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sábado, 19 de junio de 2021

El cuidado del otro en la poesía de Miguel Hernández. Estudios de poesía española/ Fulgencio Martínez/ revista Ágora (reedición)

 



EL CUIDADO DEL OTRO EN LA POESÍA DE MIGUEL HERNÁNDEZ

 

 

 

 

                                                                   Por Fulgencio Martínez

 

 

 

Cuando pienso en la relación de la poesía de Miguel Hernández con la verdad, desde mis lecturas de Heidegger y de la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer, me explico esta poesía arraigada en el carácter de la existencia auténtica que Heidegger denomina Sorge y sus traductores españoles, el cuidado o la cura. (1). Si precisara más, diría que lo propio de la lírica hernandiana y del propio poeta como existente, es el cuidado del otro, y con el otro, con los otros hombres que comparten su situación. (Mittsorge). Desde esta perspectiva se me vuelve unitaria toda la evolución poética de Miguel Hernández, desde su primera etapa -Perito en lunas y su posterior poesía católico-ascética (que Sánchez Vidal denomina “profética”), pasando por la etapa trágica de El rayo que no cesa, hasta sus dos ciclos de poesía en la guerra, Viento del Pueblo y El hombre acecha, y el ciclo final del Cancionero y Romancero de Ausencias y los Poemas últimos.

 

A Miguel Hernández, como poeta y como hombre (en este aspecto, su epistolario es un valioso documento) le mueve el cuidado de los demás. Ésta es la vena más rara, perdurable y universal del existencialismo y el humanismo que caracterizan a los mejores poetas del pasado siglo. En la poesía del xx, sólo tiene parangón en César Vallejo y en el checo Vladimir Holan.

 

Mi atención se va a centrar exclusivamente en los textos de Miguel Hernández escritos a partir del comienzo de la guerra de España, en julio del 36, en parte porque, como el propio poeta señala en su prólogo a Teatro en la guerra, esta fecha supone una decidida toma de consciencia que le lleva a reconocerse como sangre y voz de un pueblo contra el cual ve desatarse la injusticia y la violencia deshumanizadoras. Si atendemos a la “verdad” desde donde habla el poeta, no hay solución de continuidad entre los poemas de Viento del pueblo y los de su obra última.

 

 

         El cuidado del otro, con el otro, se vierte en los primeros hacia el pueblo, que para Miguel Hernández no es sólo el luchador de uno de los bandos en la contienda, ni sólo el campesino español ni el pobre y desheredado de la cultura y de los bienes materiales por la injusticia económica. Ni siquiera es sólo el trabajador (esa figura que, en los años 30, tanto comunistas como fascistas convirtieron en esencia del nuevo hombre y sentido de época). Si Jünger (radicalizando el pensamiento de Heidegger) veía en la irrupción del Trabajador la imagen del ser técnico que derribaba toda una época anterior burguesa, cuyos últimos coletazos habían sido el individualismo y el esteticismo de fin de siglo y principios del XX (la nihilización de los valores espirituales colectivos que se venía produciendo desde la primera industrialización daría paso -un paso “más allá de la línea” del horizonte cristiano europeo- a un nuevo titanismo técnico, cuyos presagios pronto se convertirían en pesadilla y en realidad ambiguamente asumida por el novelista-filósofo Ernst Jünger); Miguel Hernández adopta un compromiso con el Trabajador, ya desde de los poemas en que se produce su evolución a la poesía social: los poemas anteriores a la guerra, escritos entre El rayo que no cesa y Viento del pueblo, “Sonreídme”, y “Alba de hachas”. Pero, siendo ésa su apuesta decidida, por el pueblo trabajador (al que le une, además, sus propias raíces humanas, la solidaridad con su origen familiar y el rechazo visceral a una injusticia humillante), su poesía no se acomoda ni se instala de forma inerte en ese territorio. Se busca, se mueve, sí, en ese territorio asumido de forma positiva, y como un hecho, casi ineluctable de la Historia - el momento en que una clase social, el trabajador, accede a su protagonismo (y desde ese hecho, lee Miguel la guerra civil del 36-39 como un sinsentido histórico, un contrapaso anacrónico, esencialmente como la rebelión de las fuerzas vencidas de la Historia, retrógradas, egoístas, de los viejos amos terratenientes y del catolicismo al servicio de su amo, contra el pueblo trabajador, cuya era ha comenzado y en cuyo horizonte se anuncia el fin de  las injusticias. Se ha de tener en cuenta esta convicción para calibrar la esperanza en la poesía de Miguel Hernández, no sólo en su poesía de guerra; y para darnos siquiera una vaga noción de la desesperanza trágica que domina el fondo de su poesía y que poco a poco la invade en la medida en comprueba el triunfo de la sinrazón).

 

El cuidado del otro, con el otro, aprendiendo de los hombres y con los hombres a ser hombre, se realiza, en el sentido peculiar de la poesía de Miguel Hernández, en un aviso contra la mecanización del trabajador: el hombre no es instrumento, es un instrumentalista, dirá. En el poema “ Las manos” éstas se nos muestran como un instrumento vivo, vital, generador, el piloto de la energía del hombre que construye ciudades, máquinas, y siembra, y produce y también hace el amor y la música y la poesía como en un mismo acto amoroso en el seno de la vida. Frente a ellas, otras manos egoístas, ociosas, están preparadas para convertir a las manos humanas en mero instrumento a su servicio, sólo “mano de obra”. Los valores humanistas están siempre presentes en la poesía de Miguel Hernández (en este sentido, el poeta anticipa las reflexiones de la filosofía marxista y teórica posterior: Marcuse, Fromm, Habermas...). No me voy a detener, porque es ya obvio, en el valor de la libertad – y en el valor de la esperanza- que presiden los mejores poemas de Viento del pueblo y de El hombre acecha. Ni tampoco puedo detenerme, en concreto, en la defensa de la dignidad de la mujer, que en aquel tiempo histórico estaba, en general. proscrita de la cultura: Miguel canta a “la mujer redimida y agrandada”: cifra en ella la fuerza de redención del pueblo y la tierra. Adelántandose, en esto, a la “Carta de la Tierra” y a las provisiones de la UNESCO en apoyo de los pueblos del Tercer Mundo, que canalizan en la mujer los esfuerzos para ayudar a salir del subdesarrollo económico. Un poema como “Pasionaria”, dedicado a Dolores Ibárruri, contiene tanta verdad como belleza en su deslumbrante mundo metafórico.

 

Los valores humanistas, pese al tono más apagado -no pesimista- se encuentran también en El hombre acecha. El poema que destaco aquí es el titulado “El hambre”, que en el primer verso de su última estrofa contiene este grito de socorro: Ayudadme a ser hombre. En este grito culmina la voz social de Miguel Hernández, es una palabra a la vez colectiva y personal, en nombre del obrero y en nombre propio: Ayudadme a ser hombre: no me dejéis ser fiera/ hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente./ Yo, animal familiar, con esta sangre obrera/ os doy la humanidad que mi canción presiente. La poesía, el texto eminente (que dice Gadamer) vuelve a su origen y verdad, como decir, de uno para otro; no viene como la palabra profética que anuncia la promesa que hace un Dios a un hombre sumiso e inerte; sino que nace de un hombre en diálogo con otro y, desde esa condición precaria, más humilde, compromete la esperanza activa del oyente y convoca a su dignidad. Como el concepto de la dignidad humana, de Kant, nos compromete a todos: la persona nunca puede ser un medio, es un fin en sí mismo; allá donde se le instrumentalice y humille a un ser humano, se humilla y deshumaniza a todos los seres humanos -y a mí.

 

Pero el cuidado del otro se dirige, en la poesía de Miguel Hernández, más allá del trabajador, símbolo de una época en definitiva -que sigue siendo la nuestra, por cierto. Se vuelca al pueblo en un sentido o estrato más hondo: el pueblo es la tierra, la raíz vegetal, la sal, el fuego, el agua y la sangre y la palabra que nos hermana con los muertos, con el humus de la humanidad y con el origen, sin origen, que es puente de la vida y a la vida, pasando por la muerte. Ese pueblo, al que la poética de Miguel Hernández dirige su cuidado, está ahora en el centro mismo de la cosmovisión hernandiana, que de forma intuitiva se construyó en sus primeros versos oriolanos, donde las cosas de la naturaleza suceden bajo los manejos de los astros y de los hechos cósmicos, sobre todo los misterios de la fecundidad y de la sexualidad, de la vida y la muerte, el ciclo de la vida de los animales, las plantas, la fertilidad y la cosecha o la inundación, la sequía, incluso la fortuna y la desgracia humanas. Renuncia al fatalismo resignado, que sublimó el catolicismo conservador en los poemas de influencia sijeana (ideológicamente dirigidos contra la reforma agraria impulsada por la República; por cierto) y restructura su cosmovisión para dar protagonismo al pueblo, ser activo que sufre y lucha por sus derechos, sin perder de vista el vínculo cósmico en que se inscribe, como totalidad, el nuevo proceso. El pueblo, el hombre con su trabajo, está en el centro de esos misterios, en ese flujo natural es parte del alma de todo. En el poema-arenga “Aceituneros”, del libro Viento del pueblo: los olivos “no los levantó la nada/ ni el dinero, ni el señor, /sino la tierra callada,/ el trabajo y el sudor. Sol a sol y luna a luna, la tierra, el sol, la luna, las manos encallecidas del hombre trabajador, el sudor humano forman el mismo ciclo natural. El poema trata de darle conciencia, al pueblo que trabaja, de su nuevo papel activo; más allá de la arenga contingente de lucha dirigida a una ciudad de la retaguardia republicana, acomodada en sus rutinas e inconsciente de lo que estaba en juego (Jaén, levántate brava/ sobre tus piedras lunares,/ no vayas a ser esclava/ con todos tus olivares); el poema se eleva a una arenga humanista, de universal toma de conciencia, válida hoy y en toda época en que “peligre el hombre”.  Miguel Hernández aunque conoció, más tarde, en su viaje a la URSS, la épica del tractor, del mecanismo que glorificaron ya los poetas futuristas y luego el realismo socialista, intuye pronto, desde su visión del pueblo como un ser natural, elemental, el peligro de la deshumanización, de la cosificación del hombre bajo el signo del titanismo.

 

El cuidado del otro, con el otro, lo continúa la poesía de Miguel Hernández en su Cancionero y Romancero de ausencias y en los últimos poemas que dejó manuscritos. Aquí son el hijo, muerto, ausente, y el nuevo hijo y la esposa y compañera ausente, las prendas de su cuidado. No puedo extenderme más sobre esta poesía, donde Miguel Hernández alcanza una cumbre lírica de sublimidad, humanidad, dolor, serenidad, dominio técnico increíble. El hondo intimismo de esta lírica no impide, sino, al contrario, potencia su valor humanista como cuidado del otro humano; humanismo que apunta como intención de fondo, a veces como elegía, ante su ausencia, pero, más a menudo, como preocupación y como esperanza, dentro de una compleja dialéctica entre la luz y la sombra, que se resuelve a veces en conjunción y alianza (en la generación del hijo: cf. “Hijo de la luz y la sombra”), o permanece en constante lucha irresuelta.

 

De este período de la obra de Miguel Hernández, escrita en la cárcel, me voy a referir sólo a un poema (“Ascensión de la escoba”) y a las cartas a Josefina Manresa. Conocemos las circunstancias en que ese poema fue escrito, en la cárcel, castigado Miguel a barrer los retretes. Pues bien, permitidme que cuente una anécdota: Cuando yo era un joven estudiante de Filosofía en la Universidad de Murcia, tan aparvada y provinciana entonces como lo fue antes y lo es ahora, teníamos, en primer curso, un profesor de Lógica llamado Jesús García López; hombre ya mayor, escolástico, del Opus Dei, en fin...decano de la Facultad de Filosofía... además, sus clases de Lógica comenzaban a las ocho de la mañana. Como éramos aún nuevos en la vida estudiantil, asistíamos todos los maitines a su clase con el mismo aburrimiento y parecida puntualidad. Una mañana, el profesor de Lógica, subido al estrado donde mugía la lección, se humanizó, cambió la voz y la compostura y de pronto comenzó a recitarnos un poema maravilloso. Aún recuerdo su entonación que sonaba con una unción jubilosa. Como en un aparte teatral, entre los silogismos de la primera y la segunda figura, resonaba así, alegremente:

 

Coronada la escoba de laurel, mirto, rosa,

es el héroe entre aquellos que afrontan la basura.

Para librar del polvo sin vuelo cada cosa

bajó, porque era palma y azul, desde la altura.

 

Su ardor de espada joven y alegre no reposa.

Delgada de ansiedad, pureza, sol, bravura...

 

Nunca: la escoba nunca será crucificada,

porque la juventud propaga su esqueleto...

 

Y ante su aliento raudo se ausenta el polvo quieto.

Y asciende una palmera, columna hacia la aurora.

 

En las cartas que Miguel, en presidio, escribe a Josefina, emociona con qué sensibilidad casi fraternal la orienta y cuida como compañera, la anima como mujer, hasta darle en algunas cartas la impresión de que ella es autónoma de él: le pregunta cómo van tus negocios  cuando ella recibe una cierta cantidad de dinero que él ha conseguido mandarle a través de Vicente Aleixandre, y que ella ha invertido en alguna industria casera para sacar adelante al hijo y poder enviarle alguna cosa comestible a Miguel. “La familia del hijo será la especie humana”.

 

Una paradoja se hace aquí patente: son los poetas más desamparados, César Vallejo, Vladimir Holan, Miguel Hernández, los que muestran más cuidado del otro. Quizá, sean también los más grandes.

 

 

 

 

Nota:

 

1.        Propongo “la pena”, para un trasvase de Sorge a los usos del castellano, basándonos en la poesía de Miguel Hernández y en dos de los sentidos que tiene en nuestro idioma la pena. Pena como sufrimiento, dolor hondo (“Umbrío por la pena, casi bruno”...  verso de un soneto de El rayo que no cesa), pero, sobre todo, en el sentido de las expresiones coloquiales “valer la pena”, “tomarse la pena de”, “merece la pena esto”; lo que enlaza mejor con la tarea del hombre de ocuparse de los entes y con la estructura ontológica del Dasein (el existente humano) de estar abierto y de realizarse en la dedicación a los otros, con los otros. También con la poética más madura de Miguel Hernández.

Desde un sentido originalmente cristiano, es el amor al prójimo, por el que siempre vale tomarse la pena.

 

 

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