El poeta y profesor de Filosofía de la Universidad de Salamanca Maximiliano Hernández Marcos presenta un artículo crítico sobre El año de la lentitud.
EL AÑO DE LA LENTITUD, UNA POÉTICA DEL AMANECER CONTRA EL FINAL DE LA HISTORIA
Por Maximiliano
Hernández Marcos
La nueva entrega poética de Fulgencio Martínez sorprende al lector
contemporáneo, sobresaturado de aceleración, por su título enigmático, a
contracorriente de la experiencia cotidiana: El año de la lentitud (Madrid, Huerga & Fierro, 2013). Que tal
denominación no es azarosa ni gratuita lo da a entender el propio autor, cuando
en una de sus confesiones al final del libro señala que inicialmente iba a
llamarse “Vocabulario de alimentos”. El cambio es, pues, intencionado e indica
que el poeta, en la reelaboración reflexiva de la versión final, ha divisado
una perspectiva nueva en su material poético desde la que cabe contemplar si no
el conjunto, al menos la mayoría de los poemas que nos ofrece. Y digo esto
porque no puede descifrarse el sentido del título a partir de la suma total de
poemas que componen el libro, como si en él se concentrase la quintaesencia de
todos y cada uno de ellos o constituyese la exacta abreviatura de su
diversidad. Quien conozca a Fulgencio Martínez sabe que sus libros no son
monotemáticos ni de estilo único ni de tono monocolor; dan testimonio de
su heteronomía literaria, suelen ser
polifónicos o polivalentes; en ellos, como en la vida, se da cita la pluralidad
del hombre y del escritor.
El año de la lentitud confirma
esta personalidad múltiple de su concepción y quehacer poéticos, pues en él
volvemos a reconocer al fustigador de la miseria humana, y, en particular, de la
sociedad actual, a través de la sátira y la ironía, la crítica de la
injusticia, la pobreza y la opresión crecientes en el mundo de hoy, al lado del
creador ingenioso y lacónico, o del personaje burlesco y humorístico. También
identificamos ahí esa predilección por el uso coloquial y la oralidad del
lenguaje que su “maestro Andrés Acedo”, seguidor del Marqués de Santillana, le
inculcó como un nuevo arte o modo de hacer (o cazar ) con las palabras: la
“poetría”. Las tres secciones finales del libro: “Notas para una música
futura”, “Sátiras y autografías” y “Humor acediano”, dan voz claramente a este
Fulgencio combativo y zumbón, que oscila –combinándolo a veces- entre lo
satírico y lo cómico, entre el compromiso ácido con la realidad y la risa
liberadora que le hace llevadera aquella carga. De estas secciones no quiero
dejar de recomendar al lector algunos de los poemas, para mi gusto de los más
indicativos y logrados, como “Discurso de acogida a los imputados electos”, “Control de pasaportes”, “Villancico del
indiano” o “Retractación de Berengario”, este último de un humor absurdo, surrealista,
pero de raigambre popular, que raya en la astracanada y desata sin remedio la
hilaridad.
Para adivinar el sentido del título y dar con el enfoque que preside su
latido literario hay que mirar, pues, a lo que aporta –o quiere aportar- de
diferente este nuevo libro. Lo primero que llama la atención, además de la
ausencia casi por completo de la mirada elegíaca que ocupaba buena parte de su
libro anterior, Prueba de sabor (2012),
es el papel central, notoriamente dominante, que juega ahora, especialmente en
las cuatro primeras secciones, la metapoesía, siempre presente, sin duda, en
los poemarios precedentes de Fulgencio, pero nunca quizás con esa enfática comparecencia,
en extensión e intensidad, que hace de ella, en este libro, el tema y a la vez
su modo de tratamiento, el horizonte de contemplación y lo contemplado mismo.
Hay una sección entera, la cuarta, titulada “Un oficio que hace amigos”, que se
dedica en exclusiva a la meditación sobre el significado y la tarea de escribir;
ella es, sin embargo, sólo el colofón de cierre de las tres primeras secciones,
en las que de algún modo se justifica la necesidad de la escritura y la manera
de llevarla a cabo, de ejercerla en y desde nuestra candente actualidad. Y si
bien es cierto que, en consonancia con la heteronomía coral de Fulgencio, su
reflexión metapoética se hace eco de la realidad proteica de la poesía, de esa
variedad de tonos y perspectivas vitales que define la versatilidad de su decir
y concita a los más diversos autores y lectores (hay, por ejemplo, una poesía
de los quince años –véase el poema “El lector de Bécquer”-, lo mismo que una
poesía del compromiso social y político –véanse los poemas “Oración por Antonio
Machado” y “Derecho a manifestarse”-, o una poesía épica –véase el poema
“Invitación a la épica”- o cómica y burlesca...); no conviene olvidar, sin
embargo, que esa pluralidad de prácticas y sensibilidades poéticas cobra
sentido y veracidad si en ella la palabra suena “desde todo lo humano” (p.89) y
sale al encuentro de su indigencia existencial e histórica, que se redime o se
agrava necesariamente en la ciudad, en el espacio ético de una comunidad de
vida. El año de la lentitud rubrica a
este respecto el compromiso de Fulgencio Martínez con una poesía cívica, que
pone los pies “en la realidad” (p.9) y alza su voz a pie de calle, entre el
gentío, como un clamor popular.
Mas, lo que ahora define el sentido y marca la orientación peculiar del
trabajo poético, el motivo que impulsa la meditación metapoética del libro y
modula su mirada cívica es la específica experiencia del tiempo histórico que caracteriza a la sociedad de hoy y al hombre
del presente: la experiencia de la lentitud.
Más allá de los ciclos naturales, con su incuestionable simbolismo, que hacen
acto de presencia en el poemario (verano, otoño, invierno, primavera...) y de
los ritmos socioculturales que los secundan (fiestas populares, fechas
emblemáticas, etc.), la clave de comprensión reside, a mi entender, en esta
original indagación sobre la relación de la poesía con la historia, o mejor,
con nuestra vivencia actual del movimiento histórico, que Fulgencio certeramente
diagnostica recurriendo a la imagen del tiempo lento, ralentizado, detenido, en
el que vive y se constituye la subjetividad colectiva y su imaginario social en
nuestros días, haciendo suya tal vez la sintomatología del nuevo tiempo
histórico de Hans Ulrich Gumbrecht en su obra reciente Lento presente (2010).
Resulta, en este aspecto, llamativa –no
puede ser azarosa- la manifiesta sintonía de este diagnóstico con las teorías
filosóficas de las últimas décadas que, tras el declive del pensamiento político
revolucionario y de las esperanzas utópicas en Occidente, hablan del “final de la
historia” y cifran esta paralización del pulso histórico y de sus latidos de
cambio en una percepción de la vida colectiva como un presente continuo, que no
mira hacia atrás, porque no necesita –o eso cree desde su altanera y bárbara
estupidez- la memoria del pasado para afrontar los retos ex nihilo que las innovaciones tecnológicas plantean cada día, o
para satisfacer las burdas necesidades consumistas, compulsivas e inmediatas;
ni tampoco espera del futuro algo más que la prolongación de este hedonismo
vacuo (véase el poema “Tedioso entretenimiento”) y del destino errático y
depredador del crecimiento económico que lo sostiene.
Ahora bien, para Fulgencio este tiempo de la lentitud no es -contra los
pregoneros ideológicos del mundo establecido y la idolatría dominante- el
tiempo de la plenitud, sino el tiempo de una nueva forma de indigencia humana,
frente a la cual se justifica a la manera de Hölderlin -el poeta y pensador que
hila, en conversación constante, junto a Pessoa, la metapoética de El año de la lentitud- el quehacer
poético como la tarea de decir que hay
futuro (no exánime estancamiento en la inmediatez pseudo-natural del
presente), porque es posible esperar y celebrar siempre algo nuevo bajo el sol. La poesía preserva
así, intacta, toda la promesa redentora que encierra la imagen del amanecer,
con su luz tenue pero vivificante rasgando la oscuridad de la existencia para
anunciarnos experiencias aún inéditas y abrirnos cada día a un mundo siempre
renovado. Hay dos poemas en el libro que reclaman con nitidez esta poética
luminosa del alba: el titulado “Sol en Éfeso”, que glosa el dicho heraclitiano
“el sol es nuevo cada día” en forma de invitación a buscar “ahí fuera”, en la
naturaleza y los otros hombres, la verdad siempre nueva “de la sensación”
(p.67); y el que recreando un verso de los Salmos
se titula “Cada mañana del mundo” y dice así:
“Cada mañana, te destruiré
y te crearé de nuevo,
hasta que llegue la hora
del Reino de Dios, y de la justicia
y la paz..., hasta que llegue esa hora
y vuelvas para cumplir tu promesa.
Te crearé. Y te destruiré.” (p.57)
Este diagnóstico sobre la lentitud del presente histórico y la propuesta
de una poesía del amanecer que luche precisamente contra el estancamiento
naturalista de la vida mediante la animación y recreación constantes de los más
íntimos anhelos e ideales del espíritu humano forman el núcleo teórico de las
cuatro primeras secciones y dotan a éstas de una cierta estructura narrativa,
como mostraré a continuación. Las dos primeras secciones dibujan claramente ese
cuadro desalentador del presente, describen el lenguaje, por así decir, del
tiempo que nos habita (“La letra del año” es el significativo título de la
primera sección), así como la lucha del poeta con su entorno y consigo mismo
para salir, como Ulises, de ese estado de encantamiento natural que afecta
también a la poesía de hoy (“Odisea de la lentitud” se titula no en balde la
segunda sección). De esta sombría “encrucijada” de dudas y tentaciones que
cuestionan y amenazan el sentido de la palabra poética en nuestra época inerte,
no cabe otra salida que la de un acto de voluntad: la “decisión” heroica de
sentirse vivo, de poner en marcha de nuevo el tiempo de la historia (léase al
respecto el crucial poema “La larga sombra del Miércoles de Ceniza”). Lo que
significa esta opción por la vida y por el movimiento histórico, que es en
realidad la opción por el hombre de espíritu frente al hombre de la mera
pulsión natural, se va desvelando literariamente en las dos secciones siguientes,
en las cuales se desgranan de algún modo esos “alimentos”, tanto humanos como estrictamente
poéticos, que dan color, sabor, sentido, genuina novedad a nuestra existencia.
Merece la pena detenerse un poco en ver cómo Fulgencio despliega simbólica y
literariamente este nudo argumentativo en esas cuatro primeras secciones.
La descripción de la lentitud del presente se inicia con la
representación del contraste entre el colorido de la vida en la calle, que
marca la experiencia del ayer, y la detención de esa vitalidad social para
dejar paso a “un tren de mercancías lento”, que define la percepción actual del
mismo turista en la misma fecha simbólica y sobre el mismo lugar (quizás
también simbólico): Lisboa y el Primero de Mayo. El lector, como un turista
más, contempla así, extrañado, cómo el tranvía de la historia que aireó sus
pulmones “veinte años” atrás haciéndole sentirse “camarada” y “hermano” del
hombre corriente y de su vivo trajín diario, se ha parado ahora, en nuestro
tiempo, perdido entre las “avenidas metropolitanas” de un mundo mercantil de
“Hoteles y Corporaciones / y Bancos nacionales” (p.15). Este tiempo culturalmente
estancado, convertido en una “calzada lenta”, en la que se ha enfriado el ritmo
memorial y expectante de las fechas que pautaban y enardecían el corazón moral de
la historia, y todo transcurre ya apático e inmóvil, como un eterno presente, sin
matices cualitativos, con esa indiferencia exacta hacia los hombres y las cosas
que impone, monótona y displicente, la prisa tecnológica del lucro y del deseo
frívolo y tiránico, merece para Fulgencio, con certera precisión simbólica, el
calificativo de “nueva edad del Hielo” (pp. 29-30).
Más descorazonadora aún es, para este “turista en la metrópolis” (así se
denomina el poema inicial), la imagen del hombre del presente que viaja frente
a él en ese tren mercantil, y sobre la que se proyecta finalmente también el
rostro del poeta (simbolizado en Pessoa): es un “hombre sin historia”, un
“hombre gris”, errático, que carece de alma, porque la ha entregado al diabolismo
del consumo y de los poderes económicos, que ahora “escriben”, “detienen,
aceleran” y, en definitiva, “disuelven” la “Historia” (p.14). Su falta de
interioridad personal procede de su incapacidad para lo Otro, para ver,
escuchar y asimilar el mundo externo por el que transita como un zombie, ciego
de deslumbrarse a sí mismo en el vacío infinito de su egolatría. No es un ser
vivo, de carne y espíritu; es una efigie ambulante, una “imagen rudamente
animada”, el “huésped de una ficticia realidad” (p.37). El narcisismo
constituye la forma de existencia de este hombre hedonista, encerrado en su
feliz autoengaño, quieto de moverse siempre en torno a sí, no apto para amar o
para que el amor llegue a buen puerto debido a su impotencia para abrirse a lo
ajeno (véase el poema “Pantalla en blanco”). Fulgencio lo caracteriza muy bien
con el símbolo de los espejos (léase “Conjuro para hacer desaparecer los
espejos”) o con la figura mitológica y literaria de “Circe embaucadora”, que lo
domestica para desplazarse cada día inerte como una sombra ( v. “Tedioso
entretenimiento”).
El problema, sin embargo, no es sólo antropológico y social; también es
estético, y esto por añadidura golpea fieramente al poeta. ¿Qué sentido tiene
escribir poesía, la voz señera del espíritu, cuando su palabra no puede llegar
ni molestar a nadie (p.22), porque el hombre de hoy no está en condiciones de
acogerla? Quien quiera seguir escribiendo en este tiempo lento de la
circulación mercantil, parece quedar expuesto irremediablemente a convertirse
en un “caballero de la triste literatura” (p.45), cuyo decir desnudo se
transforma por contagio en un exótico y extravagante “bazar / donde todo se
adultera” (véase “Probación”). Fulgencio denuncia, como lo ha venido haciendo en
sus últimos poemarios, esta tendencia casi masiva y endémica del quehacer poético, socialmente celebrada desde
hace décadas, al ensimismamiento y la evasión (así, por ejemplo, “El poeta del
monólogo en el espejo”), en palmario mimetismo cómplice de un hombre volcado
hacia su ilimitada pulsión de ego. Hay, en este sentido, un poema que destaca,
no obstante, por su ingeniosa ironía y su acendrado simbolismo: “Nocturno de
Ulises”. Simulando una conversación telefónica de noche en una hot line, el poeta, encarnado ahí por el
héroe homérico, echa de menos a la musa poética que una vez cantó en su cuerpo,
porque ahora aquella sirena se ha transformado en una “estatua fría” y frívola,
que afianza con su canto la falsa euforia de la felicidad reinante, y en vez de
alentar el ardor humano y airear sus desechos seduce ya únicamente “en la línea
del Hielo” (p.30).
La frialdad hedonista, la lentitud del tiempo ególatra que impone el
monoteísmo capitalista, parecen no dejar resquicios por los que fluya de algún
modo el calor, la inquietud espiritual de la palabra poética. ¿Significa esto
que el “final de la historia” lleva consigo también “el final de la poesía”? La
segunda sección del libro, titulada “Odisea de la lentitud”, se halla
traspasada por esta duda, que sumerge al poeta en una crisis personal no sólo
en relación con el sentido de la escritura en nuestra lenta edad del hielo,
sino sobre todo en relación con su propio decir poético. Fulgencio se mira a sí
mismo (“Espejo de mis treinta años” es aquí el poema clave) y en el recuento
reflexivo de su trayectoria literaria no logra encontrar, entre el “orgullo” y
la “vanidad”, más que variantes evasivas de la palabra que únicamente afirman
su yo individual: son –escribe- “un triunfo solo para mí”. ¿Se trata, una vez
más, de ensimismamiento o, por el contrario, de un decir solitario? La
ambigüedad no queda despejada en el poema, pero conviene al menos dejarla
abierta para no ser quizás tan severos como lo ha sido consigo mismo en su
juicio el propio autor.
Lo que sí queda claro es que Fulgencio “no se acepta” (p.23) en
cualquiera de las dos alternativas: él quiere un decir solidario, en el contenido y en la forma, por su origen y por
su destino. Este acto de voluntad le saca heroicamente de sus cavilaciones
internas y, por supuesto, de aquel estado sonámbulo de lentitud e irrealidad
históricas en el que cree haberse encontrado antaño, al unísono con la época y
sus cantores, como “poeta insolidario, egoísta, ensimismado” (p.9). La salida
de aquel encantamiento conlleva obviamente una mutación de la sirena poética,
su reconocimiento ahora como “la salud / de esta edad de Hielo tan temida”
(p.29), lo que se traduce, a lo largo de las dos secciones siguientes del
libro, en un ánimo vital bien distinto y en un tono literario nuevo. La apuesta
decidida de Fulgencio Martínez por una poesía de compromiso cívico, realista
con el presente se concreta así en una lucha contra la lentitud de nuestro
tiempo histórico, en una poesía, pues, que, al igual que el castor, trata de
construir obstinadamente su hogar contra “la usurera corriente” del mundo
(p.51). Esta propuesta está ya en el segundo poema del libro y la formula un
Pessoa puesto al día y erigido en interlocutor del poeta:
“- Si te duele la hoja del calendario,
es porque todavía hay trabajo que hacer.
Arde la lentitud. Pero, nosotros, poetas
del pueblo, ¡celebramos este día!” (p.18).
Dos preguntas estarán probablemente rondando la mente del lector a
propósito del desafío poético de Fulgencio. ¿Cómo es posible seguir escribiendo
honestamente, en qué se funda realmente la decisión de un decir solidario y a
contracorriente, aparte de en la buena voluntad del poeta? Y esta otra: ¿En qué
consiste propiamente esta poesía en la que “arde la lentitud”? La primera
cuestión, que exige la justificación y viabilidad de una palabra poética con
sentido en nuestra edad de Hielo, tiene en El
año de la lentitud una respuesta que se remonta a la tradición filosófica
idealista y se repite en el pensamiento crítico contemporáneo: el sufrimiento
humano, refutación sensible de la ideología de la felicidad tecnológica y
consumista, indica que las aspiraciones más profundas, los deseos más íntimos
de los hombres no están cumplidos, de manera que “todavía hay trabajo que hacer”. La poesía se
justifica, y sigue siendo factible, sólo como promesa de redención (recuérdese
el poema ya citado “Cada mañana del mundo”), que surge de la experiencia
insoportable del dolor: “la sirena no canta en la felicidad” (p.30); “Las musas
[.../] no vuelven sus favores / sino al producto final del dolor” (p.17). Con
todo, Fulgencio, en un poema con cierto soplo apocalíptico –“Himno al miedo”-,
invita a la sublevación invocando la desesperada experiencia colectiva del
miedo, compañero del dolor, como dando a entender que también está legitimado
hoy escribir desde este sentimiento tan elemental pero precisamente para
vencerlo con la palabra poética –como él ha dicho en otros lugares.
Ahora bien, escribir desde el dolor no implica necesariamente hacer una
poesía agónica, apesadumbrada, precursora del llanto, ni siquiera elegíaca;
aquí siempre acecha el peligro del narcisismo victimista. Si se busca la
redención del sufrimiento, si se quiere vencer el miedo, tal vez no quepan,
siendo realistas, más que paliativos, alivios, calmantes o compensaciones
emotivas que nos sitúen en ese espacio familiar de una sensibilidad reconocida
y de un espíritu sereno y reconfortado. Creo que en El año de la lentitud, en las secciones tercera y cuarta, se opta
por esta vía, y se hace de dos maneras que implican una reorientación de la
mirada y, a la par, un cambio en el tono de voz.
Así, por un lado, se procede a desplazar el ojo del sujeto poético desde
la oscuridad del yo autocomplaciente, estancado en su hiperestésica ansiedad,
hacia la vida exterior de la naturaleza y de los otros hombres, de donde
siempre viene la luz renovadora de cada día, el alimento que, a pesar de ser
finito y perecedero, conforma y sostiene el alma humana (remito al hermoso
poema “Tabula in naufragio”, con su talante de gratitud y serenidad). Se trata
de dar muerte al “nombre”, a la imagen, al delirio del espejo propio, para que
en la apertura dialógica al cuerpo de lo Otro goce “el hombre vivo” (p.40). El
amor, la amistad, las tradiciones y fiestas populares, la contemplación de la
belleza natural en su caduco y renovado esplendor...; he aquí algunas de las
experiencias que alimentan de veras el espíritu del hombre atento al mundo
externo, receptivo a él, y que por sí solas dan sentido a la magia de escribir,
merecen el canto compartido de esos poemas que Fulgencio les dedica en la
sección titulada “Desde que somos una conversación”. La cita de Hölderlin que
la precede e inspira no es baladí: la observación y el diálogo son, sin duda,
los antídotos contra el vaciamiento compulsivo del alma y su suplantación por
el esnobismo tecnológico y productivo. Pero junto al diálogo con las cosas está
también el diálogo con los otros hombres y, en poesía, especialmente el diálogo
con la tradición literaria. El año de la
lentitud está escrito, a este respecto, a modo de conversación constante
con otros escritores y poetas. No parece un gesto meramente culturalista; más
bien constituye la estrategia original para poner en juego esa poética contra
la lentitud somnolienta de nuestro tiempo que parte de la convicción, muy
próxima al primer romanticismo alemán, de que, lejos de ser cada uno un ego
solitario, todos formamos, somos una comunidad de vida.
Este aprendizaje o Bildung que
proviene del contacto con la exterioridad requiere, por otro lado, un tono
literario menos sombrío y estridente, una voz más serena y cordial, que
transmita y dé a conocer de modo plácido la armonía sensible y renovadora de la
naturaleza y de la vida humana. La rebeldía del poeta, su compromiso con el
presente se canaliza ahora, pues, a través de un decir suave (“Desde ahora,
hablaré suavemente / como el lagarto rubio en la cima del cielo” –p.56), que
invita reiteradamente al canto y a la celebración de la novedad que cada día se
nos otorga en su grandeza minimalista, incluso a sabiendas de lo efímero tanto
de lo vivido como la palabra que lo recrea (véase el poema “Fugaces”). Estamos
por ello –he aquí el núcleo quizás de la sección cuarta- ante una poética de la luz o del amanecer, que no
sólo vislumbra en la poesía la fuente luminosa de conocimiento del mundo y de
alimentación del espíritu, sino también el lugar donde se festeja la claridad
de esos mínimos sabores. En el poema –dice Fulgencio en “Invitación a la
épica”, homenajeando a Homero- tiene “su hogar” la luz; allí “se la espera
siempre / como la primera vez / que la presentó al mundo un canto épico” (p.58;
cf. p.55). Se reivindica, por tanto, en buena medida un retorno a los inicios,
al momento homérico, al alegre tarareo infantil que canta ingenuamente el
descubrimiento maravilloso del entorno. Tal parece ser la consigna: “Balbucea,
de nuevo, pequeño niño” (p. 63).
REVISTA ÁGORA DIGITAL SEPTIEMBRE 2013 BIBLIOTHECA GRAMMATICA
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