ARTÍCULOS LITERARIOS
EL ESPECTADOR
Por José Luis Martínez Valero
a Carlos Alcaraz, tenista
Hay juegos que podrían explicar ciertas actitudes: fútbol, baloncesto y tenis. Todos requieren rapidez y precisión, también ingenio para romper la barrera que es el contrario. En el fútbol los balones se dirigen a la portería, lo demás no importa, pese a que se califique el juego por los pases, por esas combinaciones que convierten al balón en una aguja que compone un tejido sutil, al combinar el tiempo y el espacio. Ese punto sobre el campo se mueve en forma de triángulos, arcos, tangentes, secantes. Si tuviese que representarlo quizá sería más Kandinsky que Picasso.
Picasso está más cerca del baloncesto, esas contorsiones que, sin dejar de ser humanas, multiplican las perspectivas hasta conseguir que el balón penetre en la canasta.
Mientras fútbol y baloncesto se constituyen por equipos, cuya compenetración se logra con repetidos entrenamientos, estrategias para lograr que el balón penetre en la canasta o la portería. El tenis es un juego individual, en cualquier caso, el equipo que forman entrenadores, fisioterapeutas, médico, psicólogo, se limita a analizar, confirmar el tipo de juego, una vez que los jugadores están sobre la pista apenas pueden intervenir. El peso recae sobre el jugador, torneo entre caballeros.
La soledad del jugador en la pista, le exige una concentración que ha de recibir y emitir una pequeña pelota en un espacio definido, tan preciso que basta un milímetro para conseguir un buen golpe y dar por bueno el punto, como para que quede fuera y pierda. La bola en el tenis no es nunca estática, incluso cuando comienza el juego no lo lanza una catapulta o un tirachinas, sino que tras arrojarla al aire es golpeada, lo que hace más impreciso el control.
Aunque el aire, las condiciones meteorológicas, calor y frio, pueden modificar la dirección, sin embargo, para la velocidad, la línea tensa del golpe, sigue siendo fundamental el estado del jugador. La bola va de un lado a otro de la red y debe caer siempre sobre la pista, el reglamento exige que bote sobre el suelo una vez, de no ser así, el contrincante pierde el punto.
Esta soledad y concentración que exige el tenis, está cerca también de Kandinsky, la precisión en la línea, o la parábola, esa curva, que el golpe de la raqueta, deja caer al otro lado de la red, mientras el contrario se ve incapaz de contestar, o bien moviéndose con rapidez la alcanza, la devuelve al otro campo y no sabemos si podrá ser alcanzada de nuevo o bien se pierde más allá del jugador, que contempla a su espalda el punto perdido.
El tenis supone el triunfo de la geometría, para el espectador constituye una sintaxis de ángulos formulados por la raqueta y el suelo de la pista. La lucha sucede en dos planos, por una parte, la estabilidad de la tierra, su impasible horizontalidad, los límites del campo, y el aire, donde la sorpresa, inteligencia, precisión de tenista y raqueta suceden. ¿Cómo unir quietud y movimiento para que resulten eficaces? Nos encontramos ante la maestría del jugador, la experiencia, la repetición, las horas y horas de práctica. Es imprescindible su concentración, ese juego de líneas y puntos sobre el plano pasan entonces de la cabeza a la mano que sostiene la raqueta. Hay un momento en el que no sabemos bien si la raqueta, el brazo, la cabeza, las piernas, aliados para golpear en esa grieta que el jugador descubre en el muro del contrario, son una única pieza.
Es necesario conocer el juego del otro, no caer en la tentación del espejismo sino que, consciente del engaño de los ojos, detectar sus puntos débiles, combinar tiempo y espacio de manera que reciba la bola justo en ese punto que, por un momento, queda desguarnecido. De ahí la necesidad del perfecto estado físico imprescindible para que nada quede al azar.
Ilustración de José Luis Martínez Valero
José Luis Martínez Valero nació en Águilas, en 1941. Es catedrático emérito de Literatura. Poeta, narrador, ensayista. Ha publicado, entre otros libros: Poemas (1982), La puerta falsa (2002), La espalda del fotógrafo (2003), Tres actores y un escenario (2006), Tres monólogos (2007), Plaza de Belluga (2009), La isla (2013), El escritor y su paisaje (2009), Libro abierto (2010), Merced 22 (2013), Daniel en Auderghem (2015), Puerto de Sombra (2017), Sintaxis (2019) y Otoño en Babel (2022, ed. La fea burguesía, Murcia). Ha sido guionista en los documentales: Miguel Espinosa y Jorge Guillén en Murcia. También es un notable aguafuertista e ilustrador.
REVISTA ÁGORA DIGITAL / ARTÍCULOS LITERARIOS / junio 2023
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