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martes, 3 de mayo de 2022

Sophia de Mello Breyner Andresen, la poesía como punto de partida. Por Paco Carreño. Homenaje a Sophia de Mello en la revista Ágora n. 11. II Parte. / Co-lección Ágora. Otras literaturas. Literatura portuguesa

 

                                                                                                                            Sophia de Mello

 

Segunda parte del homenaje a la poeta portuguesa Sophia de Mello en Ágora-Papeles de Arte Gramático. Publicamos el estudio del profesor Paco Carreño.

Puedes leer la primera parte (Antología de poemas de la autora lusa) en:

https://diariopoliticoyliterario.blogspot.com/2022/05/homenaje-sophia-de-mello-breyner-en-la.html



SOPHIA DE MELLO BREYNER ANDRESEN,  LA POESÍA COMO PUNTO DE PARTIDA

 

Por Paco Carreño

 

Pártase de cualquier punto. Todos son iguales. Todos llevan a un punto de partida.

Antonio Porchia

 

Solo escribo para exaltaros

Oh sentidos, oh sentidos amados

Enemigos del recuerdo

Enemigos del deseo.

 

Guillaume Apollinaire

 

 

 

El poeta como eterno aprendiz

 

Percibir poéticamente es percibir por primera vez, perseguir focos de deslumbramiento camuflados entre los pliegues cotidianos, fundar en los sentidos la posibilidad de una revolución permanente, saltar sobre lo establecido. Michaux lleva ese sentido incoativo a la definición de la propia poesía, hasta llegar a ver en el acto poético una victoria sobre la inercia. El poeta, al que relaciona con Prometeo sin nombrarlo, sería para él un exorcista de los males de la civilización, sensible a las atmósferas irrespirables, dedicado a encontrar ventanas que nos pongan de nuevo en contacto con el horizonte, con lo ilimitado, con el reto de seguir buscando, envueltos en el misterio de un infinito que tira de nosotros y nos entrega en manos de un destino superior a nuestra limitada subjetividad. No se trataría tan solo de una victoria sobre la inercia de la época. Su alcance ha de afectar también a las amenazas de indolencia y apatía que se ciernen sobre el propio sujeto que escribe.

          Así hablaba el poeta belga en una temprana conferencia dada en Buenos Aires, «L’avenir de la poésie»:

 

El poeta aporta un nuevo impulso vital, una nueva conciencia. A los poetas hay que compararlos, no con predicadores, sino con el primer hombre que inventó el fuego. […] Para los poetas se trata siempre del nacimiento del mundo. La emoción vuelve el mundo tan «sin estrenar», o tan extrañamente eterno. El poeta ama siempre por primera vez, reencuentra el milagro de ver el árbol por primera vez. Él confunde maravillado su vida de hombre con la vida de árbol, y se pierde en el espacio. Nada es más claro y traslúcido y hay que conocer todo enseguida[1].

 

Quien se entrega en alguna medida a ese modo de percibir se las tiene que ver con lo que todavía no tiene forma, con lo indeterminado, gracias al pensamiento de algo que nunca había sido pensado antes. En ese sentido el poeta es un eterno aprendiz.

 

En la música pop

          El tema no lo encontramos únicamente en la poesía. Hay multitud de letras de canciones que se hacen eco de ese descubrimiento. En «Wild is the wind» de David Bowie escuchamos una renovación de la vida del enamorado a través de la práctica amatoria «With your kiss / My life begins / You're spring to me». También en alguna canción de Cat Stevens: «Morning has broken like the first morning / Blackbird has spoken like the first bird / Praise for the singing, praise for the morning / Praise for them springing fresh from the world». Esta vez con cierto carácter religioso de agradecimiento.

 

En la novela

          En otros géneros literarios también aparecen esos indicios de renovación, como en la novela, donde encontramos testimonios que demuestran una forma de percibir que recrea el mundo y hace que todo recomience cada estación, como en este fragmento de El ayudante de Walser:

 

¡Cómo cada estación tiene su olor y su música particulares!

Cuando vemos la primavera, tenemos la sensación de no haberla visto jamás así, nunca con esa intensidad. En el verano, la exuberancia estival nos parece cada año nueva y fabulosa. El otoño jamás lo habíamos observado antes como es debido, solo este año, y el invierno también es novísimo, totalmente distinto del de hace uno o tres años. Sí, hasta los años tienen su perfume y tesitura propios. Pasar un año en tal o cual sitio supone verlo y vivirlo de distintos modos.

 

Esa manera de verlo todo como si nunca hubiese aparecido, en clave de deslumbramiento, tiene que ver con la técnica y la poética práctica de algunos autores. El crítico Viktor Sklovski encuentra en la obra de Tolstoi un procedimiento de singularización por el cual todo objeto puede ser descrito como si fuese visto por primera vez y todo incidente tratado como si se produjese en el preciso instante en que lo leemos. Rehúsa así y esquiva el reconocimiento de los objetos por parte del lector, situándolos, mediante su transformación verbal, en un espacio de maravilla realista[2].

 

La metamorfosis perceptible

          La propia realidad se corresponde con ese modo de percibir. Desde una observación más objetiva podríamos decir que a pesar de la constancia apariencial con la que percibimos hay una incansable transformación que mantiene en un permanente cambio nuestro entorno. El flujo de la materia consiste en un movimiento perpetuo. El mundo está estructurado como una gran metamorfosis. En él los cuerpos se encuentran regidos por sistemas de aparición y desaparición. En ese sentido, la poesía es un modo de ver a simple vista, directamente, eso que en otro orden de conocimiento confirma la observación científica:

[…] la metamorfosis es la evidencia para todo viviente de la imposibilidad de alejarse de la fase de gestación. Si estamos destinados a la metamorfosis por nacimiento, todo viviente, por eso mismo, está condenado a permanecer en parte como infante: la infancia jamás podrá abandonarnos y nosotros jamás podremos separarnos de ella. Cambiar de forma —metamorfosearse— siempre significa tener la capacidad de convertir el cuerpo en un huevo capaz de crear y de vehiculizar una nueva identidad. Todo yo es un huevo, y solo somos un huevo porque conservamos en nosotros esta potencia metamórfica cuya expresión es el huevo[3].

 

 Aquí, los poetas, más atentos a lo circunstancial que a la búsqueda de una esencial atemporalidad, se harían cargo de una condición propia de las apariencias para la que no siempre hay una abierta receptividad. La percepción habituada al mundo —no poética— se engaña o, al menos, observa de modo mecánico, incompleto, un entorno con una inmensa capacidad para provocar nuestra sorpresa. Y quizá ese mecanismo que nos ofrece un mundo familiar sea un recurso necesario para no hundirnos completamente en una extrañeza difícilmente mantenida en el tiempo. Nos rodeamos de valores de permanencia con los que poder percibir más fácilmente, por contraste, la incansable metamorfosis en la que se funda la realidad conocida, como podemos apreciar en el siguiente fragmento de Jean Cocteau:

En el espacio de un relámpago vemos un perro, un coche de caballos, una casa, por primera vez. Todo lo que ofrecen de especial, de loco, de ridículo, de bello, nos abruma. Inmediatamente después el hábito borra esta poderosa imagen. Acariciamos al perro, detenemos el coche, habitamos la casa. Ya no los vemos. He aquí el papel de la poesía. Desvela en toda la fuerza del término. Nos muestra desnudas, bajo una luz que sacude la torpeza, las cosas sorprendentes que nos rodean y que nuestros sentidos registran mecánicamente[4].

 

Tierra y mundo heideggerianos

Heidegger comparte con Cocteau ese mismo sentido de la poesía como un modo de levantar un velo para ofrecernos lo que una cómoda familiaridad con la existencia nos oculta. El filósofo encuentra al investigar el modo de verdad que revela el arte una forma de desocultar el ente y, por tanto, de dar a conocer y experimentar el ser. Para él no solo la poesía, sino la propia facultad de hablar hace manifiesto un «mundo» manteniendo en estado latente la «tierra», es decir, todo aquello que no ha sido revelado y permanece en el ámbito de lo desconocido: «lo esencialmente auto-ocultante». Dado que el habla es el acontecimiento por el cual el ente como ente se abre para el hombre por primera vez, se identifica el lenguaje mismo —«el que lleva primero al ente como ente a lo manifiesto»— con la poesía en sentido esencial. Y esta se diferencia, por ello, del resto de las artes, pues estas, cuando realizan sus creaciones, lo hacen siempre dentro de un «mundo» en el que la «tierra» ha sido revelada por la palabra, es decir, «siempre acontecen ya y solo en lo patente del decir y el nombrar»[5], dentro de un universo conformado por el lenguaje. De ahí que este mantenga una relación privilegiada con las tinieblas primordiales, con lo que Heidegger denomina «tierra», fuente de toda renovación, y eso quizá por su relación arbitraria con los objetos que nombra, por esa capacidad de designar la realidad mediante signos que se mantienen desde la profundidad del tiempo casi únicamente por tradicionales convenciones y escapan a la mímesis, a la lógica natural. En ese sentido, el habla es esencialmente la actividad menos figurativa del hombre. Las artes no verbales beben siempre de esa abstracción en la palabra.

 

La irrupción de la verdad

Heidegger coincide con Pessoa cuando este nos recuerda que «decir es renovar». El lenguaje, para él, no nos instala en ningún lugar seguro y definitivo: debemos estar continuamente alumbrando la «tierra» como si no existiese ya un «mundo» desde el que hablamos. Por eso la poesía es la instauración de la verdad, nos arranca de lo habitual para insertarnos en lo abierto por la obra, que es, al fin y al cabo, el medio por el que la «tierra» se manifiesta en un «mundo», manteniendo un pie hincado en ese territorio de lo desconocido y ofreciendo una forma de surgir a «la plenitud no abierta de lo prodigioso», una posibilidad al retorno de lo inmensamente nuevo. De alguna manera, un poema, una obra de arte implican la irrupción de lo insólito como una experiencia de conocimiento.

 

La ofrenda y la fundamentación tienen lo repentino de lo que se llama un comienzo. Sin embargo, esto repentino del comienzo, lo propio del salto desde lo inmediato, no excluye sino precisamente incluye que el comienzo se preparaba disimuladamente mucho tiempo antes. El comienzo auténtico es ya en cuanto salto un haber saltado, que salta libre por encima de lo venidero, si bien como encubierto. El comienzo contiene ya oculto el final.  El auténtico comienzo no es jamás lo que de comienzo tiene lo primitivo. Lo primitivo carece de futuro, porque no tiene el salto y el vuelo que ofrenda y funda. No es capaz de dar de sí más, porque no contiene otra cosa que lo que aprisiona.  El comienzo, al contrario, contiene siempre la plenitud no abierta de lo prodigioso, es decir, la lucha con lo seguro. El arte como Poesía es instauración en el tercer sentido de provocación de la lucha de la verdad y es, por esto, instauración como comienzo[6].

 

Hablamos aquí de la ofrenda del ser que concita la poesía. Y Heidegger insiste en que la obra nos saca de lo habitual y nos sitúa ante lo extraordinario. Llega a decir que en lo existente y habitual nunca se puede leer la verdad[7]. Esta es puesta en marcha por la obra de arte, no está dada para siempre, permanentemente ha de estar manifestándose. El arte evidencia un ente que siempre es distinto al anterior, y quizá por eso se pueda reconocer como arte y nos permita definirlo como lo indecible que, de repente, aparece en lo dicho.

 

Ver contra pensar

          Sophia de Mello, para dar cabida en sus palabras a eso que se desvela, tiene muy en cuenta que se trata principalmente de un fenómeno de la percepción. En ese sentido, más que en otros, es discípula de Alberto Caeiro. Bernardo Soares, una de las voces del polifónico Fernando Pessoa, al comentar la obra de Caeiro nos dice que el poeta se da cuenta de todo por primera vez, no apocalípticamente, como revelación de un misterio, sino como afloramiento de la realidad. Y esa percepción de lo que ya estaba allí, en un constante y permanente cambio, solo puede darse a través de una especie de desconocimiento. Quizá el concepto filosófico de «epojé» (suspensión del juicio, en palabras de Ferrater Mora, quien recuerda también que Sexto Empírico lo consideraba un estado de reposo mental en el que no afirmamos ni negamos) pueda servirnos para entender mejor ese paréntesis del hábito que concede a la percepción una experiencia virginal con la que se suspenden las rutinas de la sensibilidad y se aparca la utilidad de los sentidos, que ya no actúan con una función determinada, con un fin extrínseco, sino que sienten por el simple placer de sentir, en una deriva sensorial que nos permitiría encuentros dominados por la sorpresa y la admiración. Pessoa, quien dice no tener filosofía, sino sentidos, insiste en separar el pensamiento de la visión. Esta última es la que nos permite entender el mundo, pues solo se puede ver de una determinada manera, única para cada ser, para cada instante. En términos heideggerianos la visión sería lo que atañe a la tierra y el pensamiento sería de la incumbencia del mundo.

 

Más vale ver una cosa siempre por primera vez que conocerla,

pues conocer es como si nunca viéramos por primera vez,

y nunca haber visto por primera vez es solo oír cómo lo cuentan[8].

 

Creo en el mundo como en una margarita

porque lo veo. Mas no lo pienso,

porque pensar es no entender.

 

Lo extraordinario en lo ordinario

Y esos objetos (una cosa, una margarita) que ya estaban ahí no nos hablan de algo anterior, sino de una inminencia. Estamos entre lo que está a punto de aparecer y lo que acaba de hundirse en la ausencia, en un territorio donde todo es posible, y esa potencia aparece encarnada en los objetos concretos que observamos, cuyo único significado es abrir el tiempo para que todo vuelva a suceder de nuevo. Estos poemas consideran la realidad como un acontecimiento original. No es, como nos recuerda Heidegger, un comienzo absoluto, primitivo, sino un recomenzar que suspende lo establecido, incluida nuestra propia forma de mirar, ofreciéndonos una experiencia inusitada al alcance de todo el mundo. Por eso es probable que el ambiente ideal donde percibir ese carácter rompedor de una realidad inminente sea la propia costumbre, los hábitos, las tradiciones, la memoria, los valores de seguridad y permanencia, como encontramos en este poema de Gil de Biedma.

 

Canción para ese día

 

                                   He aquí que viene el tiempo de soltar palomas

                                   en mitad de las plazas con estatua.

                                   Van a dar nuestra hora. De un momento

                                   a otro sonarán campanas.

 

                                   Mirad los tiernos nudos de los árboles

                                   exhalarse visibles en la luz

                                   recién inaugurada. Cintas leves

                                   de nube en nube cuelgan. Y guirnaldas

 

                                   sobre el pecho del cielo, palpitando,

                                   son como el aire de la voz. Palabras

                                   van a decirse ya. Oíd. Se escucha

                                   rumor de pasos y batir de alas.    

 

                                               (Gil de Biedma: Compañeros de viaje)

 

El poeta intuye una forma inminente de porvenir en un contexto convencional, dominado por un tiempo pasado. Las plazas con estatua hablan de acontecimientos y personajes anteriores: conmemoran. Se anuncia algo que va a suceder en un ambiente donde todo parece familiar y previsible: plazas con árboles, estatuas, palomas, campanarios y relojes. Hay una serie de elementos que conforman lo establecido, como partes de una realidad reconocible en la que se va a producir la pequeña fractura de la percepción introducida por la expresión arcaizante «he aquí», que remite a un estilo de resonancias bíblicas utilizado normalmente para las ofrendas. El poema va poco a poco invitando a abrir los ojos en esa atmósfera dominada por el pasado mediante una serie de recursos lingüísticos. La perífrasis incoativa (que habla del comienzo) «van a dar» nos introduce en un tiempo que nos pertenece: «nuestra hora». Ese tiempo tiene un origen desconocido por ser el verbo semánticamente impersonal, con sujeto indeterminado. La locución «de un momento a otro» junto los sintagmas «recién inaugurada» y «tiernos nudos» y a la perífrasis de la última estrofa «van a decir» contribuyen a crear la expectativa de algo que está a punto de suceder. Las llamadas al resto de poseedores del tiempo, («nuestra hora») son imperativos de verbos que se refieren a sentidos («mirad», «oíd») e invitan a percibir de nuevo la realidad en ese ambiente dominado por lo conocido.

Es importante señalar la potencia simbólica de las campanas, con todas sus connotaciones temporales y festivas, cuyo sonido se sitúa en un futuro muy próximo: «de un momento a otro sonarán». Ese ambiente de celebración propio de fechas señaladas parece surgir de todo lo inconsciente que compone la escena: nudos de los árboles, guirnaldas, cintas, nubes, luz, cielo, alas, palomas. Y es precisamente esa parte inhumana la que anuncia esas palabras que «van a decirse» a través de un emisor oculto, personificado, sin embargo, en un cielo que nos remite a una realidad sobrehumana. ¿No tenemos así, en palabras de Heidegger, la «tierra» que habla sin hablar en el «mundo» de los hombres? Escuchamos aquí palabras que no se han dicho, esperamos acontecimientos que mantienen su carácter inminente. Volar y caminar en una sola imagen («rumor de pasos y batir de alas»).

 

Milagro cotidiano

          Hay en el poema de Gil de Biedma claras resonancias de una llegada desde lo desconocido, una invitación a escuchar eso que no está dicho y solo a través de la percepción que desafía los sentidos establecidos podemos intuir. En el poema de Biedma se habla de palabras y acontecimientos cuya causa es desconocida, algo que está a punto de ser revelado y no se dice realmente, despertando la atención ante esa especie de milagro inminente. Milagro es para Spinoza el hecho cuyas causas son desconocidas. Y cuando hablamos de milagros no podemos dejar de pensar que dentro de nuestra cultura el tema de la resurrección es quizá la maravilla fundacional, el hecho fabuloso que más claramente desacata lo que nuestros sentidos nos proponen, pues difícilmente alguno de nosotros ha encontrado una causa para un revivir que ronda con frecuencia la imaginación de mil maneras. Con el símbolo de la resurrección Sophia de Mello figura sus ansias de renovación a través de enunciados que nos atreveríamos clasificar como performativos, pues realizan en realidad lo que dicen, permitiéndonos mirar con ojos renovados lo que ya estaba allí e insinuando al mismo tiempo que si resucitamos es porque de alguna manera estábamos muertos. Al hacer efectiva la renovación del mundo el que lo observa queda igualmente renovado en el acto de nombrar.

 

Necesario final para que suceda el principio

          La luz es en algunos poemas de Sophia de Mello el símbolo permanente de esa resurrección, la posibilidad del milagro, realizada diariamente, como en la canción de Cat Stevens «Morning has broken». En «Ingrina» tras el grito de la cigarra se habla de una pérdida de la memoria de la muerte. A partir de ahí se reconoce la omnipotencia del sol que rige la vida, una vida que recomienza en cada cosa. Todo puede ser un punto de partida. El sol simboliza aquí la percepción ofrecida en su máximo grado, simultánea de la máxima vulnerabilidad y delicadeza («Por isso trouxe comigo o lírio da pequena praia»). Tenemos una cosa pequeña en un lugar pequeño, que da inmediato paso a la máxima fortaleza, intocada («Ali se erguia intacta a coluna do primeiro dia»). Y no es una experiencia solitaria, tiene que ver con la alegría del encuentro, del que la poeta deja testimonio: «E sobre a areia sobre a cal e sobre a pedra escrevo: nesta manhã eu recomeço o mundo».

 

Dejarse hablar

          Y curiosamente ese inicio es un tiempo de regreso: «É esse o tempo a que regresso no perfume do orégão, no grito da cigarra, na omnipotência do sol». Sí, «a omnipotência do sol rege a minha vida enquanto me recomeço em cada coisa», pero en el caso de este poema el renacimiento, la mañana, se sitúan en la cima de la tarde como un retorno. Es el recuerdo, la evocación de un lugar ligado a otro por determinados aromas o sonidos, el que desencadena ese momento inaugural. En el poema se repite el determinativo que alude a la inauguración: «primeiro dia», «primeiro espelho» con el fin de acentuar el carácter virginal de la mirada, de lo que se ofrece a su alrededor como un don absolutamente gratuito, inesperado. En todo el poema se esquiva lo que pudiera sonar a abstracto. Fiel a los postulados de Pessoa, Sophia de Mello habla continuamente de sensaciones (sonidos de cigarra, perfumes de orégano, lirios) y esquiva las formas de conocimiento establecido. Y aquí tenemos, como veíamos en el poema de Gil de Biedma, la atención a lo inminente, la tierra que habla en el mundo de los hombres. «Os meus passos escutam o chão enquanto a alegria do encontro me desaltera e sacia». Pasos que pronuncian las palabras del suelo, palabras que son escuchadas al ser emitidas, poniendo en suspenso cualquier forma de comunicación que pudiese requerir la separación entre emisor y receptor. Esa es de alguna manera la clave de cualquier relación verbal con lo inanimado. Somos a un tiempo los que hablamos y los que escuchamos. Dar la palabra a las cosas exige escuchar con atención el silencio, ser ellas, en ese encuentro con lo desconocido que nos habla siempre por primera vez.

 

Nada nuevo sin el nombre

          La relación con el nombre, con la lengua, es fundamental en el tema de la inauguración del mundo, del mismo modo que en «Ingrina» era importante pasar por la memoria para reencontrar esa mañana en la cima de la tarde a través de todo un laberinto de señales que van trazando un camino hacia el alba, instalada en todas las cosas y en todos momentos. El poema «Mundo nombrado o descubrimiento de las islas» nos recuerda la relación del nombre con el principio de todo. Cuando le damos nombre a algo intentamos proyectar sobre esa realidad un sentido de inauguración. El bautismo es una forma de recomenzar, reiniciar una vida en una nueva dimensión, en el territorio de lo invisible y de un tiempo que es todos los tiempos. Este poema recuerda más o menos directamente las gestas de los exploradores que iban enfrentándose con lo desconocido: bahías, promontorios, ensenadas. Lo primero que hacían era ponerles nombre y con frecuencia el siguiente paso era naufragar. Por supuesto, hay un sentido de apropiación, como lo hay cuando uno le pone nombre a un hijo; pero recordemos que el reino del que habla es suyo solo como lo es un vestido que le sirve. La clave del poema no es tanto histórica como metafísica y epistemológica. Si en «Ingrina» había un encuentro alegre con lo desconocido que calmaba y saciaba, aquí tenemos el descubrimiento de lugares que ya antes de ser nombrados parecen responder y acudir a la presencia de los hombres que los veían por primera vez. Y para que se dé ese encuentro hay que pasar, en el caso de lo inanimado, por la personificación. Las cosas sin nombre se mantienen en la ausencia. Es la palabra la que las hace presentes, capaces de responder simplemente dejándose nombrar. Y a partir de ese momento son creadas, entran en esa conversación del hombre que no se conforma con hablar solo a lo semejante.

 

La eterna juventud del tiempo

          Sophia de Mello encuentra allá por donde va esa especie de alegría inicial, casi siempre relacionada con el agua, con el transcurso, con la voz incansable de las cosas que hablan y son correspondidas por los poetas. En el palacio de Sintra escucha el canto de un alborozo de inicio, el brillo de la juventud del tiempo «Mas o pequeno palácio é nítido —sem nenhum fantasma— / Sua sombra é clara como a sombra de um palmar / No seu pátio canta um alvoroço de início / Em suas águas brilha a juventude do tempo». El recomenzar tiene relación siempre con una percepción nítida de los perfiles de las cosas, de las que ha sido desalojada cualquier inexactitud, relacionada con lo irreal. Y esa plenitud de una realidad entregada a nuestros sentidos impetuosamente por la mirada de un dios que tiene su sede precisamente en nuestra forma de estar ausentes, en nuestra capacidad para identificarnos con lo que vemos, se relaciona con la eterna juventud del tiempo. Decir del tiempo que es joven es en cierto modo un oxímoron. Es verdad que hay tiempos pasados, pero en su permanente actualidad se mantiene siempre joven, siempre está ahí surgiendo incansablemente, como el primer día. Recordemos aquel verso de Góngora en su «Medida del tiempo por diferentes relojes»: «Eres tú, tiempo, el que te quedas».

 

El mar siempre renovado

          En los poemas de Mello el mar tiene una importancia simbólica de primer orden. El océano se asocia con lo imprevisto, con el caos, con lo que no tiene forma y siempre puede sorprender. Suele ir asociado con la noche, con la oscuridad, donde nada se puede reconocer. De ese espacio completamente indeterminado surgen las nuevas formas, igual que de la noche surge la luz renovada. Recordemos el famoso verso de Valery: «la mer, la mer toujours recommencée». En casi todos los poemas sobre el recomienzo hay un contexto marino y nocturno. En el titulado «Descobrimento» tenemos «Um oceano de músculos verdes / Un ídolo de muitos braços como un polvo / Caos incorruptível que irrompe». Es decir, una absoluta otredad sin ninguna concesión, bestia inmensa a la que es preciso conceder su lugar de transición. Y en ese contexto, de un elemento muy nuevo y muy antiguo, es donde surge también la extrema novedad: «um povo / De homens recém-criados ainda cor de barro / Ainda nus ainda deslumbrados». Antes de llegar a esa renovación hay un necesario paso por el caos, por lo incognoscible, por las tinieblas, como vemos en el poema «Ítaca»: «Estarás perdida no interior da noite no respirar do mar / Porque esta é a vigília de um segundo nascimento». Vigilia aquí tiene el sentido de víspera de día de fiesta y estado en el que uno se mantiene despierto y espera, despierto frente a la noche, hasta que llegue el amanecer, en el que habrá un segundo despertar: «O sol rente ao mar te acordará no intenso azul». Es, en realidad, una forma de emerger, de surgir de las oscuras aguas. Ese segundo nacimiento se relaciona con la resurrección («Subirás devagar como os ressuscitados / Terás recuperado o teu selo a tua sabedoria inicial / Emergirás confirmada e reunida»), surgida de un mar risueño donde las formas son tan proteicas que podríamos hablar de ausencia de forma. Se trata de una sabiduría inicial en la que el conocimiento todavía está recién llegado, apareciendo desde «os negrumes da noite» y el silencio. El mar es símbolo aquí de una materia que cambia permanentemente de forma, que se renueva.

 

Heterogeneización

          No olvidemos que para que se produzca esa renovación la poeta debe estar inmensamente volcada hacia fuera, en una percepción abierta hasta la médula: «O meu interior é uma atenção voltada para fora». Eso implica que la identidad no viene de dentro a fuera sino de fuera a dentro. «Não trago Deus em mim mas no mundo o procuro». Es en ese sentido más pessoana que nunca Sophia de Mello, defensora también de un paganismo panteísta, de una percepción atenta a un mundo en que los dioses pueden manifestarse en cualquier momento, en cualquier lugar. Por eso nos recuerda, ante una escena matutina de renovación, el carácter marcadamente visual de la obra de su maestro y la ambigüedad de su identidad: «Porque a tua alma foi visual até aos ossos / Impessoal até aos ossos / Segundo a lei de máscara do teu nome».

En otro poema establece una diferencia entre visión y pensamiento y opta indirectamente por la primera, como hiciera Alberto Caeiro: «Não tenho explicações / Olho e confronto / E por método é nu meu pensamento». De ahí la facilidad para acoger como propio aquello que permanece en el exterior: «A terra o sol o vento o mar / São minha biografia e são meu rosto». Su identidad está instalada en la otredad, sobre la que funda su persona. Son importantes estos versos porque en ellos afirma que no es ella quien permite que el mundo sea reconocido, sino el mundo, con el que se identifica, quien le otorga a ella esa capacidad de reconocimiento: «Por isso não me peçam cartão de identidade / Pois nenhum outro senão o mundo tenho».

 

La santidad de las cosas

          Se trata, en su caso, de un vivir que escucha y da la palabra a las cosas, ante las que mantiene una atención sustancial. Son ellas las que otorgan todo su sentido a la poeta, las que le conceden su identidad, siempre cambiante, ofrecida, mimética. En el exterior encuentra sus más íntimos secretos, la clave de su personalidad, de sus vivencias. Y su interior no puede ser menos que la sede del universo, humilde lugar de acogida para la inmensidad, una inmensidad inmediata, no esquemática o abstracta. Esta relación recíproca del interior y del exterior hacen de ella un modelo para esa tradición poética, no solo oriental, en la que lo esencial es lo circunstancial, para la que todos los factores que rodean a las acciones pierden su condición de comparsas y pasan a conformar el ser. En ella se da mejor que en otros esa mutación que anunciaba Ortega de nuestra sensibilidad para las circunstancias. Podríamos decir que es una de las que mejor ha sabido escuchar el grito orteguiano: «¡santificadas sean las cosas!»[9]. Ella basa su salvación más íntima en el exterior y ha convertido la circunstancia en su destino concreto, buscando el sentido de lo que le rodea para encontrarse a sí misma y salvar así las apariencias.

 

Dentro fuera y fuera dentro

          Sophia de Mello escribe para devolver la expresión poética «a esta experiencia original del lenguaje y del pensamiento donde lo más íntimo del pensamiento se comprueba idéntico a su afuera. […] El yo se convierte en el fuera de mí»[10]. La acción de identificarse con lo que uno no es la aproxima a la locura.  Si alguien consigue que lo más íntimo sea lo más extraño y lo más extraño forme parte de su intimidad, que su corazón pertenezca al exterior y que las estrellas formen parte de su pecho, tendrá necesariamente que sufrir un proceso de extrañamiento y pasar por la temible incertidumbre de no saber muy bien quién es. La permanente novedad surge precisamente de la indeterminación, de la incursión en el no ser, de esa realidad informe por la que pasan una y otra vez los versos de Sophia de Mello. No es extraño que el espanto y el pánico dionisiaco hagan su aparición justo en el momento de una renovación que es la recuperación de sí misma al tiempo que la revelación del exterior, en una mutua entrega en la que el sujeto se entiende en el objeto y el objeto es a su vez comprendido en una conciencia virginal del sujeto: «O arfado espaço / Onde o que está lavado se relava / Para o rito do espanto e do começo / Onde sou a mim mesma devolvida».

 

 

Terrible fuente de renovación

          El caos se relaciona con el temor ante lo que no tiene forma. Su cualidad más repetida es la incorruptibilidad. Se trata de un caos que nunca termina de tomar forma determinada. Aparece normalmente asociado a imágenes relacionadas con el mar, como vemos en «Fechei à chave»: «Fechei à chave todos os meus cavalos / A chave perdi-a no correr de um rio / Que me levou para o mar de longas crinas / Onde o caos recomeça – incorruptível». Es incorruptible al orden, al logos. Lo dionisiaco se mantiene, como en aquel texto de Juan Larrea en Oscuro dominio: «Porque cuando el caos logró su primer esbozo de postura, hundido hasta los hombros en la levadura cenicienta y al sol se puso sin esfuerzo buscando una postura protectora, todas las otras posibilidades incumplidas meditaron la venganza que se cumple día tras día». Y esa venganza es también la que sufre cualquier percepción como la de Sophia de Mello, abierta al ser y al no ser, donde lo universal absoluto se da la mano con lo único particular.

          En el caos bullen todas esas «posibilidades incumplidas». Es seguramente eso a lo que llamaba Heidegger «tierra», una tierra informe frente al «mundo» de las formas, fuente inagotable de verdad. Gracias a ese caos que siempre está ahí el mundo, también el mundo de las formas terminadas, aparentemente terminadas, se renueva constantemente, y con él aquellos que perciben y renuevan con sus palabras la realidad.

 

Mirar cuando no estamos

          Y es cuando el sujeto desaparece, identificado con lo que no es él, cuando aparece esa mirada segura y exacta que la poeta relaciona con la divinidad, propiciada por la ausencia del hombre, convertido en recipiente del acontecer del mundo. De esos dioses nos queda la nitidez de nuestra percepción: «a nitidez que penetra aquilo que é olhado por um deus / Aquilo que o olhar de um deus tornou impetuosamente presente».

          Al invocar la presencia compañera de Pessoa cuando llega a una isla griega Sophia de Mello relaciona impersonalidad con divinidad, tras asomarse directamente al rostro de lo real: «O teu destino deveria ter passado neste porto / Onde tudo se torna impessoal e libre / Onde tudo é divino como convém ao real». De ahí que contraponga lo imaginado a lo real, las presencias a los fantasmas, insinuando que la maravilla es más propia de la realidad, dominada por la nitidez, donde todo es más preciso y más nuevo, que de la imaginación. En esta última los objetos se encuentran delimitados únicamente por la confusa mirada del hombre, no han sido ofrecidos con el ímpetu de una percepción sobrehumana que nos ofrece incansablemente el don de un mundo recién llegado.

 

 

 

PACO CARREÑO ESPINOSA (Madrid, 1965). Profesor de Lengua y Literatura. De origen murciano y manchego. Ha publicado poemas en las revistas Quimera (Barcelona) Calicanto (Manzanares, Ciudad Real), Salamandra (Madrid), Ágora (Murcia) y Antaria (Murcia). Es autor de libros de poesía, como Calblanque (con fotografías de Luis González Adalid, Zambucho, Madrid, 2006), Gabinete de sombras (con fotografías de Paula Noya, La Factoría de Papel, Madrid, 2015) y, su más reciente, Todos los días (Ed, Casus-Belli, Madrid, 2021). Ha publicado también narración y ensayos y ejerce la crítica literaria y artística. www.pacocarreño.com

Entrevista a Paco Carreño: Escribir también es descubrir que existen muchas  vidas en esta | Todoliteratura 

Paco Carreño, autor del artículo. Fuente: Todo literatura.

Muy recomendable la entrevista con Paco Carreño en esta página:

 https://www.todoliteratura.es/noticia/51754/entrevistas/entrevista-a-paco-carreno:-escribir-tambien-es-descubrir-que-existen-muchas-vidas-en-esta.html




[1] MICHAUX, Henri, «L’avenir de la poésie», en Oeuvres complètes, vol I, París, Gallimard, 2001, pp. 969, 980, 981

[2] SKLOVSKI, Viktor, «La construcción de la nouvelle y la novela», en TODOROV, Tzvetan, (comp.) Teoría de los formalistas rusos, Madrid, Biblioteca Nueva, 2012, p. 189

[3] COCCIA, Emanuele (2020), Metamorfosis. La fascinante continuidad de la vida, Madrid, Siruela, 2021, p. 79

[4] COCTEAU, Jean, «El secreto profesional», en Poésie critique, Paris, Ed. des Quatre Vents, 1945, p. 61

[5] HEIDEGGER, Martin, Arte y poesía, México, FCE, 1988, p. 114

[6] HEIDEGGER, Martin, Arte y poesía, México D. F., FCE, 1988, pp. 116, 117

[7] Ibidem, p. 110

[8] «Poemas inconjuntos», en PESSOA, Fernando, Poemas de Alberto Caeiro, Lisboa, Atica, 1993, p. 77

[9] Todas estas reflexiones de Ortega sobre las circunstancias se encuentran en su libro Meditaciones del Quijote.

[10] Rancière, Jacques, La parole muette. Essai sur les contradictions de la littérature, París, Hachettes Littérature, 1998, p. 146

 

REVISTA ÁGORA DIGITAL /MAYO 2021/ HOMENAJE A SOPHIA DE MELLO II

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