EL LEGADO DE UN PIONERO: JOAQUÍN GARRIGÓS Y LA LITERATURA RUMANA EN ESPAÑOL
Por José Luis Zerón Huguet
El mundo de la traducción perdió a una de sus figuras más destacadas con el fallecimiento de Joaquín Garrigós Bueno el pasado mes de mayo de 2024. Nacido en Orihuela en 1942, dedicó su vida a tender puentes entre España y Rumanía, convirtiéndose en el principal promotor de la literatura rumana en español y dejando un legado impresionante: más de cincuenta obras traducidas de autores de ese país.
El destino quiso que mi amigo y paisano muriera precisamente el mismo día en que la poeta rumana Ana Blandiana ganaba el Premio Princesa de Asturias. Hasta donde sé, Joaquín no tradujo nada de Blandiana, pero sé que admiraba profundamente a esta autora, aunque no lo expresara públicamente.
Joaquín Garrigós, en un acto literario en Rumanía
Licenciado en Derecho y Filología Hispánica por la Universidad de Murcia, Joaquín siempre decía que era un traductor de vocación tardía. Según me comentó en varias ocasiones, empezó su trayectoria en 1994. Pero nunca se dedicó a ello en exclusiva, ya que no podría haber vivido solo de la traducción. Antes de jubilarse, lo compatibilizó con su trabajo de funcionario público. Fue al alcanzar la jubilación cuando se dedicó por completo a esta labor. También solía decirme que su vocación por el rumano era autodidacta: desde su juventud aprendió este idioma hasta dominarlo, lo que le permitió convertirse en intérprete jurado y llegar a ser director del Instituto Cervantes de Bucarest entre 2006 y 2009.
Pero su trabajo trascendió el ámbito de la traducción. Joaquín fue lo que se llamaría ahora un animador o agitador cultural, empeñado en descubrir y promover nuevos talentos rumanos (y españoles) y en convencer a las editoriales de nuestro país para que apostaran por ellos. Su conexión con Rumanía —su «segunda patria»— lo impulsó a respaldar a intelectuales rumanos en España y a promover numerosos intercambios culturales, como los viajes de poetas y escritores españoles a Bucarest.
Hasta sus últimos días estuvo trabajando en antologías como La casa de las ventanas de color naranja de Ion Minulescu (Báltica Editorial, 2021), acercando el género gótico rumano a nuevos lectores.
La última vez que hablé con Joaquín fue por teléfono, unos meses antes de la pandemia. Él vivía en Alicante y me comentó que ya no se atrevía a conducir, por lo que le resultaba difícil viajar a Orihuela. Seguimos en contacto a través del correo electrónico, y fue por este medio que me informó de su enfermedad, aunque no me dijo que se trataba de un cáncer. Hacía meses que no sabía nada de él, y la noticia de su muerte me dejó profundamente consternado.
A pesar de su carácter áspero y algo distante (él mismo me confesó en una ocasión que podría haber tenido aptitudes como militar), supo ser un buen amigo y un gran apoyo para la revista Empireuma. Era hombre de pocas confidencias, especialmente en lo tocante a su vida familiar. Su voz, sus modales castrenses y aquella disciplina férrea en el trato —como su costumbre de dirigirse a nosotros por los apellidos— imponían respeto.
Así lo percibí al principio, pero con el tiempo fue desplegando una complicidad franca y generosa. Solía sacar a relucir una ironía penetrante —filosa, incluso— y hacía gala de un humor inteligente. Era recto por naturaleza, pero intenso en la cercanía, como si la confianza lo desbordara. Tras esa fachada de vigor y tenacidad —escudo contra el desaliento— latía un hombre vulnerable, austero y en perpetuo tránsito, necesitado de afecto pese a sus esfuerzos por negarlo. Quizá arrastraba una timidez que nunca logró vencer del todo.
Lejos de la hipérbole propia de los homenajes, prefiero recordarlo como lo que fue: un hombre íntegro, generoso y ecuánime que honraba con creces su segundo apellido.
Pero, por encima de todo, Joaquín destacó por una contribución fundamental: abrir las puertas de nuestras letras a la literatura de Rumanía, cuando en España apenas se conocían autores de ese país: Mihai Eminescu, Marin Sorescu y los escritores de la diáspora como Tristan Tzara, Emil Cioran, Vintilă Horia, Mircea Eliade, Eugène Ionesco y Paul Celan. No más. Su labor pionera tendió un puente cultural insoslayable. No es este el lugar para enumerar el medio centenar de obras que tradujo, pero si tuviera que destacar algunas, elegiría el Diario (1945-1969) de Mircea Eliade (editado por Kairós), El lecho de Procusto de Camil Petrescu (publicado por varias editoriales españolas), Diario (1935-1945) de Mihail Sebastian (Destino) y los libros de Norman Manea El regreso del húligan y Payasos: el dictador y el artista (ambos en Tusquets). Por encima de todas ellas, sin embargo, sobresale lo que considero su obra magna: la traducción de la obra completa de Max Blecher —incluidos sus escasos poemas— para distintas editoriales españolas.
Gracias a Joaquín, nuestro país descubrió a este autor raro, entonces casi desconocido incluso en Rumanía, que murió a los veintiocho años víctima de una tuberculosis ósea. Blecher mantuvo correspondencia con miembros del movimiento surrealista francés y ejerció una influencia decisiva en figuras como Mircea Cărtărescu. Garrigós estaba fascinado por la literatura fantástica de Blecher —una fascinación que comparto—. De hecho, la revista Ágora dedicó un dossier especial a sus traducciones, donde Joaquín subrayó el estilo «kafkiano» del autor y su empeño por «trasplantar la tensión de Dalí a la literatura».
REVISTA EMPIREUMA
José Luis Zerón y Joaquín Garrigós
Hoy me resultaría imposible precisar cuándo conocí a Joaquín Garrigós. Sabía de su existencia —me lo describían como un gran intelectual apasionado por la cultura rumana—, pero fue José María Piñeiro quien nos presentó una tarde, tras haber contactado con él previamente. Debía de ser 1998, o quizá un año después. Lo cierto es que Joaquín se entusiasmó al conocer la revista Empireuma y, meses más tarde, nos brindó tanto la idea como su apoyo inestimable para elaborar un número especial dedicado a Eminescu en el 150 aniversario de su nacimiento, que acabó convertido en un dossier sobre arte y literatura rumanos. Aquel número, publicado en el verano de 2000, marcó un hito: por entonces, apenas existían en España publicaciones sobre autores rumanos, salvo las excepciones ya mencionadas. Fue el punto de partida de la difusión de aquella literatura en Empireuma, siempre bajo el magisterio de Joaquín.
Hasta su último número, la revista incluyó innumerables páginas dedicadas a Rumanía, con textos de autores consagrados, otros menos representativos e incluso algunos prácticamente desconocidos en su propio país. Pero tal era el ideario de Empireuma: hacer convivir en sus páginas a figuras canónicas con voces noveles, olvidadas o directamente ignoradas.
Joaquín no siempre actuaba como traductor, especialmente en poesía, género que, pese a haber abordado ocasionalmente, consideraba fuera de su dominio experto. Con generosidad, nos facilitó otros profesionales del rumano al español como Catalina Iliescu y Rodica Grigore. Las páginas de la revista acogieron a numerosos autores rumanos como Ana Blandiana, Gabriel Stanescu, Denisa Comanescu, Gelu Vlasis, Costantin Severin, Mircea Cărtărescu, Alexandru Ecovoiu, Lucian Blaga, Nichita Stanescu, Marin Sorescu, Nicolae Prelipceanu, Varujan Vosganian, Dinu Flamand, Iulia Sala, entre otros tantos que resultaría exhaustivo enumerar. Además de reseñas y estudios sobre Mircea Eliade —de quien publicamos dos textos inéditos— y Max Blecher, adelantamos íntegramente los poemas de este último, anticipándonos incluso a su edición en la revista Rosa Cúbica.
La relación de Empireuma con Rumanía trascendió lo editorial. En noviembre de 2001, la revista organizó en la ya desaparecida librería oriolana La Oropéndola la presentación del Diario portugués de Mircea Eliade, con intervenciones del traductor Joaquín Garrigós, José María Piñeiro y la filóloga María Teresa Sánchez. Al año siguiente, Elena Lilina Popescu ofreció una lectura poética en el Aula de Cultura de la CAM, otro acto coordinado por Empireuma. El número 26, dedicado al arte y la literatura rumanos, se presentó en el Instituto Cervantes de Bucarest bajo la presidencia del embajador español Antonio Bellver y la directora Ioana Zlotescu, con asistencia de destacadas personalidades culturales. La revista fue invitada a la Feria Bookarest en 2003, donde expuso sus tres números monográficos sobre Rumanía en el pabellón del Instituto Cervantes de Bucarest. Gracias a Joaquín, el equipo participó en mesas redondas sobre literatura rumana, y varios poemas de autores oriolanos —Ada Soriano, José María Piñeiro, Luis Ramón Torregrosa y quien esto escribe— aparecieron en medios rumanos traducidos por él o por sus colegas. Además, con su mediación y el patrocinio del Aula de Cultura de la CAM, organizamos encuentros con figuras como Mario Merlino —traductor del portugués habitual en el diario El País— o Mihály Dés, entonces director de la revista Lateral.
He dejado para el final el episodio más significativo de mi relación con Joaquín Garrigós, tanto a nivel personal como para Empireuma. En mayo de 2006, gracias a su mediación, recibimos una invitación extraordinaria: Ada Soriano y yo (como codirectores de la revista), junto con José María Piñeiro (nuestro jefe de redacción), fuimos convocados a participar en una serie de eventos culturales en Bucarest y Suceava, con todos los gastos cubiertos por el Ministerio de Cultura español y el Instituto Cervantes de Bucarest, que por entonces dirigía el propio Joaquín.
Aunque un imprevisto de última hora impidió a Ada acompañarnos, José María y yo emprendimos aquel viaje junto a otros destacados invitados: los escritores Fernando Iwasaki y Daniel Najmías, con quienes compartimos días inolvidables, siempre asistidos por nuestra excelente traductora, Anca Nitulescu.
En un acto literario en Rumanía, Joaquín Garrigos, Fernando Iwasaki, Daniel Najmías y J.L. Zerón
No abundaré en detalles sobre aquel viaje maravilloso—ya documentado en la crónica publicada en el número 32 de Empireuma, disponible digitalmente gracias a la Universidad de Alicante y la Fundación Miguel Hernández—, aunque conservo páginas inéditas de mi diario que espero publicar algún día. Baste decir que Joaquín fue un anfitrión excepcional. En apenas una semana, conocimos a numerosos autores rumanos, participamos en un encuentro con revistas literarias en Bucarest y en una mesa redonda en la Universidad de Suceava. Me impresionó el apasionamiento de los escritores locales al hablar de literatura, así como la abundancia de revistas culturales del país.
Durante nuestra estancia, concedimos entrevistas en radios y televisiones, asistimos a recepciones y exploramos una Bucarest en plena transformación: una ciudad que comenzaba a emerger de las sombras de la dictadura de Ceaușescu, denostada por su fealdad pero que a mí me cautivó. En sus calles percibí esa dualidad única —los primeros balbuceos del siglo XXI europeo junto a escenas que parecían extraídas de películas del neorrealismo italiano—, todo envuelto en una atmósfera onírica que evocaba la Bucarest mágica de Cărtărescu. Quizá influyó en mi percepción el hechizo de los relatos (por entonces apenas traducidos al español, y no directamente del rumano), de ese autor hoy universal y eterno candidato al Nobel.
Entre mis recuerdos más vívidos destacan la visita al cementerio judío de Suceava —buscando la tumba de la madre de Norman Manea, mencionada en El regreso del húligan— en compañía de Joaquín Garrigós, Constantin Severin y José María Piñeiro; la excursión por los bosques de Bucovina, cuna de Paul Celan; y la ruta de los monasterios bizantinos. En uno de ellos, un monasterio de monjas ortodoxas, compartimos una opípara comida regada con tuica que derivó en una larga sobremesa. Allí, Joaquín y yo entablamos una acalorada discusión —con esporádicas intervenciones del resto— sobre etimologías del habla oriolana. Recuerdo la carcajada de Fernando Iwasaki ante lo surrealista del momento: debatir sobre el dialecto de una pequeña ciudad española en un rincón remoto de Rumanía. Aquella anécdota encapsula a la perfección el espíritu de aquel viaje: un cruce cultural inesperado que solo alguien como Joaquín podía orquestar.
En otoño de 2007, con la publicación del último número de Empireuma, Joaquín intentó en vano convencernos de continuar con la revista. Recuerdo aquella conversación durante una de sus visitas a Orihuela —no sé si fue en las Navidades de ese año o en la Semana Santa siguiente—, donde su negativa a aceptar el final del proyecto era palpable. Le expliqué las dificultades económicas: las subvenciones y suscripciones resultaban insuficientes, y tanto Ada como yo necesitábamos dedicarnos por fin a nuestras propias obras. Joaquín escuchaba en silencio, sin asentir, hasta que, poco antes de despedirnos, soltó con firmeza: «Así que arrojáis la toalla. No hay remedio...». A regañadientes, admitió que la revista había cumplido su ciclo, pero aquel final pareció dolerle tanto que, sin llegar a una ruptura, marcó un distanciamiento entre nosotros.
La última vez que lo vi fue en Navidad de 2019, en la librería Códex, donde tuve el honor de presentar Distinta clara, la novela de nuestra paisana Alba Ballesta. Joaquín llegó, menos vigoroso que de costumbre, con cierto aire avejentado. Seguimos manteniendo el contacto mediante correos electrónicos y alguna llamada telefónica esporádica. En una de ellas —quizá la última—, me sorprendió con unas palabras inusuales en él, tan poco dado a las efusiones: «Os llevo en el corazón», dijo, refiriéndose a mí y al resto del equipo de la revista Empireuma. Yo le respondí que, aunque nunca había formado parte oficial de la redacción, era sin duda un empireumático más.
Para concluir, resulta revelador que, a pesar de los numerosos reconocimientos internacionales cosechados a lo largo de su trayectoria —desde el Premio de la Unión de Escritores Rumanos (1998) por difundir obras capitales como La noche de San Juan de Eliade, hasta la Orden del Mérito Cultural de Rumanía (2004), la Medalla "Mircea Eliade" (2006) o el Premio Complutense de Traducción (2019)—, Joaquín acumulaba en sus últimos años una tristeza creciente al comprobar cómo su labor perdía visibilidad. Le costaba cada vez más recibir encargos o encontrar editoriales dispuestas a publicar sus ensayos y traducciones.
En 2022, su voz resonaba ya con desencanto en nuestros correos: «Casi nadie se acuerda ya de mí», me llegó a confesar. Cuando en una ocasión celebré el aparente auge de la literatura rumana en España, su réplica fue un jarro de agua fría: para él, ni el rumano ni otras lenguas minoritarias europeas habían logrado el reconocimiento que merecían.
Es cierto que en la segunda década del siglo surgieron excelentes traductoras del rumano —como Marian Ochoa de Eribe o Viorica Patea, pero no olvidemos que Joaquín fue un pionero. Gracias a él, en España descubrimos lo esencial de la literatura rumana, del mismo modo que introdujo a autores españoles en Rumanía. Esta labor titánica merece eterno agradecimiento. Resulta especialmente vergonzoso que Orihuela, su ciudad natal —a la que permaneció vinculado con raíces profundas que a veces intentaba ocultar, sin éxito—, no le rindiera en vida el homenaje oficial que merecía. Tampoco lo ha hecho ahora que ya no está con nosotros. Por desgracia, es la triste norma con tantos hijos ilustres de la ciudad, sobre todo si se dedican al arte o la literatura.
Por eso considero tan necesario este emotivo homenaje que le brinda la revista Ágora. Agradezco a su director, Fulgencio Martínez —amigo mío y también de Joaquín— que me haya invitado a participar. Ojalá estas páginas contribuyan a preservar la memoria de Joaquín Garrigós como lo que fue: uno de los grandes traductores e intelectuales españoles de nuestro tiempo. Así sea.
El autor del artículo, José Luis Zerón Huguet (1º izq.), Juan Tomás Frutos, Vicente Hernández, Aitor Larrabide, Fulgencio Martínez y Joaquín Garrigós, en la sede de la Fundación Cultural Miguel Hernández en Orihuela, durante la presentación de un número de Ágora dedicado al poeta.
José Luis Zerón Huguet (Orihuela, Alicante, 1965) ha publicado recientemente el poemario Hable la luz (Olé Libros). En 2023 publicó un diario: A salto de mata (ed. Frutos del tiempo, Elche), obra que Ágora distinguió como el mejor libro en prosa de ese año.
Otros títulos de poesía de este autor son: Sin lugar seguro (2013), De exilios y moradas (2016), Perplejidades y certezas (2017) y Espacio transitorio (2018).
Agradecimientos: Fotos, la primera es cortesía de Elena Popescu. Las otras cuatro, cortesía de José Luis Zerón Huguet.
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