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viernes, 4 de noviembre de 2022

Los ojos de Pulgarcito. Un cuento de Fabián Prieto Díez. Avance de Ágora N. 14/ Relatos / Noviembre 2022

 


 

Los ojos de Pulgarcito

 

 

Un cuento de Fabián Prieto Díez

 

 

 

 

Unos obreros de RENFE nos descubrieron dentro de un viejo vagón en vía muerta en la estación de Alcázar de San Juan. Allí escondidos habíamos pasado la noche. Era media mañana de un día de finales de agosto, acababa de terminar la segunda guerra mundial, y hasta nosotros habíamos oído hablar de los japoneses que no querían rendirse, y de la primera bomba atómica. Habíamos estado viendo la estación a lo lejos durante los quince días que estuvimos en la colonia de vacaciones. Les dijimos que nos habíamos fugado en el momento en que nuestros compañeros subían al tren de regreso, y que teníamos intención de llegar hasta Madrid, donde vivía un tío mío. Los dos empleados se miraron extrañados, hablaron un rato entre ellos y nos dijeron que los acompañáramos. Nos llevaron a una escuela para hijos de ferroviarios que estaba allí cerca. Aunque era tiempo de vacaciones, por el patio había chicos jugando. El director también estaba en el centro, venía algunas mañanas a leer en la biblioteca. Nos pasaron a su despacho, le contaron brevemente cómo nos habían encontrado, y se volvieron a su trabajo. El director era un señor no muy mayor, nos mandó sentar con mucha educación y se sentó él también, como si estuviéramos de visita.  Tenía mucho pelo casi todo blanco, llevaba bigote y usaba gafas, noté que se fijaba en cómo íbamos vestidos y en el pequeño macuto que llevábamos. No le vi que se extrañara de nuestra fuga, no nos miraba con severidad, sino que nos escuchaba con interés, pero nos hizo muchas preguntas. Yo hablaba por mis dos compañeros, a mí no me daba miedo de nada, porque fui el que tuve la idea de fugarnos, ellos movían la cabeza para confirmar lo que yo contaba. El director quería saber cómo eran nuestros profesores y cuidadores, cómo era nuestra vida en el orfanato, cuántos vivíamos allí dentro, si nos obligaban a ir a misa cada día, qué nos daban de comer, cuántas monjas había, y sobre todo por qué nos habíamos fugado.  Se impresionó mucho cuando le dije que yo antes que volver allí me suicidaba. Me miró fijamente, se echó para atrás en su sillón al oírme, se cruzó de brazos y se quedó en silencio un buen rato pensativo, como mirando a la lejanía.

     ¿Quince años? preguntó. Le aclaré que sólo yo los había cumplido.

    –O sea que os habéis fugado porque os mataban de hambre, os pegaban, y os castigaban por nada, ¿no es eso?dijo mirándome. 

    Sí, señor director, decían que, a nosotros, los hijos de los rojos, había que meternos en cintura, y no perdían ocasión para castigarnos, dejarnos sin comer o molernos a palos, sobre todo el de gimnasia. Mis compañeros asentían a todo con la cabeza. Tuvimos suerte porque, según nos aclaró, él debería haber estado de vacaciones y la escuela cerrada, pero como vivía cerca, venía algunas mañanas a su despacho a trabajar y a leer.  El día lo pasamos con varios chicos de la escuela, jugando al balón por el patio y visitando el pueblo, que es lo que el director nos aconsejó.  Nos dieron de comer en la cantina como si fuéramos parientes del director. Nos dejaron dormir otra noche en el mismo lugar, y a la mañana siguiente nos dio el director una carta que nos sirvió de billete en el exprés para Madrid. Nos dio un bocadillo para el tren y nos dijo también que, de todos modos, él informaría al orfanato. Se portó muy bien y en ningún momento le vi intención de entregarnos a la policía, que era lo que más temíamos. Nos acompañó a la estación y habló con el interventor. Recordaré siempre su sonrisa al despedirnos, con el tren ya en marcha y nosotros asomados por la ventanilla. Llegamos a Atocha a eso de mediodía, con lo puesto, mis compañeros se quedaron por la estación, de maleteros, y allí mismo nos despedimos sin más ceremonia. Ahora que lo pienso, le echamos valor y rabia a la vida, con los tiempos que corrían.

      Mi tío a mí me conocía de oídas, pero no nos habíamos visto nunca, yo sabía que vivía en la calle Bocángel, por donde la plaza de toros, dirección que me había dado una monja en el orfanato, y que yo guardaba.  Cuando al cabo de quince días perdí el trabajo que mi tío me había buscado como ayudante y aprendiz en una peluquería de barrio, me dijo: “Oye, espabílate tú mismo, no te creas que te vas a quedar aquí años comiendo la sopa boba”. El de la peluquería me echó porque según él yo trabajaba muy lento, decía que movía la mandíbula al mismo tiempo que cortaba el pelo y la gente se reía de mí, que perdía clientes conmigo, que me buscara otra cosa. Claro, yo sabía de peluquero lo que había aprendido de pelarnos unos a otros en el hospicio, que allí daba igual todo, aunque hiciéramos un estropicio, y si dabas tirones con la máquina, pues no pasaba nada. De la casa de mi tío desaparecí pronto, me sentaba mal lo que allí comía, con lo que me había dicho de la sopa boba, así que enseguida que pude me busqué una pensión. En Madrid trabajé de todo, en bares, de mozo de estación, de friegaplatos en un restaurante, lo que me saliera. También me empezaba a dar cuenta de lo bien que a otros les iba en la vida, comparados conmigo. Problemas, ninguno tuve, lo único cuando pedí al hospicio informes y papeles que me exigieron para la mili. Después de la mili trabajé en una panadería, donde entraba a las cuatro de la mañana, me venía fatal porque vivía muy lejos del trabajo y no me pagaban bien. Acabé de conserje en un colegio privado, por la zona de Cuatro Caminos, y sé que me hice apreciar, porque me lo dicen cada vez que me acerco a hacerles una visita. Además de conserje les hacía arreglos y chapuzas, que, en esos sitios, con tanto chiquillo, y con lo consentidos que vienen ahora, se estropean mil cosas cada día. Y si no podía arreglarlo yo, les buscaba a alguien que se lo hiciera.  Ah, y también vigilaba en el patio durante los recreos, así que era bien conocido, y me hice respetar Allí estuve muchos años, aunque cobraba poco.  Nunca me casé, es verdad, he tenido varias medio novias. Llegué a salir con una profesora, pero de otro colegio. Salimos juntos varios meses, no aquello de una noche de fiesta o de un ligue pasajero, y después si te vi no me acuerdo, no, algo bastante más serio. Lo que me pasaba es que, sin yo saber explicármelo bien, cuando empezábamos a intimar y parecía que la cosa iba en serio, a mí, como si yo mismo no me lo creyera, empezaba a no interesarme. El caso es que era yo el que no continuaba la relación, como si algo jugara en contra mía, algo que está en mi manera de ser, en mi carácter, quién sabe. Tampoco me hice con esto un problema, así estoy muy bien, soltero, sí señor. Que también se ven y se oyen por ahí y en la tele unas historias de casados, que excuso de contar.

 

       No había vuelto a mi ciudad hasta ahora, y es que no tengo familia ninguna aquí que yo sepa, sólo guardo recuerdos, y nada buenos. En sueños sí he vuelto y muchas veces, hay lugares grabados en mi memoria, que reaparecen, compañeros de entonces que me gustaría volver a ver, y más que compañeros es el grupo entero que formábamos, aquellas ropas que usábamos, la manera como la gente nos miraba cuando salíamos todos juntos por las calles de la ciudad, de tres en tres, con el pelo al cero, y aquellos babis que llevábamos. Ha sido recientemente, en uno de estos viajes baratos que organizan para personas mayores, cuando he tenido ocasión de volver.  He pasado aquí varios días en las fiestas de primavera, y he podido visitar el que fuera nuestro viejo caserón, mezclado entre un grupo de gentes a quienes no conocía de nada. Repetí incluso la visita dos días más tarde con otro grupo de turistas. Está todo muy restaurado, ahora lo llaman palacio, y aquí tiene su sede la presidencia del gobierno regional. Hay visitas guiadas de puertas abiertas. Te explican con detalle la historia del edificio, te enseñan los patios de columnas, bellos arcos, muros vetustos con techumbre de aspecto noble, resaltando la pureza de sus líneas primitivas. Hoy todo lo han convertido en magníficos despachos llenos de cuadros de pintores famosos de la región, yo estaba impresionado. Te hablan en la visita de un pasado glorioso, del obispo Esteban Almeyda, del colegio de jesuitas, que si el Renacimiento, que si el Siglo de Oro, el Concilio de Trento, etcétera. No habría sufrido con la visita, si no supiera lo que sé de esta casa y de su pasado, no tan lejano. Desinteresado de las sabias explicaciones de la guía, que se dirigía a veces a nosotros como si fuéramos chiquillos de primaria, buscaba por mi cuenta detalles que me recordaran mis años de interno, rincones donde lo antiguo y sencillo se hubiera conservado, aquellos suelos con baldosas en blanco y negro, aquellas escaleras y barandilla, nuestro comedor, nuestros talleres. Todo ha sido borrado, ennoblecido.

       Un cuadro de buenas dimensiones, en el primer pasillo donde comenzaba la visita, llamó mi atención, lo veía por primera vez.  Me detuve largo rato contemplándolo, tanto que me quedaba rezagado del grupo, sentía la necesidad de saber más acerca de él, cómo había llegado allí, quién lo había pintado, si había alguna razón para que estuviera colgado precisamente allí. Sería sorprendente si, como después me han asegurado, hubiera venido a parar aquí por pura casualidad. El pintor me informé posteriormente había empezado siendo maestro de escuela, como lo habían sido sus padres, pero resultó ser un maestro tan liberal, que acabaron echándolo, según contaba él mismo en una entrevista que leí, porque si los recreos de los niños eran de media hora, él los dejaba hora y media, le daba pena verlos tanto tiempo encerrados. Me pregunto si él pudo presentir lo que yo he visto en su cuadro, probablemente no, o quizá sí, pues lo expresa tan certeramente. Lo que no pudo nunca imaginarse es que el cuadro fuera escogido para quedar ahí colgado, como un punzante comentario desde el pasado. El segundo día que fui, al terminar la visita era aún media mañana, sentí la necesidad de darme una vuelta por los alrededores, más que nada para recomponer mis recuerdos, y cerciorarme de que no estaba soñando. Recorrí el exterior por donde salíamos en los recreos y hacíamos la gimnasia. Todo esto era un solar muy grande, había dependencias para numerosas aulas-taller, talleres de carpintería, de zapatería y alpargatería, de imprenta, de lavandería, de confección de vestidos, había hasta una granja en miniatura. Junto a esas moreras añosas estaba la balsa donde nos bañábamos. Por ese arco solitario de piedra gris, se accedía al Manicomio, y más allá al Asilo. Aquí detrás, en pabellón independiente estaban los del Reformatorio. Y dentro, el conjunto arquitectónico de piedra, los bellos patios renacentistas hoy casi intactos, varias aulas de primaria, comedores para los diversos grupos, dormitorios, servicios y lavabos, y por supuesto la bella iglesia renacentista, que, al terminar la guerra, era un almacén de trastos y de chatarra.  Como si tuviera delante de mí al pintor del cuadro, le hacía mis comentarios, mientras paseaba.  Ese cuadro tuyo colgado ahí, José María, al que llamaste FIGURA, que es lo mismo que dejarlo sin nombre, y del que no consta fecha, ese niño en postura inverosímil, encerrado en un marco tan grande que parece un tablero de las clases, tiene una mirada de adulto. Está como escondido detrás de sus enormes piernas, y sólo piensa en fugarse, a la primera ocasión que se le presente. ¿En quién estabas pensando al pintar un niño así? Sus ojos asustados no acusan a nadie, no reivindican nada. No está ni siquiera triste o enfadado, aunque ha sido duramente maltratado por la vida, con lo joven que es. Sólo quiere escapar y echar a correr. Pero aquí lo han dejado, testigo mudo de sus compañeros.  Nada más verlo he pensado: ¿Qué haces tú aquí, Pulgarcito, perdido entre los pasillos de este palacio, ¿escuchando otra vez en medio de la noche las conversaciones de tus tristes padres, que hablan de sus muchos hijos en la habitación de al lado?

       En estos días de visita, he tenido tiempo de remover recuerdos dormidos. En el Archivo de la ciudad se guardan cientos de hojas relacionadas con esta casa, que son como una crónica del desamparo de muchos años. Lo que me sobrecoge de esta mansión palacio es su impecable imagen, la pulcritud con que ha quedado borrada en ella toda memoria de miseria, hambre, intemperie, llanto de niños, lágrimas de pobres y ancianos, como si nunca hubiéramos existido. Mi interés por la casa se había reavivado ya antes, porque hace unos años, en una librería de viejo en Madrid, di con un libro que adquirí nada más verlo, con este título: CASA JOSÉ ANTONIO. HOGAR PROVINCIAL DEL NIÑO. ANTIGUA MISERICORDIA. Murcia 1944. La fecha especialmente, me dejó helado   No sabía que existiera de aquellos días nada así, impreso incluso en los mismísimos talleres de nuestra escuela La Milagrosa, con tantas fotos de entonces. No lleva nombre de autor, y parece claramente un libro de la propaganda local del régimen de aquellos años. En la portada, como si fuera un paje real, aparece un niño tocando un clarín, su silueta triste recortada contra al cielo. El libro conserva aún dentro una modesta hoja de papel gris, que viene suelta, con nombres de autoridades de la ciudad y redactada en estos términos:

    El Presidente de la Diputación Provincial SALUDA al Delegado de la Vice Secretaría de Educación popular de FET y de las JONS, y tiene el gusto de enviarle un ejemplar de este libro publicado por la Corporación. Con este motivo, se complace en expresarle el testimonio de su consideración más distinguida.

    Protegidas con papel de seda y fuera de texto, vienen fotos a toda página de Franco, José Antonio y un grupo de autoridades civiles y militares en traje de gala, con sus fajines y medallas, acompañando con gesto reverente al Ministro de Educación de aquellos años. Y muchas fotos más de casi todos nuestros talleres y actividades. En una página entre las hojas, disecado en el papel, ha quedado atrapado un insecto diminuto que no he querido limpiar. Debe de llevar ahí bastantes años, y aparece ahora mezclado entre las palabras. Me he imaginado a alguien de entonces, adormilado, que cerró de repente el libro y lo dejó encima de su mesita de noche, hace muchos años, cuando yo era niño aún, apagó la luz, se cubrió los hombros y se quedó dormido. Todavía puede verse el dibujo de las finísimas alas trasparentes del insecto, su cuerpo reducido a una leve mancha en la página. Quizá no tuvo tiempo de huir, o había caído ya antes sobre el libro, abrasado por el calor de la bombilla.

CASA JOSÉ ANTONIO la llamaron, le cambiaron el nombre los vencedores, en honor al mártir de la patria, porque pretendían hacer un país nuevo y recristianizarlo todo de raíz. Decían que en aquella casa los niños habíamos estado aprendiendo el mal, mezclados con adultos delincuentes de toda laña, ancianos, mendigos y prostitutas, y que la patria misma se había vendido por las calles, manoseada por partidos marxistas y ateos, y que eso no podía volver a repetirse. Querían hacer ver que en adelante los niños en esta casa íbamos a estar perfectamente atendidos, alimentados y educados, con servicios religiosos, sanitarios y deportivos, que nos prepararían para el día de mañana. Yo viví allí antes, y después, uno más en aquel grupo de niños internos, con las monjas como tutoras. En una de las fotos del libro vienen doce monjas en que están ellas solas. La fecha de impresión del libro coincide con el último año de mi estancia en la casa, y creo que me he visto en una de las fotos. Dentro del libro venía también un sobre de color azul desgastado, con dos o tres hojas manuscritas de papel cuadriculado, que alguien había guardado allí. Son anteriores al libro, y parecen como de un diario. Dentro hay una breve carta con fecha 20 de noviembre de 1936, fechada en el frente de Usera, entonces en las cercanías de Madrid, escrita por alguien que luchó en el batallón Félix Bárzana, en los primeros meses de la guerra civil. La carta y las notas son de la misma letra, y el que guardó esto en el libro debía de ser alguien muy amigo o pariente. Lo que sí he sabido es que, en agosto de 1936, muchos mayores de 17 años acogidos en la Casa del Niño, maestros y celadores incluidos, habían solicitado marchar al frente como milicianos, yo he visto el documento con las firmas. Los que no habían firmado ofreciéndose para luchar, quedaron marcados por la sospecha mientras duró la guerra, terminada ésta, los encargados de la depuración franquista buscaban a los firmantes. Fueron estas hojas del sobre azul, como arrancadas de un cuaderno escolar, las que me han movido a indagar en el archivo y en la hemeroteca, donde he pasado dos mañanas.

        Usted ¿qué quiere saber? ¿Qué anda usted buscando, en concreto?,me preguntaban con cierta extrañeza. Como en todas partes, entre estos funcionarios o empleados de archivos, hay muy buenos profesionales, dispuestos a ayudarte, pero hay también otros que no te quitan ojo. “Usted no es de aquí, ¿eh? ¿Me deja otra vez su carnet de identidad?”. Ya te pidieron y fotocopiaron al entrar, y en otro folio aparte rellenaste más datos sobre tu investigación, pero luego te tienen veinte minutos haciendo comprobaciones y esperando. Con disimulo, te miran de arriba abajo mientras esperas. Luego, pasada esta primera inspección, se desentienden de tí, dedicados a su aseo personal, o hacen prolongadas ausencias de su silla de trabajo, de modo que no resulta fácil pedirles que te aclaren algo, o solicitar otro documento que pueda estar relacionado. 

       Una de las breves notas del sobre azul, en papel cuadriculado, sin fecha, dice así:

       El cariño que les correspondía a estas criaturas, nunca les llegó. Quizá se extravió por el camino, o tal vez nunca existió. Las cosas no tienen por qué tener siempre una explicación. Y si todo hubiera sido explicado y aclarado, ¿habría cambiado algo? te preguntas–. Repasando el libro y las fotos, me veo niño aún de ocho años, corriendo y dando empujones a mis compañeros escaleras arriba, en las largas filas hacia el dormitorio corrido, al terminar el día. Las ropas que gastábamos, casi siempre nos venían o muy anchas o muy largas. Todos íbamos con el pelo al rape, que nosotros mismos nos cortábamos en los talleres de peluquería. El aire dentro de la casa tenía siempre un olor peculiar, que notabas cuando volvías de la calle, un olor de reciente masticación colectiva, un olor de ropas usadas y guardadas en el armario. En la fila de niños corriendo a los lavabos por entre la hilera interminable de camas, antes de acostarnos, el vigilante llamaba a alguien y lo retenía a su lado delante de los lavabos, con cara severa para intimidarnos a los demás. Risas, toses, codazos, silencio obligatorio. Luz de penumbra para desnudarnos y quedarnos con la ropa de dormir. Ruidos de muelles de somieres muy usados, más toses y risitas de dormitorio con la cabeza debajo de las sábanas frías, a solas con tu cuerpo de ocho, diez o catorce años, sin familia, sin caricias ni besos. Acurrucado y con frío, había noches de invierno en que tardaba en dormirme, y me entretenía imaginando lo que sería de mayor, por ejemplo, boxeador, maquinista de tren o policía. Avanzada la noche, igual se despertaba uno llorando, por alguna pesadilla y miedos de los sueños, y de ese llanto y de esa noche, te acuerdas luego al cabo de muchos años, como un recuerdo repentino. Uno que decía que él sabía dónde se había escondido su madre después que mataron a su padre en la guerra, y que no quería venir a verle porque también ella tenía miedo que la mataran. La frase que repetía llorando era que él estaba solo en este mundo. Se había despertado y llamaba a su madre, y nadie respondía, y eso era lo que no le dejaba dormir, y con los lloros nos despertaba a muchos, y había gritos, y si tenía que levantarse el vigilante que dormía por allí cerca, sabíamos que, al día siguiente, a cuatro o cinco se les iba a caer el pelo. Si tenías algo contagioso, te apartaban a dormir en la enfermería, más solo todavía, como me pasó a mí, que no sabían lo que era, y me daban unas fiebres muy altas que me duraron más de ocho días, me daban piramidón para bajarme la fiebre. Cuando llovía aparecían goteras en el techo del dormitorio, y los que estaban cerca, no podían dormir o se les mojaba la cama. Decían que las obras de reparación costaban mucho dinero, y entonces casi no había ni para darnos de comer. 

         Otra de las notas –recorte de periódico que encontré incluido entre las páginas del libro hace una crónica de los actos y celebración de un día memorable en el orfanato, con visita y discursos de políticos. Lleva un comentario intrigante al final, pero que yo entiendo muy bien. 14 de abril, 1936. El diputado señor Esbri, les dijo que ellos eran el porvenir, y pidió fe en la República a chicos y mayores. Siempre a favor de la libertad y de la justicia. Otro señor de la Diputación les comunicó en tono emocionado que en adelante nos llamaríamos Casa del Niño, y no Casa de Misericordia, como hasta ahora. Vosotros no tenéis que avergonzaros de nada decía, y no venís a este mundo con ningún estigma, ni estáis aquí por caridad de nadie. Tenéis un derecho a que nos acordemos de vosotros. El señor Piñuela habló de Pablo Iglesias, y de cómo se escapó del hospicio y fundó el partido socialista. Los niños cantaron la Internacional durante la conmemoración del aniversario de la República, en presencia de las autoridades, las monjas no se pusieron de pie al cantar el himno. El recorte del periódico lleva un comentario manuscrito: Ahora, a todos los que vienen a dar charlas, les ha dado por llamarles pequeñuelos, como si fueran pollitos bajo las alas de la República.  Lo eres para toda tu vida.  Está claro que las notas son de alguien que vivió en la casa antes de la guerra, y algún conocido o muy amigo suyo las guardó dentro, como documentos íntimamente relacionados con el libro.

      Antes de la guerra nunca íbamos a la iglesia, porque no había iglesia, es decir, estaba llena de trastos, pero después íbamos demasiado. Comprobaron que así había más disciplina, y aceptábamos mejor los castigos, y éramos mucho más sumisos. Los curas y las monjas, cuando terminó la guerra y ya estuvo limpia, nos llevaban allí cada día, para ayudarnos a ser buenos “que buena falta os hace”nos decían las monjas. Misa diaria y rosario. Y una vez al año Ejercicios Espirituales, para los que venían otros predicadores de fuera. Recuerdo que esos días, de completo silencio, se creaba una angustia horrorosa. Yo soñaba con las hormiguitas de la eternidad, y con aquellos miedos del infierno. Algunos compañeros hablaban solos esos días, no en sueños en el dormitorio, sino cuando íbamos en la fila, hacían gestos raros ellos solos, sin mirar a nadie.  Una vez en una de las charlas, yo creo que para ver si el predicador cambiaba de tema, un compañero levantó la mano para preguntar: “Que dice aquí mi compañero que si es verdad que el Niño Jesús no hizo nunca la Primera Comunión, que entonces tampoco hace falta que nosotros...”. Y el predicador, cuando se calmaron las risas, con gesto abrumado, por toda contestación, le dijo: “Pero ¡alma de Dios!, ¿quién os da aquí religión?” Y, todos a coro y mirando para atrás dijimos que Don Higinio. Movió varias veces el cabeza muy serio, torciendo el gesto, y siguió con las verdades eternas, que luego había que hacer la confesión de los pecados, y ese era otro trago. Se pasaban mucho los curas con lo del infierno, y las tinajas de aceite hirviendo, y los demonios, todos con rabo y bigotes riéndose a carcajadas. Y una hilera infinita de hormigas, que desfilaban interminablemente por una bola de bronce del tamaño del globo terráqueo, hasta que hicieran un surco tan hondo tan hondo que se rompiera, de tanto pasar las hormigas por el mismo caminito. Bueno, pues cuando se rompiera la tierra en dos mitades decía el predicador, después de millones y millones de siglos, la eternidad no habría hecho más que empezar. Y todo ese tiempo, con una multitud de demonios, y un fuego, incandescente e inextinguibledos palabras que yo no entendía, pero que me imaginaba. Y todo por nuestros vicios. “Ya lo creo, que puede tener vicios un muchacho de vuestra edad, ya lo creo” –insistía el predicador. Y había que desarraigarlos, y si no, ya sabías lo que te esperaba. ¡Jo! pensaba yo, mala suerte en esta vida, y mucho peor en la otra que nos espera. Porque allí, que nos conocíamos todos muy bien por vivir tan juntos todos los días, yo calculaba que no nos salvábamos ni uno, ni siquiera el niño que aparece en la pasta del libro tocando el clarín hacia el cielo.

Estas cosas me vinieron a la memoria al contemplar los ojos del pulgarcito colgado en los pasillos del palacio, perdido en la nada del tiempo.

 

 

 

 

 

 

Fabián Prieto Díez vivió el mayo del 68 en París, donde tomó la decisión de dejar a los salesianos y pasar a Inglaterra. En el Reino Unido fue, durante cuatro años (1971-1975), lector de español (primero en Newcastle-upon-Tyne, y después en Aberdeen). En España, ha sido treinta años catedrático de inglés en instituto, hasta su jubilación. Reside en Murcia.

 

REVISTA ÁGORA/ RELATOS/ NOVIEMBRE 2022

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