ULTIMA FRAGMENTA
MIGUEL ÁNGEL CUEVAS
ULTIMA FRAGMENTA
A cura di Giovanni Miraglia
Algra Editore
Catania 2017
Miguel Ángel Cuevas
Miguel Ángel Cuevas, catedrático de italiano, en la Universidad de Sevilla, traductor y poeta, autor de este libro escrito en castellano y en la bella lingua de su cátedra. La edición se ha hecho para que, el lector, a modo de espejo, disponga del verso en ambos idiomas. Esta impresión importa, porque las versiones se contrastan fácilmente y, a veces el reflejo aporta transparencia, sabor clásico. Compruébese: Varado sea amor /Sia arenato amore.
El poeta no ha pensado que estos poemas fuesen fáciles. Como dijo García Lorca en su conferencia sobre Góngora: a D. Luis no hay que leerlo, hay que estudiarlo. Su complejidad reside en la palabra, hipérbatos que obligan a la lentitud, alusiones a obras que no son citadas, pero que están ahí como sustrato real. El texto se cierra con un completo estudio de Giovanni Miraglia.
Se dice que los árboles no nos dejan ver el bosque. ¿Y si no hubiese bosque? Si así ocurriera, quizá tampoco existirían los claros, esos lugares de encuentro, que tanto gustaban a María Zambrano. El bosque es una abstracción, irreal, mientras que, cada árbol que veo y toco, que he de esquivar para poder seguir mi camino, esos, sí son reales.
El autor es consciente de que todo poema es un fragmento, el libro, como unidad, a su vez, es otro fragmento. Solo las enciclopedias tienden a la unidad, se parecen al bosque. El siglo dieciocho pretendió hacer de la irrealidad una unidad tangible, puso a la altura del hombre los saberes del mundo.
Cuando se tienen dos lenguas, cuyo origen es común, se nos presenta la cosa y su reflejo, esta imagen, a veces es invertida, observad el comportamiento sustantivo y adjetivo: Erigía en el claro las estancias/ las raíces que trénzanse/ las fuentes enbriagadas. Ahora la versión: Erigeva le stanze alla radura,/ radici che s´intrecciano,/ inebriati fonti. Entonces tenemos oportunidad de descubrir el origen y lo convencional.
La escritura de Miguel Ángel Cuevas se parece a alguien que camina con los ojos puestos en el suelo, porque duda que sea real, entonces encuentra palabras que han quedado en desuso, no porque el objeto referido haya dejado de existir, sino porque, la imprecisión del habla común, las ha desterrado: tierra abajo/vertida en su agujero ahonda / la palabra / no inscrita no/ pronunciada.
El poeta se convierte en un rescatador de objetos, de palabras. Oigamos algunas: miera, cechero, usgosa, pómice, salumbre, zaborra, salmostra. Busca la esencia última de las cosas a través de esas voces. Cuando Azorín nombraba todos los humildes enseres que componían la escena, ¿para qué lo hacía?, quizá quiso descubrir el tiempo en el que reposaban y, desde ese tiempo, llegar a su historia.
El autor se instala entre el querer ver y el estar viendo. Recuerda la experiencia de Kandinski en Punto y línea sobre el plano. Líneas y puntos que dicen porque quieren decir, no oímos, sino que vemos. Entramos en la sinestesia.
Todos sus poemas son breves, algunos muy breves. Se trata de un ejercicio de síntesis, de elipsis. Ha eliminado aquello que no considera esencial. Pretende rescatar de la sombra, dar al poema una nueva luz: Lo que habéis querido sepultar/ despojándolo el nombre suyo / amasándolo/ aquí crece se incorpora torna/cuerpo reconocible y tierra/ y nombre./ Regresa de la muerte.
Compone sus textos con versos en los que predominan los impares. Tal como si fuese a recuperar su ser por vía oral, suele eliminar signos de puntuación. Sus poemas se convierten en instrumentos de búsqueda. A veces localizamos visiones surrealistas: despedázate vuela más/ alto que tu cuerpo. Otras son meros fragmentos, que valen como objetos encontrados. ¿Cuál es el tema dominante? Buscar la autenticidad, el reconocimiento del mundo entre la confusión que lo ha empobrecido, anulando el diálogo con la realidad, con la pintura, con los clásicos: Hablo / para tocar la palabra que nombra:/ para tocar lo que la palabra/ nombra.
Miguel Ángel Cuevas ama la oquedad, que evoca aquella caverna de Platón, de la que, como si hubiésemos sido expulsados, nos descubrimos a la intemperie en un mundo que ha sido vaciado, del que solo queda caos y fragmentos, por eso escribe para comprobar si entre sus huecos, sus palabras y su sintaxis, reconoceremos lo que fue, porque, todas las palabras padecen amnesia.
El autor ha dividido este libro en cinco secciones más un Envío, poema que equivale a un prólogo; en él aparece expuesto con claridad su empeño. He aquí el texto fragmentado para esta lectura:
Antes de toda forma hay un ceder a la materia:/ Un asentimiento articula espacios/ al nombre, inverificables.
La forma fue una constante en la poesía de Jorge Guillén. Recordemos que también profesó en Sevilla, de cuya Universidad partió al exilio. En Cántico, aparece el soneto Hacia el poema, El terceto final dice: El son me da un perfil de carne y hueso./ La forma se me vuelve salvavidas./ Hacia una luz mis penas se consumen.
La poesía se concreta como forma, hecha objeto se ha materializado en la página. ¿A qué se refiere con forma? ¿Es la estrofa? ¿Es el verso? ¿Son las palabras y su disposición? ¿Los acentos?... Si la forma es algo abstracto, ha de ceder al imperio de lo concreto, para pasar de lo invisible a lo visible. La forma o alma del poema no alcanza su ser hasta que no ha sido actualizada. Hay un asentimiento, un pacto que acepta el espacio donde se van a distribuir los nombres. Sin embargo, al agregar: inverificables, alude a su rebeldía, incapacidad de ser controlados. Todo poema siempre es un misterio.
La oquedad ritma su disposición, su escucha.
El poema se lee y es oído, Cuando se lee, abrimos un hueco, rompemos la rigidez habitual, es ahí donde oímos y percibimos el eco. El muro puede ser atravesado y lo hace por medio del ritmo. Escuchar no es un acto pasivo.
Un gesto, la pronunciación en la improbabilidad,/ la presencia no requerida, sin interlocución,/ atónito y suspenso hurga en su angosta fluencia/ apropiándose la función que nadie le otorga.
Pasa a depender del contexto, de quien lee y quien escucha, de ese estado de concentración que significa el encuentro. Quien expone, voluntaria o involuntariamente, se sirve del gesto, que añade su contenido. Por tanto, toda emisión se enmarca en la improbabilidad, sucesos, ocurrencias que no figuran en el texto. La escritura como asegura Platón es sólo un recordatorio, no la memoria. Ahora, cuando el escritor trata ese momento en que brota la palabra, comprende la distancia que media entre los interlocutores, por eso hurga, profundiza en esa voz que sale de la garganta, a menudo ajena, pese a que sea el poeta quien la emita.
El trazo verbal innatural, la palabra escrita/ como inicio y síntoma de efabilidad,/ no arraiga en los cercados de la certidumbre/ si los vislumbra y atraviesa.
Con el trazo verbal refiere lo escrito, que califica de innatural, no espontáneo. La aposición: palabra escrita, parece confirmarlo. Con trazo enuncia el hecho de que puede ser leído.
Transita estupefacto entre residuos/ remotos, sentenciados./ Acaso pueda, desde o en la traza/ aparecer el rastro, acontecer la huella.
Sus textos están destinados a lectores que exploran y experimentan, dispuestos a perderse en el bosque, lectores que convierten la lectura en compromiso, no cosa ajena, distante, quieta.
El hombre, desconcertado, habita un mundo de palabras viejas. Así que, entre todas esas ruinas, espera encontrar esa traza, rastro, huella, que contenga o recuerde que hubo unas vidas, que permanecen en la memoria; autores que escribieron, pintaron, esculpieron, compusieron, tuvieron la voluntad de hacer visibles sus intuiciones, audibles sus melodías, legibles sus libros, para que el misterio que es la creación, ese saber del hombre, perdure. Porque estamos solos y necesitamos de ese conocimiento, de esos restos que subsisten entre las palabras. A menudo entre las esquinas de las palabras, las confusas frases, persiste el silencio, la belleza, la cultura, como un lago oscuro, donde aún late todo lo que, el ser humano, ha amado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario