sería sino una de sus manifestaciones o signos presentes. Mientras siga el signo del olvido del ser, el ser habla.

        Para Machado- Mairena (y entramos en una zona de turbulencias) la verdad, o su afán, no solo impulsa a revelar el ser, sino también, y principalmente, la nada. Se ha dicho (cf. José Luis Abellán, Historia del pensamiento español, 1996, p.546) que en Machado hay una "me-ontología", o reflexión sobre la nada; además de una ontología, y solidaria con ésta. Ambas son originalísimas. Dios, el Dios de Machado, solo es creador de la nada -no del ser del mundo- y ha creado la nada para hacer posible el pensamiento humano.

        Pero, en este punto, no queremos abordar esos temas (míticos, en el fondo) sino en relación al juego que introduce la verdad en el diálogo entre el yo y el tú, intersubjetivo, y en relación al descubrimiento de la quinta forma de la objetividad, que se caracteriza como "verdadera" objetividad.[5]        

       La verdad llama al hombre a abrir las puertas de la nada -o por lo menos, a llamar a esas puertas. No estamos, como en el poema de Parménides, conducidos a una ciudadela donde vamos a encontrar la seguridad de lo real, y se nos va a confirmar el principio de identidad entre el pensar y el ser, como una clave para construir racionalmente.

        La verdad, en Machado, no presume que nos "hará libres", como dice el Evangelio de San Pablo. Tampoco descansaría en la conclusión que saca la hermenéutica actual de Nietzsche, del libro de éste Verdad y mentira en sentido extramoral: -y que Vattimo lo lleva hasta su coherencia-. La "verdad" es una interpretación, una perspectiva, que esconde un haz de elecciones, de valores de fondo, y que en la dinámica de las interpretaciones se impone desde la retórica de una "voluntad de poder". Toda filosofía, en sentido nietscheano, hermenéutico, es una interpretación, una "máscara" y una voluntad de máscara -de ocultar y revelar una quantum de fuerza, expresión de una voluntad de dominio: en realidad, interpretando mejor a Nietzsche de lo que se ha hecho hábito al traducir al español su "convicción" metafísica como "voluntad de poder", diríamos que la verdad es expresión de una voluntad de hacer y crear mundo.

        Ante este cinismo biológico, polémico, que revela en sentido superlativo el Nietzsche-Zaratustra, y que, según Machado, no pasaría de una concepción pragmática de la verdad, muy lejos de un auténtico escepticismo exigible a un pensador, pues, a última hora, el pensamiento ha de cuestionar también su máscara, y por tanto, sus razones vitales, la vida misma, llevado por el impulso de verdad; Machado se apoya, y se retrotrae al fondo de la sabiduría profunda, modesta y escéptica del pueblo, que piensa "caminando" y sabe aquello que canta un coplero (el mismo poeta Machado), que no hay camino y que se hace camino al andar. Recordemos ya lo dicho en una sentencia en verso: Nunca traces tu frontera, / ni cuides de tu perfil; / Todo eso es cosa de fuera. Ahora, diría Machado que solo piensan ganar el mundo los que no tienen mundo. El éxito, el pragmatismo que se orienta exclusivamente por la competencia, y la victoria sobre ésta, ni siquiera accede al nivel del pensamiento filosófico. No pasa la prueba del escepticismo auténtico, que es poner en duda lo propio y dar más valor al argumento del otro.

        Interpretamos: Aquellos que se constituyen en la excepción sin que asome en ellos un pensamiento escéptico, no son la voz de los pensadores. Platón -como prototipo del filósofo- piensa el mundo también desde el anti-Platón (de hecho, valida y ennoblece a los sofistas mayores en muchos de sus diálogos, como Protágoras, Gorgias).

        La retórica, para Mairena, igual que la sofística, no es despreciable; es la misma filosofía. Incluso, es el aguijón de esta, su "hueso más duro de roer"; pues toda filosofía última es una petición de principio -piensa Mairena respecto a la filosofía de Kant, o la de Hegel-, es decir, parte de una intuición primera, que somete a juicio lógico para, en cierto momento, cansado el pensamiento, retroceder al punto de inicio, o sea, a la fuente de la intuición primera a demostrar, con lo cual es síntoma de que se ha detenido ese pensamiento en su cuestionarse y fundamentar escéptico-lógico y que retrocedió al seno de la intuición poética-filosófica que lo originó -sólo que, ahora, esa intuición se recupera como convicción desde la que uno está obligado a pensar, es decir, como un punto de vista descubierto, una ventana o atalaya nueva desde la que ver una perspectiva de lo real diverso y cualitativamente inabarcable.

        Pero, en este sentido, cabal, en que la filosofía es puesta por Machado en su lugar de la verdad, en su exacta orientación (según pensamos), la retórica no es un cuerpo extraño a la filosofía, sino su mismo nervio, su órgano de duda. La sofística también, en cuanto simula lo que no es, y lanza analogías descaminantes al pensamiento, es, como la retórica, un arma de la lógica filosófica. Mairena insiste, ante sus alumnos, en que solo aprenderán a saber pensar y hablar bien cuando aprendan a pensar bien. Y, por tanto, los ejercicios de lógica son propedéuticos para el político o, en general, el hombre de ideas y de lenguaje. Pero no se puede aprender a pensar bien sin admitir otras formas de pensamiento, sin cuestionar las inercias de la lógica de la identidad, sin practicar una ascésis de  escepticismo y, sobre todo, sin atender las razones de la sofística, del otro pensamiento que confunde la identidad en el nihilismo y que, a su modo, realiza el paso de lo uno a lo otro, sin respetar (ni lógica ni moralmente) ninguna identidad de lo uno y los conceptos. De ahí que la sofística haya ganado terreno en el lenguaje, sobre la filosofía que la ha desdeñado, pues ha practicado ella su propia lógica nihilista y la lógica de la filosofía "conservadora" de lo uno, en cuyo conocimiento los sofistas se han entrenado y perfeccionado sus propias armas dialécticas. Platón reconoce la importancia de la persuasión retórica no solo para la polis sino también para predisponer, mediante el mito, a la receptibilidad de la argumentación filosófica. Y, en último término, de las verdades últimas a que trata de llegar la filosofía, no se puede dar una prueba racional. (Véase el Timeo platónico).

           La verdad conlleva, pues, una puesta en abismo de todo; a la nada, en fin. El pensar humano ha de visitar ese no fundamento, o Abgrund -como diría el Heidegger pensador del ser, después de Machado. Recordemos aquello de que "confiamos / en que no será verdad /nada de lo que pensamos": esta leve, aunque nada segura confianza, se interpreta por Mairena como posibilidad de una vuelta de tuerca última al nihilismo y el escepticismo; un último billete para jugar cuando se ha adentrado en el pesimismo. Es -diríamos nosotros- como un resto de desesperación demoníaca -en términos de Kierkegaard- que, salve o no del nihilismo, afirma la autonomía de pensamiento. Pero, si lo divisamos desde otra perspectiva, esa confianza, tan leve como una palabra o un suspiro de aliento en la conciencia del fracaso de la razón, cifra todo un proyecto destructivo de la misma en su propia vena. No la confianza en la verdad y en la certeza de los descubrimientos racionales, sino, en el fondo, en un fondo inconfesable, antiescéptico pero demoledoramente escéptico, la confianza en el no saber, en la ignorancia como punto de llegada de todas las tentativas, infunde un temor paradójico no menos que una remota esperanza al pensamiento.

        La ironía y la paradoja salen al paso para envolvernos o ayudarnos en  el  camino del pensar, el de Juan de Mairena, que ya no es solo, como en el pensar heideggeriano, una segura escucha de cifras del ser, en que el pensamiento se mantiene alerta a toda palabra reveladora, poética, con la certeza de su seriedad y trascendencia.

       

        De cinco formas de la objetividad habló Abel Martín, en uno de sus libros; pero, según relata su discípulo Mairena, en otros libros habló de veintisiete. Es una forma de relativizar, humorísticamente, la trascendencia de esa metafísica martiniana.

        "A las palabras de amor/ les viene bien un poquito/ de exageración".

        "Cuando hablan dos gitanos/ se mienten/ mas no se engañan".

 

        Mairena quiere llevarnos, más allá del vértigo dialéctico, a algunas conclusiones profundas. Sigámosle. Pero, antes, deshagámonos de algunos "prejuicios" cuando tratamos de la verdad, del ser, y de la filosofía y de la retórica o sofística.



[1]          Y también lo es la mención recurrente a la ausencia de un "tratado sistemático" o el distingo de una "metafísica propia de poeta", expresiones que repite Cerezo en su libro (1975, Palabra en el tiempo, cap. VII, p. 332). Esa última fórmula cometemos también el pecado de emplearla nosotros, aunque quisiéramos entenderla, finalmente, como un epíteto identificador y valioso de la metafísica de Machado, de su filosofía, y no tanto como la etiqueta que señala una dualidad de pensamiento. Si partiéramos ya de esta dualidad, no tendría sentido la conclusión heurística que anticipamos ni nuestra conclusión, que, partiendo de intuir la unidad de pensamiento del hombre Machado, llega, por último, a plantear esa escisión de forma trágica. No partimos de ella, pero tal vez nos paremos, en este trabajo, en dicha escisión... validando la convención que establece esa "metafísica de poeta" como si fuera una filosofía distinta o aun no trabajada o incompleta en nuestro autor. Pero, al menos, en el título de nuestro trabajo -al conjuntar, casi de forma de "contradictio in adjecto" los términos "escepticismo esperanzado del poeta" y "pesimismo trágico del pensador", donde se pone lo racional y activo en el polo del poeta, usualmente visto como sensibilidad pasiva; y, en cambio, lo trágico, aunque no del todo pasivo sí aflorando del fondo último de una creencia inamovible, se coloca en el platillo del pensador; con ello, con semejante trasvase, pretendemos sentar algo de duda sobre aquella catalogación que se basa en el distingo de una convención tranquilizadora. La que dice que todo sería más claro cuando llegue al concepto filosófico. ¡Hegel!

[2]  Límite de una "filosofía española" y el lenguaje filosofico alemán. Por la extensión de esta nota, la pasamos a nota a final del texto, en una addenda tras la conclusión, ya que el tema del lenguaje filosófico en Machado nos sigue dando que pensar. En la aclaración se piensa, la diferencia de la nada martiniana con la de Heidegger y, no obstante, la semejanza con la nada-ser como donación, del último Heidegger, y el acto creador-mítico de la nada por Dios y su donación al pensar humano, en Abel Martín. Aunque este último aspecto solo lo tocaremos: no rebasar  los límites de este trabajo nos excusará de traspasar mucho los límites de nuestra capacidad.

[3]  El dinamismo, en el ser, el "cambio" lo diferencian Martín y Mairena del "movimiento". Mientras el primero crea o encuentra lo otro en el uno, el movimiento sería solo espacial y no auténtico cambio. El pensamiento encuentra una aporía en pensar el cambio, contra la que se debate la conciencia de Martín hasta el final. El pensamiento espacializador, separador, tiende a poner delante límites separadores (conceptos) entre los que luego hace circular los "peces vivos": de este modo tiende a confundir movimiento y cambio, concluyendo que el movimiento (en realidad, movimiento de los conceptos) se asimila con la dinámica de lo real. Subrayar, ahí, una falla lógica (o descubrir esa "creencia") no supone superarla, como en Martín. Sí un "aviso" para el pensamiento ya inexcusable. Sólo con oponerle otra creencia -en la esencial heterogeneidad del ser, lo cual implica la problematicidad del principio lógico de identidad entre ser y pensar- desata de las viejas seguridades y abre una nueva frontera metafísica.

[4]   En carta a Unamuno el 16 de enero de 1918 (recogida en la introducción de Arturo Ramoneda de Nuevas canciones, 2006, Madrid, Alianza ed.), escribió Machado: "Mi hermano no es una creación mía ni trozo alguno de mí mismo; para amarlo he de poner amor en él y no en mí; él es igual a mí pero es otro que yo... la semejanza proviene del padre... El amor fraternal nos saca de nuestra soledad y nos lleva a Dios. Cuando reconocemos que hay otro yo, que no soy o mismo ni es obra mía, caigo en la cuenta de que Dios existe y de que debo de creer en Él como en un padre". Ya en esa temprana fecha, alude Machado a los temas de su metafísica ("la "heterogeneidad" del ser y el ansia de lo "otro" que tiene cada persona, serán, junto al tiempo y la nada, los ejes de las reflexiones metafísicas que desarrollará más tarde en prosa", Ramoneda, op. cit. p.16). En el libro Juan de Mairena, y en los poemas y prosas de Abel Martín recogidos en De un cancionero apócrifo, libro nunca publicado exento sino añadido por Machado, con sucesivas ampliaciones, en la edición de sus Poesías completas, de 1928, 1933, 1936. El tema del prójimo, el amor fraternal, la ética de Cristo, Dios, ("Enseña el Cristo: a tu prójimo / amáras como a ti mismo/, mas nunca olvides que es otro", volverá a decir el poeta en Nuevas canciones) siempre implican, en Machado, lo ético, lo teológico, lo poético y lo metafísico a partir del eje central del pensamiento sobre la heterogeneidad del ser y la necesidad por tanto de acceder a ella superando el solipsismo.

[5]          Recordemos el vocablo, "descomedido", del lenguaje de Mairena, que hicimos nuestro. Y el saber de uno de los primeros proverbios de Campos de Castilla: "Es el mejor de los buenos / quien sabe que en esta vida/ todo es cuestión de medida:/ un poco más, algo menos..." La medida" no viene dada sino en el diálogo intersubjetivo, con voluntad ética de objetividad y metafísica y cordial de superar el solipsismo. La medida, como todo concepto,  es nada a priori. Encontramos el "más o menos" en el "co"-existir y en conversación.

 

 

 

FULGENCIO MARTÍNEZ

Este ensayo pertenece al texto "Antonio Machado, la superación del solipsismo", disponible en UNED. FACULTAD DE FILOSOFÍA.  JUNIO 2013

http://e-spacio.uned.es/fez/eserv/bibliuned:masterFilosofiaHistoria-Fmartinez/Documento.pdf

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