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martes, 7 de junio de 2022

"Canto fenicio", de Juan de Dios García. Por Natalia Carbajosa. Bibliotheca grammatica. POESÍA/ avance de Ágora-Papeles de Arte Gramático N. 12/ Ágora digital Junio 2022

 


CANTO FENICIO, DE JUAN DE DIOS GARCÍA

 

 

Canto fenicio

Juan de Dios García

Chamán Ediciones, 2022

 

                             Juan de Dios García – La Montaña Mágica Librería                                                                                     Juan de Dios García, autor de Canto fenicio. Fuente La montaña mágica.com

 

 

Huele a fiesta terminada hace siglos”. El poeta con el que nació la civilización occidental, invocado por su nombre fenicio (Umer), cierra este poemario de Juan de Dios García (Cartagena, 1975) y le da así justa réplica al personaje con el que se abría, Joe Frazier, boxeador que le sirve al autor para identificarse con los “segundos” de la historia. Lo particular abraza de este modo lo universal, la pequeña aportación individual se confunde gozosamente (“una gloria subterránea”) con los grandes nombres que todavía resuenan, si bien con cierta sensación de derrota, en el imaginario colectivo. Que lo que compartimos son ruinas y fragmentos, ya lo dijo otro gran poeta. Juan de Dios García sabe muy bien de qué va el asunto y lo expresa en Canto fenicio con sutileza, pasión, renuncia formal (al verso) e ironía (que no cinismo). Y lo hace desde esta mezcla constante entre lo cercano y lo trascendido o trascendente, lo biográfico y lo literario, deslizándose con pericia por los poemas como un cámara inquieto que, alternativamente, se obstinara en enfocar hasta el mínimo detalle del caos en que vivimos o, al contrario, se alejara hasta confundirse con el punto de fuga.

Algo permanece respecto a los libros anteriores de Juan de Dios García (Nómada, de 2008; Ártico, de 2014, y Un fotógrafo ciego, de 2017), como es el gusto por la contundencia aforística, la sorpresa que de pronto subraya o rebate la línea argumental del poema. Las estampas o fragmentos que componen Canto fenicio terminan casi invariablemente con esa cadencia: “La certeza de la soledad, la última fiebre”; “Porque el dolor se hereda, creedme”; “Llevo un grito dentro que no sé cuándo reventará”; “Me estoy transformando en un proverbio chino”; “Qué difícil se hace regresar de la libertad. Qué sencillo morir en ella”... Lo que ha cambiado respecto a sus obras anteriores, a mi entender, y que le otorga al libro una profundidad y una resonancia nuevas, es precisamente lo que no es o, más bien, lo que no termina de ser: su indeterminación, su voluntad de permanecer abierto, escurridizo como la propia civilización fenicia que invoca. Apenas nada sabemos de este pueblo que nos legó el alfabeto y el comercio (“De tan antigua, tu voz dejó de existir,” leemos en “Talasocracia”), pero cuyas huellas imposibles de seguir fueron de arena, como declara el poema “Estado de la embarcación”:

 

No te engañes. Tu patria no son tus huellas. Si acaso,

el alfabeto con que las marcas. 

 

Desde esa perspectiva inconclusa se resiste la voz poética a ser identificada del todo en su identidad inmediata, de carne y hueso (“Varón inmaduro de cuarenta y cinco años, casado…”) o forjada a lo largo de milenios (“me he teñido el rostro con Púrpura de Tiro”), no menos que en su constante deambular, a la manera de los grandes flâneurs literarios, por las calles delirantes de la ciudad que invoca. Y por eso nos preguntamos al leer: ¿cuándo habla el poeta “confesional” (valga la manida etiqueta) y cuándo alguno de sus alter-egos cargado de referencias? ¿cuándo esa voz que habla es el everyman del continuo humano, su pasado y su presente de simultánea y caótica condición? La misma indefinición de la obra es acertadamente contemporánea y reconocible, en sus imágenes, en cada uno de nosotros, los lectores; acaso constituya, sí, la única manera de ser poeta y de poetizar la realidad en nuestra era. Así se desprende de este breve poema, en principio de corte autobiográfico:

 

           
                             CALA CORTINA

 

¿Quién eres tú? ¿De dónde vienes con tu tablón

a cuestas?

El mundo se reinventa en una ola de sangre.

Me descalzo en la orilla, empiezo a nadar y tu nombre

se apaga en la oscuridad.

 

No estoy solo desde que has muerto, padre.

 

En una primera lectura, en efecto, y con los datos objetivos (el nombre de una playa real, el padre muerto más de dos décadas atrás, el poeta entrando en el agua), el poema es una pieza acotada. Pero de pronto aflora la inquietud latente en ese “tú” baudeleriano (toda la identidad humana implícita en la pregunta, más allá incluso del padre como actualización del fantasma-conciencia hamletiano); la “ola de sangre” y la “oscuridad” se vuelven imágenes no tanto ominosas como inasibles (el agua que desdibuja las certezas, su oscuridad amniótica, su naturaleza ritual); y, por supuesto, la referencia a la poesía como superación de la frontera entre el mundo de los vivos y de los muertos nos remite precisamente a aquello que Rilke, el último clásico, nos recordó retomando el mito de Orfeo hace ya un siglo. Orfeo, sí, porque cada página de este libro retorna a ese origen mítico del Canto, no menos que al naufragio de la cultura mediterránea, cuyos restos a duras penas seguimos apilando en la orilla.

Otra huella de la madurez poética de Juan de Dios García nos la ofrece la cita introductoria, del pintor cartagenero Ramón Alonso Luzzy: “Que la geografía haga al hombre”. Al convertirla en una invocación indirecta al Mare Nostrum como motivo antes geográfico que histórico (si es que ambos conceptos pueden separarse en este contexto tan culturalmente cargado), el libro suena de pronto, con o sin intención, como la poesía contemporánea angloamericana más representativa; y no voy, como podría esperarse (no sin motivo), por el lado “poundiano” del asunto. La Cartagena de Canto fenicio se convierte más bien, a mi modo de ver, en la versión levantina de aquel Paterson, ciudad de provincias de Nueva Jersey, desde donde el médico-poeta Williams nos mostró hasta qué punto lo local es también lo universal. Así:

 

Piso suelo natal, cerca de un teatro del Pleistoceno en

el que pernoctan molares de rinoceronte, puntas de

flecha, mandíbulas de lince, arpones paleolíticos, pu-

ñales de bronce. Toda esa información geológica im-

pregna el aire de arañazos y llanto marino.

 

Estas líneas insertas en un poema dedicado a la calle cartagenera Balcones azules, de nuevo desenfocan elocuentemente la anécdota particular (“Pero sé que era una casa con balcón antiguo”). La oscilación entre el recuerdo privado y las pisadas sobre el suelo de la ciudad-palimpsesto (“recorro una necrópolis sobre pavimento romano”) producen una síntesis poética igualmente, metafísicamente doble: “Duele que la ciudad te diga lo que fuiste”. De nuevo el “tú” indefinido (¿el poeta? ¿la voz poética? ¿el lector? ¿el/un hombre?) rompe cualquier intento de acotar o definir la composición desde un solo ángulo.

A las cualidades mencionadas de Canto fenicio se une otra indispensable: la complejidad de su estructura, así como la ambición compositiva que revela, no está revestida de un lenguaje solemne u oscuro. Sus frases (sin verso, pero con indiscutible ritmo poético) son directas, precisas, se han despojado de lo superfluo. Hacer que lo difícil parezca fácil, ese reto que tanto se les resiste a los poetas, aquí resulta convincente. Lo mismo sucede con el hecho de que la mezcolanza de nombres célebres o anónimos y de épocas pasadas o cercanas se apoye en la naturalidad propiciada por la expresión: Flebas (el marinero fenicio que Eliot identifica con la carta del ahogado en el Tarot), los yonquis instalados en el monte como reverso de toda aspiración bucólica, Kurosawa, David Bowie, Petrarca en las gradas del estadio, el recuerdo de la abuela Ana María, el glamur maldito de la desdichada reina de Cartago, los punkis de la calle Bodegones, los amigos muertos… el aedo y el boxeador, el niño que busca a su madre “perdido entre la multitud del mercadillo de los miércoles” son uno y el mismo. Una sola corriente, un mismo mar, antes áspero e indiferente que pretenciosamente lírico, los/nos lleva a todos con la sabiduría (adquirida, precisamente, nel mezzo del cammin) de quien ya ha aprendido que los contornos son siempre difusos en mar abierto, y que ningún resto de conocimiento se vislumbra, aun cuando muy confusamente, sin una pizca de compasión. Si de todos modos vais a morir, nos anuncia esta polifonía deliberadamente inarmónica de voces, hacedlo al menos navegando hacia el regazo esperanzado de la poesía.  Así lo expresa, esta vez sin vacilaciones, el poema “Columnas de Hércules”: “Todavía hay una isla que arde en mar abierto”.

                                                                                                             

                                                                                                                     Natalia Carbajosa       

       

                  

NATALIA CARBAJOSA (El Puerto de Santa María, 1971). Doctora en Filología Inglesa por la Universidad de Salamanca, con una tesis sobre la comedia de Shakespeare. Desde 1999 vive en Cartagena y enseña inglés en su Universidad. Se ha especializado en poesía angloamericana de mujeres del siglo XX; entre otras, ha publicado ediciones de la obra de H.D., y Kathleen Raine. Es autora de cuentos infantiles, traductora del inglés, y cotraductora, junto con Viorica Patea, de la poesía de la rumana Ana Blandiana. Como poeta ha publicado los libros Pronóstico (2005), Desde una estrella enana (2009), Tu suerte está en Ispahán (2012) y Lugar (2019.)  Más información en su web: http://nataliacarbajosa.es

 

 

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