VUELTA AL LUGAR DONDE
SE HICIERON LAS PREGUNTAS
(Ensayo sobre
el sentido del arte)
Este ensayo trata sobre el sentido que puede tener el arte en
nuestros días. Por ello, nos interesamos en el estudio de la estética
romántica, que aportó el último modelo de sentido global de arte. Nos
proponemos presentar las ideas estéticas de los teóricos del primer movimiento
romántico, Friedrich Schlegel y Friedrich Schelling. Ambos compartieron
socialmente un mismo nombre, vivieron un tiempo en la misma ciudad (Jena),
enseñaron en esa misma Universidad y recibieron la enseñanza de Fichte. La
lectura de sus ideas creemos necesaria para entender la historia del arte y de
la literatura de los siglos XIX y XX, en los que estuvo vigente y en constante
crisis creativa y transformación la Modernidad, y nos puede ayudar a aclararnos
sobre la cuestión del arte, que en la actualidad nos preocupa, en esta
situación de confusión y de vacío que atravesamos.
En primer lugar, revisaremos el programa romántico de F.
Schlegel y lo “inconsciente” del arte según Schelling. En una segunda parte,
nos plantearemos la necesidad radical de pensar, desde hoy, el sentido del
arte. Por fin, en una tercera parte, el diálogo con los dos autores románticos
se contrastará con la profunda reflexión de Martín Heidegger, que ilumina como
desde una luz futura muy remota las actuales cuestiones sobre el arte.
I
La Escuela de Jena, que introdujo en
Alemania el llamado “romanticismo temprano”, desarrolló una ruptura del
proyecto estético de la Ilustración. Aquella Escuela estética arrancó del
impulso teórico de Friedrich Schlegel (menos conocido en la historia literaria
en castellano que su hermano August); y culminó en Schelling, agente de una
verdadera revolución desde dentro del proyecto ilustrado: este proyecto fue el
primer programa de Modernidad, reescrito en competencia por los dos teóricos alemanes,
y su lugar se lo disputarán sus herederos, desde el Romanticismo hasta hoy.
El absolutismo estético de Schelling lo
llevó a propiciar una relación nueva del arte con la naturaleza, en la línea
del Romanticismo, y más tarde, a situar el arte en la órbita del mito y la
revelación. La llamada de Schelling a la naturaleza vital y orgánica, y finalmente,
al genio, como alma y síntesis de arte y naturaleza, deja abiertas innumerables
zonas de interés para la Modernidad – lo inconsciente en el arte, la
implicación del arte con el mito, y la muerte del arte en el mito, y sobre
todo, lo que a nosotros nos interesa más, el replanteamiento de la “esencia”
del arte desde la historia y la sociedad.
Para seguir las ideas de Schelling,
hemos de recorrer antes el contexto de origen del romanticismo temprano. Surge
en torno al año 1797 en Jena, en su configuraración son decisivas las
ideas de Schlegel sobre la poesía griega y, principalmente, sobre lo romántico
como poesía progresiva universal; la obra Enciclopedia, de Novalis, y las Lecciones sobre arte y
literatura dramática, de August W. Schlegel. (Obra,
por cierto, de tanta repercusión en el origen del romanticismo conservador en
España).
FRIEDRICH SCHLEGEL, JENA, 1797
Las cartas de Friedrich Schlegel en la
revista Athenäeum constituyen el
primer programa del Romanticismo, la primera expresión de una “vanguardia” moderna.
Las piezas mayores del programa
romántico, tal como lo formuló F. Schlegel (lo subjetivo, el fragmento, lo
interesante, la pérdida de homogeneidad del arte) las podemos entender mejor en
una perspectiva histórica: entenderlas significa la necesidad de hacer una
crítica de sus aportaciones desde nuestra actual situación, y valorar en qué
medida son responsables, aquellas ideas, de la presente crisis del arte, o, por
el contrario: en qué medida mantienen un impulso fértil que, momentáneamente
sólo, se halla hoy parado y oscurecido.
Repasaremos, una a una, las principales
características del concepto de arte (incluido el arte literario) que trae el
programa romántico, abriendo una era, construyendo una habitación en la que
todavía nos encontramos: aun con estrecheces, para unos, o sin paredes ni
ventanas, para otros, o con los cimientos en el aire, sin fundamento ya, para
los más radicales críticos de la Modernidad.
Partimos de la premisa de que nos
hallamos aún en el límite, o sea, fuera y dentro a la vez, de la llamada
Modernidad, que fue fundamentalmente romántica en el sentido que tanto
Schelling como Friedrich Schlegel decidieron, en pugna con las ideas de un
cierto clasicismo romántico, más sereno, menos “subjetivo”, de Kant y de
Goethe; una Modernidad que se reinventó con Baudelaire y el Simbolismo -segunda
o tercera Modernidad, y en el contexto de la ciudad moderna del siglo XIX y
cuyas secuelas fueron las Vanguardias de principio del siglo XX.
No consideramos la “Posmodernidad” nada
más que como el cansancio de un final de etapa, un período interesante pero
donde aún no se daban los ingredientes ni la necesidad urgente, que puede
despertar energía, de plantear las preguntas decisivas. No hubo en ese período
efímero posmoderno, tanto en el arte como en la teoría de finales del siglo XX,
una focalización hacia el futuro. De ahí que sus producciones no tuvieron una
raíz viva, quedaron, muchas veces, en puro juego deconstructivo, y se agotaron
al volver el empuje de las preguntas. La Postmodernidad no enterró la
Modernidad; al contrario, hoy comprobamos que, tras el desvanecimiento de los
gestos posmodernos, reaparece con más virulencia el debate con el fantasma de
la Modernidad, tanto en política, en derechos humanos, en economía, como en
arte.
CRITICA DEL PROGRAMA ESTÉTICO DE F.
SCHLEGEL
1.
El Romanticismo, y por tanto, la primera Modernidad, trae una medida nueva
de valor en todo: lo subjetivo. La primera nota del programa de Friedrich
Schlegel es, en efecto, el énfasis en lo subjetivo; entendido, ahora,
como lo individual; y no como agente humano general de la subjetividad
trascendental tal como la entendieran Kant y Fichte. Este es un cambio
importante. Se produce una ruptura entre el sujeto o Yo trascendental (lo
subjetivo de la Razón, válido para cualquier individuo) y el sujeto individual,
fragmentado, copia del individualismo burgués que comienza a extenderse.
Se necesitará, más tarde, recomponer la
síntesis del Individuo y la Humanidad, se necesitará ver lo individual también
como una unidad orgánica, un microcosmos, y para ello Schelling apelará a lo
orgánico de la naturaleza en busca de reestablecer la armonía entre el
individuo y el todo (de las capacidades humanas, de la sociedad y del cosmos).
De este modo, se establecerá una
dialéctica que tendrá largas consecuencias en la Modernidad; aun más evidentes
cuando, en la línea de Schelling de lo insconciente natural -que continúa en
Nietzsche y Freud-, se sobrepasa lo individual desde dentro, por así decir, del
propio recinto del concreto individual: en consecuencia, el individuo, el único
-que diría Stirner- o el burgués individualista, ya no puede ser un átomo, o
una mónada independiente; está superado por la fuerza inconsciente que domina
su psiquismo, así como la obra de arte.
2.
Lo segundo es la valoración del fragmento, en consonancia con
el principio subjetivo de este estética. Este nuevo registro hace aflorar
pronto una tensión que va a recorrer internamente la primera Modernidad
romántica y dejará aún su impronta en el posromanticismo. En la estética
moderna se manifestará la dialéctica entre lo fragmentario y la aspiración a la
obra de arte orgánica, total (como en Wagner). En el fondo, se aspira, ya desde
Schlegel, a que el fragmento sea un microcosmos donde se lea el todo en
conexión necesaria. La propia escritura fragmentaria, aforística, de Nietzsche,
es compatible con su admiración por la obra total.
Esta situación se mantiene hasta que a
mediados del s.XIX, en París y en otras capitales donde avanzó la segunda
Revolución Industrial, no se asuma la ruptura total del individuo, su
aislamiento, y su nueva condición de flâneur, en un nuevo medio, la
ciudad, a la que en el fondo le es tan indiferente, como lo es ella al artista,
que sólo repara en lo anecdótico, en lo inesencial o inútil, en aquellos
aspectos urbanos que le son afines, pero ahora asumidos como categorías
estéticas. Pero eso ocurrirá con Baudelaire, con el comienzo de nuestra
Modernidad. “La desesperanza fue el precio de esta sensibilidad, la primera en
abordar la gran ciudad” (W. Benjamin).
No sin cierta conciencia crítica, malestar
en la cultura (Freud) y nostalgia del ideal y de la unidad perdida,
esta modernidad, que se orienta plenamente en lo artificial, en la ciudad como
foco, continúa hasta las primeras vanguardias que surgen en el primer tercio
del siglo XX, inmediatamente antes y después de la Primera Guerra Mundial. Se
ha podido leer la Primera Guerra Mundial (e incluso la segunda) desde el
malestar inconsciente hacia la ciudad moderna (de las multitudes masificadas,
deshumanizadas), desde un instinto civilizatorio tanático, de destrucción de
las propias grandes urbes que la civilización moderna había creado y cantado.
Esa contradicción está in nuce en el malestar del artista moderno y en
su nueva posición ante la ciudad: de amor-odio.
Hemos pasado de Jena o Weimar y de su
pequeño núcleo artístico, intelectual, a las grandes ciudades modernas, París,
Berlín, Londres, Nueva York. Desde la perspectiva del tiempo, es como pasar de
la pequeña polis de Atenas a los Estados modernos. El romanticismo alemán
partía, por tanto, en sus proyectos e inquietudes, de un marco que será pronto
superado. Pero ese romanticismo nos dejará siempre una sospecha de crítica a lo
moderno, una nostalgia idílica de una cultura más próxima a lo natural. El idilio
es, precisamente, una de las salidas que propone Schlegel para la reconciliación
del individuo.
3. El tercer aspecto de la
primera estética moderna y del programa de F. Schlegel es lo característico,
lo interesante, como categoría contrapuesta a lo bello. ¿De dónde surge
esa nueva categoría? Ya Herder en 1784 toma conciencia de que los
griegos, los clásicos, no pueden ser superados. Schiller establece la
distinción polar en la poesía entre lo ingenuo (antiguo) y lo sentimental
(moderno), esa dualidad engendra, a partir de Schlegel, nuevas polaridades: lo
antiguo y lo moderno, lo objetivo- subjetivo, lo instintivo-lo reflexivo, la
totalidad y la fragmentación; lo clásico y lo romántico, y, en fin, lo bello y
lo interesante.
Lo interesante está, evidentemente,
relacionado con lo subjetivo, el primer aspecto estudiado. Ello genera un
trasvase, en la estética romántica, de la estética ilustrada kantiana del
gusto a la estética del genio. Importa estudiar esta nueva mitología del
genio, casi glorificación del artista, expresión del inconsciente de la
naturaleza, tanto antes de Schelling, como sobre todo en Schelling, y en su
radicalización, en Nietzsche, también hasta donde llega con Baudelaire y el
artista maudit de Verlaine. La estética del genio pasa, a
grandes rasgos, por ser la nota más sobresaliente del arte moderno, de la era
en que el Artista es presentado (y se autopresenta) como un dios. Pronto como
un loco genial, como un enfermo social, como un marginado egregio, como una
víctima, en fin, de la sociedad. En esa
dinámica se vacía y ridiculiza o caricatura la estética moderna, que acaba
presentando al artista como un dios menor imbécil, idiota (un privado átomo
antisocial) y por
último, con una pose de imcomprendido, autovictimista, decadente.
Lo moderno, en el siglo XX, intentará
recuperar la visión de la posición del artista como una persona normal (no un
personaje): a veces, otorgándole una función nueva dentro de lo social (como en
el realismo soviético), o, como en las vanguardias más burguesas, presentándose
asociado con lo popular, con cierta crítica hacia el burgués que lo había
alienado anteriormente, para que el que trabajaba o ante el que se sentía
marginado y maudit. Ese descendimiento del genio a lo popular se
observa, en la anécdota que cuenta Pío Baroja sobre Ramón Gómez de la Serna, el
gran vanguardista español - quizá, el único-, quien se acercaba al Rastro
madrileño y recogía diálogos de los tipos populares, pero él, el escritor,
siempre iba vestido de Ramón Gómez de la Serna, de artista.
Esta marca-frontera del dandismo, del
traje, lo hereda aun el modernismo vanguardista de Baudelaire, y el mentor del
arte por el arte, Oscar Wilde; en ellos, aún, el dandismo del atuendo y la pose
es marca romántica antiburguesa; en el siglo xx es un resto de la conciencia de
sí del artista, de su característica subjetividad.
Mientras que el gusto kantiano
proponía un distancimiento del juicio estético respecto a lo individual, y
suponía la participación de una comunidad de conocedores estéticos en unas
notas sensibles comunes de la experiencia estética; en cambio, con los
romanticos campeará cada vez más la estética del genio, sujeto de una moral
aristocrática y capaz, como un dios, de descubrir e imponer sus valores y su
coloración subjetiva a la naturaleza y al arte, que como formas objetivadas,
cosificadas de lo natural, están siempre por debajo de su capacidad genial,
instintiva, natural, que le permite captar la verdadera naturaleza del mundo.
Mientras la estética kantiana, ilustrada
y burguesa, propone una comunidad (bien que no democrática ni popular, sino de
exquisitos), el romántico reacciona hacia lo individual del genio. Ello acarrea
dinámicas muy interesantes para la modernidad; es responsable, en una gran
medida, de la fetichización del arte, del alejamiento del arte respecto a la
sociedad, y asumiendo en el genio, en el artista, toda la dimensión estética
humana, de romper el proyecto ilustrado de educación humana a través de lo
estético, que Schiller formuló magistralmente en sus Cartas sobre la
educación estética.
La asociación del arte con la mercancía,
en la época moderna, se producirá de modo irreversible: éste es un aspecto de
la muerte del arte, para las vanguardias, que se suma a la conciencia de su
vacío de contenidos y a su pertenencia a
una época superada de expresión del espíritu (tema que arranca, de forma
paradigmática, con Hegel y su reflexión sobre la muerte-superación del
arte, y que aun continúa, en la supervivencia del arte de nuestros días, en
relación con los medios técnicos nuevos de reproducción artística y con los
actuales medios que incluso rompen o diluyen el concepto mismo de creación
artística en un continuum de imagen casi siempre banal donde se resume
la contaminación estética del mundo.) Si el arte tendría, desde su principio, el
fin de una representación de sí del hombre, desde la imaginación creadora (casi
siempre con una función anticipatoria, en todo caso como protesta, testimonio
contra la fugacidad y contingencia del mundo y del mundo humano: el arte fijaba
el tiempo, el instante, lo significativo, lo salvaba), en cambio ahora, en el
nuevo continuum de imagen, el arte se vacía en lo fugaz y pierde incluso
su propio contenido, siempre superado por sus medios técnicos: ni siquiera lo
anticipatorio le es propio en sí, pues, por más que quiera el arte actual, lo
técnico, que pasa de ser medio a ser protagonista, va más de prisa: en suma,
tanto la capacidad anticipatoria como el contenido funcional, que sin más
remedio hemos de llamar idealizador del arte, se ponen en crisis en la época
actual. Incluso hoy observamos, con cierta sonrisa, el valor de las
experiencias dadaístas, del arte del momento fugaz, de los happenings,
que suponían una crítica, en su momento, al arte cosificado, al arte-mercancía.
Desde la expresión la muerte del arte, abogaban en realidad por
su conservación, así creemos que el dadaísmo tenía conciencia de lo que se
perdía de la esencia del arte en la era mercantilista y sus provocaciones eran
un toque de atención. Lo mismo en los futurismos, de Marinetti, en el
creacionismo, de Vicente Huidobro, hasta en el surrelismo de Breton, se trataba
de recuperar la visión anticipatoria, proponer o señalar un contenido hasta entonces
no reparado (el mundo moderno, las máquinas, la velocidad, en el futurismo; lo
insconciente, en surrealismo). Hoy, la anticipación del contenido está
rebajada, sobrepasada, por la aceleración técnica, por la imagen neoartificial,
y el engaste del arte en su medio técnico. En consonancia, por otro lado, se ha
llegado a una crisis del órgano ideal del arte (incluso hasta el impresionismo,
que captaba lo instantáneo, se lo propuso y tenía ese organo de visión). ¿Por
qué esa crisis del órgano? Porque el arte hoy no ve con su propio órgano, si no
con el de la técnica. Vivimos en la ceguera del arte, en la noche del arte: es
otra forma de muerte del arte.
4. El cuarto aspecto de la
estética romántica es la pérdida de la homogeneidad (tanto en las partes
que integran la obra como en el gusto del período). Tiene consecuencia para la
creación de géneros híbridos que propugnan los románticos. Frente al estilo
como orden estable de un época, priman las maneras individuales de los artistas
(esto en relación con el aspecto antes estudiado: el gusto tiene que ver con el
estilo, con un consenso racional estético de una comunidad de
conocedores; la manera, con el genio, con lo individual como fuente
aristocrática de valor). Hasta este extremo puso el Romanticismo el arte. En
esta cuarta condición del arte moderno se sostiene aún su máximo interés, sobre
el “talón de Aquiles”, sin embargo, del genio, capaz de crear como desde la
nada una nueva manera. Adiós al arte tranquilo, pero adiós, también, a cierta idea
más comunitaria del arte, en lo sucesivo echada vagamente en falta tanto para
la supervivencia del propio arte como por los receptores de las genialidades.
¿QUÉ FUNCIÓN TIENE EL ARTE?
Comienza la carrera de los pluralismos
formales, de la renovación incesante del arte, casi al compás de la
aceleración tecnológica y el desfasamiento de cada nueva manera por otra moda o
manera artística. Platón señalaba ya, en Cratilo, esta característica de
la técnica (techne-arte) humana, a la que domina su fin-función (que no
es inmediatamente la utilidad, sino la idea) y que hace posible la separación
de artes, bajo el criterio de su función: desde las más utilitarias (cuya idea
se reduce a la representación de un utilidad óntico-óptica práctica, incluso en
lo cotidiano, como es el cuchillo para cortar) hasta la idea-fin a que se
dirigen otras técnicas que intentan satisfacer una necesidad de contenido más
complejo dentro del psiquismo humano y la cultura: como es fijar lo excelente,
salvar el tiempo, representar el ensueño y lo anticipatorio del hombre, en fin,
el gran arte. Pues bien, decía Platón, que en todos los casos, desde lo más
toscamente utilitario a lo que tiene un fin más “elevado y complejo”, en todas
las técnicas, el principio de dirección es un eidos o idea que
representa el fin, la función para la que queremos el arte.
Para qué queremos el arte, se
plantearán ya los contemporáneos (para que la verdad no nos mate, dirá
Nietzsche; como refugio y consuelo del dolor de existir, Schopenhauer. O para
ejercer nuestras capacidades naturales estéticas, como juego: Schiller-juego
en sentido formativo-; o, según un gran sector de la estética vanguardista del
siglo XX- que categoriza Ortega y Gasset
en el concepto de deshumanización del arte-, como juego lúdico, sin un
plan de bildung, pero que también tiene una función: desautomatización de
la vida, desmecanización de lo vital, reinvidicación del humor. En todo siempre
una función, el problema es cuál es el mundo actual).
El arte es siempre representación (con
contenido metafísico y anticipatorio), es una aspiración que se dota de un
saber o pericia objetivadora, poiesis, de una competencia para rivalizar en la naturalidad,
ambición, profundidad, metafísica y en el fondo, anticipación cultural, con los
mitos. El mito de Ícaro responde a la necesidad profunda humana de volar, que
cuando no se puede realizar por el arte, se expresa en el mito. Igual los
sueños.
Por otra parte, se entiende la obra, la
realización técnica concreta, como un momento, siempre precario, superable de
esa aspiración. El progreso artístico está inscrito en el origen de la techné
occidental. Supuestamente, mientras que en otras culturas la relación entre el
fin(idea-función) y necesidad práctica, que mediatiza la obra concreta, se
acaba en ésta, no avanza; en cambio, en la cultura occidental está impresa,
ab origine, ese progreso que es consecuencia de una insatisfacción respecto
a la mediación de la obra respecto a la idea y la necesidad cultural,
antropológica.
Estos son los grandes rasgos de la
“esencia” del arte occidental, fundamentalmente metafísica, progresiva,
humanizante, educadora: ninguno de los teóricos modernos renuncia, a pesar de
sus distintas interpretaciones, a ese concepto elevado del arte.
SCHELLING, LO INCONSCIENTE, EL MITO
Curiosamente, como hemos dicho, los
mitos cumplen de forma supuestamente más natural la función anticipatoria y
expresiva del ensueño, que el arte cumple de forma artificial, pero objetivada
(en una obra). El deslizamiento de Schelling hacia la valoración del mito (de
la revelación, de la religión), abre el camino a la valoración, por Freud, de
lo insconciente, del sueño. Supone, en principio, un volver a reunir el arte
con su verdad natural, pero por otro lado, contribuye al deslizamiento del arte
a su fin, a su subordinación al mito. El momento de autoconsciencia del arte,
de vocación objetivadora autoconsciente, se tenderá a diluir: hoy, en el
embeleso pasivo del continuum de la imagen técnica.
En fin, tocamos aquí un regreso del
círculo del arte, y planteamos el progreso técnico, de maneras artísticas,
del que se toma conciencia en el romanticismo y que supone un asumir de algo
original desde la esencia del arte (desde Platón lo hemos seguido, en relación
con la idea y la función del arte), pero que deriva, quizá, como el canto del
cisne, a su propia consunción. El cambio se devora a sí mismo, y vuelve al seno
indeferenciado del mito y del sueño, pero ahora, en este modo, con pérdida de
lo alcanzado en la Modernidad: la autoconciencia reflexiva del arte.
II
CRÍTICA DE LAS IDEAS ESTÉTICAS DE
SCHELLING. HACIA LA NECESIDAD DE REPENSAR EL SENTIDO DEL ARTE
El arte moderno se debatirá entre las
consecuencias del programa de F. Schlegel, quien proclama la autoconciencia
subjetiva, y el de Schelling, que introdujo la idea del inconsciente natural en
el arte: el regreso del arte a su origen, peligrosamente también su término: el
embeleso, o en su forma hoy más divulgada y degradada, el entontecimiento.
Schelling, para recuperar la vitalidad del impulso artístico. En nuestros días,
para “distraernos” en una embriaguez indolora, o al menos sin efectos
secundarios indicados en el prospecto
del narcótico “arte”.
La manera fue distintivo de lo moderno,
sí, pero la manera es un síntoma de autoconciencia. El estilo se asociaba a lo
bello, la manera persigue lo característico. Hay, sin embargo, una duda,
sembrada desde el arte clásico, de que esa autonconsciencia sea baladí, falsa,
aparente. El estilo de lo bello “descansaba en los estratos profundos del conocimiento”
(dice Simón Marchan), mientras que la manera “reposa en la apariencia”. Goethe consideraba el estilo como el
“lenguaje universal del arte”, que expresa el máximum del arte. (En
nuestra lectura antropológica: la mayor e insuperable adecuación entre realización
e idea, entre objetivización autoconsciente y anticipación, entre obra y
función simbólica cultural en el sistema de necesidades humanas). Goethe,
naturalmente, se sitúaba en la categoría de homogeneidad neoclásica, donde las
formas ya están dadas y donde el lenguaje artístico que las expresa está
“guardado” en un canon. En cambio, para Schlegel y los románticos, “la manera
se fabrica un lenguaje para expresar de nuevo, a su modo, otra forma”.
La reflexion posterior de Schelling (en
su importantísima obra de 1807 La relación de arte con la naturaleza)
presentó ya esa crítica al neoclasicismo y a su nostalgia inerte, a su parada
en un concepto de naturaleza, revival de la forma clásica. Imitando a
los griegos, los artistas neoclásicos pierden la perspectiva de la propia
fuerza viva de la naturaleza de la que los griegos se sirvieron para realizar
su arte clásico.
El artista moderno, propone Schelling,
no debe realizar ni una imitación mecánica de la naturaleza (crítica al arte
como imitación servil, que ya la hicieron los renacentistas: grabados donde el
artista mecánico se presenta como un mono imitador), ni a los modelos griegos,
ni siquiera a los renacentistas. El artista ha de sumergirse en la visión
orgánica, vital, en la fuerza de lo natural, que es lo insconciente de la
naturaleza. El saber del artista dará objetivación, entonces, a lo ideal de lo
vivo, a lo orgánico, y pues en el arte y en el artista se expresa lo
inconsciente de forma inmediata y de una manera necesaria, como en la belleza
de las cosas naturales, el arte tiene un privilegio sobre la razón teórica y
sobre la propia filosofía, donde la necesidad y lo inconsciente están mediados
por el concepto y por tanto no expresan de forma perfecta la vida. El arte es
el órgano metafisico por excelencia, a partir de Schelling, lo que pasando por
Schopenhauer y Nietzsche, llega a Heidegger y su reflexión sobre la esencia de
la obra de arte y de la poesía de Hölderlin. La estetización de la sabiduría y
del mundo tiene en Schelling su momento ejemplar: el absolutismo estético.
Pero también, para Schelling, el arte es documento, del Hombre, de la
historia del Espiritu. Hasta en una exposición contemporánea como Documenta de
Kassel el arte moderno se justifica de esta manera. El arte expresa como
monumento o documento ejemplar los ideales humanos, es el libro que ha de
interpretar la Filosofía, el nuevo texto sagrado (el texto eminente, le
llama la hermenéutica de Hans Georg Gadamer).
De esta manera, pero desde un
posición no idealista, como la que básicamente sostiene Schelling y su secuela
metafísica (Nietzsche) podrá ser interpretado el arte de forma sociologicista
como documento positivo o síntoma de una época, incluso de forma
psicologicista, o clínica, como manifestación de los deseos frustados del
hombre o de sus patologías.
EL MAYOR LEGADO DEL ROMANTICISMO DE JENA
El
triunfo de la manera, preparado por Schlegel en su programa, y entronizado
por Schelling pocos años después en la conferencia origen de su libro citado,
es, quizá, el legado del Romanticismo que más inquieta y gravita en el arte
moderno. Schelling tuvo gran cuidado y
corrección ante el “estilo” de los neoclásicos que admiraba, los valoró para
derrotarlos desde dentro, e imponer un concepto de “manera” más brillante aún,
quizá también más potente, que el de Schlegel: como captación de una nueva
forma del mundo, creadora de un nuevo lenguaje; pero, lo que importa que
reparemos más, dentro de su visión del arte, implicando el arte con el
lenguaje. Cada manera artística, cada lenguaje ensancha el mundo: el arte no es
ya la representación de un mundo hecho, sino enfrenta y produce a su vez una
realidad progresiva, se inscribe en una metafísica no estática sino dinámica.
Los términos, por tanto, esenciales del arte como representación, metafísica y
anticipatoria, cambian necesariamente. El arte es metafísico en un contexto
dinámico, no expresa la “esencia” fija de un mundo eterno. Por otro lado, su
capacidad anticipatoria necesariamente también se altera, entra en crisis de referencias,
pues el artista no tiene el privilegio de acceder a las altas esferas
metafísicas desde donde leía el sentido del mundo. Es comprensible, pues, que
la vis adivinatoria se pierda en tentativas o juegos sin contenido.
Lo que nos importa aquí es destacar que
los románticos abren un nuevo mundo, un horizonte de perspectivas insospechadas
desde su contraposición de la manera frente al estilo. La manera no sólo
persigue el nuevo modo de ver las cosas, el modo propio, la voz de la
subjetividad propia del artista, sino que revoluciona el concepto de forma: la
forma no es ya cerrada, eterna, su visión no genera mayestáticamente una
contemplación y un respeto sagrados. Sino que (1) la forma es abierta,
cada nuevo modo de ver, crea una forma distinta; y (2) la actitud ante el arte
es por un lado de mayor implicación subjetiva, implica a la sensibilidad
total y a la razón que el artista pone en las cosas que observa. Algo así,
entendemos, quiere decir Schelling en su estudio de los grados de evolución
formal del arte plástico, en la pintura y la escultura: desde lo
característico hasta los estadios de la gracia y del alma. En todos los
estadios la idealización implicada en la forma no es posible sin el entusiasmo
y la empatía del artista con la naturaleza, aunque es el último, el del alma,
donde la subjetividad artística alcanza la plena expresión de su armonía, el
equilibrio entre lo característico y la gracia en cierto modo impersonal; en el
alma, la subjetividad se encuentra reconciliada con la naturaleza. En la
pintura, la belleza de la gracia sensible la representa Rafael; la del alma, el
Correggio. La perfección del claroscuro, en este artista, expresa a la vez el
alma de la naturaleza y del artista, perfección de lo natural y de lo
artificial, del matiz que expresa el artista.
Sale al paso, aquí, una reflexión
sobre el claroscuro, a partir de una insinuación de Schelling, de que el
claroscuro, ese juego de luces y sombras, de blanco y negro y del matiz (la
perfección de la obra de arte está, recuerda el filósofo, en los detalles)
capta fielmente los juegos (contrastes) del alma de la naturaleza, y por tanto
es un momento de la perfección formal perseguida; lo que apuntamos resultará
más entendible después cuando lo relacionemos con el tema del lenguaje.
El claroscuro no es solo una técnica,
sino una visión que capta una de las maneras esenciales de la naturaleza; por
tanto, si quisiéramos expresarnos platónicamente, una idea de la naturaleza, es
decir, del todo. En ese juego dinámico de luces y sombras se obliga de algún
modo (diríamos kantianamente) a responder a la naturaleza, a manifestarse en
una de sus formas esenciales: a mostrar su alma, diría Schelling. En efecto, si
hacemos la experiencia de contemplar un paisaje y le abstraemos las sombras, la
perspectiva, los matices de intensidad, luz y color, podríamos sólo obtener una
visión del paisaje como algo plano, un campo heteróclito de colores (cado uno
definido en su individualidad) o como un conjunto de líneas geométricas. Pero
así no forzamos a la naturaleza a presentarse como tal, como un todo, una
unidad en la que los colores, sus brillos, se corresponden (como diría
Baudelaire), las líneas se corresponden, conversan, convergen, se rechazan o se
modifican mutuamente. No vemos, en fin, nada real, sino nuestra apariencia de
idea, una abstracción. (Una abstracción no es el sentido moderno vanguardista,
sino como una carencia resultado de una falta de atención a los detalles y a su
lugar en el todo, un déficit en el organo sensorial, así como se produce nuestra
percepción la mayoría de las veces; con una ausencia de atención, en el fondo.
Para ver la naturaleza, en fin, hemos de prestar atención, mirar con toda
nuestra alma y con los cinco sentidos puestos, como se suele decir).
Sin casi darnos cuenta, en ese experimento aparecemos nosotros también, el propio observador, nuestra subjetividad.
Veamos el cuadro de Friedrich, El
monje frente al mar.
Se han dado varias lecturas filosóficas
y culturales de dicho cuadro. Aquí queremos hacer ver que la expresión de lo
infinito, el encuentro, en cierto modo anulador e inquietante, entre la naturaleza abierta y la subjetividad
abierta se produce por el juego de la luz, del blanco (del cielo) y el negro
(del mar), y que no se puede representar de otro modo, sino así, de ese modo
que capta una nueva forma, la experiencia de infinitud que expresa el cuadro.
Una visión deconstructora, atomista, destruiría esta captación, lo mismo que
una visión que exaltara los colores, impresionista, o la realista histórica. Lo
importante ahí no es el momento en sí, del encuentro entre dos infinitos, ni
por supuesto el documento histórico, sino el representarse puro, el aparecer
en un lugar y momento de una experiencia estética y de una nueva forma de
sensibilidad, y de lenguaje.
Este arte, por tanto, tiene en sí su
propio lenguaje.
Hacemos una comparativa con la
fotografía, que también nos enseña por sí nuevas formas de sensibilidad.
Planteamos otra experiencia, o constatación. La fotografía en blanco y negro se
dice que tiene un encanto, un aura y expresividad únicas. Pero tiene algo más.
Su técnica fuerza una manera propia de presentarse la naturaleza, la realidad,
que no puede ser la misma que la fotografía en color.
En relación con el claroscuro, y esa
manera de objetivarse la realidad en la red de casillas del blanco y negro y de
los grises que alcanza a tocar una clave esencial de la forma general de
presentarse las cosas. Ahí, en esa simplicidad, parece que hay menos presencias
de formas y colores que nos distraen de lo esencial, del alma de las cosas y de
nosotros. No es el tiempo tampoco detenido y apresado, ese momento
irrecuperable lo que guarda la fotografía de arte en blanco y negro. Y hacemos
también abstracción del posible valor histórico. Si no tiene ni un valor impresionista
ni histórico, qué da la fotografía en blanco y negro, sino el alma: el modo
general de su existir en el tiempo (no en este o aquel fragmento de tiempo), un
encuentro con algo real y a la vez su desenfoque ante lo real, que hace
presente la distancia que hay respecto a nosotros mismos ante lo real, como
ante algo que fue y aún no ha pasado. En fin, nos plantea una nueva
experiencia, un nuevo lenguaje, desde su propio lenguaje artístico y técnico.
III
CITA CON SCHELLING Y HEIDEGGER
Las consideraciones
que hemos expuesto hasta aquí querían hacer ver que, por una parte, la
Modernidad, desde el Romanticismo, asume la manera y la evolución de los
estilos artísticos (ahora en plural), quintaesenciada en las vanguardias, como
una revolución constante de la sensibilidad, de las formas, y, sobre todo en el
siglo XX, del lenguaje. Lo que ocurre es que, en el olvido de que el lenguaje
técnico va unido a la idea, se expone la Modernidad a la banalización de la
evolución de sus procesos y estilos formales. La crítica al propio progreso
artístico será un asunto central de la Modernidad, forjadora de sus propios
mitos y de su crítica.
La consideración del arte como lenguaje
(que culminará en las vanguardias del XX) acarrea su necesidad de continua
renovación formal, pero también la heterogeneidad y dispersión de las artes,
descontextualizadas respecto a un sentido global de arte tanto como de un
proyecto de época.
La autonomía se entenderá como autonomía
de cada arte y como variedad de lenguajes o maneras que, formalmente, no
guardan un estilo común. No se puede ya decir de ningún estilo o manera que represente la Modernidad surgida del
proyecto romántico; como se decía de David: que era expresión del estilo
neoclásico. ¿Qué artista representa en su manera el romanticismo? Hay casi
tantos romanticismos como creadores. Con razón dirá Baudelaire que el
romanticismo es una “manera de sentir”.
Ahora, quiero referirme a un aspecto
político, general, que hila con las reflexiones últimas del libro de Schelling
La relación del arte con la naturaleza.
“El arte debe únicamente su nacimiento a
una viva conmoción de los poderes más profundos del alma, que llamamos
entusiasmo”. Schelling, con esta frase,
no se refiere solo al entusiasmo del artista creador, del genio -a pesar de la
divinización del genio que se le adjudica al filósofo de Jena- sino más del espíritu
de época, del medio social en que el arte cobra sentido. “No es a las
fuerzas individuales a las que hay que tributar este honor, es al espíritu que
se desarrolla en la sociedad entera.... Hace falta un entusiasmo general por lo
sublime y lo bello, como el que, en tiempo de los Médicis, hizo manifestarse a
tantos genios a la vez”.
Y
desde esa nostalgia, Schelling apunta a una conexión concreta, revolucionaria,
entre arte y política, incluso a una configuración política determinada, que sirve de ejemplo: la república ateniense.
Aunque pronto su énfasis revolucionario lo atempera con una alternativa
conservadora, que delata su escisión (y la de gran parte del romanticismo y la
modernidad) entre lo ideal y lo conciliador, y una ligera nota cínica.
“El arte -dice Schelling- necesita una constitución política semejante
a la que nos presenta Pericles en su elogio de Atenas, o aquella en que el
reinado paternal y dulce de un príncipe esclarecido nos conserva...”
El discurso de Schelling (recogido en el
libro que comento) fue pronunciado el 12
de octubre de 1807, en la Academia de Ciencias de Munich, con motivo de la
onomástica del rey de Baviera. Un acontecimiento social que encumbró al
filósofo, y al que pudo asistir, con emoción y orgullo, su mujer, Carolina, que
se había ya divorciado de Augusto W. Schlegel, y que moriría solo dos años más
tarde.
Reivindica Schelling, además del favorable apoyo político,
la libertad del artista y la autonomía del arte respecto a los poderes. “El
arte y la ciencia no pueden moverse más que en torno a su propio eje. El
artista...sigue la ley que Dios y la Naturaleza ha grabado en su corazón, y no
conoce otra. Nadie puede ayudarle; debe encontrar ayuda en sí mismo.
Así diría en un poema Hölderlin,
su compañero de Tübingen: Cuando te fallen los maestros, pídele consejos a la
naturaleza.
El artísta tampoco encuentra más que en
sí mismo su compensación. Por tanto, “nadie debe ordenarle ni trazarle la ruta
a seguir”.
Termino haciendo constar, por un lado,
en el romanticismo, esta llamada a la libertad y autonomía del arte, y por otra
lado, su deseo de implicar el arte en los “destinos del género humano”, como
dice Schelling.
El arte tiene, pues, un sentido de
vanguardia, una misión de contagiar entusiasmo, por lo sublime y lo bello, y de
algún modo necesita del Estado para su realización progresiva de formación
humana.
En el primer Romanticismo, heredero de
la Ilustración, pese a las contradicciones que conlleva y a las crisis que
anuncia, hay un proyecto que da sentido al arte como tarea de perfeccionamiento
de las capacidades individuales y de hacer aparecer los destinos de una época:
capacidad anticipatoria que no deja de ser inquietante cuando se entienda el
arte como expresión nacional.
Quizá lo más valioso, creemos, del
diálogo moderno con la reflexión iniciada por Friedrich Schlegel y continuada
por Schelling sea el mantener despierta hoy la pregunta por el sentido del arte
en la era de la técnica. A pesar de lo difícil y a menudo esotérico de su
reflexión, hemos acudido a una obra de Heidegger (La pregunta por la técnica)
para reencontrarnos con algunas de las intuiciones de aquellos autores
románticos.
Heidegger (en esa conferencia
donde se encuentran sus últimas reflexiones sobre la técnica) parte del peligro
oculto de que la técnica haga ocultar la realidad. “En medio del peligro que,
en la época de la técnica, más bien se oculta que se muestra”, el peligro de que
la técnica (y en un sentido amplio, tecné abarca a la filosofía como
búsqueda de la verdad, y al propio arte) ya no haga salir, brotar lo que
nos salva.
Como fondo de esta reflexión hay que
recordar los dos versos de Hölderlin: “Donde hay peligro/ crece lo que nos
salva”.
Quiero hacer una lectura no teológica ni
mesiánica de este esfuerzo del pensar de Heidegger. ¿Podríamos mantener aún la esperanza en el sentido final de
nuestras construcciones, de nuestras producciones: de nuestras inquietudes en
torno a la “aletheia”, en fin: en el sentido del arte?
Si volvemos a enraizar, diría Heidegger,
la técnica, el arte, el pensar con el habitar, sí.
Pero, para ello, debemos tener
conciencia primero de la penuria de nuestro habitar, cada vez más estrechado de
suelo vital. Cuando el hombre constata la falta de suelo vital en que mora (su
alienación respecto a lo que Heidegger llama Cuaternidad - el cielo, la tierra,
los dioses ausentes y la comunidad humana, la historia) deja de sentir la
penuria; de lo contrario, su olvido, su confinamiento unidimensional le
convierte en el ser más miserable; en un mortal alienado, no consciente de la
posibilidad abierta a su esencia de mortal: la posibilidad de estar abierto a
los cuatro puntos de la rosa de los vientos, al cuidado de aquella Cuaternidad
que le pertenece, y donde encuentra sentido todo “hacer” del hombre.
El arte, desde el proyecto ilustrado, y
en Schiller, en Jena y el romanticismo de Schelling y Nietzsche, emprendió un
proyecto de liberación del hombre. Como hemos visto, con distintos matices, se
continúa en estos autores citados. Pero, en el camino, se fue perdiendo, no la
seguridad o el sentido en dicho proyecto, sino la certeza sobre el propio arte
(arte mercancía, arte como lenguaje en sí o de otra cosa -símbolo-, arte
fagocitado por el continuum de la técnica en un producir desatado y
convertido en reinterpretación sonámbula de sus gestos formales).
Este artículo concluye constatando la
afinidad profunda entre las dos orillas de la Modernidad, la iniciada con el
proyecto romántico, basado a su vez en el ilustrado, y la orilla del siglo XXI
en que vivimos. Volvemos con la mirada al lugar aquel de donde se iniciaron las
preguntas, y nos damos, si acaso, cuenta que, en el intervalo de más de dos
siglos de Modernidad, sólo hemos alcanzado una cosa: recordar que ya un día,
como en el cuadro de Friedrich, estuvimos de frente al negro océano, sin
retirar la vista. Una fotografía de ese aparecer único del que somos hoy, una
fotografía en blanco negro, es el romanticismo. ¿Documento -diría Foucault-
próximo a borrarse en la arena del mar?
BIBLIOGRAFÍA:
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Simón Marchán
Fiz: La estética en la cultura moderna. (Alianza Forma, Madrid 2000)
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K. Paul
Liessmann: Filosofía del arte moderno. (Herder, Barcelona 2006)
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Friedrich
Schelling: La relación del arte con la naturaleza. (Sarpe, 1985, Madrid.)
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J.L. Villacañas:
La quiebra de la razón ilustrada: Idealismo y romanticismo.
Cincel,
Madrid, 1988
-
Martín Heidegger:
La pregunta por la técnica. (Ediciones Folio, Barcelona 2007)
-
F.
Hölderlin: Poesía. (Libros Río Nuevo,
edición bilingüe, Barcelona)
Fulgencio
Martínez (Murcia, España, 1960) es profesor de Filosofía, poeta, narrador y articulista de prensa.
Licenciado en Filología Hispánica y en
Máster en Filosofía. Ha publicado, en la editorial Renacimiento, de Sevilla, los libros León
busca gacela, El cuerpo del día y Prueba de sabor. Codirige
la revista de creación y ensayo Ágora-Papeles de arte gramático.
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