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miércoles, 18 de enero de 2023

"El jardín de Estocolmo" de Antonio César Morón. Artículo de José Lupiáñez. Bibliotheca Grammatica/ Avance de la revista Ágora-Papeles de Arte Gramático n. 16 (Nueva Col.)

                   

 


El jardín de Estocolmo es una novela que denuncia los excesos de un pensamiento conectado con determinadas formas de ingeniería social, que pretende el enfrentamiento entre los sexos, en aras de una supuesta modernidad, y para contrarrestar o vengar de paso injusticias y desigualdades pretéritas. Aquí se instala el pensamiento único de un nuevo matriarcado, al amparo de un inquietante código moral...

 

EL JARDÍN DE ESTOCOLMO DE ANTONIO CÉSAR MORÓN

 

El jardín de Estocolmo

Antonio César Morón

Novela

Ed. Nazarí, Granada, 2022

Para adquirir el libro:

 https://www.casadellibro.com/libro-el-jardin-de-estocolmo/9788419427113/13336762


                                         

                                                    por José Lupiáñez Barrionuevo

 

   Antonio César Morón es, fundamentalmente un hombre de teatro, un dramaturgo, que ha venido desarrollando una amplia labor creadora, sorprendente y admirable para su edad; una labor exitosa que le ha valido el aplauso y el reconocimiento de crítica y público no sólo en España, sino en distintos países europeos y americanos, especialmente en EE.UU. y, más en concreto, en la ciudad de Nueva York, a donde viaja con frecuencia, para dar charlas, participar en ciclos sobre dramaturgia o supervisar montajes de sus propuestas escénicas. No en balde Nueva York se ha convertido para él, que es un joven viajero y cosmopolita, en una de esas ciudades emblema, que aparece y reaparece con frecuencia en sus textos una y otra vez. Pero su temperamento inquieto y su enorme curiosidad le impiden limitarse a un solo género, por eso no puede dejar de explorar otras alternativas expresivas de las muchas que le brinda la Literatura, de ahí que cultive junto al teatro, la poesía, el ensayo y también, como vemos en este caso, la novela.

 

                                                                               Antonio César Morón, el autor de El jardín de Estocolmo
 

   Hombre de teatro, digo, y teórico del Teatro (Doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada), que además desarrolla su vocación docente como Profesor titular de la Universidad de Granada y se dedica de forma paralela a la investigación, fruto de la cual son sus interesantes aportaciones críticas, tales como La escena y las palabras. Ensayos de teatro y dramaturgia (Granada, Zumaya, 2010) o La dramaturgia cuántica. Teoría y práctica (Granada, Dauro, 2009), por citar dos de sus publicaciones más señeras. Por otra parte, ha ido dando a conocer su labor creadora en esta materia y recogiendo sus numerosas piezas dramáticas en libros como: Teatro de alarma (Granada, Nazarí, 2021), Rilkowk-Tramas Trim (Granada, Nazarí, 2020) o Los cinco estigmas del éter (Madrid, Fundamentos, 2018), por referirme sólo a sus últimas entregas. No voy a detenerme en enumerar toda su bibliografía ni a referirme a las representaciones de sus piezas dramáticas o a sus aportaciones a través de artículos en revistas especializadas, sería labor ardua que nos ocuparía mucho tiempo y más espacio del que disponemos, puesto que lo que nos interesa ahora es acercarnos, aunque sea someramente, a su última novela que lleva el hermoso título de El jardín de Estocolmo (Granada, 2022), recientemente publicada por la editorial Nazarí.

   No es esta la primera novela que tiene en su haber, ya en 2016 se dio a conocer como narrador con Mientras las limusinas esperan en la calle, que también publicó la editorial granadina Nazarí y que el autor dedicó al poeta Fernando de Villena, por cuanto “encierra en sus novelas los más bellos secretos del arte de narrar”. Escrita con desparpajo, Mientras las limusinas esperan en la calle es una novela negra, fiel en lo formal a las estructuras del género, en la que la denuncia de la corrupción social y política, el humor, el erotismo y el crimen, se van entrelazando a lo largo de una historia inquietante, ambientada en distintos escenarios de Granada, Sevilla, Melilla, Westmount en Montreal y su querida Nueva York, y articulada estructuralmente por una canción de Leonard Cohen, Chelsea Hotel, de cuya letra toma el título. Esa canción, ya mítica, que nos lleva a los tiempos de la contracultura americana de los años sesenta y setenta, salpica la historia; es una canción que evoca la aventura amorosa de Cohen, en aquel hotel neoyorkino con Janis Joplin, la Bruja Cósmica, la Perla, la Dama Blanca del Blues, a quien va dedicada, y que le sirve al autor para hacer de ambos, de Janis y de Cohen, personajes también implicados, a su manera, en la trama narrativa.

   El jardín de Estocolmo ensaya, sin embargo, otros rumbos; esta vez estamos ante un texto de estirpe orwelliana, es decir, ante una novela que discurre entre la ciencia ficción y la distopía. Más distopía que otra cosa, si atendemos al significado que José María Merino introdujo en el Diccionario de la Real Academia, y que define el término como “representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”. En la nota de la contraportada se alude a Orwell, y a su novela 1984, pero no sólo es el autor británico el que está detrás de esta historia, sino todo un magma de propuestas narrativas que parten de un descontento crítico o de un desconcierto con algunos elementos sombríos o alarmantes de los presentes de referencia, así que hemos de pensar que desde Nosotros (1920) de Yevgueni Zamiatin, el gran antecedente de 1984, que Orwell reconoció haber leído antes de escribir su novela, y que le influyó indudablemente para concebirla, junto a los demás hitos del género, Un mundo feliz de Aldous Huxley, o Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, la gran trilogía de referencia del género distópico, hasta ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, que dio lugar a Blade Runner,  la trilogía Los juegos del hambre, de Suzanne Collins, la saga de Matrix o los perturbadores capítulos de series como Black mirror y otras similares, pueden servirnos de referencia para señalar el back ground inspirador que ha servido a Antonio César Morón para concebir esta historia; una historia que discurre a lo largo de un siglo, entre 2084 y 2184, en clara alusión al antecedente orwelliano que antes mencionábamos, o como él prefiere a manera de homenaje al gran Eric Arthur Blair, que hizo célebre su pseudónimo de George Orwell, con Rebelión en la granja o 1984, cuya fecha se toma como punto de partida simbólico de esta otra fabulación.

   El jardín de Estocolmo alude a un hipotético mundo ideal —de ahí el concepto figuradamente positivo del jardín—, surgido tras una Gran Catástrofe inespecífica, que se supone posterior a la postmodernidad; un mundo gobernado por una serie de empresas estado, que detentan todo el poder; un mundo que se ha ido afianzando de forma gradual en distintas etapas. Estas empresas estado regulan la vida de los ciudadanos de forma implacable, detentando un poder absoluto dentro del espacio comunitario de la llamada Alianza Nueva Era Internacional. La empresa, como aparece reiteradamente nominada a lo largo de la historia, es un ente indeterminado y supremo que ejerce un dominio total sobre los individuos, a través de unas células implantadas en las cabezas de los mismos, que se llaman células sol. Gracias a ellas efectúan un control exhaustivo de las vidas, los pensamientos y las emociones de sus súbditos. Pueden paralizarlos o neutralizarlos en caso de percibir determinadas alteraciones de la conducta, incluso cegarlos manipulando componentes específicos de la célula en cuestión. La empresa, que se define como animalista y ecologista, por otro lado, sería el correlato del Big Brother de 1984, el Gran Hermano, o el Hermano Mayor, siempre alerta y omnipresente, de cuya vigilancia es imposible escapar.

   En esa sociedad de la Nueva Era rige una ley extrema por la que se impone el silencio, así se advierte al lector en el arranque de la historia: “El silencio es el límite de los números. Y de las cosas. El silencio es el límite…El límite de la vida también” (pág. 23). De tal suerte que la comunicación interpersonal está prácticamente abolida y el lenguaje es un lujo, tanto es así que la ansiedad lingüística está catalogada como enfermedad y como delito, llegándose al extremo de aludir a un salario verbal, y a la continua amenaza de penalizaciones que pueden restar palabras de dicho salario. De ahí que todo el relato nos sea transmitido en presente, por una voz narradora omnisciente, con ausencia absoluta de diálogos. Esto da idea del ejercicio de contención y del desarrollo de creatividad alternativa que un dramaturgo debe llevar a cabo para trasladarnos un texto narrativo en el que los personajes no interactúan entre sí, ni intercambian pensamientos, emociones o palabras a lo largo de toda la novela.

   El lenguaje es sustituido por un sistema de hologramas y pantallas desplegables que son los elementos mediadores en la comunicación. La palabra es postergada a favor de la imagen. Este hecho es especialmente significativo porque se hace referencia a una sociedad que renuncia al legado de las culturas precedentes, anula la historia y desprecia y hasta criminaliza la normal relación cotidiana entre seres humanos. El origen, casi mítico, de esta Nueva Era, se remonta a una lideresa carismática de la que no se ofrecen muchos datos, Régula, mujer que encarna un canon de belleza nórdica impactante: cabellos rubios, ojos azules y complexión atlética, de la que emana un imperioso poder seductor y que acabaría convirtiéndose en el icono misterioso, agresivo e incuestionado de aquella civilización, y en un elemento de culto y de presencia constante en las vidas de la nueva sociedad. En este caso, algo similar a lo que ocurre con la figura de Ford que marca el comienzo de los nuevos tiempos en Un mundo feliz, pero sin el añadido mitificador de Régula, que se nos aparece representada como una heroína lejana y próxima a la vez, entre la ficción y la realidad.

   La narrativa distópica suele ser una señal de alarma, un aviso que nos alerta desde el presente sobre posibles vicios sociales, morales o políticos, o nos advierte de injusticias o desviaciones que pueden acabar convirtiéndose en desastres futuros. Normalmente, al hurgar en estas amenazas, se acaban proyectando las consecuencias irreversibles que podrían sobrevenirnos de persistir en esos modelos que ponen en riesgo la libertad o las grandes conquistas del progreso social, económico, científico o cultural de los pueblos…  De ahí que esta narrativa adquiera tintes de pesadilla cuando anuncia como resultado formas extremas de totalitarismo, que acaban recortando o eliminando las libertades individuales o las libertades de los colectivos en general, disfrazando de ideal aquello que no es más que regresión y retroceso. Aquí también se nos avisa de posibles peligros, de amenazas probables, porque El jardín de Estocolmo es una novela que denuncia los excesos de un pensamiento conectado con determinadas formas de ingeniería social, que pretende el enfrentamiento entre los sexos, en aras de una supuesta modernidad, y para contrarrestar o vengar de paso injusticias y desigualdades pretéritas. Aquí se instala el pensamiento único de un nuevo matriarcado, al amparo de un inquietante código moral que se contiene en el Libro Morado, verdadera piedra angular y canon teórico de esta ideología, algo así como un conjunto de normas y de leyes de obligado cumplimiento que esconden el odio hacia los hombres y transcriben modelos hiperbólicos de un pensamiento profundamente radical.

   Se supone que un llamado Grupo Moral de Recuperación del Ser Humano se hizo con el poder tras la Gran Catástrofe y desarrolló la puesta en marcha de toda una serie de entidades que, al amparo del Libro Morado, diseñaron las bases de ese mundo de seres condenados a un aislamiento espiritual, en el que la empatía entre hombres y mujeres es inconcebible, está prohibida y es perseguida. “Las normas de protocolo del Libro Morado son muy estrictas con la demostración de afectos dentro de la relación laboral” (pág., 46), se nos dice, por ejemplo, de ahí que “el silencio sea la base para el funcionamiento social” (pág. 47), como apuntaba más arriba; un silencio que nos lleva a imaginarnos la sociedad que se nos pinta poblada de seres aletargados o ensimismados por la costumbre de reprimir cualquier impulso comunicativo o afectivo.

   Entre los grupos más notables de este proceso de reformulación social aparece el de Las teóricas de la transepojé, que se alzaron con el poder en la primavera de 2156, tras un mes y medio de altercados que acabaron por derribar a un gobierno democrático muy debilitado en los estertores de la postmodernidad y que, entre sus primeras medidas transformadoras, decidieron que “el lenguaje era un gasto inútil de energía”, al tiempo que “restringieron desde el Libro Morado la voluntad de discurso introspectivo, con el fin de aniquilar definitivamente el pensamiento crítico” (pág., 67). E incluso se vanagloriaban de hacer gala tempranamente de una misandria o androfobia militante, imprescindible para el cambio social que perseguían: así entre sus cláusulas se llegan a consignar hipérboles del tipo “Cualquier hombre hará lo posible por violar a una mujer en cuanto tenga oportunidad, siendo la oscuridad el ámbito preferido de actuación de todos los hombres” (pág., 69). Cercano al sarcasmo fundamentalista estaría el grupo represivo de Las ultraortodoxas, que el escritor define como “mujeres que consagran su vida al cumplimiento íntegro de cada uno de los dictados de comportamiento tanto psíquico como físico que aparecen inscritos en el Libro Morado” (pág.,45). Y en fin, otros círculos similares tanto de hombres reeducados, como de mujeres, discurren por las páginas de la historia llevando a cabo tareas persecutorias y represoras, y así nos toparemos, por ejemplo, con el Grupo de hombres de la moral, una suerte de cuerpo de policía que viste de morado, o el Círculo Nueva Era Revolucionario, integrado por féminas “encargadas de detectar cualquier peligro que desde la sociedad pudiera atentar contra el poder establecido” (pág., 114), etc.

   En materia lingüística y propagandística, también se cuenta con resortes o instrumentos de indudable operatividad para esa transformación social que va imponiéndose: un Nuevo Lexicón, en el que desaparecen palabras o se reestructuran las definiciones, que vendría a ser un correlato de la neolengua de 1984, y en el que, por ejemplo, no figura el término “felicidad”, o en donde “ver” y “soñar” se consideran sinónimos… Y, por otro lado, el sistema, la empresa, ese ente abstracto se apoya en un eficaz aparato de propaganda, el Canal de la Noticia, que no tiene competencia alguna, porque se trata de un canal único, al que se ha de atender obligatoriamente a una hora concreta de la jornada, las siete de la tarde. Así se nos dice: “El canal emitía compulsivamente imágenes sometidas al montaje previo del primigenio Grupo Moral de Recuperación”. Uno de los montajes más difundidos en los primeros tiempos fue el que mostraba “una pira de libros ardiendo, seguido de las caras de placer de algunos ciudadanos que incluso se acercaban a disfrutar del olor de la combustión.” (pág., 29), en cercano paralelismo con Fahrenheit 451, la obra de Bradbury.  

   A la vista de cuanto vengo comentando se podría inferir que estamos ante una novela antifeminista, y no es tal. Este texto es un alegato contra los radicalismos y el poder totalitario, solo que en este caso se invierte el punto de vista habitual y se desplaza hacia la mujer el ejercicio exacerbado y consciente de la tiranía. Pero la novela tiene un argumento, una trama, y unos personajes protagonistas que se desenvuelven en determinados escenarios y, a través de todos estos elementos, se podrá comprobar por quien la leyere que el objetivo del autor no es la condena del feminismo en sí, sino la defensa de la libertad y la denuncia de las ideologías ofuscadas con la manipulación de ciertas verdades parciales, que aquí se ponen en entredicho mediante la extrapolación crítica de algunas formas exageradas de androfobia, que son constatables hoy en día en determinadas corrientes de pensamiento y en ambientes políticos actuales, sobradamente reconocibles. Sin embargo, no puede olvidarse que nos movemos muy cerca del territorio de la sátira; perder de vista la intencionalidad de la censura irónica nos conduciría, a mi juicio, a graves errores de interpretación.

   Este sería el marco de referencia general, para entender las peripecias particulares de los dos personajes protagonistas más relevantes: por un lado Alexander, ingeniero al que descubrimos en los primeros compases de la historia, dedicado a investigar la calidad y perspectiva de una sociedad trazada en torno a búnkeres; y por otro lado a Mara, arquitecta y compañera de Alexander, encargada de acondicionar el cauce del río. Ambos personajes encarnan modelos de disidencia, de resistencia frente al poder, como lo hace John el salvaje en Un mundo feliz. Ambos desarrollan patrones de rebeldía para el sistema, del que son víctimas; y sus comportamientos suponen una anomalía dentro del mismo, que el estado debe castigar. Ambos pertenecen a una casta inferior, porque esta sociedad de la Nueva Era, distingue entre gremieros y soles. Los primeros, no se pueden permitir el lujo de desperdiciar palabras; se dice de ellos que siempre están dispuestos a descansar, y representan a una escala social que está por debajo de la de los soles. Los soles, por el contrario, encarnan la casta dominante, cercana al poder, un poder que detentan en gran medida, tienen control sobre las células y eliminaron de las mismas el concepto de límite. Campan a sus anchas, no se sienten fiscalizados como los gremieros y gozan de cuotas de mayor autonomía.

   Junto a Alexander y Mara, otros personajes, también gremieros, se sitúan en ese eje de los contestatarios, de los no abducidos por la Empresa Estado. Entre ellos figura Radáriz, químico de la emoción, experto en acoplamientos. Los acoplamientos son mecanismos del sistema para mantener el equilibrio entre los súbditos, son procesos algorítmicos que producen una suerte de éxtasis tranquilizador que dura poco tiempo, pero que mantiene en calma a la población; vendrían a desempeñar una función similar al de la soma de Un mundo feliz. Radáriz ha descubierto un proceso de acoplamiento nuevo, el PA302, en el que ha detectado, durante sus experimentos, un efecto secundario extraño: la necesidad de compañía, la necesidad de compartir las emociones con alguien, hecho totalmente impensable en un sistema que pretende aislar a hombres y mujeres e impedir la comunicación y cualquier atisbo de intercambio afectivo. También del lado de la rebeldía se sitúa el profesor José Óberon Vargas, autor de un libro polémico: Ecuaciones de Lionel-Jackson. Vínculos del proyecto compartido, publicado en Los Ángeles en el 2113, que tiene visos de ser un libro dudoso para el sistema. Acabará siendo boicoteado en el acto de presentación, tachado de anti Nueva Era y sus ejemplares quemados dentro del campus de la universidad. Óberon cobrará un protagonismo determinante hacia el final de la historia.

   Del otro lado, del lado ortodoxo del sistema sobresale Erika Linnesen, Directora del Grupo de investigación Mujer, Cultura y Visibilidad, del Departamento de Sociología Ética de la Universidad de Estocolmo, que aparece en el arranque de la novela. Y destacan también Khala Vergara, neurocirujana, ciudadana sol, como la anterior, experta en feminización del pensamiento y Sabrina, fémina pura, y una especie de supervisora ultraortodoxa, que vigilará de cerca a Mara. Y es que otro aspecto importante de El jardín de Estocolmo es la puesta en evidencia del sistema universitario, tanto del profesorado como de los estudiantes, totalmente plegados a las consignas de la Nueva Era, por lo que se convierten en un elemento difusor y represor más del sistema. La crítica más contundente que se lleva a cabo en la novela, en este aspecto concreto, denuncia al sector por su colaboracionismo y por su traición a los fundamentos del método científico. En esa crítica, de un ambiente que el autor conoce de cerca, se llegan a condenar comportamientos tan aberrantes como los que se desprenden de esta queja de la voz narradora: “Los intelectuales de la universidad se habían ido transformando todos poco a poco y casi sin darse cuenta en sacerdotes de la doctrina Nueva Era: aceptando adaptar sus líneas de investigación para conseguir más méritos, aceptando dar charlas tendenciosas para conseguir más dinero, aceptando modificar el temario de sus asignaturas para conseguir más popularidad.” (pág., 99). Acomodo o adecuación del pensamiento científico a la ideología, como vemos.

   En fin, este es a grandes rasgos el universo alarmante y perturbador que nos dibuja El jardín de Estocolmo, un mundo desolado de escenarios difusos, que la modernidad de la tecnología o los supuestos avances de la ciencia no logran redimir ni convertir en el mito ejemplar o en el ideal que la propaganda difunde, por más que caminemos por sus senderos expectantes e intrigados, de sorpresa en sorpresa. La acción transcurre en lugares europeos y americanos sin especificar, aunque se den referencias a enclaves con especial protagonismo: Estocolmo, Nueva York, Los Ángeles, Sevilla, etc. Un mundo, digo sometido al poder tiránico que impone el código del Libro Morado; un mundo regulado por los colores simbólicos, que van marcando ordenanzas y dictámenes a través de las células de sol: el color azul indica la hora de ir al trabajo, el dorado señala el fin de la jornada laboral, el color verde franquea las puertas, la luz blanca avisa de picos de ansiedad no permitidos, etc. Y a través de la historia, la reflexión sobre los límites de la libertad, de la igualdad entre seres humanos, la crítica de los abusos ideológicos, los peligros del pensamiento único, de las tecnologías utilizadas como herramientas represoras, o las catástrofes de la desmemoria y de la reescritura tendenciosa del pasado, la manipulación del lenguaje, la corrupción de los pilares sociales fundamentales: las leyes, la cultura, el conocimiento; la reflexión sobre un mundo en el que los seres alienados que lo pueblan, se mueven prisioneros de la inconsciencia, condenados a no sentir, a no pensar, a no conservar recuerdos, a desenvolverse como sonámbulos en medio de un sueño inducido; en suma, una sociedad amenazada por todos los fantasmas que traen consigo los totalitarismos, cuando muestran su auténtico rostro.

   Pero queda lo mejor: descubrir el verdadero secreto que esconde este jardín, descubrir la trama perniciosa en la que se enredan sus personajes, y hacerlo al amparo de una ficción cuyo alcance está por desvelar; hacerlo al hilo de una fábula que avanza a buen ritmo narrativo, con un lenguaje eficaz que logra despertar la curiosidad del lector sin necesidad de recurrir a grandes alardes expresivos, sino gracias a un estilo ceñido, sobrio, a veces próximo al de las acotaciones teatrales, pero lleno siempre de imaginación y de un estimulante poder embaucador.


                                                                                           José Lupiáñez, poeta y crítico literario

José Lupiáñez (La Línea de la Concepción, Cádiz, 1955), es poeta, narrador, profesor y crítico literario. Miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada. Fue uno de los fundadores de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios. Entre sus últimos libros de poesía publicados: Las formas del enigma (Ed. Carena, Barcelona, 2021), Pasiones y penumbras (Ed. Carena, 2014) y Petra (la ciudad rosa), editado por Ediciones Port Royal, Granada, en 2004. En 2013 recibió el Premio Andalucía de la Crítica por su libro de narrativa El chico de la estrella y otros cuentos, publicado por Port-Royal ed. (Granada, 2012). Ha publicado, también, cuatro libros de crítica literaria, entre ellos: Cuaderno de Arneva (Colección Mirto Academia, n.º 103, Editorial Alhulia, Salobreña, 2021). Más en:

https://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Lupi%C3%A1%C3%B1ez

https://www.joselupianez.com/


REVISTA ÁGORA DIGITAL / BIBLIOTHECA GRAMMATICA RELATO/ ENERO 2021

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