Raimundo Martín
UNA PAREJA NORMAL
Un relato de Raimundo Martín
Si Antonio
consiguió el trabajo de portero fue porque mintió sin recato en la entrevista. Qué
les importaba al presidente y al administrador lo de la cárcel, lo de las
palizas a su exmujer o lo de sus problemas con la bebida. Pero en el pecado
lleva la penitencia, ya lo decían los viejos, y a los pocos días de empezar ya
supo que aquello no iba a ser fácil: doña Elisa, la señorona del segundo,
perdió un pendiente en el zaguán. Cuando él lo encontró, ni le dio las gracias.
Al contrario, le miró como si se lo hubiera robado y se marchó de allí remachando
las baldosas con un taconeo insultante. Se lo advirtió Josué, el artrítico conserje
al que sustituía, que toda aquella gente no había hecho en su vida más que
cobrar rentas y perfeccionar esa difícil mirada que tiene tanto de altivez como
de displicencia.
El
sueldo incluía el uso de una vivienda que, en realidad, era la antigua
carbonera. Apenas un tabuco en el que Josué se las había ingeniado para
instalar un aseo con ducha y una salita multiusos en la que convivían un
hornillo, la televisión y un sofá-cama con los asientos rehundidos. Era
confortable a pesar del olor a gasoil que llegaba desde el cuarto de calderas,
quizás por la gran cantidad de trastos que, acumulados sin sentido, le daban a
la estancia cierta atmósfera de almoneda. Decidió dejarlo como estaba, aunque
se aseguró de que entre todo aquel maremágnum no hubiera ninguna botella. Salió
limpio de la trena y no quería recaer. Después, intentó convencerse de que
aquello era mucho mejor que la celda y, desde luego, que el adosado frío y minimalista
que el padre de Rocío les regaló cuando se casaron.
El
zaguán era oblongo y muy oscuro, sin ventanas, con el ascensor y la escalera al
fondo. El suelo y los zócalos eran de un verde al que parecía imposible sacarle
brillo y los espejos, que cubrían la mayor parte de la pared, tenían manchas de
azogue en las esquinas. No se podía disimular su envejecimiento, pero la portería
emanaba esa dignidad impostada de los que en algún momento se creyeron
respetados. Como los vecinos, a quienes, día a día, iba conociendo. Gente sin
más mérito que la cama donde les habían parido, rancia, con ropas caras y
anticuadas con aroma a cirio. Petimetres de espalda recta y pañuelos al cuello
que bien podrían haber alternado con sus suegros en un casino de provincias.
La mañana que vio a
Susana por primera vez, Susana Foucault le chivó su buzón, se dio cuenta de que
ella era la excepción. Tenía su edad, ya para cuarenta y cinco, un hijo con
parálisis cerebral y la mirada de los que al amanecer ya están cansados del día
por vivir. Discutía con su marido en el garaje.
—¿Meto la caja? —le
preguntó él.
—Haz
lo que quieras.
—Para
eso no hacía falta que bajaras.
Él
cerró de un portazo y arrancó el coche, un Jaguar de los noventa con una aleta
delantera abollada. Ella se quedó allí, cabizbaja, con los brazos rendidos
sobre un jersey oscuro que se confundía con el suelo. Cuando intuyó la
presencia de Antonio musitó un tímido buenos días, sin girar siquiera la cara
hacia ese portero nuevo de rasgos toreros y dentadura perfecta que, cambiando
una bombilla, sabía que ya no iba a poder dejar de pensar en ella.
No la volvió a ver
hasta un mes después. Estaba repartiendo las cartas en los buzones y ella se
acercó, sigilosa, desde el lado del ascensor.
―¿Hay algo para mí? ―preguntó,
utilizando la primera persona de la soledad.
―Cuarto
¿A?
―Sí.
Su voz era correcta,
pero no amable. Olía a limón.
―No,
nada.
Se marchó sin
despedirse. Pasos muelles hasta el ascensor, que la abdujo y no la trajo de
vuelta hasta un par de semanas-luz después. Repitió la pregunta, impregnada del
mismo aroma a limón, y el portero no tuvo que variar la respuesta. De nuevo,
desapareció. Esta vez sólo fue una semana, siete días en los que él hizo todo
lo posible por encontrarse con ella en la portería, en el garaje o en su
rellano. Lo único que consiguió fue ver alguna vez a su marido. Alto,
perfumado, le saludaba con el entusiasmo de esos políticos que apartan los ojos
un instante antes de dar la mano. “Un fantasma. Está siempre de viaje y ella
cuida del hijo”, le contó Fini, la señora extremeña que limpiaba el ático. “El
piso lo heredaron y ahora deben más de tres mil a la comunidad”. Lo odió unos
instantes, los mismos que tardó en recordar que sus antiguos vecinos debieron
pensar algo parecido sobre él mismo, el perito industrial que dio el braguetazo
con la hija de el Galletero, el empresario más importante de su pequeña ciudad.
Cada vez que barría su
rellano buscaba cualquier excusa para tocar el timbre, pero nunca la
encontraba. Sentía celos de cualquiera que tuviera un motivo para visitarla,
desde la enfermera que curaba al hijo hasta los repartidores del supermercado,
que le traían la compra una vez a la semana y ya le saludaban como a otro
esclavo más de su gremio.
La
ocasión se presentó una mañana, cuando el frío parecía haberse despedido hasta
el invierno siguiente. Él solía almorzar en su cuartucho y dejaba abierta la
puerta que lo comunicaba con la portería. Oyó que le llamaban. Se asomó con el
bocadillo en la mano y comprobó que era Susana. Los nervios y la lujuria le
atacaron directamente al pecho.
―¿Me
puede ayudar? ―le preguntó
ella.
Él la
siguió hasta el ascensor. Pulsó el 4. No olía a limón, sino a alcohol, y le
temblaba la mano. Miraba al suelo e Antonio pensó que, aunque no era mucho más
baja que él, parecía muy pequeña. Vestía otra vez de negro y la piel, además de
algunas canas entreveradas en su cabello oscuro, se confundía con la luz
macilenta del techo.
La
puerta del piso estaba abierta. Una lámina de agua lamía los rodapiés del
rellano y se dirigía a velocidad aceitosa al hueco de la escalera. Entraron en
el vestíbulo, sin pronunciar palabra. Parecía muy grande, quizá porque no había
muebles ni adornos de ningún tipo. Sólo un aplique en la pared que iluminaba lo
justo para hacerse una idea de la profundidad del pasillo.
―Cuidado no resbale―le advirtió ella, con palabras despaciosas.
Chapotearon
por encima de unas toallas que estaban completamente empapadas y entraron en la
cocina, donde estaba la avería. Bajó corriendo al sótano, cerró la llave
general y volvió a subir. Le sorprendió ver a Susana sentada en una silla de
madera que parecía flotar sobre el charco. Pensaba que estaría fregando, o
extendiendo más toallas, pero lo único que vio fue a una mujer minúscula capaz
de beberse de un trago un vaso de whisky barato. Lo rellenó y empezó a beber de
nuevo, reflejada en ese líquido que, bajo la intensa luz que entraba por la
ventana, era más cristal que agua.
El hijo de Susana
estaba tumbado en la cama cuando Antonio le vio por primera vez. Una sábana
amarilla le cubría hasta la barbilla. Debía tener unos veinte años y su perfil
era sorprendentemente bello, de nariz fina y aguileña, labios carnosos y rizos
muy delicados que le cubrían la mitad de la frente. Sin embargo, bajo ese trozo
de tela se intuía un cuerpo deforme y quebradizo que le hizo pensar en el fósil
de un ave, petrificado en un colchón ortopédico en vez de en una roca plana.
Entró en su habitación porque Susana le había pedido que le arreglara un
enchufe quemado, que los del seguro ya no se hacían cargo. Era un cuarto grande
y descarnado, sin más adorno que las bolsas de pañales, las medicinas y un
crucifijo de marfil sobre la mesilla. La ventana estaba sellada por una sólida
persiana de madera, así que la única luz provenía de una lámpara sin tulipa que
silueteaba sus sombras como pinturas rupestres.
―¿Cómo se llama? ―le preguntó.
―Alberto
―contestó con un susurro.
El chico tenía
pequeñas convulsiones, quizás producidas por un sueño intranquilo, y era
evidente que no podía mover la cabeza. Antonio comenzó a desmontar el enchufe
con un destornillador, con ella al lado, de pie. Podía sentir la levedad de su
cuerpo, el cansancio de su pecho leve. También el hedor, sutil pero
inconfundible, de los pañales orinados de un adulto. Llevaba días preguntándose
si lo que sentía por ella era deseo, amor o sólo la necesidad de protegerla. Le
recordaba muchísimo a Rocío. Tampoco era guapa, ni simpática, ni siquiera lista,
pero sufría tanto por el desprecio de su familia… Él sólo quiso ayudarle, pero
nadie lo entendió. Y al sentir la mano de Susana en el hombro e intuir lo que
iba a pasar, rogó a Dios para que todo aquello no volviera a suceder. Dedos finos
y ásperos, muy acostumbrados a la lejía y los desinfectantes, que le guiaron
hasta su dormitorio.
Antonio pensó que allí
se habían acumulado todos los enseres que faltaban en el resto de la casa.
Cajas de cartón apiladas hasta el techo, ropa arrugada amontonada en los
rincones, una tabla de planchar abierta. Y en el centro, un galán de noche en
el que se disponían con esmero un traje gris de lana fría y un par de zapatos
de factura artesanal y reluciente piel negra. Susana subió un poco la persiana
y no se molestó en estirar las sábanas, evidentemente sudadas.
El acto, más bien envite, fue muy breve y
extraño. Toda la ternura que Susana le había demostrado al tocarle desapareció
en cuanto rozaron esas sábanas con olor a marido. Apenas se quitaron los
pantalones, ella se colocó encima y, sin buscarle la boca ni mirarle, se agarró
al cabecero de madera y empezó a moverse. Fue muy brusco, tan zoológico que él
no había terminado cuando ella gimió y se desacopló. Nada se oía en la casa y
nada se dijeron. Él miraba el galán de noche, tótem altivo y burlón; ella se
dio la vuelta y se durmió, mostrando unas nalgas pálidas y un tanto huesudas
que su amante veía por primera vez.
Susana roncaba
levemente. Antonio se incorporó y se vistió procurando no hacer ningún ruido.
Salió al pasillo y a su izquierda vio una silla de ruedas alta y más ancha de
lo normal. Oyó algo y volvió sobre sus pasos. Susana seguía durmiendo. Otra vez
ese extraño sonido, que ahora le pareció un quejido. Se asomó al cuarto de
Alberto y comprobó que seguía en la misma posición pero con el ojo izquierdo abierto,
desmesuradamente abierto, como una presa asustada incapaz de ver dónde está el
depredador que sabe que le acecha. Se acercó y el muchacho comenzó a agitarse
alrededor de ese ojo atrapado en su unidimensionalidad. Sus quejidos se habían
convertido en un gruñido ahogado y los espasmos deslizaron la sábana amarilla
hasta descubrir un pecho abombado y unos brazos finos como ramas de invierno.
Un fuerte olor a heces
golpeó a Antonio justo antes de que Susana entrara con prisa en la habitación y
lo apartara de un empujón.
―Vete.
―Iba a
taparle y…
―¡Que te vayas!
Antonio se fue hacia
la cocina y se puso los zapatos. Escuchó el adhesivo de los pañales, una
esponja escurriéndose, las sílabas de una nana triste. Esperó diez minutos
antes de despedirse.
―Me
tengo que ir ―susurró a
aquella triste pietà, sabiendo que
nadie le escuchaba.
Nunca más volvieron a
encontrarse en la casa de Susana. Ella bajaba a su madriguera cada dos o tres
semanas y él esperaba con ansia sus visitas. Nunca avisaba. Le daba igual la
hora, que la vieran y algún vecino le fuera con el cuento a su marido. “¿Y qué,
si me ven?”. A él le gustaba su arrogante desidia porque nacía de un rencor
auténtico y muy parecido al que él iba sintiendo, cada vez más intensamente,
por todos esos vecinos que le hastiaban con sus desprecios.
―Quédate
un rato ―se decidió a pedirle una de esas tardes. Ella nunca
permanecía más rato del necesario para reposar el orgasmo.
Había sido un día difícil.
El administrador, un currutaco de ademanes algo afeminados, le transmitió la
queja de algunos propietarios. Al parecer también estaban empezando a hartarse
de ese nuevo portero que ni les hablaba de usted, ni agachaba la cabeza al verles,
ni bruñía los plafones de latón hasta que le sangraran las manos. Susana ni
siquiera se molestó en levantar la mirada del suelo. Estaba sentada en el
taburete de formica, como siempre que terminaban de hacer el amor. Saltaba del
sofá-cama y se sentaba allí, con las piernas cruzadas, bebiendo de una petaca
de cristal que a veces llevaba en el bolso. Completamente desnuda, el pie
derecho balanceándose, el calor de junio resbalándoles por la espalda.
―No
puedo.
―¿Por qué no?
―Ya lo
sabes.
Se incorporó e intentó
acariciarla, pero apartó la cara. No era cariñosa, ni dulce, pero de sus ojos
emanaba esa fragilidad que le empujaba a darle cobijo. Supo que aquello se
parecía demasiado a la historia con Rocío porque le temblaban las manos.
―Sí
puedes, pero no te da la gana ―rabió
Antonio.
―No
puedo.
―¡Si tu
marido se ha ido esta mañana y tu hijo duerme!
Era tan lejana como
puede serlo todo aquello que no se conoce. Podría haber aguantado su
indiferencia, pero no ese día, tan saturado de desprecio y altivez. Aquella no
era la tarde más adecuada para soportar su mirada perdida por el alcohol y el Valium.
Tampoco para hacer una muesca más en su cuenta de días limpios. Le arrebató la
petaca de las manos.
―¿Vas a empezar a beber? ―le preguntó. Susana sabía de sus problemas con la
botella, pero en su tono no había señal alguna de preocupación.
―¿Y a ti qué más te da?
―Tú sabrás lo
que haces.
―Sí, yo
sabré lo
que hago―contestó, convencido de que si con el primer trago
cayera fulminado, ella le dejaría allí, le olvidaría y seguiría con su vida de
mierda.
Nueve o diez días
después, Susana volvió a tocar a su puerta. Un jueves, sobre las ocho. Él la
dejó pasar pero, esta vez, ella le pidió que no se quedaran allí. Que salieran.
Al cine, o a cenar, o a echar un polvo en un hotel, como si fueran una pareja
normal, que su marido se quedaba con el crío. Vestía de negro, siempre de
negro, pero era la primera vez se había maquillado. Antonio ya estaba borracho
y casi se echó a reír. ¡Qué patética! Cuánto se parecía a Rocío. Cómo se
peinaba, cuánto se gastaba en ropa intentando que él no se largara hasta la
madrugada, que no la mirara con asco, que volviera a acariciarla. Quiso
golpearle allí mismo, entre todos aquellos cacharros que no eran más que
exvotos de una vida que no le pertenecía, pero logró contenerse.
Bebieron vino y
picaron algo, con tan poca hambre como palabras, en el bar de un hostal
cualquiera. Se dejaron estafar por el camarero, que les cobró cuarenta euros
por una botella, y subieron a la habitación. La noche se había cerrado y la luz
de una farola atravesaba los visillos deshilachados. El recepcionista, que
sonrió al verlos sin equipaje, les había advertido que la única habitación
disponible no tenía aire acondicionado. Se le olvidó decir que estaba en un
tercero, que no había ascensor y que olía a desagüe.
Antonio tenía mucho
calor, pero no la necesidad de quitarse la ropa. Abrió la ventana y apartó dos
macetas sin flores que había en el antepecho. Una llena de cantos rodados, de
la otra sobresalía el tallo gangrenado de un geranio. Se sentó con cuidado, desenroscó
la botella de White Label y dio varios tragos largos.
―Guárdame
algo ―oyó.
―¿Te crees que me voy a tomar todo esto? ―replicó, masticando el desprecio que ya sentía por
ella.
Susana no dijo nada.
Buscó el mando y encendió la tele.
―Yo no
he venido aquí para ver el Sálvame ―dijo él.
―Ni yo
para soportarte.
―¿Soportar?
La ira, esa vieja
conocida de Antonio, se iba cociendo entre el hígado y sus riñones. Casi dos
años sin paladear ese cóctel hecho con iguales partes de cólera y alcohol. La
miraba, sentada sobre la cama sin deshacer. Le asqueaban sus omoplatos
encorvados, las marcas que el acné le había dejado en las mejillas y parte del
cuello.
―¿Que qué tienes que soportar? ¿Por
qué
nunca contestas? ¿Eh?
Susana no dejó de
mirar la pantalla. Sus omoplatos, a esas alturas, se habían convertido en las
cuadernas de una repugnante joroba.
―Que
me digas algo, ¡que me digas algo!
Bebió un último trago
antes de dejar caer la botella a la calle. Pudo escuchar cómo estalló contra la
acera porque en ese momento no pasaba ningún coche. Los brazos le ardían, las
sienes le palpitaban, los olores rancios de la habitación se percibían más
intensos que nunca. Se sentía poderoso. Y le encantaba.
Ese era el problema. La
ira macerada en alcohol como el antídoto que siempre funcionaba contra su
propia mediocridad. La vitamina que necesitaba para pegarle a Rocío y vengar
así las miradas de condescendencia de sus suegros; lo único que le permitía
sentirse siquiera un centímetro por encima de ese chinche autista que miraba la
tele.
Antonio la apagó tanta
furia que casi la tiró de la mesita. Susana seguía con la mirada ausente y el
pulgar pulsando el mando.
―¿No dices nada? ¿Ahora tampoco me dices nada?
El camión de la basura
se situó bajo la ventana y elevó un contenedor con sus brazos hidráulicos. Susana
intentó levantarse de la cama. La basura cayó en el vientre metálico y del
somier escapó un leve chirrido, que se hizo más agudo cuando él la agarró del
hombro y le impidió que se moviera. Imaginó las bolsas mojadas, desgarrándose,
revueltas. Tocó sus clavículas, finas como un lápiz, y golpearle se convirtió
en una necesidad. Una bofetada. Dos. La tercera la tumbó. La luz naranja del
camión, giratoria e intermitente, le señalaba la cadencia como un metrónomo
pugilístico. Ella encajaba los golpes sin protestar, resignada a su propia vida.
El camión resopló y siguió su trayecto de miseria y noche. Sólo entonces dejó
de pegarle. Tomó aire. Se sintió mareado y fue a refrescarse en el lavabo. El
grifo no cerraba bien y el espejo reflejaba a Susana como una raya negra, inmóvil
y horizontal.
Antonio se sintió
mejor después de vomitar. Se enjuagó la
boca, se mojó el pelo y entonces recordó que había dejado caer la botella.
Raimundo Martín Benedicto nació en Murcia en 1976. Es licenciado
en Derecho y Periodismo. Ha publicado la novela Cargas familiares (ed.
Sar Alejandría, 2021) y varios cuentos y relatos en diversas revistas
literarias. En Ágora, ha publicado su relato "El día que conocí la vergüenza". cf:
https://diariopoliticoyliterario.blogspot.com/2025/05/el-dia-que-conoci-la-verguenza-por.html