Teatro de los hermanos Machado
UNA HISTORIA DE BANDOLEROS DE MANUEL Y ANTONIO MACHADO
por José Luis Abraham López
Esta colaboración es un extracto de la edición crítica y didáctica que José Luis Abraham López ha realizado sobre La duquesa de Benamejí (Editorial Rilke, 2024).
La puesta de largo de La duquesa de Benamejí tuvo lugar en el Teatro Español de Madrid el 26 de marzo de 1932, Sábado de Gloria. Este será el último estreno teatral que los hermanos sevillanos compartirán de una obra conjunta, como venían disfrutando desde que el 9 de febrero de 1926 lo hicieran con Desdichas de la fortuna o Julianillo Valcárcel. La guerra civil española truncará esta singular compenetración autoral. En esta ocasión, será Margarita Xirgu la actriz estelar entre el elenco de la compañía que dará lustre a este drama de cuya dirección se encargó Cipriano Rivas Cherif, manteniéndose en cartel treinta y cuatro días.
La crítica acogió la obra de los Machado de manera dispar. Para unos se trata de una pieza tópica y folletinesca; para otros, un «drama de pasión, de celos y de muerte», algunos redujeron su mérito a ser una «estampa viva de la España romántica». Ángel Lázaro reconoció en La duquesa de Benamejí la más sobresaliente de entre la producción de los Machado: «eso es su drama: acción, pasión, conciencia. Clara visión de su propia estética». A estos pareceres hay que sumar Romero Ferrer para quien popularismo, costumbrismo y ruralismo sintetizan las claves interpretativas de La duquesa de Benamejí. Más allá de estas consideraciones, los propios autores, el mismo día del estreno, revelaron sus intenciones, más afines a las tradicionales de diversión y, por tanto, muy alejadas de las prácticas imaginativas, simbólicas o de crítica social que por aquellos años se estaban llevando a la escena.
No es esta la primera vez que Manuel y Antonio Machado acuden a la tradición popular para perfilar un personaje dramático principal. Ya habían puesto su mirada en la figura del don Juan para Desdichas de la fortuna o Julianillo Valcárcel y para Juan de Mañara. La duquesa de Benamejí se inspira en la historia de bandoleros probablemente conocidos por los autores gracias a la erudición que sobre folklore mostraron su abuelo Antonio Machado y Núñez y su padre. A falta de testimonios y fuentes exactas aclaratorias sobre el modelo que tomaron los autores para crear el carácter del bandido, resulta indudable que ciertos rasgos, como la generosidad, se acerca al que se le conoció a Diego Corrientes. Y por la leyenda aireada en romances de raíces populares probablemente conocieran detalles biográficos de José María el Tempranillo (nacido en Jauja), las peripecias de Juan Caballero (natural de Estepa) y del lucentino Francisco Esteban. Tampoco parece casual la inclinación topográfica por Benamejí, lugar de asentamiento de conocidos bandoleros, mas si tenemos en cuenta que –acogiéndonos ahora sí a la historia real– los dramaturgos alteraron para su pieza el título nobiliario de la marquesa por el de duquesa y evitar así algún involuntario desatino.
Adentrándonos en la arquitectura organizativa de La duquesa de Benamejí, diremos que el acto primero duplica en número de escenas (trece) a los dos restantes, mientras el último consta además de dos cuadros. La obra arranca con una escena costumbrista en la que los criados preparan la fiesta anunciada para esa misma noche en la casa señorial. El criado José Miguel piensa darle una sorpresa a su señora, la duquesa Reyes, con la presencia de Rocío la gitana, quien ha pedido alojamiento en el palacio campestre. Mientras, el pastor Bernardo dice haber visto al legendario bandido Lorenzo Gallardo huyendo de Carlos, marqués de Peñaflores, atrayendo ya la atención del espectador y de los mismos interlocutores. En este relajado trasfondo festivo rompe la algarabía un repentino sonido de disparos. Entretanto, el abuelo de la duquesa le aconseja a esta contraer matrimonio con su primo Carlos.
En este punto, asiste a un desconcertante encuentro cuando, en una imponente salida a escena, Lorenzo expone a Reyes (antes de irse esa a dormir) que con su presencia en el palacio evitará más derramamiento de sangre. La conversación entre ambos permite a Reyes reconocer en él al «niño del Olivar», trascendiendo la anécdota un pasaje de la infancia. Ambos pactan una singular estrategia: que Lorenzo marche hasta que ella se reúna en su refugio de las montañas con él. Esta pericia no desbarata la presencia súbita de Carlos. Vemos cómo el primer acto va más allá de la simple presentación de personajes y acción, pues se han topado frente a frente protagonistas y antagonistas. Igualmente, porque la duquesa ha trasgredido al comienzo de la obra ese espacio fronterizo de lo social y lo moral. Conocedor de lo intrincado de la serranía, Lorenzo consigue huir.
En el segundo acto, ya con Reyes en el «nido de ladrones» de Gallardo, la cuadrilla de éste sospecha del enamoramiento de la duquesa y su líder y de la razón verdadera que incita al bandido a llevar una vida montaraz de proscrito (la pretensión de fama). Un nuevo elemento, muy del gusto de los Machado, aparece en escena: también Rocío siente en silencio amor por Lorenzo. Presa de los celos, la gitana no encuentra remedio a su desazón e hiere a Reyes. Mientras seguimos consternados con la reacción de Rocío, irrumpe Carlos proponiendo el indulto de los bandidos a cambio de entregar a la justicia a Lorenzo Gallardo, el cual está comprometido con su destino: anima a los suyos a deponer las armas y entregarse resignado al sometimiento de la ley.
El tercer acto comienza con un cambio radical en la escenografía. Ahora nos hallamos en la plaza del pueblo. Gallardo ha sido conducido desde la cárcel a la Audiencia para ser juzgado. Demostrados y confesados sus delitos, nada libra a Lorenzo de ser condenado a muerte. Traicionado por la gitana Rocío al mostrar el sendero de los Jarales a los soldados del marqués, acude ahora a la celda para intentar liberarlo. Lo mismo hace la duquesa Reyes, con la esperanza de que un salvoconducto del rey certifique su libertad. Pero los celos pueden más que la resignación de amor en Rocío, quien acaba con la vida de la duquesa, demostrándose una vez más en la dramaturgia de los Machado la fatalidad del amor. A Lorenzo solo le queda que Carlos cumpla con su deber para cumplir así del todo con el drama.
Conforme vamos adentrándonos en el corpus de La duquesa de Benamejí observamos muchas similitudes con las comedias de bandoleros: Lorenzo es un joven de clase acomodada que opta por el camino del bandolerismo por una desavenencia familiar; aun su condición rebelde, respeta al monarca sin olvidar cómo la traición de uno de sus seguidores (Rocío) conduce a su detención. Ahora bien, esta sujeción de la figura del bandido a convencionalismos solo será en parte, pues en la obra de los Machado se distingue fundamentalmente en varios aspectos. Uno de ellos es la actitud de la duquesa quien si acompaña a Lorenzo no es para enarbolar con él la bandera de la justicia ni porque huya de la deshonra, sino para convencerle de la posibilidad de una vida más digna juntos. Además, el no arrepentirse Lorenzo de sus pecados añade un rasgo novedoso en comparación con otros bandoleros surgidos de la ficción. A pesar de la importancia dada a este personaje, tampoco nos parece que sea este el foco central al que haya que mirar.
Ahondan los autores en la psicología de unos personajes adscritos a pasiones desenfrenadas, fuerzas en conflicto y tipos. En el repaso de estos diremos de Lorenzo Gallardo que su salida del seminario por falta de vocación deriva en una vida totalmente diferente pues, abandonadas la rigidez y austeridad de los hábitos y renegar también de la disciplina de la vida militar, se entrega a la aventura y azares propios del insurrecto. La imagen estereotipada del bandido se compenetra con aquella inicial de Lorenzo: generoso e idolatrado por el pueblo, pero también se desmarca del interés por lucrarse. Es tal la admiración que hacia sí atrae que muchos personajes le conceden sin remilgos la corona de la ejemplaridad.
Solo a partir de la presencia de la duquesa, esta figuración dejará al aire las carencias afectivas de este supuesto héroe que pasa a convertirse en un individuo con flaquezas. Precisamente sus debilidades le impiden comprometerse incondicionalmente con Reyes, viniendo a contradecir el significado de gallardo de su propio nombre; quizá toda una parodia funcional por parte de los autores para poner en entredicho la valentía en el terreno amoroso, anteponiendo «su ambición de gloria como forma de huida del amor real». Y nos referimos aquí a que si bien Lorenzo es gentil y garboso sin parecernos, en cambio, tan bravo como en sí lo pinta el cliché. Su épica radica en un sentido moral propio cuando restaura agravios y reparte el saqueo entre los pobres, en contraposición a su cuestionable desenvoltura cuando es el amor el motivo crucial de una vital determinación. De acuerdo a la puesta en escena del actor que lo interpretó, la crítica destacó igualmente el ímpetu, la pasión, el arrebato del personaje, el «enérgico temple, generoso, leal y enamorado y la arrogancia del bandido generoso.
El héroe del drama ofrece múltiples perfiles esmaltados por sus avatares vitales: en su mocedad vivió entre libros en un seminario teologal, lidera con carisma a una veintena de salteadores en la sierra y seduce porque además de instruido en lo académico es dadivoso aun viviendo al margen de la ley. Es esta la forma que tiene de ver satisfecha su aspiración de justicia aunque estas vicisitudes no las asume Lorenzo precisamente como una fatalidad trágica, sino como una oportunidad de libertad y de autorrealización, tal como haría un insigne adalid romántico. Es significativa la caracterización proteica de Lorenzo pues está envuelto en la luz de hacer justicia y en las tinieblas de ser –desde el otro lado– el desestabilizador de esta. En realidad, doble máscara de redentor y de amenaza.
En la duquesa (bella, joven y viuda después de un corto matrimonio) se produce una curiosa simbiosis proveniente de la prosapia de la misma y de su carácter impetuoso regido por la heroicidad y la abnegación. Reyes renuncia a los códigos de su mundo aristocrático y hasta a la libertad que le promete Lorenzo, por cumplir con su deseo de permanecer a su lado. De existir una conversión en la obra esta es la de la duquesa, decidida a luchar por su amor. Duquesa y bandolero son soberanos en sus respectivos reinos pero más peculiar en el caso de él en la medida en que su valentía queda en entredicho si nos atenemos a los escasos riesgos que asume cuando tiene la oportunidad de entronizar para siempre su pasión amorosa. Este hecho nos hace discrepar con la mayoría de la crítica que ha visto en La duquesa de Benamejí una manifestación obsoleta de un tema de extensa tradición literaria y ha colocado antes la supuesta falsa andaluzada que la peculiar figura del bandolero que resulta medroso en la conquista de sus sentimientos. Traicionando el decoro de la clase social a la pertenece, será la duquesa quien asuma la rebeldía para acudir a los brazos del forajido. En ella se da el carácter ambivalente de tierna y decidida.
Manuel y Antonio Machado pusieron esmero en la elección del nombre de sus protagonistas. Lorenzo alude “al laureado” junto al apellido que hace honor, en parte, a la bravura de quien lo porta. En el caso de Reyes, terminará siendo «capitana, reina, diosa».
Si la aristócrata Reyes es noble y generosa, en su antagonista Rocío predomina un sentimiento envenenado por los celos. Será esta quien desate el drama al revelar a Carlos el camino por donde duquesa y forajido pueden escapar. Clave en la construcción dramática, Rocío se siente engañada en su ilusoria fidelidad por Lorenzo y convierte en afrenta el desinterés del bandido, pero no hacia este sino ante la parte más aparentemente débil, la duquesa.
Primo y pretendiente de Reyes, de nada le servirá al marqués de Peñaflores su persuasión sobre los seguidores de Lorenzo para deponer las armas. Igual que Rocío con Reyes, Carlos se mueve con la insana intención de capturar a Lorenzo por cumplir con su deber pero también por celos. No obstante su rivalidad, el personaje del marqués se construye en estrecha conexión con el del bandido. Es más: los valores que encarna Carlos (representación también de la reacción de los poderes políticos) apuntan a Lorenzo como apropiador de lo ajeno y, por tanto, individuo cuya actitud es reprobable. De esta forma, se nos propone una disyuntiva: hasta qué punto el bandido es un villano o un héroe, un criminal o un popular justiciero.
Para subrayar la ambientación, los escritores andaluces introducen entre las dramatis personae un capitán galo que repuso en el trono a Fernando VII al frente de los Cien Mil Hijos de San Luis. Las intervenciones de este refuerzan el carácter de lo español incidiendo en la pintoresca imagen consagrada por viajeros románticos, a la que continuamente aludirá Marcel Delume, como si acaso las pasiones trágicas llegaran a forjar una marca indeleble de la identidad del espíritu español. Frente a esta visión, los Machado recurren a su gusto por el folklorismo con la inclusión de sevillanas manchegas, coplas, bailes y escenas costumbristas, etc. integrando en el espectáculo teatral elementos populares tradicionales.
Si trazamos un itinerario de lugares, encontramos de nuevo una escenografía andaluza tamizada por rasgos románticos e ingredientes atractivos para el gran público: forajidos, reclusión, arrebatos de amor, emboscadas y asesinatos. En este sentido, Benamejí cuenta con una extensa tradición de conocidos bandoleros instalados en los refugios naturales que les permiten el entorno. No deja de ser curioso que, nada más alzarse el telón, aunque indefinida por la ausencia de deícticos, la primera referencia aluda simultáneamente a dos dimensiones escénicas fundamentales: el palacio y, al fondo, la serranía.
En el revestimiento argumental los espacios afianzan caracteres como sirven de tránsito en la urdimbre de la trama. Así, las protuberancias rocosas, los densos matorrales y los arbustos espinosos sugieren una topografía quebrada en un enclave geográfico que definen a sus moradores y su forma de vida. El primer acto, en el palacio de la duquesa en el campo andaluz; el segundo, en el corazón de la agreste serranía; el tercero en la plaza del pueblo donde Lorenzo Gallardo cae preso y es juzgado, y en la casa que le sirve más tarde de refugio. A estos sumamos el microespacio de una sala del palacio donde se produce el primer encuentro a solas entre duquesa y bandolero, indicador locativo de intimidad frente al salón señorial que revela un significado más acorde con lo social.
Recordemos la atmósfera festiva en la escenografía cerrada del palacio. Allí coinciden personajes de distintas clases sociales cumpliendo la misión funcional de describir el ambiente comunitario que es capaz de aglutinar la duquesa. Luego, en el acto II, el entorno natural del monte (espacio exterior) actúa de marco escénico para la dramatización de varios temas cruciales: el deseo de libertad, el encuentro y la resolución amorosa.
Podríamos llevar más lejos la paradoja de las referencias topográficas en la medida en que la duquesa vive en un emplazamiento cerrado pero sus perspectivas de futuro se reconocen en uno abierto. Este manejo de los lugares admite varias dicotomías: realidad-sueño, civilización-naturaleza, opresión-libertad...
La plaza del pueblo, tercer acto, es el punto común para las habladurías y conjeturas pero también la necesidad imperiosa de Frasco José de hablar con Gallardo. En ese espacio abierto están referidos otros dos cerrados: la Audiencia (la justicia) y la prisión (la condena). Si al hacer su salida del tribunal Lorenzo es contemplado como un héroe, luego en la capilla vemos a un hombre inmolado que aguarda la hora de su muerte.
En el cuadro segundo volvemos a la prisión en una escena singular: la confesión de Lorenzo y Pedro Cifuentes. Así, el esquema espacial de la obra se reparte entre emplazamientos en los que encajan los hechos (sin duda también funcionales) y otros asimilados a connotaciones simbólicas. De entre estos últimos, es sin duda la celda el más significativo por cuanto espacio acotado de un individuo que en sus paredes se proyecta la sombra de lo que fue y lo que pudo haber sido: metáfora de un sueño truncado. Además, el tiempo se contrae en comparación con el acelerado ritmo de escenas anteriores.
Si nos ceñimos al estilo, el aliento de la prosa y el verso contribuye a subrayar el dramatismo cuya piedra angular la apuntalan los dramaturgos en las secuencias líricas que si permiten indagar en el intimismo lo hacen también en los momentos más dramáticos.
Hasta ahora, los Machado habían reconocido en el verso el cauce idóneo de la trama de sus obras. En La duquesa de Benamejí encontramos por primera vez este acoplamiento, igual que en Don Álvaro o la fuerza del sino y Los amantes de Teruel, ambas del Romanticismo español.
Para los Machado, el camino hacia el drama lo marca la palabra en toda su diversa complejidad funcional, ya sea informativa, expresiva o poética. Por extensión, tipifican a los personajes. Parecen tener claro sacrificar la unidad de estilo a favor de la verosimilitud adaptando esta a la competencia lingüística de los actantes. De esta manera, distinguimos un nivel estándar en el parlamento de la duquesa Reyes, su abuelo el duque, el abate don Antonio, el magistrado don Tadeo, de acuerdo a su posición social. Por su parte, Lorenzo Gallardo –de acuerdo a su formación seminarista– habla con educación tiñendo en ocasiones su discurso de gran cantidad de figuras retóricas (epíteto, metáfora, aliteración, hipérbole, anadiplosis…).
Todo lo contrario reconocemos entre los miembros de una clase social baja, con nula o escasa formación, en la que cristaliza rasgos de sociolectos como el de los criados. En definitiva, el discurso de muchos personajes rebosa de signos dialectales, marca inequívoca de comicidad y también de verosimilitud en actantes poco formados pero cuya viveza en el habla y firmeza moral excluyen cualquier discusión.
En la esfera literaria, han sido muchos los escritores ilustres que han mencionado a Benamejí, bien como personajes o como referencia topográfica desde distintos géneros literarios: Vicente Espinel, Calderón de la Barca, José Selgas, Valle-Inclán, Juan Valera, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Camilo José Cela… Entre todos ellos, sin duda Manuel y Antonio Machado ocupan un merecido puesto de honor.
José Luis Abraham López (Cartagena, 1973) es doctor en Filología Hispánica. Es autor, entre otros títulos, del ensayo Antonio Oliver Belmás y las Bellas Artes en la prensa de Murcia. Se ha encargado de la edición crítica de Recuerdos del Teatro Circo; Recuerdos del Teatro Principal de José Rodríguez Cánovas; Más allá del silencio; Los ojos de la noche; Viento en la tarde de Mariano Pascual de Riquelme; Infierno y Nadie: antología poética esencial (1978-2014) de Antonio Marín Albalate, etc.
Como poeta ha publicado A ras de suelo, Asuntos impersonales, la plaquette Golpe de dados, Somos la sombra de lo que amanece y Mis días en Abintra. Colaborador de Ideal en clase con artículos de opinión y reseñas de novedades literarias.
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