Agradecemos vivamente a Manuel Moyano su primera colaboración en la revista Ágora, con un espléndido relato de viaje: Por tierras de Albania.
POR TIERRAS DE ALBANIA
MANUEL MOYANO
Nunca he logrado comprender por qué un individuo se cree con derecho a dictar cómo debe ser la vida de los demás. Ese enigma constituye la principal razón de que, recientemente, viajara a Albania junto a mi familia. Durante muchos años, el pasaporte de los ciudadanos españoles fue válido en cualquier parte del planeta excepto en Corea del Norte, Mongolia Exterior y –precisamente– Albania. Mucho tiempo atrás, en 1986, yo había recorrido con un primo hermano la Europa del Este y, pese a no haberse desmoronado aún el muro de Berlín, pudimos visitar todos los países de la esfera comunista salvo aquel rincón de los Balcanes regido por Enver Hoxha, el Faraón Rojo, un tipo apuesto que daba en las fotos imagen de buena persona. Gracias a él, Albania permaneció aislada durante cerca de medio siglo no sólo de los occidentales, sino también –en su defensa a ultranza del estalinismo puro– del bloque oriental.
La paranoia de Hoxha iba pues dirigida contra todos los países del orbe, incluyendo una Rusia demasiado aperturista para su gusto, y si bien él murió en 1985 y su régimen terminó de extinguirse en 1991, aún son abundantes las huellas que dejó en el país. Especialmente las de orden psicológico, desde luego, pero también las físicas. Cuando nos dirigíamos desde las orillas del lago Ohrid –frontera con Macedonia del Norte– hacia Tirana, nos llamó la atención ver a las afueras de cada pueblo, por pequeño que fuese, uno o más búnkeres de hormigón. Usados ahora por los lugareños como almiares o para guardar aperos, Hoxha había hecho construir la friolera de 173.000 a lo largo y ancho de todo el territorio nacional. Ya que el estado no disponía de presupuesto suficiente para tanques, decidió protegerse de improbables invasiones extranjeras mediante ese ejército inmóvil. Aquélla era tan sólo una de las locuras con que tuvieron que convivir los desdichados albaneses durante décadas.
Si un libro refleja bien lo que fue ese mundo es Barro más dulce que la miel, de la escritora polaca Margo Rejmer, quien se entrevistó para componerlo con decenas o tal vez un centenar de albaneses. Cuando uno lo lee, da gracias al cielo por no haber vivido en la Albania de aquellos años, en absoluto lejanos (yo me casé el mismo año en que cayó el régimen). Al leer sus páginas uno puede comprobar cómo, dentro de un sistema totalitario, el miedo logra convertir a todos los ciudadanos en cómplices de la crueldad, la estupidez, la delación y la ignominia, creando un universo atroz y cerrado en sí mismo del que no parece haber escapatoria. Pensé, mientras cruzábamos la frontera montañosa y boscosa que separa Albania de su vecino del norte, que no parecía tan difícil huir por allí del país sin ser detectado, por mucha vigilancia que hubiese. Pero el dilema que se le planteaba al fugado –un traidor para las autoridades– era que el régimen de Hoxha hacía pagar con el oprobio, la cárcel o algo peor a los familiares que se quedaban en tierra.
Tantos años de aislamiento se habían traducido en un atraso del que sólo ahora Albania –Shqipëria para los nativos– estaba empezando a salir. La vieja red de carreteras recordaba a la España de los años sesenta, cuando no había autovías, las ciudades se atravesaban por el centro en vez de circunvalarse y el camión más lento y pesado imponía su ritmo a los demás vehículos. Esto generaba monstruosos atascos que algunos trataban de evitar realizando adelantamientos suicidas, motivo de algunos aparatosos accidentes con los que nos topamos a lo largo del viaje. En un país donde el salario mínimo es la quinta parte del español, resultaba llamativa la abundancia de vehículos de alta gama –Audi y Mercedes–, comprados sin duda con afán de aparentar: esto obligaba a mantenerlos limpios y relucientes, lo que explicaba la exagerada abundancia de lavaderos para coches.
El nombre de la capital, Tirana, resonaba en mi cabeza con un eco misterioso que evocaba toda la sordidez y cerrazón de las dictaduras comunistas. Caminar por su vastísima y desnuda plaza principal –llamada Skandenberg por el héroe nacional que luchó contra los turcos– era como hacerlo por un páramo. A su alrededor se elevaban modernos edificios acristalados, algunos aún en construcción, que mostraban el renacer de un país clínicamente muerto durante décadas. Tirana parecía querer decirle al mundo que había dejado atrás aquella época oscura; no obstante, fuera del centro abundaban casas destartaladas y el urbanismo era caótico. El bazar principal, donde podía comprarse tabaco a granel, grosellas o raki casero (un aguardiente casi corrosivo), resultaba pobre y poco surtido en comparación con los bazares de otros países balcánicos.
Lo cierto era que, pese a la contundencia de su nombre, no había gran cosa que ver en Tirana. La única visita que realizamos fue al interior de un edificio anodino –levantado frente a una enorme iglesia ortodoxa de aire kitsch– que había sido clínica de obstetricia y luego cuartel de la Gestapo antes de convertirse en teatro de operaciones de la Sigurimi, el servicio secreto del régimen de Enver Hoxha. Los tiraneses la bautizaron como la Casa de las Hojas porque la hiedra y la densa arboleda impedían ver qué ocurría en su interior. En ella se centralizó el espionaje paranoico sobre los propios ciudadanos, todos potenciales enemigos del estado. El edificio conservaba las mismas y gastadas puertas de entonces, las mismas y gastadas baldosas de mediados de siglo. Parecía una instalación de arte contemporáneo o conceptual, pero, mientras recorríamos sus ominosos pasillos, no pude evitar pensar en la gente que había sufrido allí dentro. A veces, el mal parece persistir en ciertos lugares.
En la Casa de las Hojas se practicaban sin tapujos interrogatorios, torturas y asesinatos. Un documento oficial, reproducido en una de las dependencias, daba detalladas instrucciones de cómo hacer sufrir a los detenidos hasta lograr que confesasen. También se exhibían micrófonos, equipos de escucha telefónica, cámaras con teleobjetivos, transmisores y un sinfín de aparatos de tecnología hoy obsoleta que habían sido empleados para el seguimiento de sospechosos y la intercepción de comunicaciones telefónicas. Un tercio de los domicilios tenía micrófonos ocultos, y, si sus habitantes los descubrían y trataban de quitarlos o destruirlos, eran detenidos, porque eso evidenciaba que tenían algo que esconder. El miedo era la sustancia de la que se valió el régimen para manipular a la población. Cientos o tal vez miles de personas murieron entre los muros de la Casa de las Hojas.
Más atractiva que Tirana resultaba la ciudad norteña de Shkodër, rodeada de montañas y a orillas de un gran lago fronterizo con Serbia por el que también los albaneses intentaron huir en su día: la meta soñada era Italia, de la que llegaban ecos de una vida despreocupada y feliz. Nos alojamos en el hotel La Ille, cuya simpática dueña –imaginé– habría pasado casi toda su vida bajo del régimen de Hoxha y aún se levantaba cada mañana asombrándose de que todo aquello hubiese acabado. En Shkodër, los minaretes se elevaban hacia el cielo y la voz del muecín parecía disonar en un entorno de arquitectura y usos esencialmente occidentales. Cinco siglos de dominación otomana habían dejado una población mixta de cristianos y musulmanes a los que no resultaba fácil distinguir entre sí. De los agitados Balcanes dijo Churchill que producían más historia de la que podían digerir.
Hacia el norte de Shkodër se levantaban los Alpes Dináricos. Una estrecha carretera conducía hacia el remoto valle de Teth entre oscuras montañas permanentemente envueltas en nubes. Las mujeres de cierta edad llevaban un tocado tradicional que les cubría las cejas –como el de la madre Teresa de Calcuta– y no era raro ver gente pastoreando vacas, cerdos u ovejas por las cunetas. Tal vez los montañeses no hubiesen cambiado demasiado desde que los frecuentó la inglesa Edith Durham, en cuyo libro Las tierras altas de Albania, de 1909, leí por primera vez acerca del Kanun. El Kanun era un terrible código del honor de origen otomano que imperaba entre los albaneses de las tierras altas y que llevaba la venganza y el ojo por ojo hasta extremos delirantes. Ismail Kadaré lo reflejó en su novela Abril quebrado. Quizá lo único bueno que puede atribuírsele al régimen de Hoxha fue el hecho de prohibirlo. En otra de sus obras, El general del ejército muerto, Kadaré escribió acerca de sus compatriotas que “siempre han sentido placer en matar o hacerse matar. Cuando no encontraban un enemigo contra el que combatir, se mataban entre ellos”.
Si en el norte el turismo estaba empezando a dar los primeros pasos, y sus paisajes rocosos poblados de hayas y cascadas parecían ajenos al mundo de los humanos, no podía decirse lo mismo de la llamada Riviera Albanesa, en el extremo sur del país. Viajeros locales y extranjeros –en particular italianos– deambulaban por las costas del Adriático y se amontonaban como aceitunas dentro de un saco en las playas de Ksamil y Butrinto. Menos masificada parecía la localidad de Sarandë. Alojados en el hotel La Mer, recuerdo haber contemplado desde el balcón cómo la aurora de rosados dedos bañaba la isla griega de Corfú, situada justo enfrente de Sarandë. Mucha gente asociaba Corfú al millonario Onassis y sus lujos desorbitados, pero, para mí, era el lugar en el que habitó el matrimonio Durrell y donde su cuarto hijo, Gerald, vivió las experiencias que le llevarían a escribir el maravilloso libro Mi familia y otros animales.
Cincuenta kilómetros hacia el interior, en un paisaje similar al de Andalucía, se hallaba la ciudad medioeval y amurallada de Gjirokastra, coronada por un imponente castillo. Todo en ella estaba construido con una piedra gris y algo resbaladiza. En algún punto de su laberíntico callejero se encontraba la Rruga Fato Berberi, en una de cuyas casas nació y pasó su infancia Ismail Kadaré. No era el hogar de una familia pobre: los salones tenían ventanales que daban al ancho valle, techos de madera labrada, un asiento corrido alrededor y mullidas alfombras. Construida en 1799, el escritor la había descrito rincón por rincón en su libro Crónica de piedra. Ahora era un museo, puesto que Kadaré –que aún vive y se postula anualmente al Nobel de literatura– reside entre Tirana y París. Su joven recepcionista se confesó devoto del autor y convinimos en que su mejor obra era El Palacio de los Sueños, donde emuló (y casi superó) a Kafka. Al despedirnos nos estrechamos la mano con ese sentimiento de satisfacción nacido entre dos personas que acaban de descubrir que comparten una afición o un secreto.
Curiosamente, Gjirokastra era también la ciudad natal de Enver Hoxha, cuya casa había sido transformada en museo etnográfico. Las calles estaban abarrotadas de turistas, y probablemente uno de los motivos que los atraía era el aislamiento a que había estado sometido el país durante tanto tiempo. El camino de Albania hacia la globalización estaba siendo recorrido ya a marchas forzadas, y las características que la hacían singular no tardarían en diluirse. En Gjirokastra abundaban los hoteles y restaurantes, así como las tiendas de souvenirs. Entre otros muchos objetos podían adquirirse ceniceros con forma de búnkeres y coloridos bustos con la efigie del Faraón Rojo. Resulta curioso comprobar cómo, con el tiempo, la desdicha y el sufrimiento terminan convirtiéndose en algo banal. Arrollados por el tren de la modernidad, tanto Hoxha como el Kanun parecían un espejismo del pasado, apenas un mal sueño. Brindemos con un buen vaso de raki para que no regresen jamás.
Manuel Moyano
Manuel Moyano Ortega (Córdoba,1963), creció en Barcelona y desde hace años reside en Molina de Segura (Murcia). Se ha interesado, como escritor, por los viajes, la antropología y lo fantástico. Publicó su primer libro, El amigo de Kafka, en 2001 (Pre-textos, Valencia. Prólogo de Luis Mateo Díez, reciente Premio Cervantes), con el que obtuvo el Premio Tigre Juan a la mejor primera obra narrativa publicada ese año en España. Además, es autor de las novelas: El imperio de Yegorov (Finalista Premio Herralde 2014 y Premio Celsius en la Semana Negra de Gijón); La coartada del diablo (Premio Tristana de Novela Fantástica 2006, cuyos derechos fueron vendidos al cine para ser adaptada por Pedro Olea); La agenda negra (2016), El abismo verde (2017), La hipótesis Saint-Germain (Premio Carolina Coronado 2017) y Los reinos de Otrora (2019).
Ha cultivado también la narrativa para niños, los cuentos -aparte del citado libro El amigo de Kafka, ha escrito El oro celeste (2003) y El experimento Wolberg (2008)-, y los microrrelatos (Teatro de ceniza, 2021, con prólogo de Luis Alberto de Cuenca).
Y especialmente interesantes son sus relatos de viaje, en los que ha destacado Moyano con una prosa moderna y atractiva para los diversos lectores actuales. Travesía americana (2013), que trata de un viaje por EE.UU. de costa a costa; Cuadernos de tierra (2020), que narra sus andanzas a lo largo del Sureste de la península ibérica; La frontera interior (2022), un viaje por Sierra Morena.
Además, ha publicado una trilogía antropológica, mezcla de ensayo y narrativa, donde están presentes los testimonios “mágicos” de la cultura popular murciana: Galería de apátridas, El lobo de Periago y Dietario mágico.
Colaborador asiduo en prensa, en 2023 publica Polvo en los zapatos, un dietario que durante dos años fue publicando en el periódico La Opinión de Murcia. (Polvo en los zapatos ha sido editado por la editorial Menoscuarto, en Palencia).
La frontera interior. Viaje por Sierra Morena, que es quizá su libro emblemático, recibió en 2021 el Premio Eurostars Hotels de Narrativa de Viajes. (Editado por RBA. Con prólogo de Sergio del Molino)
(Fuente: Wikipedia. E información del propio autor)
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