DE LA NOVELA RURAL AL NEORRURALISMO EN LA LITERATURA ESPAÑOLA DEL SIGLO XXI
por Antonio Ortega
La importante recepción que han obtenido en la literatura española varias novelas y algún ensayo de temática rural desde hace unos años nos incita a reflexionar sobre el tema de manera global en las letras españolas y de modo específico a través del análisis de aquellas novelas que a mi juicio han causado un impacto mayor en la crítica y en el público lector. Estas novelas son, en orden de publicación, Intemperie (2013), del escritor Jesús Carrasco (Olivenza, Badajoz, 1972), Un amor (2020), de Sara Mesa (Madrid, 1976) y la más reciente: La península de las casas vacías (2024), de David Uclés (Úbeda, Jaén, 1990).
Por su excepcional importancia respecto a la evolución y recepción de la novela rural en este siglo, es obligado mencionar el ensayo de Sergio del Molino (Madrid, 1979) que lleva por título La España vacía ((2016), posiblemente la publicación que ha situado el tema rural en un centro temático político, cultural y literario.
La literatura rural es un subgénero narrativo que elige el campo y sus escenarios vitales, los pueblos, las aldeas, las casas rurales, como espacios en los que se desarrollan los acontecimientos. El espacio es, atendiendo a Mieke Bal, un elemento constituyente de la narración. Según el autor requiera, su función puede fijar simplemente el lugar de la acción, pero, y esto es interesante, puede también convertirse en lugar de actuación, en el que adquiere un valor de componente esencial que marque, condicione o modifique la identidad de los personajes o que en sí mismo se erija como personaje mismo de la obra, según Lotman.
En todo caso, la literatura ha recurrido a los escenarios rurales desde siempre. Homero llevó a Ulises por escenarios austeros del Peloponeso o Teócrito en sus églogas pastoriles colocó a felices jóvenes en parajes idílicos que favorecían su felicidad. Virgilio construyó mundos imaginarios, idealizados, plenos de una naturaleza paradisíaca, el “locus amoenus” con el fin de proyectar de un modo espiritual o idílico un marco cercano al paraíso. En la Edad Media se repiten los escenarios bucólicos, como en la Arcadia, de Jacobo Sannazaro, o en La Galatea, de Miguel de Cervantes.
LA NOVELA RURAL ESPAÑOLA EN EL SIGLO XX
La novela española de ámbito rural, o cuyo escenario es pretendidamente rural, se desarrolla plenamente a lo largo del siglo XX.
Se puede hablar de tres fases o etapas de literatura rural en el siglo XX. Una primera se circunscribe en las dos primeras décadas en tanto que la generación del 98 postula el paisaje como expresión del alma en la que se busca la esencia de la patria. Antonio Machado en Campos de Castilla fija su mirada y su sentimentalidad en las orillas del Duero o en los campos castellanos de Soria. Azorín escribió extraordinarias descripciones del levante español, de la Castilla manchega o del secano murciano de Yecla. Unamuno eligió los pueblos de España para buscar al auténtico español anónimo.
Con el auge del novecentismo, que ve al paisaje con una impronta romántica, no tanto como objeto de análisis, se publican obras, como las de Gabriel Miró, que emplean el espacio de la novela como lugar que sirve de complemento para la formación de los estados de ánimo de los personajes, las ramas de los cerezos “ensangrentadas de frutas” pasaban sobre la frente de Félix y no se decidía a coger ninguna, en Las cerezas del cementerio (1909).
Una segunda etapa se inicia en la inmediata posguerra y con variedad de matices. De la dureza de la tierra que dificulta la supervivencia en los primeros años, La familia de Pascual Duarte (1942), de Camilo José Cela, más bien agudiza el ambiente de incultura, dolor y angustia, de los pobres perdedores del tremendismo español, a la mirada distinta, humana, comprensiva y genuina de los personajes de Miguel Delibes en las primeras novelas. El camino (1950) conecta la naturaleza con los personajes y los va formando en una cultura de la naturaleza que los aleja de la vida urbana. Más tarde, en Los santos inocentes (1984) el paisaje influye de manera efectiva en las circunstancias que devienen los personajes, especialmente en la fusión de los poderosos al ámbito de la ciudad y de los pobres trabajadores apegados a las leyes invisibles de la naturaleza. Incorporamos en este recorrido a Luis Mateo Díez, quien en la trilogía El reino de Celama construye un espacio imaginario al modo de Faulkner en las tierras milenarias de León.
En las últimas décadas de ese siglo un escritor se erige como nexo de conexión, según Jaime Cedillo, entre esa literatura rural que poco a poco se apaga y el nuevo momento de verdadera dimensión que está viviendo el siglo XXI. Es Julio Llamazares, quien desde La lluvia amarilla (1988), se ha convertido en la pieza fundamental de la mirada a la naturaleza en las letras españolas. La llamada desesperada de la novela va más allá de Anielle, el pueblo que va a desaparecer sobre las aguas, sino que se convierte en un grito general del éxodo de la España rural, el principio del fin de lo que poco después se llamará la España vacía. Hay muchos porqués que pueden explicar las causas de este nuevo auge de la novela rural y el olvido en el que permanecía en décadas pretéritas. Según dejó escrito Julio Llamazares, que lleva toda su vida descubriendo los tesoros ocultos del campo castellano, porque nuestro país siempre renegó del pasado campesino.
LA NOVELA NEORRURAL DEL SIGLO XXI
El aclamado ensayo de Sergio del Molino, La España vacía, publicado en 2016, supuso una evidente revisión de la dicotomía del mundo rural y el urbano, amén de poner el foco del primero en los círculos políticos y en las propuestas literarias, básicamente en la narrativa. Sí es cierto que el debate ha quedado incorporado a las decisiones políticas (nuevas normativas agrícolas sobre el respeto al medio ambiente, debates sobre la ubicación de nuevos centros de creación de energía -plantas de biogás-, trazados de vías de ferrocarril o autopistas, la construcción de macrocárceles, la técnica extractiva del “fracking”, etc.), lo es también que han aparecido novelas que eligen el espacio rural ya sea como portadores de una memoria que pretende enseñar un espacio olvidado cuyas raíces alimentaron los sueños de la ciudad y de los que se fueron en busca de El Dorado a la gran urbe, y huyendo de la ciudad, encuentren un lugar en el que integrarse con su atmósfera limpia, como en Los asquerosos (2021), de Santiago Lorenzo, que encuentra su refugio seguro en una finca de Segovia; también encontramos personajes que en una especie de juego metanarrativo conversan con el pasado, con su historia y construyen un argumentario de reconocimiento hacia aquella realidad natural y anclada en la tradición, recuperando lo etnográfico y lo lingüístico como componte esencial de nuestra cultura, así las novelas de Moisés Pascual Pozas, Las voces de Candama (2002) o La península de las casas vacías de David Uclés; hay por otro lado obras que presentan espacios utópicos como los que añoran el “beatus ille” o el “locus amoenus” en una vuelta al pasado obviando la cruda realidad del mundo rural. Y otros crean un universo distópico en tanto que el desastre llega hasta los últimos espacios que quedan de autenticidad, así lo observamos en la mirada felina del niño que huye de la violencia de los hombres en los campos áridos de Extremadura en la novela Intemperie de Jesús Carrasco o en la predictiva Las efímeras (2015), de Pilar Adón, en la que las hermanas Oliver sufren el caos de unas lluvias torrenciales allá en su burbuja rural.
NOVELAS DESTACADAS
Intemperie (2014), de Jesús Carrasco, es una novela de iniciación y aventuras emboscadas en el medio rural extremeño. Un chico que huye de la violencia de su padre y se esconde en cualquier parte del campo. En su huida encuentra a un cabrero que se convertirá en mentor de ese escenario agresivo con el hombre y que le ayudará a escapar de la partida de hombres que lo buscan. El muchacho aprenderá los secretos de la naturaleza, a defenderse de los avatares del clima o de los animales que a duras penas sobreviven en la libertad del campo y tendrá que decidir qué camino emprender, si el de la violencia como única arma contra todo o el del juicio cabal, en contar con las señales de la naturaleza humana y las que ofrece la vida a la intemperie. No hay una geografía con nombre y apellidos, es un espacio rural cualquiera que muestra la dureza de la vida en esos lugares y al mismo tiempo el aprendizaje que se obtiene del mismo. No hay un espacio mítico, la tierra enseña el duro camino de la dignidad.
Un amor (2020), de Sara Mesa, relata la inquietante vivencia de la joven traductora Nat que alquila la casa de un hosco agricultor de La Escapa, en Huesca, dispuesta a darle un nuevo horizonte a su vida. Muy pronto comienzan los pequeños conflictos con el casero: el desobediente perro que le regala, los desperfectos continuos de la vieja casa, grietas, goteras. Tampoco los vecinos ayudan mucho a su adaptación. El hippie Píter, la anciana Roberta, el alemán Andreas, el joven matrimonio con niños, hasta los vecinos del pueblo al que baja para comprar comida se muestran poco interesados en echarle una mano. El silencio que la rodea está lleno de malentendidos, prejuicios y transgresiones que dejan huella en la aparente fragilidad de Nat. Una mujer joven y sola en un pueblo anquilosado ha de enfrentarse a retos inquietantes. Un ambiente opresivo que aumenta las dudas de la joven y la enfrentan a su propio fracaso.
La península de las casas vacías, (2024), del escritor jiennense David Uclés, una monumental novela desarrollada en los anchos campos de nuestra piel de toro sobre las vidas de una familia andaluza diseminada por toda España en la Guerra Civil. Narra la lucha por la supervivencia de la familia Ardolento, al mando del labrador Odisto, en la pequeña localidad de Jándula, la Quesada de Jaén, durante los años de 1936 a 1939. Una familia que, obligada por los avatares monstruosos de la contienda, se dispersa por la geografía peninsular para encontrarse con su fatídico destino.
Iberia es el espacio, como Saramago declamara, el lugar de la lucha que deben afrontar. Jándula es más la Mágina de Antonio Muñoz Molina en El jinete polaco que Macondo en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Jándula es un lugar real de la Iberia profunda que carga con sus tradiciones y sus supersticiones, como el alumbramiento, el luto que pinta de negro los árboles, la lluvia de garbanzos, las acelgas de mal augurio, las tormentas que paran el tiempo desvelan el universo rural, transportable a cualquier lugar de la geografía ibérica.
El narrador, en general omnisciente, relata las vicisitudes de la familia en escenas fragmentadas o secuencias independientes que conforman el tejido argumental como un fresco triste de la vida de España (Iberia) en esos tres años. Pero a veces, como un duende malcriado, se adentra en la novela y se dirige a los protagonistas y sus asuntos con tono de súplica o benevolencia, o invoca a los lectores en busca de complicidad. Es un nuevo giro narrativo al más puro Unamuno en Niebla. El estilo claro, sencillo, de rico vocabulario minucioso, nada retórico ni ampuloso, plástico, se adapta bien a un narrador cómplice, como el de un amigo que te susurra al oído un episodio de su vida. Mezclando voces narrativas, puntos de vista, realidad y ficción, fragmentando el decurso narrativo y añadiendo una buena dosis de metaliteratura, el autor jiennense ha conseguido una obra aclamada por el público y atractiva para la crítica.
Antonio Ortega Fernández (Huércal-Overa, Almería, 1959). Es Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Granada. Exdirector del IES Ibáñez Martín de Lorca. Profesor Tutor de la UNED. Crítico literario en el suplemento ‘Ababol’ de La Verdad de Murcia. Miembro del Grupo poético Espartaria de Lorca. Ha publicado: Estéticas de la complicidad (1995); y Diecinueve cuentos literarios (2001). Y las antologías de poesía Diez de diez (2007) y La fuente de plata (2015). Es habitual en las antologías de relatos de la editorial Arráez.