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miércoles, 17 de enero de 2024

La edad de las palabras. Por José Luis Martínez Valero. Ensayo breve. Ágora-Papeles de Arte Gramático. N. 25 (Nueva Colección)

 

           Gómez de la Serna. Greguería ilustrada


  

LA EDAD DE LAS PALABRAS

 


por José Luis Martínez Valero

 

 

Un niño señala con el dedo y dice pelota. Pasados unos meses quizá ya no se sirva del gesto y descubra que la pelota sigue ahí, y que basta nombrarla para que se la entreguen o para que sus compañeros digan sí, y comience el juego.

El gesto y la palabra han identificado el objeto. Primero fue el gesto, luego la palabra. A medida que pasen los años el niño descubrirá el poder de la lengua. Sin palabra no podrá conseguir lo que desea. Más tarde, cuando escriba o cuando lea, quizá llegue a saber que algunas palabras no cumplen años, permanecen sobre la marea del tiempo.

Todo período político, aunque corto, siempre se puebla de un lenguaje peculiar, hubo un tiempo que se llamó palabra clave, como si alguna de ellas nos permitiese la entrada en esos años. Bajo el temporal de la pandemia aparecieron términos que, propios de la investigación, predominó la estadística, se han convertido en vocablos de uso: escalada, desescalada, curvas, aplanar la curva, antígenos, PCR…

Hay casos en los que la imaginación no acude a sustantivos, y recurre a los adjetivos, arsenal siempre disponible, así, uno brillante y oportuno, pasó a ser la nueva normalidad. Nueva le daba un tono campestre, florido, relajante, que nos redimía de aquel gris rutinario que tuvo la normalidad del confinamiento.

El político tiende al énfasis, antes lo hacía con su tono grandilocuente, su acento particular, sin embargo, ante la tozudez de la pandemia, se ha visto obligado a bucear entre los adjetivos. El sustantivo delimita una parcela de la realidad, refiere un concepto, una manera de ver estandarizada, mientras el adjetivo pude ser utilizado como el color sobre el dibujo, si el niño ha dibujado un señor con cuernos y lo pinta en rojo, dirá, sin duda, que se trata del demonio.

El adjetivo no compromete, se aplica con la nueva normalidad alejada de la antigua, llamémosla vieja para darle un tono más gris, casi negro y, nos aproxima a la luminosa, auroral, radiante, lo que nos lleva a pensar que el sol es nuevo cada día, nos servimos así de una concepción en la que sale y se pone u oculta, volvemos a un geocentrismo, pero eso poco importa, la nueva normalidad no pretende ser una interpretación científica.

De este modo, desconocida la historia, si tenemos que elegir entre las dos posibilidades, sin duda, optaremos por la nueva, porque la vieja tiene un sabor añejo, un gusto a rancio que, por sí misma, debe ser anulada. El conocimiento del pasado se convierte en un estorbo. Por tanto, lo de antes, como ya no es lo de hoy, y vivimos un tiempo nuevo, todo lo ocurrido carece de peso alguno. Los vocablos se han vaciado de su contenido, meras denominaciones, anuladas las connotaciones, podemos sin duda emplear las palabras como si se tratase de la primera vez.

La novedad se convierte en revolución, pese a que, este ser nuevo de hoy, mañana será viejo. Por tanto, no es en la temporalidad donde hay que fijar el ser, algo efímero, sino en la verdad. Y la verdad tiene, naturalmente un tiempo, un contexto histórico, espacio en donde se desarrolla. Aunque, el tiempo no convierte la realidad en nueva. Es la originalidad. En la Historia encontramos esos momentos mágicos, iniciáticos, que modifican la perspectiva de una sociedad.

Debe quedar claro que, la verdad, si se reduce a la temporalidad, pierde su esencia, será flor de un día, anecdótica, superficial, lo que se conoce como posverdad. Y como consecuencia, si es propio de un tiempo, pertenece a la moda, algo que se llevó durante una temporada y, como tal, se abandonó.  

 

 

BUSQUEMOS

 

Diccionarios y enciclopedias, el universo Google ¿lo recogen todo? Quizá no, pero actúan como espejismo, de tal modo que lo que no está, probablemente figure detrás, quizá el error no es error, sólo hemos seguido un camino equivocado. Ha habido épocas en las que no se disponía de palabras para comprender el mundo, para explicarlo y ponerlo a la altura de los interlocutores. Así sucede en la biografía de Santa Teresa, quien al decir a sus confesores que no encontraba la palabra, se excusaba, rodeaba, se aproximaba y por fin aparecía no necesariamente el término preciso, sino que había logrado mostrar con toda claridad lo que se proponía.  

El ingeniero albañil quiere modificar el arco que corona la ventana y decide comunicar a la piedra un movimiento que, en vez de limitarse a contener, se abra hacia arriba y de ese modo rompa con la cúpula protectora, promueve una persecución del infinito que cambiará la relación con lo divino.

Desde la estabilidad y certeza de que lo natural y lo divino están a nuestro alcance, asimismo que sus representaciones, el conjunto de figuras que mueven a la devoción está perfectamente definido, así como los enemigos que el hombre tiene para alcanzar el estado de gracia. Ahora se emprende otro camino, buscamos porque se ha abierto una grieta por la que cabe pensar o soñar que existen otras posibilidades.

La nueva estructura de los templos, promete una luminosidad que se podría entender como espiritualidad, durante el año hay días con luces que son mágicas. Las imágenes están más cerca de la humanidad. Muy pronto el conocimiento de textos griegos y latinos, abrirán un mundo que nos dotará de un vocabulario más rico, crítico, menos ortodoxo. Las órdenes religiosas emprenderán una reforma que no será entendida, ni aceptada por todos. Aparece una minoría que busca y encuentra el camino para restablecer las primeras cosas. Se emprende la vuelta al origen.  

 

 

LA RAE

 

Las palabras no duermen en los diccionarios, puede que descansen, a veces se estiran en varias acepciones, otras se encogen como viejecitos que cansados del paseo se sientan en los bancos de aquellas alamedas, los días de invierno, y miran tristes al frente. No pasa nadie, apenas si se oye algún trino. Tienen la certeza de que han sido olvidados, porque todos sus amigos han desaparecido y las frases que solían repetir se han perdido entre el ruido de las nuevas, tal como las palabras que se podían leer en la prensa y que responden a una retórica definitivamente pasada.   

La gente se cansa de algunas palabras que, como ramas, se han ido enredando y conforman ahora un muro tupido, que de pronto alguien decide limpiar y poda hasta la base. Queda un pequeño tallo marrón, del que parece imposible que pueda volver a crecer, recuperar las hojas, conformar esa segunda piel que, por un momento, de nuevo fortalecida, parece que va a durar siempre. Sin embargo, quizá el nuevo dueño, porque quiere pintar el muro de otro color, porque está harto de que la hiedra se pegue a su muro, decide cortar definitivamente, así que hace arrancar las raíces.

Pese a todo, las palabras no duermen, sólo descansan. De pronto alguien decide llamar con aquel nombre olvidado al objeto que consideraban perdido, o coloca un adjetivo que sorprende porque de tan repetido todos lo habían arrinconado, entonces la palabra vuelve a flotar sobre la superficie del diálogo nunca interrumpido.

Las palabras parece que cuelgan de los árboles, se confunden con el fruto. El árbol, entre tanto, se va desnudando, cuando ya no quedan hojas, descubre el silencio. Los silencios de los árboles dicen más.

 

 

COMO UN VIEJO CUENTO

 

Juan y Pedro se asomaron al pozo. A los dos les gustaba aquella oscuridad que parecía insondable. Claro que, si dejaban caer una piedra, después de ir chocando con los laterales, por fin se oía no un golpe seco, sino que sonaba a chapoteo, como si al fondo hubiese agua.

Juan y Pedro habían comprobado que no siempre era así, a veces sonaba a algo que se hunde en el cieno, como un golpe blando. Se podría decir que ocurría así: blando o agua, pero nunca seco, roca contra roca.

Juan y Pedro nunca habían bajado para comprobar si aquello que imaginaban era verdad. Lo cierto es que carecían de los medios, se conformaban con aquellos ecos. Se podría decir que conocían el pozo de oídas.

Algo semejante nos pasa con la lengua, sobre todo la materna. Una palabra puede vaciarse de contenido, a fuerza de ser utilizada, no en el curso de un razonamiento, sino como insulto. Ocurre con fascista. De ser un término unívoco, se ha convertido en un tópico que lo mismo se usa en un campo que en el otro. No sólo se utiliza de oídas, sino que se desconoce etimología, origen político, proceso histórico. La piedra que cae sólo devuelve un eco y nuestro conocimiento del fondo se reduce a rasgos inconsistentes.   

 

 

LAS PALABRAS NO SE LAS LLEVA EL VIENTO

 

Acostumbrados a valorar la palabra por su testimonio escrito, es fácil caer en la tentación de no estimar su expresión verbal. Durante muchos años la presencia de un texto manuscrito o impreso ha sido prueba definitiva legalmente establecida. En los testamentos cualquier decisión escrita es superior a toda promesa verbal que pudiera haberse realizado.

Todo ese mundo de la ley que gira alrededor de la propiedad no cuenta para nada, cuando se trata de palabras que han marcado nuestra vida. Frases que quedan en nuestra memoria y, se constituyen como raíz sobre la que se asienta nuestro comportamiento, esas palabras que iluminan el camino, aunque sin duda tienen autor, no tienen propietario. Decía Manuel Machado en su poema “Cualquiera canta un cantar”:

 

Hasta que el pueblo las canta,

 las coplas, coplas no son,

 y cuando las canta el pueblo,

  ya nadie sabe el autor.

 

Tal es la gloria, Guillén,

 de los que escriben cantares:

oír decir a la gente

 que no los ha escrito nadie.

 

Procura tú que tus coplas

 vayan al pueblo a parar,

 aunque dejen de ser tuyas

 para ser de los demás.

 

Que al fundir el corazón

 en el alma popular,

 lo que se pierde de nombre

 se gana de eternidad.

 

 

EL DESLUMBRAMIENTO

 

En aquella habitación, cámara, buhardilla o desván, mi hermano y yo leíamos sin parar. Eran novelas del Oeste, con argumentos y tópicos repetidos. A veces parecía que leíamos el mismo libro. Sin embargo, en ese mismo estado podía ocurrir que apareciese un texto cuyo autor: Julio Verne, Edgar Allan Poe, Salgari, Defoe…, iluminaba la escena. Entonces deteníamos la lectura, no había caballo, ni jinete sediento que, tras golpear las batientes, se dirigiese a la barra solicitando un güisqui que le remojase el gaznate abrasado por el sol y el polvo de los caminos.

En ese momento la luz de la habitación parece que ha cambiado, levantas la cabeza, contemplas las maderas del techo, las paredes blancas y el suelo blanco; sobre la mesa el lápiz y el papel, quizá tengas la tentación de escribir, pero aún no es el momento.

Vuelves los ojos al libro, chirría el sillón de mimbre del abuelo, te concentras y, ahora, sí que estás en otro lado, quizá bajo la tormenta, tenso en tu camarote, mientras apenas oyes los gritos de los marineros, la voz de mando del capitán y el contramaestre, apagadas por el ruido ensordecedor del agua que golpea como un gigantesco mazo sobre la cubierta. Al poco, sucede un tremendo golpe, el barco parece que se hubiese partido, todos buscan el bote que podría salvarlos, cuando llegas a cubierta no hay nadie, una ola te empuja y te lleva veinte o treinta metros más allá del barco, braceas, te hundes, vuelves a la superficie, las olas te envuelven, por fin descubres que te encuentras en una playa, entonces recurres a tus últimas fuerzas, te arrastras y por fin te distancias de esa resaca que hubiese acabado envolviéndote de nuevo.

Has vuelto a tu sillón, ves a tu hermano que, abstraído en su lectura, no levanta los ojos del papel. En el ventanuco descubres el tejado casi blanco por la luz. Comienzas entonces a hacer el balance de tu vida, tienes catorce años, agobiado por la tormenta, cada vez te retiras más de la playa. La lluvia no te deja ver nada. Estás calado hasta los huesos y tiemblas. Sin embargo, extenuado, tras ver que estás a salvo, te tiendes e incluso duermes.

Deslumbrado por la aventura, has salido de esa monótona repetición con la que has cabalgado hasta ahora. El mundo paradójicamente se te ha hecho más próximo. Estás en una isla, te encuentras cercado por el mar. Entonces descubres que la lectura es esto. Afuera, está ese mar revuelto y, tú, sobre las rocas, por fin te has encontrado.

Ahora ya sabes que siempre tendrás un refugio al que volver, no es este libro concreto, ni esta isla que, a medida que avanzas en la lectura vas conociendo, resolviendo todos tus problemas de supervivencia. Es el mismo libro que se ha convertido en tu isla.  Por ahora será un secreto que no conviene divulgar, ni tú mismo estás seguro. Hay cosas que, sin haberlas formulado, intuyes. Cuando sales a la calle, aún te dura esa luz, lo sabes porque los amigos con los que vas a encontrarte los ves allí, lejos entre las sombras.   

 

 

LA LOCURA DE DON QUIJOTE

 

A menudo encontramos entre aquellos con los que tratamos algunos que llamamos locos. Se suele aplicar a gente que desarrolla sus actividades al margen de los convencionalismos sociales, vocabulario, comportamiento, estudios, todo eso que decimos, se ajusta a la norma.

En el caso de don Quijote se trata de un trastorno que tiene por origen confundir la Historia con las historias, por historias se entendería aquellos comportamientos o invenciones que no tienen ninguna relación con la realidad. A veces estos desatinos, recuérdese Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam, suponen una inversión de valores que pone al descubierto realidades que no lo parecen. Una manera de ver, no convierte por sí misma en real, lo que vemos.

Puede ser positiva, de tal modo que nos ayude a ampliar la concepción de cualquier tema, o negativa, rechaza criterios, que la ciencia ha dado por verdaderos, convirtiendo algo objetivo en una cuestión de fe. La locura y la risa, el humor, son un buen estimulante para abrir puertas, derribar ídolos, alumbrar ideas.

Don Quijote al estar convencido de que lo que lee, lo que figura impreso se corresponde con la realidad y por tanto con la verdad; al no distinguir entre lo que es producto de la imaginación y lo que la narración relata como sucesos. ¿Es suficiente razón para considerarlo excluido de la normalidad?

En un país que tiende a la burocracia. En el que todo está ordenado en carpetas, que constituyen la realidad. Una escritura de propiedad, vale tanto como la propiedad misma. Una ejecutoria de hidalguía, el estatuto de limpieza de sangre, la integridad religiosa, la pertenencia al grupo de cristianos viejos, etc. Puede convenir en que la diferencia entre escrito y realidad es nula. Luego la llamada confusión quijotesca, vivir sobre la memoria de los textos leídos, donde se confunde la historia y la invención, quizá no es faltar a la costumbre sino otra vivencia de lo real. Don Quijote se rebela contra una burocracia que ha sustituido a la realidad y lo hace validando como real lo imaginado. Por tanto, esa convención a la que llamamos normalidad, no es la realidad; ni la locura es tal si se basa en algo que empieza a ser regularizado.

 

 

LA PREGUNTA

 

Que una cuestión formulada como pregunta no tenga respuesta no es lo peor, es más grave que deje de interesar y quede archivada bajo el rótulo: preguntas que no prosperaron. ¿Por qué causas las preguntas pierden el interés por la respuesta?

Hay preguntas retóricas cuya respuesta no sólo no es necesaria, sino que caso de responder, los oyentes quedarían perturbados, quien lo hace queda fuera del contexto, porque ha roto un principio en el que la no respuesta es más expresiva, el silencio dice más que cualquier tópico circunstancial.

A veces la pregunta se hace ante una puerta cerrada, este podría ser un ejemplo: ¿dónde van las almas de los muertos?  Ese partir procede de una creencia: hay una continuidad y, los lugares a los que pueden ser conducidas obedecen a una razón de vida, a un comportamiento, a una fe. Claro que también podríamos pensar que no hay lugar que sustituya a este mundo, sino que, concluido el proceso de vida, se acaba todo, el polvo vuelve al polvo, aunque este, alguna vez fue barro y con ese barro alguien hizo al hombre. Pero, el caso es que eso del barro es una imagen que condensa esa compleja evolución que nos ha convertido en un animal que se hace preguntas.

Durante ciertos períodos los convencionalismos sociales tienen sus preguntas. Durante unos años son muy importantes, luego desaparecen. Podríamos decir que las preguntas de algún modo conforman la atmósfera del momento, responden a las inquietudes. A veces tengo la impresión de que vivimos una época sin preguntas, hemos pasado del tono interrogativo al exclamativo. La gente no pregunta, asiente, aclama. ¿A qué se debe? ¿Pereza, ignorancia?

La pregunta hace de la realidad algo que puede ser conocido, inquietante o tranquilizador. El tono exclamativo no cuestiona, acepta, vive la euforia del pez en la pecera, al cual suponemos contento en su pequeño mundo.

 

 

José Luis Martínez Valero. Es catedrático emérito de Literatura. Poeta, narrador, ensayista. Ha publicado, entre otros libros: Poemas (1982), La puerta falsa (2002), La espalda del fotógrafo (2003), Tres actores y un escenario (2006), Tres monólogos (2007), Plaza de Belluga (2009), La isla (2013), El escritor y su paisaje (2009), Libro abierto (2010), Merced 22 (2013), Daniel en Auderghem (2015), Puerto de Sombra (2017), Sintaxis (2019) y Otoño en Babel (2022, ed. La fea burguesía, Murcia). 

El autor del artículo dedicó su tesina a Ramón Gómez de la Serna y la greguería.

 

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