Línea continua
Ada Soriano
Ars Poetica. Col. Sapere Aude
Oviedo, 2023
Más información editorial:
https://www.arspoetica.es/libro/linea-continua_147314/
Ada Soriano, autora de Línea continua.
LÍNEA CONTINUA, DE ADA SORIANO*
por JOSÉ LUPIÁÑEZ
He tenido la fortuna, el privilegio, de seguir de cerca el proceso de escritura de este último libro de Ada Soriano, Línea continua, que hoy felizmente nos convoca. Un libro bellamente editado por Ars Poetica, en su colección Sapere Aude, en Oviedo, el pasado mes de marzo de este año en curso. Aunque escrito en el 2019, he asistido con interés a ese último devenir creativo suyo, en el que la autora ha ido repasando o corrigiendo con serenidad, con morosidad, este y otros títulos anteriores de su producción poética, si bien en lo que respecta a Línea continua, el texto le surgió espontáneo, y avanzó sin grandes dificultades, porque las palabras, los versos, le fluían con desenvoltura, con naturalidad, como si todo ese proceso alumbrador se hubiera llevando a cabo en una suerte de estado de gracia. De ahí que los retoques o los cambios definitivos, una vez concluido el poemario, hayan sido muy contados y apenas si se trata de pequeños matices y mínimas variantes las que pueden indicarse como fruto de esa labor de revisión y relectura.
Sería un poco temerario por mi parte tratar de presentar a Ada Soriano aquí en su tierra, a sus paisanos, que conocen sobradamente su trayectoria y los hitos de una obra ya consolidada y querida por sus lectores más fieles. Por eso sólo voy a recordar someramente los títulos que preceden a esta última entrega, a la que dedicaré algunas reflexiones por si sirven de ayuda, en esta antesala de su lectura, ya que resulta una obviedad que serán sus palabras, su recitado, el oír los versos que su voz nos regala la parte más valiosa de este acto.
Como todos sabéis, fue en 1987 cuando Ada se dio a conocer con Anúteba, un cuaderno que recogía sus primeros poemas y otros de su marido, el poeta José Luis Zerón. Esa fue su primera llamada a la guerra literaria, si atendemos a uno de los significados, ya en desuso, de la palabra que da nombre al poemario conjunto. Con José Luis llevó a cabo en los años ochenta numerosas empresas culturales, que agitaron el panorama intelectual oriolano, entre las que destacan la publicación de la revista Empireuma y la de otra revista sociocultural, La Lucerna, ya en la década de los noventa, que sobrepasó los ochenta números, y que se constituyó en todo un referente del periodismo alternativo, de notable repercusión en el ambiente alicantino. Pero en lo que atañe a su producción lírica fue, en realidad, Luna esplendente o sol que no se oculta su primer título, publicado en 1993, hace treinta años, en Orihuela, dentro de la colección Almenara, de Ediciones Empireuma. Ahí surgen sus sondeos iniciales, en los que instaura su mundo visionario y sensitivo. El poeta Antonio Aledo puso prólogo a esa entrega, y afirmaba en su texto que era “un viaje desde el miedo a la esperanza sin abandonar nunca el miedo”. No sé si ese es el verdadero trayecto de la autora, si seguimos con atención sus versos, aunque el miedo se constituya, sin duda, en un elemento acechante. Yo, sin poner del todo en tela de juicio ese posible recorrido, la veo, sin embargo, más interesada por perseguir la luz, la claridad del conocimiento, hurgando en la naturaleza —mar, cielo, noche, luna, sol, tierra, fuego— para espantar las incertidumbres y los desasosiegos de quien comienza a cifrar su universo alegórico, entre el conjuro y los presentimientos inquietantes. Y lo hace muy en consonancia, a este respecto, con la cita de María Zambrano que preside el conjunto y que termina diciendo que “la vida brota siempre hacia arriba, busca lo alto”.
Su segunda entrega, Como abrir una puerta que da al mar, publicada también en Orihuela por la Biblioteca Pública Fernando de Loazes en el 2000, con prólogo de calado a cargo de Manuel García Pérez, funda, a mi modo de ver, su condición de poeta del mar, de los entornos marinos, que tanto fundamento habrán de tener en su obra, como escritora mediterránea de la mejor estirpe. La cita inicial de Octavio Paz nos orienta en este sentido al remitirnos a ese “reino secreto del agua / que mana del centro de la noche”. Apresa Ada en esta otra serie instantes de intensidad vividos, los sacraliza, los transmuta en visiones fugaces que conforman vibrantes imágenes de la infinita playa simbólica. Y además anticipa el tema de la maternidad, de indudable trascendencia en su poética, en este caso identificando la figura de la madre con el mar, porque como afirma en el final del poema “El estanque”: “El mar es una madre / que nos cobija”.
Su tercer libro Poemas de amor (Fundación Cultural Miguel Hernández, 2010), es un conjunto antológico, que a mí me parece más un libro de tránsito. En realidad todos los textos que lo integran se habían publicado en distintas revistas o en entregas precedentes. La autora confiesa en una nota aclaratoria inicial, que la aparición de este cuaderno le brindó “la posibilidad de revisar los poemas y mejorar algunos versos. De esta manera, vuelven a nacer, y lo hacen con más rigor y luminosidad”. De las doce composiciones que se reúnen en él, siete pertenecen al cuaderno inicial de Anúteba, cuatro más a publicaciones en revistas o pliegos, y la última, “Cerca de tu noche”, proviene del libro anterior, Como abrir una puerta que da al mar. El amor, en un sentido amplio, tanto en su vertiente erótica como también el proyectado sobre los hijos da unidad temática al conjunto, en el que prevalece lo experimental, y un lenguaje que escoge términos arcaicos como: aneblada, anúbada, cávea, cuélebre, o adjetivos extraños como embonados o anatado, con un deseo de ensayar probaturas cultistas y hermetizantes.
Al año siguiente, en el 2011, vio la luz Principio y fin de la soledad (Cátedra Arzobispo de Loazes, Universidad de Alicante), con un soberbio prólogo del poeta Antonio Enrique, en el que traza con acierto el perfil de la autora, definiéndola con perspicacia como “una poetisa serena, diáfana, frágil, sensitiva y solidaria para con el dolor ajeno”. No cabe sino asentir ante esta serie de adjetivos que el autor granadino escoge para conformar su talante y, de paso, anticipar características extensibles a su poética. Yo añadiría a esa secuencia otros como por ejemplo intuitiva, enigmática, imaginativa, incluso visionaria, como apunté antes, que de igual modo son útiles y reveladores para acercarnos a su mundo… En el pasado año, Ada Soriano llevó a cabo una “reconstrucción” de este libro, estableciendo un nuevo texto definitivo, en el que ha pulido sus versos y ha añadido dos composiciones finales que lo completan. Nos hallamos ya ante un libro maduro, plural, en el que se observa una mayor variedad de temas y motivos y, por otra parte, ante un conjunto en el que se nos muestra cómo van consolidándose a través de sus páginas obsesiones antes señaladas como la soledad, la indefensión o el dolor, que propician un ejercicio de introspección y un vuelo imaginativo con el que la autora apresa instantes de lo cotidiano y los transmuta en momentos de una fulgurante lucidez e intensidad líricos. La casa se convierte en observatorio, y dentro de ella, el vaivén de la mecedora se acompasa con el ensueño de horizontes distantes y enclaves oníricos. La ciudad ofrece un paisaje de calzadas borrosas, de árboles entrelazados, de luces difusas, pero también de “hombres solos / vagabundos y solos, / entregados al desamparo / de las aceras”. Su sensibilidad no deja de hermanarse con los que sufren, como esa “Niña de Somalia”, o las mujeres violentadas en “Monólogo de una mujer”. Cruzan gatos, vuelan palomas o asoman mirlos de “negro plumaje / y la luna comienza a desperezarse, / a renacer de su propia materia”.
Este es, por otra parte, un libro que comparte con los seres queridos: su familia, sus hermanos, sus hijos, a los que apostrofa o hace partícipes e incluso protagonistas del mensaje poético. Esta actitud, esta comunión con el mundo familiar y doméstico se convertirá en otra constante de su escritura y la veremos reaparecer y replicarse en futuras entregas. A este respecto, cabe señalar, entre otros, el poema “Emanación de un cuadro”, dedicado a su hermano Manuel, pintor amante del informalismo abstracto y poeta, recientemente desaparecido, y que deseo transcribir como sentido homenaje a su memoria:
Tu mirada de precipicio
tantea el lienzo y lo viste.
No es cielo azul
sino un bosque en llamas
elevándose.
No es mar azul
sino un incendio que se destiñe
en el agua.
Abajo,
un ramo de raíces levanta
una polvareda de esporas.
Y tú estás ahí, exento de facciones,
representándote.
Su quinta entrega, Cruzar el cielo, apareció en la colección Piel de sal, de la editorial Celesta de Madrid, en el 2016. A diferencia de las series anteriores, aquí en Cruzar el cielo, los poemas ofrecen una variante: sus versos son más largos y un componente narrativo los distingue de las composiciones anteriores. Ahora los poemas surgen más densos, más torrenciales. Frente a la tendencia a la contención que veíamos en muestras precedentes, las composiciones se convierten en largos salmos que tienden a lo acumulativo y se acogen a veces a las estructuras paralelísticas y reiterativas. Libro plural en lo temático, que recurre a la naturaleza como aliada, alterna lo cotidiano con lo mítico, nos describe un viaje a “Una ciudad del sur”, regresa a través de la memoria a un tiempo ido o desvela pasiones literarias que nos muestran una complicidad afectiva, en lo poético, que habrá de acentuarse en próximas entregas, y muy especialmente en la que hoy nos ocupa, Línea continua. Con esas voces como compañeras de viaje cruza ese cielo alegórico, traspasa el más allá de la conciencia, ensueña, persigue el ideal que quema y acucia, con Dickinson y Poe, con Kleist, Mayakovski, René Crevel, Alfonsina Storni, Antonia Pozzi, Cesare Pavese, Sylvia Plath, Paul Celan, Alejandra Pizarnik o Anne Sexton, a la que rinde homenaje en “Una tarde de primavera”, entre otros nombres que nos ofrecen las citas escogidas al frente de varias composiciones. Cruzar el cielo es una huida y un regreso. Aquí vemos a Ada balanceándose en su mecedora fantástica, ensoñando, recordando, invocando, aspirando a lo alto, sin moverse de casa.
Sólo dos años después, en 2018, aparecerá su penúltimo libro, Dondequiera que vague el día, publicado por Ars Poética, en Oviedo. En él regresa Ada al verso más corto, a la síntesis, a la sujeción verbal que la caracteriza, para elaborar una sucesión de momentos líricos en los que el protagonismo de la naturaleza —flora, fauna, paisaje, astros— torna para acompañar al yo enunciador, que es el yo de la autora, intérprete fascinada por el rapto de lo fugaz, de lo transitorio, que trata de aprehender de forma impresionista, con pinceladas vibrantes, en las que lo sensorial y lo emotivo cobran nuevos rumbos enigmáticos. Es su particular jardín del alma, si evocamos a Rumi, su laberinto emocional, que sigue atado a los suyos, a sus raíces, a su terruño, a la huerta, a la urbe, a su vida vivida, que ella trasciende y universaliza. A mí me gusta especialmente su perspectivismo a lo Chagall, lo que nos sorprende, en composiciones como “Desde la cúpula”, que arranca con versos como estos: “Una corriente de aire me eleva / y me sitúa sobre una cúpula. / Qué dicha poder contemplar / el mundo desde arriba: / el nexo que une y desune. / Hasta aquí llegan los lagos / con sus bordes esmaltados / por el frío del invierno.” Y en “Promontorios de luz” insiste en “aquellas elevaciones / en las que mi levedad, /mi cuerpo etéreo, / se regocijaba y se conformaba”.
Hay todo un sentimiento panteísta de fusión con la naturaleza y, en contraste, y de forma paradójica, una sensación de clausura, de encierro, —se habla de “refugio”, “pozo”, “escondrijo”— que potencia esa necesidad de “Volar / alcanzar las últimas ramas, / las que contienen las hojas / más tiernas y apetecibles, / las que refulgen bajo las astillas / del sol, / donde el canto de un ruiseñor / se posa y fragmenta el silencio”. También sobresale su recurrencia al simbolismo de la noche, como territorio del sueño, en el que tiene lugar la ceremonia carnal del amor y esos otros momentos en los que la autora permanece en su vigilia, desvelada, despierta, para capturar el milagro que en la noche acontece: la visión, la hora de la palabra revelada. Libro perturbador éste, inquietante, en donde su voz alcanza cotas de indudable fuerza poética y su mensaje se convierte, como quería Unamuno, en una lucha incesante con el misterio.
Sólo queda, para cumplir este breve recorrido por su producción literaria, recordar su notable trayectoria como articulista y sus numerosas reseñas críticas, a través de la cuales se ha ido haciendo eco de novedades poéticas o novelísticas en diversos medios, últimamente más en publicaciones digitales y, sobre todo, sus dos interesantísimos volúmenes de entrevistas a creadores, titulados No dejemos de hablar, que vieron la luz en la editorial Polibea de Madrid, en el 2019 el primero, con entrevistas a 19 autores, y en 2022 el segundo, en el que dialoga con 24. Ambos nos aportan confidencias y declaraciones muy jugosas de poetas y creadores contemporáneos y de sus obras en marcha y constituyen un tributo impagable al conocimiento de la realidad lírica de nuestro tiempo. Ahí quedan para cuantos se acerquen a consultar estas reflexiones y declaraciones extraídas de primera mano de tantos y tan diversos escritores. Ojalá prosiga en este empeño y podamos ver muy pronto un tercer volumen con otras incorporaciones necesarias.
Y llegamos así a Línea continua, su última propuesta, publicada también, como indicaba antes, por la editorial asturiana Ars Poetica, en marzo pasado. Un nuevo giro se produce en su devenir creativo, porque este libro es, en realidad, un poema único, dividido en 58 estrofas de diversa extensión, en las que vuelven a predominar los metros cortos; estrofas, por lo demás, muy breves también y que oscilan entre los dos versos en las más sucintas y los catorce o quince para aquellas otras algo más extensas. Nunca antes había experimentado Ada esta fórmula que ahora ensaya con acierto. Un canto extendido y una coda final, un poema último a modo de cierre, titulado “Los ojos del cazador”, eso es Línea continua. Más que con la geometría o la abstracción, el título nos remite a un ejercicio de perseverancia, de insistencia, en el que la consigna fuera seguir hacia adelante, como si se hubiera llegado a la convicción de que la vida no es otra cosa que ese avance perpetuo, a pesar de las fatalidades o las desdichas, un ejercicio de resistencia, de obstinación, de tenacidad, en el que la voluntad, a veces herida o debilitada por las desgracias o los infortunios, juega un papel preeminente.
A Línea continua lo antecede un prólogo de la poeta María Antonia Ortega que se acerca emocionalmente al contenido, de forma lírica y sentida, sin dejar de subrayar verdades constatables como cuando afirma que en este conjunto: “Todo se expande y al mismo tiempo vuelve al origen y recupera su centro”. O cuando añade, a continuación, que esta poesía: “No explica, sino que muestra, y lo enseñado es capaz de hablar por sí mismo pero desde la voz de la poeta”. Suscribo del todo estas afirmaciones, porque como decía Wallace Stevens, “la poesía es una búsqueda de lo inexplicable”, y en ese territorio ambiguo entre la taumaturgia, los presentimientos y las perplejidades se engarzan las secuencias de este poema, y sus rápidos sucesivos son como fogonazos, vislumbres que nos muestran el universo de su intimidad en una progresión que avanza sin menoscabo de ciertos ritornelos intensificadores.
Al cuerpo del poema en sí lo precede una hermosa cita de Vicente Aleixandre que recuerda la infancia de Picasso en su Málaga natal, y que se acompasa muy bien con el título del poemario: “El mundo era una línea / en la mano de un niño. O en su puño apretado, / una centella de color. O el pie oprimía / primera claridad pisando espumas. / La mar, la mar antigua… ¡Y más que historia!”. Y viene a cuento este lema no solo por lo que apuntamos del título, sino porque prepara el clima de evocación del poema, que arrancará remitiéndonos al mar, como escenario de un nacimiento, como origen de una genealogía que fabula un linaje mítico. De hecho, la primera estrofa nos muestra al yo poético, convertido en protagonista del mismo, recibiendo de espaldas el saludo de las olas del mar, y el “masaje de algas”, que reiteradamente asocia la autora con el elemento marino en libros anteriores. Un arranque absolutamente hipnótico, que en apenas seis versos es capaz de generar toda una atmósfera envolvente.
En sus primeros compases, en sus estrofas iniciales, el texto alude a ese nacimiento marino mitologizado: “Nací en una pradera / cálida y luminosa. / Nací sobre la mágica transparencia /de un pez duende,” para pasar a referirse a sus padres, a sus progenitores, “tan jóvenes / en su lecho de algas”. Como elementos que acentúan lo misterioso sorprenden las insólitas referencias al “pez duende”, ese pez de cabeza transparente o la identificación de la figura paterna con la de un “dragón rojo”, símbolo de la felicidad y la buena suerte en las culturas orientales, aunque aquí esté refiriéndose más bien al hipocampo, al caballito de mar; e incluso el concebirse a sí misma como un “Embrión de Volvox”, en clara alusión a esas algas microscópicas, que forman extrañas colonias. Todo ello nos remite a un mundo abisal, a un tiempo difuso “de flores / en el agua”.
Tras esta epifanía, tras este nacimiento mítico, legendario, fabuloso, en el mar, el yo enunciador acude a otros recuerdos de la infancia, rescoldos del pasado donde los padres son presencias latentes en la memoria de una niña que se recrea en la extrañeza de irrumpir en un mundo entre hostil y fantasioso, una niña que muestra ya signos de rebeldía, que anticipa una cierta resistencia, un amago de contestación, como advertimos en la potente metonimia que elige para definirse: “costilla de Adán que protesta”.
La dimensión narrativa, evocativa, se sustenta en la primacía del presente como tiempo verbal más relevante. El presente es el tiempo estrella: “recibo”, “bostezo”, “doy”, “arrastra”, “acoge”, “descansa”, “camino”, etc., mayormente puesto en boca del yo poético, es decir, como trasunto de la autora que desgrana recuerdos o experiencias. El presente, insisto, se reitera con profusión y especialmente se utiliza la primera persona del verbo ser, “soy”, a través de la cual se esboza una suerte de definición de la personalidad o de los rasgos constitutivos o distintivos que realzan la individualidad de la misma, a la vez que se añade cierto valor de intemporalidad al discurso poético. La forma “soy”, patente o elidida, es la fórmula más recurrente a lo largo del texto, a veces con valor de “estar”: “soy hoja”, “pincelada”, “soy en la inquietud”, “soy una alpinista”, “soy en la horizontalidad”, “soy en la verticalidad”, “soy contención y dominio”, “soy en la esperanza”, “soy en las franjas”, “soy consciente de mis viajes”, “soy una mujer valiente”, “soy árbol que envejece”, etc. El presente actualiza la trama del discurso, pero a la vez aporta matices de atemporalidad, como decía antes, que intensifican esta mezcla de relato biográfico y ucronía, con voluntad de trascender el tiempo o de situarse fuera de él. Veamos a modo de ejemplo la estrofa 15, en la que además de este uso del tiempo verbal que comentamos se observa esa otra característica que antes calificaba de “perspectivismo”, y que nos revela esa faceta suya, tan sugestiva, de frecuentar las alturas:
Soy en la inquietud
de un ave que despierta
en las altas cumbres,
y salto,
vuelo,
planeo
sobre los verdes corazones
que tiemblan
bajo la cordillera celeste.
Es también singularmente reseñable el uso de verbos de percepción, que apelan a lo sensorial y nos remiten a un entrañamiento de la realidad percibida activa e intensamente por los sentidos y así “mirar”, “escuchar”, “acechar”, “sentir”, “ver”, “estremecerse”, etc., en contextos cercanos, en ocasiones, a la fusión panteísta con la materia viva, con el mundo circundante, con la naturaleza en su diversidad de formas, o a través de sus laberintos y secretos.
Me ha llamado la atención el que a lo largo de la obra de Ada Soriano y consiguientemente aquí, en este poema último, se diera una ausencia significativa del tema de la muerte, uno de los ejes más habituales en cualquier poética; sin embargo en ella, las alusiones a la muerte son tangenciales o indirectas y muy escasas. Frente a esta ausencia sí se dan otras presencias. Su voz progresa, acompañada del coro de otras voces afines de creadores próximos a su sensibilidad, como las de Anne Sexton, Emmy Hennings, William Blake, Dylan Thomas, Apollinaire o los hermanos Grimm, etc. Voces de personajes que la autora toma como interlocutores cómplices de su discurso, de los que a veces se incluyen citas significativas. Por ejemplo existe una identificación onírica y libérrima entre la autora y la protagonista del cuento de Cenicienta, en la versión de los hermanos Grimm, no en la de Perrault: en la estrofa 30 se citan textualmente las palabras que Cenicienta pronuncia junto a la tumba de su madre, bajo el avellano: Árbol bendito, rico tesoro/vísteme pronto de plata y oro; y en la 32 leemos: “Y me sentí turbada / mirando con ojos de Cenicienta, / mirándome en mi vestido de gala”, ecos, sin duda, de su remembranza infantil, vestigios de la edad dorada.
Las alusiones mitológicas también juegan un papel determinante, al incardinarse en el poema para ofrecernos otra clase de identificaciones, o de concurrencias, por ejemplo, en la estrofa 17 se nos refiere “la armónica invasión / de Calíope y Euterpe”; la alusión a la madre de Orfeo, musa de la poesía épica y de la elocuencia no es caprichosa, como tampoco lo es la irrupción de Neptuno, por ejemplo, o de su esposa la ninfa Salacia, divinidad femenina del mar, que suele representarse coronada de algas. Estas figuras cobran valor de arquetipos en su particular iconología marina. Si sabemos que Salacia era también considerada diosa de los manantiales, entenderemos mejor la estrofa 39, que nos ofrece esta estampa: “El tridente de Neptuno / se endereza y me ordena, / delfines e hipocampos / tiran del carro, / de mi boca salen peces. / Ah la llamada de los manantiales, / las algas libres de Salacia”. La implicación de la autora en la escena transcrita es indudable, como lo es también la relación con Penélope en la estrofa 43: “Sentada en mi mecedora / escucho a Penélope / que me habla con tristeza.” Las alusiones mitológicas llegan hasta el poema final, “Los ojos del cazador”, en donde también acuden la Quimera, monstruo que vomitaba llamas y era un cruce de león, cabra y serpiente, o Belerofonte, que con la ayuda de Atenea le dio muerte, gracias a sus flechas plomadas.
Resulta curiosa esta hibridación de mitología y cotidianeidad, es decir este aunar los mundos remotos de dioses y musas con la realidad vivencial de la autora, al igual que incorpora en un proceso intertextual voces de escritores cercanos que, de alguna manera, le ofrecen la atmósfera, o los versos pertinentes que casan con su estado de ánimo o su situación espiritual en el momento de la escritura. No deja de ser una singularidad escuchar a Penélope mientras la autora permanece sentada, balanceándose plácidamente en su mecedora, como si se pudieran establecer conexiones asombrosas, pero viables, entre fantasía y realidad. No cabe duda de que los elementos de esa realidad cercana: la casa, la mecedora, la ciudad, la acera, las calles, constituyen componentes cardinales en el poema, que al contrastarse con la dimensión mítica, se refuerzan con notable eficacia plástica. Son lo que el poeta Javier Puig llama con acierto “los paisajes de la proximidad” en uno de sus poemas, y que a mí me parece que definen muy bien ese otro microcosmos en el que se desenvuelve la vida de la escritora.
Porque hay que insistir en que lo biográfico es también uno de los elementos motrices del poema, uno de los hilos de su fábula más evidentes, un hilo que se convierte en fundamento lírico, permanentemente en juego a lo largo de todo el texto: el universo de la familia, padres, hermanos, hijos, la evocación de los primeros sueños de Empireuma, cuando se empezaba a experimentar la temprana pasión por la literatura, junto a los colegas literatos de entonces, e incluso la experiencia de la maternidad, tan reiterada en toda su obra, se suceden en Línea continua, como si nos asomáramos a las celdas del retablo emocional de sus experiencias vividas. En este caso y en otros anteriores la maternidad cobra un valor de hecho trascendente de primer orden, se intuye esa dimensión sagrada de perpetuar la sangre, esa liturgia milagrosa de dar vida. Así nos confiesa, por ejemplo, en la estrofa 36: “Soy una mujer valiente. / Parí a mis hijos / sin llantos ni gritos”. Y no oculta, tras decirnos “Alumbré tres veces.”, otros desgarros, no los esconde, cuando recuerda al hijo perdido, en la siguiente: “La segunda fue un imprevisto/que llevaba inscrito en su tragedia/el prematuro entierro”, ofreciéndonos con ello la visión del naufragio, la otra vertiente de esa maternidad estigmatizada por el fracaso y la pérdida.
El discurso poético de Línea continua es un flujo de conciencia, una sucesión de evocaciones e invocaciones que pretenden hallar respuestas a los grandes enigmas que acechan a su autora. De ahí el vuelo, el salto a lo onírico, a lo mítico; de ahí los estados de ensoñación, los ensimismamientos, las introspecciones, el viaje. En varias ocasiones a lo largo del texto se redunda en el título de la obra, con diferentes matices, al igual que se alude al nacimiento, al origen. Son los ritornelos que confieren al canto un ritmo de repetición, de cadencia, una pulsación que se hace más obsesiva a medida que nos acercamos hacia el final del poema. Un tono de melancolía se impone a lo largo de los versos; la sensación de una añoranza, de un desasosiego, de una herida que no tuviese cura; la incertidumbre de quien se maneja con un haz de escasas verdades eficaces. La temperatura emotiva se incrementa en las últimas secuencias del libro, en las que la voz de la autora apostrofa sucesivamente al amigo, a la luna, al miedo y a un “vosotros” genérico, a quienes acaba recurriendo Ada para combatir sus vacilaciones y titubeos. Apela a la luna, por ejemplo, para cerciorarse de que su perseverancia, de que su resistencia está justificada: “dime que mi avance / es puro avance / en esta cadena que me arrastra / y luce nuevos eslabones / en su tránsito”. En definitiva, demanda ayuda, fuerzas que estimulen su entereza, su tenacidad y alejen las dudas, las tribulaciones, casi siempre relacionadas con una honda inquietud, con un desarraigo, con una desazón de alcance existencial.
Nos sobrecoge este largo poema, que mantiene su monodia, su lamento, entre la introspección indagadora en el fondo del yo, en el pozo del yo, como diría Juan Bernier, y su expansión hacia el exterior, el paisaje, la naturaleza, el cosmos. De ahí que se activen los recuerdos, las experiencias vividas, para proyectar desde ese yo que recuenta, un ansia de sublimación, de elevación, un anhelo de libertad y de esperanza que de sentido a ese seguir alerta desde el observatorio impagable de su casa encendida. Así veo yo a Ada, atenta al milagro, a las revelaciones, a las adivinaciones, que ella sabe intuir en el mar de su entorno, en los horizontes de sus cielos cercanos, en los rincones entrevistos de su patria espiritual, en la que siempre alumbra una luna acechante y confidente.
El poema último, “Los ojos del cazador”, funciona a modo de broche final, de cierre, de coda misteriosa. Es una suerte de advertencia, de envío, de aviso dirigido a sus hermanos, cuyos nombres se suceden como destinatarios: Anto, Emma, Estíbaliz, Ana, Manuel, Ainhoa. Y su exhortación repite: “No os confiéis”, “Cuidado”, “No os confiéis / el cazador tiene más ojos / que un asesino a sueldo. / Lleva escondido un puñal / en el hueco de su bota, / y pisa / pisa.” Un libro inquietante este, un relato lírico que progresa por la línea continua “o discontinua”, en el que se dan cita momentos fulgurantes, visiones e imágenes insólitas; un texto que oscila entre la leyenda y el despliegue doliente de las verdades y experiencias del corazón. Porque a veces, como decía Zagajewski, “la poesía excede los límites de la inteligencia, señalándonos lo que no podemos saber”, y esta obra reciente de Ada Soriano apunta precisamente hacia esos parajes desconocidos, hacia esos paisajes en los que no logramos descifrar del todo si es la magia del sueño o el desasosiego de la vigilia lo que los hace tan fascinantes, tan audaces, tan inquisitivos. Vida y poesía se entrelazan en este melancólico tránsito de la conciencia; un viaje en el que lo vital vibra a través de una palabra que busca la limpidez, la armonía, y aún en medio de las incertidumbres, la eficaz y seductora trascendencia de lo que perdura.**
Orihuela, 18 de mayo de 2023
*José Lupiáñez fue el presentador del libro de la poeta en Orihuela el jueves 1 de junio 2023, y ha tenido la deferencia de publicar en Ágora este texto, cuyo título original es: “Presentación de Línea continua, de Ada Soriano”.
** Mañana 8 de junio, publicamos una selección de poemas de Ada Soriano, realizada por la propia autora.
Para leer los poemas de Línea continua:
https://diariopoliticoyliterario.blogspot.com/2023/06/ada-soriano-tres-poemas-de-linea.html
JOSÉ LUPIÁÑEZ (La Línea de la Concepción, Cádiz, 1955), es poeta, narrador, profesor y crítico literario. Miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada. Fue uno de los fundadores de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios. Entre sus últimos libros de poesía publicados: Las formas del enigma (Ed. Carena, Barcelona, 2021), Pasiones y penumbras (Ed. Carena, 2014) y Petra (la ciudad rosa), editado por Ediciones Port Royal, Granada, en 2004. En 2013 recibió el Premio Andalucía de la Crítica por su libro de narrativa El chico de la estrella y otros cuentos, publicado por Port-Royal ed. (Granada, 2012). Ha publicado, también, cuatro libros de crítica literaria, entre ellos: Cuaderno de Arneva (Colección Mirto Academia, n.º 103, Editorial Alhulia, Salobreña, 2021).
REVISTA ÁGORA / BIBLIOTHECA GRAMMATICA / JUNIO 2023
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