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Antonio Machado, en sus años de Soria
DOSSIER. EL TIEMPO DEL 98. CRISIS Y CAMBIO DE SIGLO EN EL CONTEXTO EUROPEO
Eros y tánatos: Antonio Machado en su narrativa lírica
Por Francisco Javier Díez de Revenga
Universidad de Murcia
En 1906, Antonio Machado, ante la necesidad de asegurar una estabilidad profesional, valiéndose de sus conocimientos de francés, prepara las oposiciones a Cátedras de Instituto de esa asignatura, para la que no era preciso ser Licenciado. Y, el 4 de abril de 1907, tras una dura y dilatada serie de ejercicios obtendría la plaza del Instituto de Soria, al que se trasladaría en octubre al comienzo del curso académico.
Tras la aparición la Real Orden de su nombramiento el 16 de abril, en La Gaceta de Madrid, Machado viaja por primera vez a Soria para tomar posesión de su cátedra. Se hospeda en la pensión de Isidoro Martínez Ruiz y Regina Cuevas Acebes, muy cerca del Instituto, número 54 de la calle de Collado, en el mismo centro de la ciudad. Regresará, parece ser, otra vez en verano, ya que algunos de sus poemas aparecen fechados en tierras de Soria en julio y en agosto.
Y definitivamente, vuelve al comenzar el curso, a principios de octubre de 1907. Vive en la misma pensión de Isidoro Martínez Ruiz y Regina Cuevas hasta que la cierran en diciembre de 1907. Es entonces cuando se traslada a otra pensión, la que regentan una hermana de Regina, Isabel, y su marido, un sargento de la Guardia Civil jubilado Ceferino Izquierdo Caballero, en la Plaza de los Teatinos (hoy calle de los Estudios). El matrimonio tiene tres hijas, Leonor, de trece años, Sinforiano, de 10, y una recién nacida, Antonia, que muchos años después haría teatro en el Instituto, en 1922, bajo la dirección del catedrático de Literatura y joven poeta Gerardo Diego. En este mismo 1907 aparece la segunda versión de su primer libro, ahora con un título algo más complejo: Soledades. Galerías. Otros poemas. Incorporado a la vida cultural soriana, colabora en algunos de sus periódicos: Tierra Soriana, El Porvenir Castellano, El Avisador Numantino.
Leonor Izquierdo 1909 (el día de su boda con Antonio Machado)
Machado entra en relaciones amorosas con Leonor, pero habrá que esperar a que Leonor alcance la edad legal para casarse, los quince años, que cumple el 12 de julio de 1909 El catedrático cumple el 25 de julio los treinta y cuatro. La boda se celebra el día 30 de ese mismo mes en la iglesia de Santa María la Mayor, de Soria.
Dos poemas aluden a su enamoramiento de Leonor, «En tren» (CX):
Yo, paro todo viaje
−siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera−,
voy ligero de equipaje.
Si es de noche, porque no
acostumbro a dormir yo,
y de día, por mirar
los arbolitos pasar,
yo nunca duermo en el tren,
y, sin embargo, voy bien.
¡Este placer de alejarse!
Londres, Madrid, Ponferrada,
tan lindos... para marcharse.
Lo molesto es la llegada.
Luego, el tren, al caminar,
siempre nos hace soñar;
y casi, casi olvidamos
el jamelgo que montamos.
¡Oh, el pollino
que sabe bien el camino!
¿Dónde estamos?
¿Dónde todos nos bajamos?
¡Frente a mi va una monjita
tan bonita!
Tiene esa expresión serena
que a la pena
da una esperanza infinita.
Y yo pienso: Tú eres buena;
porque diste tus amores
a Jesús; porque no quieres
ser madre de pecadores.
Mas tú eres
maternal,
bendita entre las mujeres,
madrecita virginal.
Algo en tu rostro es divino
bajo tus cofias de lino.
Tus mejillas
−esas rosas amarillas−
fueron rosadas, y, luego,
ardió en tus entrañas fuego;
y hoy, esposa de la Cruz,
ya eres luz, y sólo luz...
¡Todas las mujeres bellas
fueran, como tú, doncellas
en un convento a encerrarse!...
¡Y la niña que yo quiero,
ay, preferirá casarse
con un mocito barbero!
El tren camina y camina,
y la máquina resuella
y tose con tos ferina.
¡Vamos en una centella!
Parece ser que el pretendiente barbero de Leonor era cierto, pero ella, gran aficionada a la poesía, prefirió al poeta. En «Pascua de Resurrección» (CXII), publicado en mayo de 1909, en La Lectura, el poeta transmite el entusiasmo total ante la primavera soriana y ante su felicidad amorosa:
Mirad:
el arco de la vida traza
el iris sobre el campo que verdea.
Buscad vuestros amores, doncellitas,
donde brota la fuente de la piedra.
En donde el agua ríe y sueña y pasa,
allí el romance del amor se cuenta.
¿No han de mirar un día, en vuestros brazos,
atónitos, el sol de primavera,
ojos que vienen a la luz cerrados,
y que al partirse de la vida ciegan?
¿No beberán un día en vuestros senos
los que mañana labrarán la tierra?
¡Oh, celebrad este domingo claro,
madrecitas en flor, vuestras entrañas nuevas!.
Gozad esta sonrisa de vuestra ruda madre.
Ya sus hermosos nidos habitan las cigüeñas,
y escriben en las torres sus blancos garabatos.
Como esmeraldas lucen los musgos de las peñas.
Entre los robles muerden
los negros toros la menuda hierba,
y el pastor que apacienta los merinos
su pardo sayo en la montaña deja.
Antonio Machado y Leonor Izquierdo el día de su boda
En 1910, Machado, deseando salir de la vida provinciana de Soria, tal como manifiesta en la instancia de petición, consigue una Beca de la Junta de Ampliación de Estudios para perfeccionar sus conocimientos de la lengua francesa. El matrimonio se traslada a París, y en la Universidad de La Sorbona asiste Antonio a clases de filólogos muy prestigiosos como Bédier, Meillet, Le Franc, mientras que escucha las conferencias que en el Colegio de Francia imparte Henri Bergson. Coincide con Rubén Darío y su familia española, con quienes los esposos Machado comparten la vida parisina. Pero una repentina enfermedad de la joven esposa, una gravísima hemoptisis, por la que Leonor tiene que ser hospitalizada en París, le hace renunciar a la beca y regresar a Soria, en septiembre de 1911. Allí Leonor se iría lentamente agravando, aunque a veces existieran esperanzadores procesos de recuperación muy débiles.
A mediados de abril de 1912, Machado publicaría su segundo libro, Campos de Castilla, que sería acogido muy favorablemente por la crítica. Pero tales satisfacciones se vieron pronto ensombrecidas de forma definitiva por la muerte de Leonor, el 1 de agosto. Machado dejaría a su esposa enterrada en el cementerio del Espino y solicitaría al Ministerio de Instrucción Pública su inmediato traslado a la primera vacante que se publique, con lo que su etapa soriana quedaría físicamente cerrada para siempre, aunque el recuerdo de estas tierras y de su joven amor permanecerían en la memoria del poeta. Consiguió entonces la cátedra de Baeza, a la que se incorpora al comienzo del curso. Su madre iría a vivir con él a la pequeña población gienense, en la que Machado escribiría la ampliación o segunda parte de Campos de Castilla.
En el conjunto de Campos de Castilla, en su edición definitiva, se destaca, en su estructura, un núcleo de poemas de carácter excepcional por su tono autobiográfico y personal, el grupo de textos formado por los que podríamos denominar poemas del «ciclo» de la enfermedad y muerte de Leonor. Conjunto no especificado, pero situado por el poeta con todo cuidado, respetando la cronología y el lugar de escritura, desde Soria a Baeza. También se advierte una evolución en el sentimiento del poeta, plenamente implicado en esta serie de composiciones de carácter autobiográfico.
Uno de los espacios más bellos, por auténticos y emotivos, de todo Campos de Castilla lo constituye, en efecto, el conjunto de poemas que tratan de la enfermedad y muerte de Leonor, que Antonio Machado situó, en la edición definitiva, entre los poemas CXV, «(A un olmo seco)», y CXXVI «(A José María Palacio)». Todo el conjunto constituye un ciclo en el que el poeta gradúa sus sentimientos en torno a la tragedia, a través de la esperanza, desesperanza, serenidad y recuerdo. Establece en cada uno de los poemas una estructura reveladora de la aceptación de la desgracia, que se expresa en versos finales presididos por la esperanza, gesto que Machado muestra en muchos de los poemas dedicados al paisaje y a las gentes de Castilla. En el caso de estos versos más personales, los finales logran una emotividad serena verdaderamente destacable.
Pero lo cierto es que donde más se manifiesta esa esperanza es en el poema que abre la serie, «(A un olmo seco)» (CXV), escrito en mayo de 1912, cuando Leonor aún estaba viva y, ante una ligera mejoría, aparece una remota esperanza de curación. Machado establece un inteligente y expresivo paralelismo simbólico con la ya por él querida naturaleza de Soria, representada en ese viejo olmo que deja ver, con la primavera, algunas hojas verdes. El mismo olmo que reaparecerá con sus primeras hojas, en el poema definitivo y último de la serie, «(A José María Palacio)» (CXXVI). Se ha destacado que Machado utiliza la palabra milagro pero en un tono secular y nada religioso, ya que basa su esperanza en el evolucionismo biológico al atribuirla a la luz y a la vida en ese final patético:
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
Los restantes poemas están escritos in morte de Leonor. Todos ellos se crean en la lejanía, a muchos kilómetros de la ahora amada tierra castellana, en Andalucía, y ya trascurridos algunos meses desde la muerte de la esposa. Y todos y cada uno de ellos están presididos por algunos de los símbolos predilectos de Antonio Machado.
La primavera, que habíamos advertido con su lección de esperanza, en el poema «(A un olmo seco)» vuelve a representar el mismo papel, y es, en efecto, la protagonista de los poemas siguientes: «(Recuerdos)» (CXVI), donde se concluye el poema, escrito «en tren, en abril de 1913» honestos versos:
En la desesperanza y en la melancolía
de tu recuerdo. Soria, mi corazón se abreva.
Tierra del alma, toda, hacia la tierra mía,
por los floridos valles, mi corazón te lleva.
«Al borrarse la nieve, se alejaron» (CXXIV),
Al borrarse la nieve, se alejaron
los montes de la sierra.
la vega ha verdecido
al sol de abril, la vega
tiene la verde llama,
la vida, que no pesa;
y piensa el alma en una mariposa,
atlas del mundo, y sueña.
Con el ciruelo en flor y el campo verde,
con el glauco vapor de la ribera,
en torno de las ramas,
con las primeras zarzas que blanquean,
con este dulce soplo
que triunfa de la muerte y de la piedra,
esta amargura que me ahoga fluye
en esperanza de Ella...
y «(A José María Palacio)» (CXXVl).
El sueño, superador de la muerte, con un papel aún más rico que el atribuido en Soledades, preside, con su protagonismo, otras composiciones: «Allá, en las tierras altas» (CXXI):
Allá, en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando, en sueños...
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.
«Soñé que tú me llevabas» (CXXII):
Soñé
que tú me llevabas
por una blanca vereda,
en medio del campo verde,
hacia el azul de las sierras,
hacia los montes azules,
una mañana serena.
Sentí tu mano
en la mía,
tu mano de compañera,
tu voz de niña en mi oído
como una campana nueva,
como una campana virgen
de un alba de primavera.
¡Eran tu voz y tu
mano,
en sueños, tan verdaderas!...
Vive, esperanza,
¡quién sabe
lo que se traga la tierra!.
y el ya citado «Al borrarse la nieve, se aleja» (CXXIV):
El camino, símbolo del devenir vital, no está ausente, y más que un elemento del paisaje de gran belleza, vuelve a adquirir su fuerte poder simbólico, aunque ahora se evidencia más que se configura como un camino de soledad. Así en el ya recordado y transcrito «Allá en las tierras altas,» (CXXI) y en el poema «Caminos» (CXVIII), fechado en Baeza, en noviembre de 1913:
De la ciudad moruna
tras las murallas viejas,
yo contemplo la tarde silenciosa,
a solas con mi sombra y con mi pena.
El río va corriendo,
entre sombrías huertas
y grises olivares,
por los alegres campos de Baeza
Tienen las vides pámpanos dorados
sobre las rojas cepas.
Guadalquivir, como un alfanje roto
y disperso, reluce y espejea.
Lejos, los montes duermen
envueltos en la niebla,
niebla de otoño, maternal; descansan
las rudas moles de su ser de piedra
en esta tibia tarde de noviembre,
tarde piadosa, cárdena y violeta.
El viento ha sacudido
los mustios olmos de la carretera,
levantando en rosados torbellinos
el polvo de la tierra.
La luna está subiendo
amoratada, jadeante y llena.
Los caminitos blancos se cruzan y se alejan, buscando los dispersos caseríos
del valle y de la sierra.
Caminos de los campos...
¡Ay, ya, no puedo caminar con ella!
Y, finalmente, los recuerdos serán el medio de evocación del pasado en casi todos los poemas, pero consoladores lo serán especialmente en «(Recuerdos)» (CXVI), ya trascrito, y, sobre todo, en «(A José María Palacio») (CXXVI). «En estos campos de la tierra mía» (CXXV) amplía el campo de la memoria, recuperando a los recuerdos de la infancia y del «patio de Sevilla», fechado en Lora del Río, el 4 de abril de 1913:
En estos campos de la tierra mía,
y extranjero
en los campos de mi tierra
—yo tuve patria donde corre
el Duero
por entre grises
peñas,
y fantasmas de viejos encinares,
allá en Castilla, mística y guerrera,
Castilla la gentil, humilde y brava,
Castilla del desdén y de la fuerza—,
en estos campos de mi Andalucía,
¡oh tierra en que nací!, cantar quisiera.
Tengo recuerdos de mi infancia, tengo
imágenes de luz y de palmeras,
y en una gloria de oro,
de lueñes campanarios con cigüeñas,
de ciudades con calles sin mujeres
bajo un cielo de añil, plazas desiertas
donde crecen naranjos encendidos
con sus frutas redondas y bermejas;
y en un huerto sombrío, el limonero
de ramas polvorientas
y pálidos limones amarillos,
que el agua clara de la fuente espeja,
un aroma de nardos y claveles
y un fuerte olor de albahaca y hierbabuena,
imágenes de grises olivares
bajo un tórrido sol que aturde y ciega,
y azules y dispersas serranías
con arreboles de una tarde inmensa;
mas falta el hilo que el recuerdo anuda
al corazón, el ancla en su ribera,
o estas memorias no son alma. Tienen,
en sus abigarradas vestimentas,
señal de ser despojos del recuerdo,
la carga bruta que el recuerdo lleva.
Un día tornarán, con luz del fondo ungidos,
los cuerpos virginales a la orilla vieja.
Muy interesante es la actitud de Antonio Machado a la hora de mostrar la identidad de la amada. Sus referencias a Leonor, que, indudablemente es la protagonista de todos los poemas, son de una delicadeza y discreción absolutamente asombrosas, ya que en toda la serie, tan sólo una vez la nombra directamente, y lo hace porque se dirige a ella. Se trata de uno de los poemas más emotivos, CXXI:
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
En el resto de las composiciones, la presencia de Leonor se reducirá al pronombre «Ella», en la línea del romanticismo y de su maestro Bécquer. Así, en «Caminos» (CXVIII), en «Al borrarse la nieve se alejaron» (CXXIV) o en CXX:
Dice la esperanza: Un día
la verás, si bien esperas.
Dice la desesperanza:
Sólo tu amargura es ella.
Late, corazón... No todo
se lo ha tragado la tierra.
O a algún apelativo cariñoso («niña» la llama en «Soñé que tú me llevabas» (CXXII) y «Mi niña» en «Una noche de verano» (CXXIII). También utiliza para nombrarla la perífrasis expresiva («lo que más quería», en CXIX):
Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.
O incluso a la simple mención por medio del adjetivo posesivo, «donde está su tierra», en «A José María Palacio» (CXXVI).
Integrado en el conjunto de la enfermedad y muerte de Leonor se encuentra el poema «(Al maestro Azorín por su libro Castilla)» (CXVII), en el que, sorprendentemente, no se lleva a cabo tan sólo un elogio del admirado escritor levantino, al que en efecto evoca de una manera sutil, al imitar la peculiar prosa lacónica y el gusto por lo vulgar y las cosas pequeñas que distinguió a José Martínez Ruiz. Hay además una presencia personal del propio Machado, que no es otro que el enlutado que, encerrado en su dolor de reciente viudo, espera la diligencia para abandonar las tierras castellanas, «la mano en la mejilla» como el caballero de uno de los relatos del libro azoriniano glosado, mientras el tiempo avanza, desde la tarde triste y sombría hasta la noche cerrada, con la llegada de la diligencia esperada.
Por último, en el conjunto de poemas, comparece también la peculiar «religiosidad» machadiana, convertida en oración imprecatoria (como la que el campesino dirige al «Dios ibero»), aunque cerrada con un resignado y espectacular verso último, en el que reaparece el más genuino símbolo de la muerte para Machado, el mar (CXIX):
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.
En pleno centro del ciclo de Leonor, la muerte llegará a estar presente en un poema (CXXIII), personificada, de acuerdo con la tradición legendaria más castellana, siguiendo el sereno ejemplo de Jorge Manrique en las «Coplas a la muerte de su padre», entrando en la casa (aunque sin «llamar a la puerta» ya que por ser verano ésta y el balcón estaban abiertos) y rompiendo el hilo, heredado de las Parcas clásicas, aunque sin perder en ningún momento el tono de intimidad y autenticidad que, sin duda, preside todo el conjunto. Separándose del resto, se halla este poema presidido por un tono narrativo muy evidente, al que contribuye el romance utilizado:
Una noche de verano
estaba abierto el balcón
y la puerta de mi casa―
la muerte en mi casa entró.
Se fue acercando a su lecho
ni siquiera me miró―
con unos dedos muy finos,
algo muy tenue rompió.
Silenciosa y sin mirarme,
la muerte otra vez pasó
delante de mí. ¿Qué has hecho?
La muerte no respondió.
Mi niña quedó tranquila,
dolido mi corazón.
¡Ay, lo que la muerte ha roto
era un hilo entre los dos!
Obra excepcional dentro de este conjunto es el poema «A José María Palacio» (CXXVI):
Palacio, buen amigo,
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos
del río y los caminos? En la estepa
del alto Duero, Primavera tarda,
¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...
¿Tienen los viejos olmos
algunas hojas nuevas?
Aún las acacias estarán desnudas
y nevados los montes de las sierras.
¡Oh, mole del Moncayo blanca y rosa,
allá, en el cielo de Aragón, tan bella!
¿Hay zarzas florecidas
entre las grises peñas,
y blancas margaritas
entre la fina hierba?
Por esos campanarios
ya habrán ido llegando las cigüeñas.
Habrá trigales verdes,
y mulas pardas en las sementeras,
y labriegos que siembran los tardíos
con las lluvias de abril. Ya las abejas
libarán del tomillo y el romero.
¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas?
Furtivos cazadores, los reclamos
de la perdiz bajo las capas luengas,
no faltarán. Palacio, buen amigo,
¿tienen ya ruiseñores las riberas?
Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra...
Baeza, 29 de abril 1913.
Se trata de uno de los más bellos poemas de Antonio Machado, incorporado a la segunda edición de Campos de Castilla. El poema está escrito en Baeza, según la versión definitiva, en la edición de 1933 de Poesías completas, el día 29 de abril de 1913. En sus dos primeras versiones (en Poesías completas −de 1917 y de 1928− llevaba la fecha de 29 de marzo). En todo caso es un poema escrito en la primavera del año siguiente a la muerte de Leonor Izquierdo, la joven esposa de Antonio Machado, desde la ciudad andaluza a la que Machado ha trasladado su cátedra de Instituto: Baeza. Es un poema que tiene la configuración de una carta, dirigida a José María Palacio, empleado de Hacienda de la Delegación Provincial de Soria, amigo y contertulio de Antonio Machado, casado con una prima de Leonor. Palacio era además periodista y dirigió el periódico de Soria El Porvenir Castellano, donde este poema vería la luz por primera vez el día 8 de mayo de 1916, tres años después de ser escrito.
El amor está presente en el recuerdo y en la memoria de la mujer amada, muerta, a cuyo recuerdo está este poema indudablemente dedicado. La presencia sobre todo el poema de la amada es pura sugerencia y sólo un adjetivo posesivo, su, en su tierra se refiera directamente a ella. Sin duda, el poema se desarrolla en el marco del recuerdo familiar e íntimo (Palacio, como Machado, también estaba casado con una mujer de la misma familia), y basta una sola y muy leve alusión, ya al final del poema, para que se comprenda el sentido total de esta composición que nace como algo familiar, pero cuya trascendencia hace que el sentimiento del amor en el recuerdo se universalice. Tres años permanece la composición en el seno de la intimidad familiar, porque nace como un poema confidencial, como un poema que recupera símbolos muy vinculados a la historia de Leonor y a la historia del amor de Machado por su joven mujer. El viejo olmo reverdeciendo, que había sido signo de esperanza en los últimos momentos de la vida de Leonor, comparece, con toda su fuerza en este paisaje que el poeta, por otro lado, había glosado, en ausencia, en algunos poemas de esta época, como el citado «(Recuerdos)», en el que se produce una similar recuperación en la memoria de la primavera de Soria, ya lejana en el espacio y en el tiempo. Pero ahora, en el poema «(A José María Palacio)» esa meditación tiene una vinculación muy personal a su amor, y a la muerte de su amor.
Lirios y rosas para la amada muerta nos introducen también en el tema de la muerte, implícito en la dedicación a Leonor que este poema contiene y presentido en todas las referencias al tiempo que antes hemos glosado. La muerte es el fin de la temporalidad de nuestro transcurrir vital y el tiempo, con su paso, avisa constantemente de ello, aunque, frente a la decadencia del hombre, la naturaleza se renueva, como ocurre en este poema, cada año con la llegada de la primavera, tópico que adquiere en Machado una intensidad emotiva diferente del tratamiento anterior de este tema literario.
Un poema, en definitiva, construido con materiales muy ricos que Machado ya había utilizado, pero que adquieren, al introducir la meditación del tiempo y la naturaleza en la propia emoción personal e íntima, la lección de lo auténtico que caracterizó siempre a su poesía, y que, en estos años, vinculada al recuerdo de Soria y, sobre todo, de Leonor, refleja vivencias que logran una validez universal, que ha permitido que el poema mantenga toda su inicial emotividad. El tono conversacional, casi confidencial e íntimo, el sereno sentimiento de nostalgia y el recuerdo de emociones ante la naturaleza, fuera ya de su entorno vital para siempre, pero perfectamente memorizadas, completan la riqueza de un poema que ha sido destacado como uno de los más hermosos de toda la poesía española del siglo XX.
FRANCISCO JAVIER DÍEZ DE REVENGA es catedrático emérito de Literatura Española en la Universidad de Murcia. Editó y publicó una "Introducción" a la novela de Galdós Miau, en ed. Cátedra, 2000, y más recientemente, Azorín, entre los clásicos y con los modernos (Real Academia Alfonso X el Sabio, Murcia, 2021) y Carmen Conde desde su edén (2020, Murcia). Correspondiente en prestigiosas instituciones, como la Real Academia de la Historia, la de las Buenas Letras de Sevilla, o la Alfonso X de Murcia.
REVISTA ÁGORA DIGITAL/ MAYO 2022/ DOSSIER EL TIEMPO DEL 98.
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