
NARCISO
por JOSÉ LUIS MARTÍNEZ VALERO
Hay una flor a la que llamamos narciso, alude al mito de aquel que, tras verse a sí mismo, se descubrió perfecto, entonces quiso ser lo que veía y desapareció en su amor propio. Los dioses castigaron que no distinguiese entre apariencia y realidad, instante y permanencia.
La fantasía, el sueño, el deseo pueden alcanzar un grado que confunde. Se dice que el narciso surge, a modo de testimonio, en el mismo lugar donde murió. Llamamos narcisismo a un mirar que se engaña por la admiración de su imagen, sobrevalora sus cualidades y desprecia las ajenas.
Dado que todo cargo público, por lo que representa es superior a la persona. Y, si consideramos que, el elegido, está ahí, porque simboliza el conjunto de sus electores, cabe la posibilidad de confundir la representación con el individuo. Este engaño resulta de una profesionalización de la política, convertida en medio de vida. Ocurre que, quien ostenta un cargo, pierde su identidad y, se le conoce no por su nombre, sino por el cargo que ocupa, así decimos: alcalde, ministro, presidente, ese largo inventario de puestos sometidos a votación.
Narciso, suspendido en el tiempo, no goza del recuerdo, pierde su pasado, sólo es presente, no reconoce palabras, compromisos, amistades. La palabra a menudo es el espejo donde Narciso se descubre, habla lento, seguro, preciso, formula un discurso fabuloso donde todo encaja, sin embargo, olvida la capacidad real, los ingresos imprescindibles para realizar su propuesta, halaga a los oyentes y con la misma facilidad, olvida o justifica un retraso indefinido. Así, él mismo, queda defraudado, porque ha olvidado el suelo que pisa, perplejo, contempla el curso de sus frases, las voces que, como hojas en otoño, caen al suelo.
El español tiende al narcisismo, ama la belleza que supone reposa en la superficie, se encuentra a gusto con esa estampa que aparece en el espejo, efecto de vernos reflejado sobre cualquier materia, de modo que descubrimos nuestra imagen como si se tratase de un objeto, inexistente, ya que cuando tratamos de tocarlo, desaparece. El espejo muestra la exterioridad.
Hemos dicho que el español tiende a esa visión superficial, cuida la imagen, lo que exige, sin duda, un tiempo, a veces demasiado tiempo. Claro que, junto a este entusiasmo, también encontramos otro componente fundamental en su carácter, la pereza. Entiendo por pereza, la lentitud con la que observamos el reflejo, no servirse de medios para que la imagen perdure, ocurre que, por este mismo motivo, en vez de buscar el mejor espejo, aquel cuya nitidez nos devuelva el retrato perfecto, se suele conformar con el más próximo, así se convierte en provinciano. Dado que se distancia de toda abstracción, rechaza toda complejidad, lo que le lleva a un simplismo reiterativo, limita posibilidades y arruina su relación con la realidad.
La admiración, principio del conocimiento, descubre el mundo. Cuando ese mundo es un reflejo y la imagen está limitada por el perímetro local, sin duda, el diálogo con este saber, empobrece. Como consecuencia no disponemos de otro horizonte, tanto en el tiempo como en el espacio, pronto se sacia nuestra curiosidad y se interrumpe la visibilidad. Lo otro se convierte en invisible, se ofrece como algo oscuro, secreto, misterioso.
De ahí que, al elegir esa reducción, que anula horizontes, nuestra capacidad de conocer se reduce, tanto por la proximidad como por la emoción, reconoce al objeto como algo torpe y deformado, próximo al esperpento. Recordad que, toda desfiguración, exige la imagen. El esperpento resulta de la manipulación, intencionada o no, de la figura convencional.
Situación que promueve el exabrupto, aunque libera por un momento, impide la secuencia, pues al interrumpir el razonamiento, desecha la posibilidad de continuidad. Las ideas se ofrecen deslabonadas, como muñecos descompuestos. Descubrimos una pierna, la cabeza, el tronco, pero somos ya incapaces de contemplar serenamente su complejidad, las piezas, mezcladas, revueltas, siguen ahí, nadie dedica su tiempo a recuperar la forma original.
Esta simplificación léxica también es sintáctica, nuestra disposición ante las piezas que componen el muñeco, es comparable al populismo. Una visión con predominio sentimental de una supuesta realidad inmediata. Insisto en el componente emocional, pues es así como nos vemos, especie de juguete roto, incapaz para pensar el mundo, que lo ha convertido en un ser a punto de caer al abismo.
Lo grave del populismo no es la manipulación de los datos, la bonhomía e inmediatez con la que quiere imponer una solución. Lo grave es su simplismo.
Imaginemos al olivo plantado en un jardín, sin duda seguirá siendo un olivo, pero su relación con el entorno, quizá sea meramente estética. Más aun, alguien decide colocar el olivo dentro de la casa, esta última presentación del problema quizá sea más clara y definitiva. El símbolo de la sabiduría queda convertido en un mero sujeto pasivo.
Volvamos a la pereza, ese dejar que los otros piensen por mí, muchos están convencidos de que es lo mejor, ya que su educación, vocabulario, sintaxis, no fluye, sino que ha quedado estancada, y, si la agitase, cada vez resultará menos comprensible. Es sólo oscuridad.
El perezoso se sirve del primer espejo que encuentra. Cuando en política se elige en el plano nacional a uno de aquellos partidos representantes de una supuesta bipolaridad, a veces trágica, a veces grotesca, aunque siempre podría acordar asuntos definitivos, o prefiere cualquier movimiento nacionalista.
Trueca el proceso en dos monólogos, que simulan un supuesto diálogo, a veces ingenioso. Pierden el tiempo en un ejercicio destinado al fracaso, porque la apariencia ha sustituido la realidad. Entonces, al ver reflejada su imagen cada vez más reducida, no se reconoce, de ahí que se valga del “y tú más”.
De ese modo el Parlamento, que representa a la nación, se convierte en un grupo de hinchas enfebrecidos que aplauden fervorosamente a los suyos, tras haber interrumpido su escasa facilidad para formular un pensamiento capaz de ser transmitido. Todo queda reducido a un estado emocional que deja clara la oposición entre bloques, al mismo tiempo que impide cualquier comunicación por la que sea posible llegar a un entendimiento.
Si acaso se alcanza una moralina que de nuevo reactiva el “y tú más”. La palabra, que podría haber llegado a ser una puerta, se convierte en un proyectil.
Cuando todos se han ido, a la mañana siguiente, el equipo de limpieza quizá recoja frases, apuntes, trazos automáticos sobre el papel, siempre incoherentes.
José Luis Martínez Valero nació en Águilas, Murcia, en 1941. Es catedrático emérito de Literatura. Poeta, narrador, ensayista, pintor y dibujante. Ha publicado últimamente el ensayo Antología del 27 en Murcia (Ed. La fea burguesía), y es autor también, entre otros libros, de Poemas (1982), La puerta falsa (2002), La espalda del fotógrafo (2003), Tres actores y un escenario (2006), Tres monólogos (2007), Plaza de Belluga (2009), La isla (2013), El escritor y su paisaje (2009), Libro abierto (2010), Merced 22 (2013), Daniel en Auderghem (2015), Puerto de Sombra (2017), Sintaxis (2019) y Otoño en Babel (2022, ed. La fea burguesía, Murcia). Ha sido guionista en los documentales: Miguel Espinosa y Jorge Guillén en Murcia.