Lola Jara, autora del relato “La bandera tricolor”
LA BANDERA TRICOLOR
Lola Jara
En la oscuridad de la noche, ocultas entre los matorrales, esperaban desoladas aquellas dos mujeres que, entre abrazos y sollozos, trataban de resistir con entereza el momento que se aproximaba. Serían testigos del final de un largo periodo de soledad y desesperanza, como en su momento lo fueron de una vida intensa y feliz en la que rebosaban de ilusión ante cambios que en otro tiempo hubieran sido impensables.
El sonido y las luces vibrantes de un vehículo tensaron su ánimo. Una camioneta se aproximaba torpemente por el estrecho camino que conducía al cementerio y que, inexplicablemente, frenó ante un deteriorado recinto amurallado. Con sigilo se fueron aproximando hasta observar que, desde el portón por el que se accedía a lo que era un cementerio extramuros, agentes uniformados arrastraban los cuerpos inertes de una decena de hombres y algunas mujeres para ser arrojados en una fosa abierta en mitad de aquel recóndito lugar. Era costumbre utilizar los olivos de los alrededores como paredón en el habitual exterminio nocturno de grupos de presos. Pero en esta ocasión, los fusilamientos se habían realizado contra los muros del patio de la prisión: un despiadado procedimiento utilizado para atemorizar a los cientos de internos que, hacinados, esperaban el fatal momento.
A las mujeres los minutos se les convirtieron en horas, pero cuando finalizó la macabra tarea, ambas se miraron y sin dilación caminaron decididas hacia el enterrador. Cogiéndole del brazo, le mostraron un buen puñado de billetes mientras le conducían hacia la esquina del recinto indicándole el lugar donde querían dar sepultura a sus maridos. Éste giró con desconfianza la cabeza en ambas direcciones y, comprobando la soledad vacía de la noche, agarró con decisión el fajo y lo introdujo en el interior de la camisa. Una mueca de agrado delató la satisfacción inesperada de tan lucrativo negocio, pues no existía riesgo alguno en atender la petición de aquellas inofensivas y frágiles mujeres enterrando en un lugar apartado los cuerpos sin vida de dos de los hombres que yacían en el hoyo.
Sin pronunciar una sola palabra les realizó un gesto con la cabeza para indicarles que le siguieran y, tras recoger la pala, el rastrillo y algunas cuerdas en el cobertizo donde guardaba los aperos de sepulturero, se dirigió hacia la fosa. En ella rebosaban amontonados los cuerpos ensangrentados, algunos con la mirada atónita, otros con el rostro sereno de quién descansa tras una dura jornada. Hombres y alguna mujer que habrían luchado con ilusión durante el periodo republicano por acabar con las condiciones que los encadenaban a una vida miserable. Sin duda, personas que años atrás apoyaron -y en algunos casos liderado- la transformación de la sociedad con la determinación de hacerla más justa, de trabajar en condiciones dignas, de ofrecer una educación y un futuro próspero a sus hijos y, en definitiva, de optar por un modo de vida sin los obstáculos e imposiciones del pasado.
Inés y María, como así se llamaban aquellas dos valerosas mujeres, tenían que afrontar la amarga y difícil tarea de encontrar a sus maridos, cometido nada fácil entre aquel desordenado hacinamiento de cuerpos. Los cadáveres se arqueaban ante el empuje de la pala y sus vestimentas eran rasgadas sin piedad por el rastillo. Ellas fueron perdiendo la entereza que les había conducido ante tan macabro escenario y las lágrimas les comenzaron a brotar en silencio. Pero en modo alguno desistieron de su objetivo, por lo que, decididas, se frotaron los ojos con coraje y abrazando su propio cuerpo centraron toda la atención en cada detalle de aquella maraña de restos humanos.
En un instante María se cubrió la boca y cayó de rodillas señalando uno de los cuerpos. La pelliza que ella misma había tejido cubría la espalda ensangrentada de un hombre. Al ser bruscamente volteado, observó con tristeza aquel rostro de un joven que, a pesar de no haber llegado a los treinta, el sufrimiento había avejentado como si doblará su edad. Su cara mostraba la angulosa marca del hambre, mientras que los ojos entreabiertos expresaban aún la pesadumbre de una intensa tristeza y la consciente ausencia de esperanza.
- ¡Marcos, Marcos! ¿Qué te hicieron? – clamaba la mujer cerrando los puños con desesperación e intentando desprenderse de unos brazos que la sujetaban ante el impulso de precipitarse a la fosa y fundirse en un abrazo con aquel que durante una década había sido su compañero.
El enterrador, acostumbrado al drama cotidiano, descendió y, apartando bruscamente el cuerpo de aquel hombre de rostro macilento, lo rodeó con una cuerda, y fue elevándolo como un títere hasta depositarlo al pie de ambas mujeres. Su esposa se acercó lentamente y con ternura comenzó a acariciarle retirando con sus manos temblorosas el flujo de la muerte. Le cerró la mirada perdida y cogiéndole las manos las entrelazó con las suyas, como solían hacer cuando salían a la calle y cantaban alegremente aquellas hermosas canciones que hablaban de la igualdad entre hombres y mujeres y entre ricos y pobres. Igualdad, una palabra tantas veces repetida, que inyectaba a los más necesitados optimismo y esperanza, aunque unos años después quedó convertida en una expresión de disidentes a los que se haría callar para siempre.
Marcos y María siempre creyeron que disfrutarían de una larga vida juntos. La complicidad que sentían desde niños evolucionó durante la pubertad en una irresistible atracción y, como suele ocurrir en estos casos, culminó en un matrimonio temprano, con apenas 18 años. Ella recordaba con dulzura aquel día especial en el que mostró su felicidad de modo tan espontáneo que él no podía dejar de reír.
Era un tiempo nuevo en el que la espontaneidad y las expresiones de libertad se habían convertido en gestos habituales. De modo que, cuando con todo boato realizaba su paseo nupcial del brazo de su padre por la calle principal de la población, en un arrebato, se desprendió del velo que le cubría el rostro, pues quería disfrutar del dulce frescor de la mañana. El cortejo de amigas que le acompañaban, sorprendidas, se cubrieron cual fantasma con el tul y dieron rienda suelta a su alegría, danzando ante los vecinos que indistintamente sonreían ante tal alboroto en tanto que otros las miraban con desagrado al tiempo que se santiguaban.
Pero la algarabía no acabó ahí, María se deprendió del incómodo y rígido tocado que con tanto esmero le habían sujetado al cabello sus tías y decidió dejar suelta su larga melena ondulada que a Marcos tanto le gustaba. Estos pequeños actos de rebeldía le provocaban una sensación de libertad que nunca había sentido.
Recordaba su rostro alegre cuando la vio llegar a las puertas del templo y como él mostró también con exaltación su osadía desprendiéndose de aquella pajarita anudada a su cuello que, además de hacerle sentir ridículo, estaba convencido de que en cualquier momento le permitiría echar a volar. Abrió con decisión dos botones de su camisa y ambos entrelazaron sus manos. En ese momento, respiraron profundamente, llenando sus pulmones del intenso aroma a azahar que impregnaba el ambiente y ambos vibraban de felicidad. Esos recuerdos volvían ahora a su mente mientras sostenía en sus brazos el cuerpo de su marido y una inconsolable tristeza le invadía el corazón.
Durante los primeros años de su matrimonio habían tenido la dicha de compartir una vida conjunta ilusionante por la entrañable familia que habían formado, pero también por los apasionantes momentos que compartieron con amigos y conocidos. Junto a ellos, participaban en debates en los que trataban de expresar, pese a su escasa formación académica, aquellos cambios que podrían mejorar la vida de todos, dejando atrás las penalidades que habían vivido desde que tenían memoria. A pesar de las adversidades que habían soportado, encontraron respuestas inimaginables en los primeros conatos del sindicalismo, y eso les colmó de alentadoras esperanzas.
Inicialmente convocaban pequeñas reuniones que, con extrema prudencia, celebraban en habitaciones cerradas, donde expresaban sus ideas con murmullos tan tenues que a veces era difícil descifrar el contenido de la conversación. Pero, poco a poco, la cautela inicial fue convirtiéndose en un debate intenso con cada vez más asistentes que se decidían a realizar intervenciones con vitalidad y convicción.
Las mujeres al principio escuchaban atentas detrás de la puerta, entraban y salían con algún dulce casero y unas copitas de anís, pero sin apenas hacer ruido fueron acomodándose y realizando, inicialmente, tímidos e inseguros planteamientos, y expresando propuestas después con una soltura y decisión que a todos sorprendió. Sin duda llevaban demasiado tiempo en silencio escuchando y sus mentes habían triturado los contras y porqués de tal modo que eran capaces de disponer prioridades, plantear estrategias, poner orden o simplemente aportar ideas prácticas. Todos se sorprendían de unas capacidades que nunca hubieran imaginado, o que quizás nunca quisieron ver.
La casa del amigo Simón, que disponía en un apartado caserón con establos destinados a la cría de animales, se había convertido en lugar de encuentro. En un primer momento, ocupaban un hermoso y amplio comedor cuya ventana, abierta de par en par, comunicaba con un huerto de limoneros que desprendían el aroma verde de la huerta. Conforme acababa la jornada de trabajo se iba llenando de los jornaleros que finalizaban el largo y duro trabajo diario. Allí estaban también el carpintero, la maestra, el herrero, y así se fueron sumando decenas de personas, hasta que finalmente decidieron trasladarse al amplio y frondoso patio de la vivienda. Bajo la sombra de higueras y moreras del alrededor, debatían apasionados en los últimos días de verano del año 1930 sobre una nueva sociedad sin hambre, con escuelas mixtas de niños y niñas, sobre un horario laboral que no estuviera marcado por el sol y muchas otras ideas que emanaban con entusiasmo.
Conforme pasaban los meses la calle también era un hervidero, y en el molino, el horno, o simplemente en la orilla de cualquier camino se escuchaban conversaciones con tono encendido, pero sin disputas. Sin embargo, no todos eran tan expresivos. Algunos vecinos que disfrutaban de una vida más acomodada o vecinas que habían alcanzado la meta de su vida casándose con algún acaudalado, aligeraban el paso mirando en otra dirección como si el tema no fuera con ellos. Algunos de aquellos “señores de alta alcurnia” les reprochaban malhumorados.
- Estáis perdiendo el tiempo con sandeces que nunca llegaréis a ver. No hemos llegado hasta aquí para que una panda de limosneros y bocazas nos quitéis lo que es nuestro - Aseguraban enfurruñados.
- Pagaréis las amenazas y deslealtades que proclamáis cuando perdáis el trabajo con el que alimentar a vuestras familias –Amenazaban otros a los más vulnerables.
Pero lo cierto es que, al anochecer, de modo discreto, un grupo poco numeroso se adentraba en la Torre del “señorito” -como solían llamar al más pudiente de la población-, dueño de grandes extensiones de huerta, aunque tenía su residencia habitual en Madrid. De hecho, sólo visitaba sus propiedades cuando, con la llegada del buen tiempo, viajaba a supervisar la recogida de la cosecha. Era el momento de cobrar a los humildes arrendatarios a quienes, tras cultivar la tierra todo el año de sol a sol, apenas les quedaban unas monedas para comprar lo justo para seguir malviviendo.
Dada la convulsión que se vivía en todo el país, don Victoriano, como así se llamaba, se alojó temporalmente en su Torre, donde con frecuencia mantenía encuentros y disertaciones impetuosas con el alcalde, el cura y unos cuantos hombres de la población que gozaban de buena posición. Entre ellos, algunos habían recibido cuantiosas herencias con las que habían comprado la única línea de autobuses conocida en la zona, pero también eran invitados altos cargos de la administración o los jóvenes hijos de aquellos, algunos de los cuales tenían la fortuna de realizar estudios universitarios. Por supuesto, La participación de mujeres no estaba permitida.
Bajo el techo de aquella casona, degustando vinos añejos de la tierra, deliberaban el modo de zanjar tales manifestaciones de rebeldía. Las paredes eran demasiado gruesas para escuchar lo que allí se decidía, pero la gente humilde era consciente de que la riqueza y el poder estaba en manos de este pequeño grupo y que su vida podía convertirse en un infierno si en algún momento así lo decidían. Sin embargo, la convulsión social que se percibía en la calle les había restado el temor y la actitud sumisa que se habían visto obligados a adoptar durante años, pues nadie ignoraba que, como en todo el país, también en aquella pequeña población la sociedad había quedado dividida, y que no habría vuelta atrás. El sufrimiento acumulado durante generaciones pesaba demasiado.
María recordaba fugazmente aquellos momentos, pero mientras acariciaba con delicadeza a su marido, en el rostro se dibujaban las facciones de su hijo Miguel, un chico que a los nueve años ya había aprendido a cuidar los animales de la pequeña granja y conversaba con su padre con la soltura de un adulto. Siempre fue un niño inquieto y fuerte, a diferencia de su hermano Andrés. Ambos llegaron en el mismo parto y al año siguiente se sumó a la familia la pequeña Elena, una niña pizpireta a la que le gustaba conversar todo el día y que llenaba de alegría la casa con sus cánticos y ocurrencias.
Pero aquellos retazos de nostalgia se oscurecieron cuando recordó la triste pérdida de Andresito, como todos le llamaban. Era un niño débil, al que le costaba moverse, sobre todo correr, incluso respirar en ocasiones. Ella siempre tenía a mano un saquito con hojas de eucalipto para hacerle tomar los vahos que le devolvían el aliento tranquilo y el color a su rostro. Pero estas dificultades nunca detuvieron al pequeño y, en aquel día caluroso de verano, él también se zambulló en la acequia con sus amigos a jugar lanzándose una pelota y chapuzándose. Ante tal agitación y griterío nadie percibió la desaparición del niño en un instante y, cuando el anciano que les vigilaba advirtió su ausencia, les instó con preocupación a mirar bajo el puente y entre la turbidez del agua.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de María cuando escuchó a los niños gritar el nombre de su hijo. Supo desde el primer instante que algo terrible había ocurrido. El anciano, que sentado en el puente distraía sus apagadas horas mirando a los chiquillos y contándoles viejas historias, siempre les advertía de la fábula de los mengues. Estos eran unos duendes aviesos y escurridizos que, ocultos bajos los puentes de las acequias, sorprendían a los pequeños que se distanciaban del grupo.
- Son unas criaturas malignas que tienen el poder de hipnotizaros y apoderarse de vuestra voluntad para arrastraros hasta al fondo y allí, cuando hayáis tragado mucha agua y dejéis de chapotear, vuestro cuerpecito sin vida se elevará a la superficie y será arrastrado por la corriente –les advertía.
Aunque los pequeños le escuchaban entre incrédulos y temerosos, siempre creyeron que eran historias de abuelos. Pero el calor del verano que soportaban era tan desquiciante que pronto se olvidaban del cuento y volvían a zambullirse entre las aguas. No obstante, aquel día la horrible leyenda se había cumplido, y los vecinos del lugar se apresuraron a hacer sonar las caracolas con el peculiar tono utilizado para advertir del cierre de las compuertas del cauce ante una previsible desgracia. Pronto la corriente se detuvo y, apenas a unos kilómetros de distancia, el pequeño cuerpo sin vida de Andrés quedó detenido por uno de los tablachos de madera.
Aquel terrible golpe dejó a la familia tan desconsolada que apenas se les vio por el pueblo durante semanas. Los hermanos abandonaron los juegos habituales y tras el colegio se marchaban a hacer compañía a su madre. Ésta nunca se repuso de una tristeza que le torturaba cada instante de su vida, y a cuya apenada existencia se sumaba ahora aquella segunda pérdida, que definitivamente hundiría a lo que restaba de familia en el más profundo desconsuelo.
Recordaba esta tragedia mientras su cuñada Inés no apartaba la mirada del interior de la fosa. Entre el desorden de cuerpos inertes yacía de espaldas su marido Antonio. El hambre que había padecido durante cuatro años de prisión había ahusado su cuerpo, pero seguía manteniendo la hechura del hombre fornido y vigoroso que fue y mantenía aquel anillado cabello negro en el que sus dedos se perdían cuando ambos cuerpos se abrazaban. No hicieron falta indicaciones, el sepulturero siguió la dirección de su mirada y elevó el cadáver volcándolo en la superficie.
Ella se acercó lentamente, y mientras se arrodillaba a su lado percibió en su rostro sin vida una mueca que simulaba una leve sonrisa. La expresión de serenidad que transmitía el azul de sus ojos abiertos, mirando al infinitivo, hizo comprender a Inés que en sus últimos momentos había retado a la muerte con la pasión y el amor que recibió y regaló en vida.
Fue aproximándose hasta abrazarlo y entonces le susurró al oído el nombre de sus tres hijos y las frases de cariño que tantas veces se habían repetido. Aquella sorda conversación finalizó cuando ella, alzando la voz, le juró con voz clara y pausada que su lucha no había sido en balde
- Mi voz se unirá a la de miles que siempre lucharemos por la libertad! -fueron sus últimas palabras antes de separarse del cuerpo de su esposo.
Antonio e Inés eran la clásica pareja que no necesitaban hablar para entenderse. Juntos habían disfrutado de una vida intensa, depositando todas sus ilusiones en construir una sociedad en la que nadie pudiera sentirse excluido por su condición y donde todos fueran tratados como iguales. Ambos procedían de una familia humilde y durante toda su vida habían sentido el menosprecio de los vecinos adinerados que festejaban sin recato cualquier evento, disponían de comida en abundancia, encabezaban cualquier evento religioso o accedían a trabajos bien pagados, pese a que los desempeñaban con pereza y total desinterés. Todo aquello que ellos luchaban por conseguir pero les estaba vetado.
A pesar de todo, disfrutaban de su felicidad en la pequeña pero bonita casa que habían heredado, que disponía de un pequeño balcón desde donde se dominaba toda la huerta de los alrededores. A ella le llamaba la atención aquel montículo a lo lejos sobre el que durante un tiempo estuvo ubicado un santo de varios metros de altura con los brazos abiertos en señal de acogida. Nunca entendió como lo habían trasladado hasta aquel empinado lugar, depositándolo precisamente sobre los restos de un antiguo castillo. Un lugar mágico del que se relataban viejas historias, como la de un rey apodado “Lobo” que lo habría habitado hacía cientos de años. Un personaje emprendedor que desde su atalaya vislumbró la eventual riqueza de aquel valle cruzado por un río, cuyo cultivo promovió hasta convertirlo en una fértil huerta. Se decía que su personalidad serena y proclive al diálogo evitó enfrentamientos bélicos con otros monarcas que aplicaron igualmente su sabiduría en el desarrollo de estas tierras.
En aquel tranquilo lugar habían vivido con sosiego durante los primeros años de su matrimonio, disfrutando de los hijos que fueron llegando. Primero fue José, quién desde temprana edad mostró un carácter tranquilo y verdaderas cualidades para la lectura y despuñes para el estudio. Su niñez quedó truncada cuando, a los cinco años, sufrió una grave enfermedad que le provocó la parálisis en una pierna, ataques febriles y graves dificultades respiratorias. Creyeron que no sobreviviría, pero el niño logró superar la enfermedad aunque quedó cojo. Aquello supuso una dentellada en su vida, pues a tan corta edad tenía que conformarse con observar a los amigos jugar y saltar con destreza, mientras él permanecía sentado. Esto le llevó a buscar entretenimientos más reposados, como la lectura. Devoraba los cuentos que su madre y su tío Francisco guardaban y pronto comenzó a leer algunas novelas y a hojear aquel atlas de geografía que tanto le gustaba porque le permitían soñar con viajes a países lejanos de nombres extraños como Australia, Tanzania o Malasia.
Su hermano menor, con el que apenas se llevaba un año, se sentaba a su lado y escuchaba absorto los cuentos que le leía. Se llamaba Dionisio, en honor al mejor amigo de su padre, con el que había compartido momentos decisivos. Primero para apoyar el cambio que se produjo en las elecciones de 1931. Después, habían compartido responsabilidades institucionales bajo las órdenes del Gobierno de la República y, llegado el momento, fueron compañeros de trinchera durante la guerra civil.
Dionisio era un chiquillo avispado e inquieto al que le gustaba divertir a su hermano realizando pantomimas o imitando a animales y personas, con lo que le provocaba la risa, haciéndole olvidar sus pesares por las dificultades de movimiento. Pero la naturaleza traviesa del pequeño también provocó algunos disgustos a la familia. Nunca se sabía a ciencia cierta por donde andaba, pues buscaba artimañas para marcharse de la escuela sin que nadie lo percibiera. Una vez libre de ataduras daba rienda suelta a sus aficiones favoritas, como hacer diana con el tirachinas en los pájaros que se posaban en los árboles, bajar al río a pescar, o apropiarse de cuantas frutas del tiempo podía abrazar para llevarlas a su madre y tratar de apaciguarla ante un previsible castigo. Otras veces eran hortalizas, incluso algún polluelo, lo que suponía un disgusto tras otro con el vecindario al que se lo sustraía. Pero con su simpatía innata siempre lograba que todo quedara en una chiquillada sin mayor trascendencia.
Inés quería una niña en la familia y, pese a las dificultades del momento y las frecuentes ausencias de Antonio, que podía pasar meses sin volver a casa enlazando en la contienda una con otra batalla, finalmente quedó embarazada. Pero los tiempos presagiaban una inminente derrota del Frente Popular y él sabía que la caída del régimen constitucional tendría consecuencias dramáticas, pues los fascistas contra los que había luchado no entendían de libertad ni de derechos que no fueran los de una casta que llamaba orden a la sumisión y limpieza a la crueldad.
Cuando llegó el momento del alumbramiento, Inés sólo contaba con su cuñada y la experta ayuda de la “tía Rita”, una partera por todos conocida, pues había ayudado a alumbrar a la mayoría de la población joven del pueblo. Era una mujer serena, hábil y paciente, que había aprendido el oficio de la partera que le precedió. Con su asombrosa destreza ganó el cariño y respeto de la gente sencilla, ya que era capaz de resolver cualquier mal parto sin reparar en horas ni en dificultades. Su bondad le impedía cobrar el servicio a aquellas personas que carecían de recursos, como ocurrió en el alumbramiento de la pequeña hija de Inés, donde, además de una extraordinaria pericia, tuvo cariñosas palabras de aliento hacía aquella mujer sola y asustada.
Para entonces, el ejército del General Franco había ganado la guerra y las cárceles comenzaban a llenarse con los contrarios a los vencedores. Antonio fue inmediatamente detenido y juzgado con la acusación de Rebelión al Régimen, siendo condenado a 40 años de prisión y pena capital. Nunca llegó a tener en sus brazos a aquella niña de sonrisa generosa a la que su madre, en un acto de rebeldía, había inscrito con el nombre de Libertad, a pesar de ser un momento en el que no todos se atrevían a llamarla en público. Pero, en un sobrio bautizo, el cura del pueblo quiso corregir las consecuencias de tal atrevimiento y le antepuso el consabido María con el que, según su parecer, debía comenzar todo nombre de mujer.
Eran escasas las visitas que le permitían realizar a la prisión del antiguo convento de Las Agustinas, donde Inés llevaba a su marido cuantos alimentos podía reunir a pesar de la precaria situación que vivían. En esos parcos encuentros, le narraba los momentos felices en la evolución de sus hijos y siempre obviaba el hambre y las necesidades que padecían. Tampoco le contó nunca el destrozo al que era sometida la casa cuando la guardia civil se presentaba en mitad de la noche, arrinconando a la familia a punta de fusil, golpeando muebles y rasgando los colchones y la ropa en registros siempre estériles mientras los niños, atemorizados, no dejaban de llorar.
Con la cabeza envuelta en un pañuelo, tampoco le narraba la humillación a la que ella misma era sometida cada día, obligada a abandonar a sus hijos y caminar por el centro de la calle con la cabeza rapada, como eran señaladas las “mujeres de rojos” y sospechosas de esa “sacrílega” ideología. Todas ellas eran forzadas a expiar su “culpa” preparando y sirviendo la comida en un local de caridad. Los poderes fácticos trataban de revestir su barbarie con la supuesta humanidad de un comedor de pobres y huérfanos de guerra, a los que se servía unos escasos e insípidos platos que los pequeños aborrecían.
En una de las visitas, Inés fue informada de que su marido y otros presos serían trasladados a una nueva prisión, trayecto que tendrían que hacer con todas sus pertenencias, por lo que se permitiría la ayuda de un familiar. El día señalado, los parientes autorizados esperaron desde el amanecer, tiritando de frío en la calle, hasta que a media mañana pudieron acceder a las celdas donde quedaron asombrados por las condiciones de inmundicia y hacinamiento en la que sus familiares tenían que sobrevivir.
Ante la extenuación de los presos por su estado de extrema debilidad, muchas mujeres tuvieron que cargar con los colchones, mantas, ropa y alguna que otra pertenencia como los cubiertos, el cuenco o los restos de comida que sus familias les preveían. Así recorrieron en procesión la ciudad bajo la mirada asombrada de las gentes que con expresión de asco en unos casos y de compasión en otros se detenían a su paso. Después de una hora, los cuatrocientos presos desplazados llegaron a las puertas de la otra prisión, en cuyas dependencias sólo quedaban libres unas 130 plazas, por lo que previsiblemente en unos días volverían a vivir en la misma situación de abandono.
Inés aprovechó el recorrido para hablar con Antonio y tratar de infundirle ánimo. Le contó que algunos vecinos se mostraban dispuestos a modificar la declaración realizada en el juicio en el que, algunos de ellos presionados, le inculparon de delitos inventados. No era extraño que el miedo llevará a manifestar falsedades, pero, con el paso del tiempo, algunas personas no podían cargar en su conciencia con las terribles consecuencias de tales declaraciones, que en algunos casos suponían la pena de muerte de un vecino o hasta de un familiar. También le fue relatando la insistencia de sus hijos para que cada noche les contará las proezas y anécdotas de un padre al que extrañaban y cuyo regreso de un supuesto largo viaje reclamaban insistentemente.
Aquel precario traslado y los escasos encuentros que mantuvieron fueron los únicos momentos en los que Antonio mostraba una sonrisa amplía y disfrutaba de una chispa de felicidad, aunque la desesperanza le invadía cuando su mujer era despedida de malas maneras por los guardianes junto a otras mujeres y hombres que, llorosos y cabizbajos, se dirigían a la salida de la prisión con la incertidumbre de si volverían a ver con vida a sus familiares.
La noche avanzaba envuelta por estos recuerdos cuando el sepulturero se aproximó a ambas mujeres. Sin dirigirles una palabra levantó a los cadáveres y los llevó al extremo del cementerio. Aquel rincón, a escasos metros de la fosa común, era cuanto consiguieron para dar sepultura a sus esposos. El hombre comenzó a cavar sendos nichos donde reposarían en unos humildes y desvencijados féretros. Ni una palabra, ni un rezo. Por todo funeral recibieron un intenso y último abrazo y las caricias en aquellos rostros que quedaron empapados por lágrimas derramadas sin contención. Una tosca losa de piedra cubrió cada tumba en las que serían tallados los nombres que le ofrecieron anotados en un papel y, abrazadas, emprendieron el camino de vuelta en silencio y desconsoladas en la obscuridad de la noche.
El regreso a casa en la vieja carreta se hizo largo. Tirada por una vieja mula que en otros tiempos les ayudó a labrar los campos, se desplazaban lentamente en silencio mirando al vacío. Pronto comenzaron a conversar pausadamente recordando los hermosos momentos de felicidad que habían vivido junto a aquellos hombres; los hermosos momentos de la lucha que habían compartido para conseguir una sociedad más libre, donde no hubiera ricos y pobres, sino trabajos y salarios decentes, así como una educación para sus hijos con posibilidades de aprender algo más que a sumar y restar.
Cuando tras dos horas llegaron a casa de Inés, la abuela Carmen velaba el sueño de los pequeños, que dormían plácidamente ajenos al drama que marcaría su futuro. Había transcurrido tanto tiempo desde la última vez que vieron a sus padres que sólo les quedaba una imagen difusa de aquel que era recto pero cariñoso, mientras que el otro era jovial y siempre les hacía reír con sus ingeniosas ocurrencias. Sus madres trataban de evitar que los olvidaran, por lo que cada noche se despedían hasta el día siguiente de aquellos padres que aparecían en las fotografías que reposaban en sus mesillas de noche. A partir de aquel día, ni siquiera podrían dirigir una mirada esperanzadora a aquellas imágenes ni confiar en su protección. Sólo sentirían la añoranza y el vacío de alguien que en algún momento fue parte esencial de sus vidas. Para la pequeña Libertad, ni siquiera eso. Apenas había aprendido a decir “papa” y con su pequeña manecita mimaba la foto de aquel hombre guapo que aparecía sentado acariciando a un hermoso perro. Todo hacía presagiar que, tras aquel sueño tranquilo y seguro, aquellos inocentes niños serían escarnio de las más tristes vejaciones.
Por un momento la fuerza de aquellas dos valientes mujeres comenzó a flaquear y tuvieron miedo. Miedo a un futuro incierto, pobre, en soledad. Miedo a ser tratadas como apestadas por sus vecinos que evitarían comprometerse, pues en aquellos días bastaba un gesto de simpatía o de simple generosidad para delatarse como “enemigo del régimen”. Su viudedad sería un calvario, pues las mujeres de rojos eran “rojas” y ello era en sí un castigo. Lo habitual, como ya habían comprobado en otros casos, es que nadie les sonriera por la calle ni se detuvieran a charlar con ellas, ni siquiera sobre cualquier tema cotidiano.
Por seguridad, es posible que el nombre de sus maridos nunca fuera mencionado en público ni por los que fueron, en otro tiempo, sus más entrañables amigos. Por si esto no fuera suficiente, era más que probable que para evitar comprometerse nadie se atrevería a aliviar su situación ofreciéndoles cualquier trabajo, por penoso que fuera. Sólo en rincones escondidos o en la oscuridad de la noche, alguna amiga se apresuraba a ofrecerles una capacita con naranjas, patatas o alguna hortaliza. Su dolor se acrecentaba al pensar el hambre que pasarían aquellas criaturas que descansaban plácidamente, ajenas por completo a las penurias que sufrirían durante su infancia.
María e Inés contemplaban exhaustas y vencidas por la tristeza esta hermosa visión, pero la noche avanzaba y aún quedaba tarea por delante. Tenían que preparar las flores que habían depositado desde la mañana a remojo en cubos bajo la sombra que les proporcionaba la higuera del patio. No había sido fácil transportar tal cantidad de racimos de crisantemos y, mientras caminaban desde el mercado abrazándolos con dificultad, percibían la mirada apenada de algunas conocidas, aunque ninguna de ellas se aproximó para aliviarles la carga. Una vez en casa les esperaba la ardua tarea de triturar un racimo de remolachas y hervirlas hasta conseguir que al agua fuera adquiriendo el color morado.
Para culminar la operación introdujeron los tallos en los cubos para que la sabia comenzara a circular hasta teñir los pétalos. Después, envolvieron con delicadeza las flores con unas telas y las fueron depositando de nuevo en la carreta. En ella saldrían en unas horas hacia el cementerio extramuros donde reposaban los cuerpos ya sepultados de sus maridos.
Ambas mujeres enfundaron sus cuerpos con sobrios atuendos negros que aguardaban en el fondo del armario. De ellos también extrajeron ropa prestada para los pequeños, que igualmente guardarían un luto riguroso. Los primeros gallos cantaban la llegada del amanecer, por lo que se apresuraron en disponer sobre una mesa pequeños tazones de leche con restos del pan amasado desde hacía días para calmar un poco el hambre de sus hijos y recuperar ellas mismas la fuerza que necesitarían para lo que aún les quedaba por padecer.
Comenzaron en silencio a cargar sobre la carreta los grandes cubos de crisantemos rojos, amarillos y morados y a los niños que aún adormilados, se recostaron sobre sus regazos arropados con mantas. Cuando llegaron al cementerio con los primeros rayos de sol, les sorprendió la ingente cantidad de personas que ocupaban el pequeño espacio de aquel cementerio proscrito. Había familias enteras y niños que correteaban bulliciosos como si de una reunión festiva se tratara. Saludaron con aflicción a algunas amistades, muchas de ellas familiares de los que fueron cargos representativos del Gobierno del Frente Popular y que ahora reposaban en la fosa común. También abrazaron con amargura a personas con las que habían coincidido en las visitas a la prisión. En aquel pequeño recinto existía una estrecha red de dolor y tristeza, pero también de ideales que les unía a todos.
Tras mutuas condolencias, Inés y María se dirigieron a la carreta para comenzar a descargar los racimos de flores que portaban y depositarlos junto a aquella gran fosa de tierra aún removida. Algunos de los presentes se apresuraron a ayudarles, pero la mayoría observaban paralizados la audacia de aquellas dos mujeres que, sin expresión alguna de temor, comenzaron a depositar las flores sobre la tumba. Otras manos se fueron sumando, besando con emoción contenida las flores antes de colocarlas en tres largas hileras. Entonces, Inés y María se acercaron junto a sus hijos y, en un gesto de amor, depositaron con delicadeza los dos ramos que habían reservado sobre las tumbas de aquellos dos hombres que reposaban junto al muro, en un rincón frío y solitario.
En un instante el silencio se impuso, los niños dejaron de corretear mirando fascinados aquella hermosa alfombra de flores y, aunque desconocían su significado, la observaban con respeto. Los suspiros fueron cesando ante la contemplación de la bandera tricolor que cubría por completo la fosa donde yacían los cuerpos de sus seres queridos. Un coraje silencioso fue propagándose, y ante la creciente tensión de aquel grupo de personas, las fuerzas de seguridad quisieron ignorar la escena y salieron del recinto.
De modo natural las manos fueron entrelazándose formando un gran círculo en el que las miradas se cruzaban entre sí con orgullo y audacia. Alguien comenzó a silbar una sintonía que todos comenzaron a entonar. Hablaba del día en el que los pobres se levantarían para acabar con las diferencias entre esclavos y dueños, aquel en el que el odio entre personas quedaría extinguido porque todas gozarían de iguales derechos. Mientras la coreaban comprendieron que sólo agrupados, con valor, perseverancia y unidad podrían emprender el difícil camino que les devolviera la dignidad arrebatada.
Lola Jara Andújar es licenciada en Comunicación y Documentación y Máster en “Comunicación, Gobierno, Administración y Políticas Públicas” por la Universidad de Murcia. Ha recibido formación especializada en Comunicación en las Organizaciones, Liderazgo, Oratoria y Negociación, Técnicas de Debate y Exposición, Transparencia y Responsabilidad Pública, Nuevas Tecnologías de Comunicación, entre otras.
Ha ejercido como responsable de comunicación en organizaciones sindicales, políticas e institucionales. En el ejercicio de las mismas ha desarrollado la publicación de revistas, comunicados, reportajes, artículos de opinión, etc., coordinando conferencias, debates e impartiendo cursos de formación en dicha materia.
REVISTA ÁGORA DIGITAL ABRIL 2021
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