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martes, 6 de junio de 2023

Un poeta y un libro para quedar impresos en la memoria (Sobre "Aparición y otras desapariciones", de Ángel Guinda). Por Fulgencio Martínez. Avance de Ágora n. 20 / Nueva Col. / Bibliotheca Grammatica / Junio 2023

 

                                Ángel Guinda. Fuente: El periódico de Aragón

 

 

 

UN POETA Y UN LIBRO PARA QUEDAR IMPRESOS EN LA MEMORIA

 


Dejo sobre la mesa el libro que acabo de leer: Aparición y otras desapariciones. Libro póstumo de Ángel Guinda publicado en Olifante. Me quedo maravillado y algo triste: escribo para deshacer ese poso final de tristeza que nos produce lo bello unido a la desaparición de su creador.

Cómo un pequeño libro puede ser tan grande, y unos breves poemas tan intensos, tan llenos de verdad, de vida, de reflexión lúcida, de sensibilidad y de esa simpatía que solo consiguen transmitir los grandes poetas. Estamos escuchando no unos poemas exquisitos sino la voz de un hombre. Esa presencia fuerte y suave a la vez del poeta en los poemas, el arrullo o la tempestad de una personalidad distinta al común de nosotros pero a la vez asumible por cada uno de nosotros, a quienes individualmente nos interpela.

Esa fórmula es la esencia de la mejor poesía, de la poesía duradera. O, en cualquier caso, de la poesía que es capaz de dialogar con nosotros, crear, ensanchar nuestro mundo interior y quedarse en él, como debería suceder con la literatura viva: impresa en la memoria.

Se trata, sin embargo, de un libro escrito con la conciencia de la muerte inminente. Importa destacar que no es solo un poemario donde tenga lugar una meditación sobre la muerte, lo efímero de la vida y el sentido o sinsentido de esta. Es un libro que se incluye en esa rara -pero no tan escasa, como pudiera pensarse a priori- categoría de libros de poesía escritos en la hora final. Nos referimos, claro está, a libros de excelente o grande poesía, escritos con altura artística, y cuyo valor literario está, pues, afianzado en lo estético antes que en lo testimonial. Aunque para nada despreciables, no traemos aquí escritos testimoniales, en prosa o en verso, dedicados a poetizar o narrar la vivencia lúcida del fin. Nos interesa la emoción y la sabiduría poéticas, destiladas del dolor y la experiencia de la vida y la muerte. Y así lo entiende el propio poeta, tal como lo reflejan sus poemas, escuetos, directos, lúcidos, breves, recortados, como en una especie de jardín japonés. Y como lo manifiesta su poética lúcida -algunos de los más logrados poemas del libro están dedicados a la reflexión metapoética, obsesión que no abandona al poeta incluso en sus últimos textos escritos en sus años de enfermedad:

“La puerta del poema” comienza saludando a ese primer verso, que como la vida se da con gratuidad y alegría; y concluye celebrando, a modo de agradecimiento, a esas sombras de una vida que esclarecen la vida. Las palabras, los poemas. Toda una fusión entre poesía y existencia en este poema excelente de Ángel Guinda, que, quizá, representa bien el ser del propio poeta y el tono del libro (vitalista y melancólico, pero siempre alzado en dignidad y celebración del mundo).

El libro (a buen criterio de su recopiladora, Raquel Arroyo Fraile), se presenta en dos secciones. En la primera, se ofrecen los poemas que para el poeta “eran ya definitivos” (algunos de ellos avanzados en revistas o libros). Y la segunda parte incluye los poemas “escritos en hojas sueltas, en tarjetas, en marcapáginas, en libretas, en su ordenador, y que por temática y cronología pertenecen al mismo proyecto”. Detalla, incluso, Raquel Arroyo aquellos poemas de esta segunda parte que fueron escritos por el poeta en los últimos días de hospital, cuando ya apenas podía materialmente escribir. Entre ellos (y es estremecedor conocer este dato) se encuentran “Lo efímero” y “Misericordia”, dos de los mejores poemas de esta obra póstuma excepcional.

Si la corriente gorda de la poesía española no estuviera muerta en brazos de las grandes editoriales que fungen también los grandes premios de poesía en el ámbito nacional, no temeríamos que este libro pasara desapercibido, o al menos, si apercibido, sólo leído con superficialidad y no destacado como un tesoro cierto entre un montón de calderilla repetitiva y sonora.

No sabríamos con qué poemas quedarnos como los más excelentes en este libro de Ángel Guinda. Ya hemos apuntado que las temáticas de los poemas están imbricadas, de la conciencia siempre aguda de la muerte próxima al poeta no se evade nunca el poema, aunque trate de la poesía, de la lluvia, del amor, y de la amada, y de ese amor a la amada más allá de la muerte y del propio amor (en uno de los versos más estremecedores del poema "Cuando me muera", que tratan con originalidad este asunto clásico, con un punto personal de amor verdaderamente “trascendido” por el otro que se queda).

       Cuando me muera

        no será mi desgracia que no viva,

        sino dejar de verte vivir,

        dejar de verte dar vida.

                         (“Cuando me muera”)

 

El vitalismo y la lucidez son las dos constantes anímicas de estos poemas. Bien lo expresa en su prólogo Trinidad Ruiz Marcellán (también editora del libro): “el febril vitalismo del poeta, aún más real por la presencia de la muerte”. El propio poeta lo manifiesta a veces directamente, como en estos versos:

        Después de haber vivido tanto tiempo

        me quedan ganas de vivir aún más.

                 (“El insaciable”)

Otras veces, ese vitalismo se expresa indirecta, metafóricamente, a través de las sensaciones que le produce al poeta la lluvia (“Amanecer con lluvia”), o a través de la esperanza de que su poesía perviva como testimonio de su amor (así, en el final del magnífico poema “Joyas sencillas”).

 

En la segunda parte del libro, hay algunos poemas de temática distinta, igual de íntimos, lúcidos y personales, pero donde se introduce la reflexión sobre la historia y la propia infancia. Magistral el dedicado a Uncastillo, pueblo donde vivió su infancia el poeta, y lugar de unos trágicos sucesos anteriores a la guerra civil y de un cruel represalia posterior; el poema apenas alude al final a ese “olor” a tragedia, porque, como en todo niño de una generación como la suya, la nacida en torno a su año de nacimiento, 1948, su infancia son los olores del pueblo, las palabras sencillas y las cosas nombradas directamente por ellas. No se deja el poeta robar su infancia por una lectura resentida, a lo actual. No. Pero eso no le resta, sino al contrario, y le basta al poeta, en los dos o tres últimos versos finales, aludir a ello:

 

               Todo olía a la vida.

 

                 Todo olía a la muerte.

 

                 Todo olía a la vida y a la muerte.

 

                         (“Del pueblo de mi infancia”)

 

La maravillosa elección del ritmo, de la separación estrófica de esos tres versos postreros, que dejan espacio al silencio y a la meditación al lector, evitan que el poema naufrague en un discurso demasiado obvio, guerracivilista o social, y que pierda el vitalismo y el tono dominante de canto melancólico (y despedida) del niño que fue el poeta. Todos, en algún momento, habremos de reconciliarnos y volver a leernos como el niño que fuimos. Como es verdad que todos estamos solos -ante la muerte, pero en el fondo, solos en la vida. Este poema, brevísimo, que casi hay que recitárselo uno en silencio, o decírselo en voz baja (este lector que tiende a leer poesía en voz alta, instintivamente ha bajado casi a cero su voz al empezar a leerlo):

 

       Estás solo.

        Todos

        estamos solos.

 

        Como el sol.

 

        Sólo tu sombra

        te acompañará

        hasta el final.

 

                 (Manual de soledad)

 

Dejo sin comentar otros extraordinarios poemas de esta sección, poemas donde la emoción humana y hondura filosófica se alían en una suerte de autoelegía (el género de la elegía en su modalidad de despedida del propio poeta o protagonista del poema), en la que unas veces se nos da desnuda la reflexión que produce la emoción estética y humana (así en los mejores de esta sección: “El desobediente”, “El sueño de la muerte”, “Contra el miedo”, del que luego diremos algo más), otras dando una anécdota, una experiencia y dejando que el lector la interprete: como en “El sepulturero”, un raro en la tradición de la poesía romántica lúgubre, un poema irónico (siempre el toque personal de Ángel Guinda en lo que toma de la tradición):

 

               He conocido a mi sepulturero,

                 tan joven que podría enterrarme cuatro veces.

                 Hemos hablado de la vida en el pueblo

                 (de la vida)

                 paladeando unos vinos. 

                                  (“El sepulturero”, fragmento)

 

Del poema antes citado, “Contra el miedo” retenemos estos versos de sabiduría -pues también al poeta le es dado la fuerza de la palabra que vale, en todo tiempo, para subirnos la moral cuando esta decae:

 

               Después de la oscuridad

                 llega la luz.

 

                 Cuando asustas al miedo

                 se desata el valor.

 

¡Asustar al miedo! Aprender aunque solo sea a decirlo así de claro es algo que nos hace agradecer infinitas veces la lectura de poesía: de una poesía que toma voz indeleble, reciente, en la escritura de Ángel Guinda.

 

El último poema que comentamos es “Misericordia”. Una especie de plegaria, irónica, lo cual no quita que sea sentida. Una melodía, un testamento en ritmo de verso, con vocación de repetir errores y de asumir responsabilidad, pero nunca de dejar de renunciar a uno mismo.

 

               Por todo lo que recuerdo,

                 por todo lo que olvidé.

                 Por todo lo que he hecho

                 y he dejado de hacer,

                 misericordia, Señor,

                 misericordia. (…)

 

                 porque sé que peor

                 lo puedo volver a hacer

                 y, de hecho, lo haré.

                 Perdóname, perdóname.

 

 

Fulgencio Martínez

Murcia, 2 de Junio 2023

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