EL PESIMISMO DE UN LIBERAL ESPAÑOL: Las causas del suicidio de Larra
Fulgencio Martínez
A
partir de La detonación, la obra de teatro de Buero Vallejo, se ha
venido profundizando en las causas que, al margen del desengaño amoroso, le
impulsaron a Larra al suicidio, un 13 de febrero de 1937. Hay un consenso,
actualmente, sobre que la razón más probable fue el desengaño de España: un
desengaño vasto y complejo, cuya raíz es ideológica al mismo tiempo que vital.
Víctima de una aguda frustración personal, resultado de la derrota de su ánimo
ante la desesperación con la que luchaba desde los últimos meses de su vida,
Larra autoejecutó la sentencia de muerte a la que ya, unos dos años atrás, se
condenó al reconocer su pesimismo ante el momento histórico de España. No se
puede entender a Larra si no hablamos de su amor a España, no podría ser de
otro modo, y perdonen el tópico. Dolor de España. Más que en el 98, y
más que en La desolación de la quimera de Cernuda.(¡Y ya es decir de
amores no correspondidos!). Quizá, en su condición de hijo de afrancesado y en
su infancia están las claves de su futura patología. Vivió casi como un niño
expósito, confiado a instituciones educativas, desde la vuelta de su familia
del exilio. Su alma mater fue España. Pero el dolor más fuerte, su orfandad. Su
idealismo combativo por una España de progreso buscaba un país donde su padre
no hubiera tenido que emigrar. La desesperación no fue más que el postrer cerro
que escaló hasta el suicidio. En su último artículo, La Nochebuena de 1936,
lucha con la desesperación: ha de oír la verdad, amarga y frustradora de su
dignidad, por boca de su criado (La verdad es la verdad: la diga Agamenón o su
porquero, dirá el poeta; y suelen ser los criados....) Ah, curiosamente, un
criado; y no precisamente un Petronio. Larra, tan democrático, era amigo de
convenciones sociales, de clases y jerarquías basadas en la educación. Yo soy
superior a mi criado, porque tengo más educación.O de lo contrario, yo le
serviría a él. Esa es su lógica, lo ha dejado escrito. El criado es el pueblo,
ese pueblo de barateros, reos de muerte, gente humilde que se mantiene con
oficios o modos de vivir que no dan para vivir, que no tiene educación (Larra
sí la tuvo, y por eso tiene más obligaciones), que no reclama igualdad y leyes
justas y que, cuando le entra en el caletre el airón revolucionario, no repara
en consideraciones morales: a veces es tan amoral como una fuerza de la
naturaleza. Pero, crímenes por crímenes, estaré siempre de parte de los del
pueblo; dirá Larra.
Ese pueblo
es el que ahora le canta las cuarenta, a él, representante de una burguesía
progresista, liberal y educada (se supone: como burgués) que no ha sabido estar
a la altura de las circunstancias.
La
desesperación es una reacción activa, resultado de falta de esperanza, a la que
alude Larra en otro artículo anterior, El día de difuntos de 1836.
Describe un teatro de las ruinas, un país como un museo de lápidas. El célebre
epitafio: aquí yace media España: murió de la otra media. La visión quevedesca
le hace volver en sí: temblando aún con el horror de una pesadilla, busca
refugio en su corazón, en los ideales que le han mantenido, contra pesimismo.
Entonces, encuentra en su corazón la esquela más fúnebre y el letrero “Aquí
yace la esperanza” le pone frente a la peor de las pesadillas, la que se vive
despierto y se sabe sin salida.
El camino
recorrido desde la desesperación al suicidio pasa por la conciencia de esa
derrota: derrumbamiento interior, para el que ya no hay literatura que lo
testimonie, sino el hecho del pistoletazo, la detonación. Si acaso, queda
representado, mediante ese desenlace, un humo de dignidad propia insobornable,
que le lleva al escritor a quitarse de enmedio cuando se advierte como un bulto
sin alma. Cuenta la historia que lo hizo en un día de Carnaval, al volver de
una de fiesta de disfraces. Aquí la leyenda, mezclada con la literatura de
Larra, ensaya una mitología interpretativa; inventa donde faltan los
testimonios psicológicos. Se sabe que el escritor tuvo una última cita con su
amante Dolores Armijo el mismo día 13 de febrero, y que aquella le comunicó la
ruptura definitiva, con objeto de rehacer su matrimonio y de marchar a
Filipinas con su marido. ¿Larra volvía o
iba a un carnaval? En cualquier caso,imprudentemente, al quitarse en su casa la
careta, reviviría la verdad amarga de golpe: la desesperación contenida y
distraída durante meses se le vino de un solo trago, y ya no pudo más. El agua
vuelve siempre a lo hondo, por más que uno se esfuerce por lo contrario. Este
país no tiene remedio. (Antes, Larra se habría rebelado contra los que usaban
ese pretexto, esa muletilla de frase, para justificar su apatía).
Cuando el amor, el tierno monstruo rubio, volvió
contra él tantas ternuras vanas, su mano abrió de un tiro, roja y vasta, la
muerte. Esa muerte que llevaba dentro, contenida, como lo vió muy bien el
genial Cernuda en el poema A Larra con unas violetas, que hemos
destrozado en prosa.
La figura de
Larra la mitologizó Francisco Umbral (Larra, anatomía de un dandy)
utilizando una expresión avant la lettre. Pero Larra, por encima de
querer hacer de su vida (y de su muerte) arte, fue un ilustrado, un romántico,
un liberal progresista, que vivió poco más de un cuarto de siglo: nuestro
particular Rimbaud.
¿Cómo
habría sido su vida de darse otras circunstancias, y aun en las mismas,
manejando de otro modo su melancolía y su hondo pesimismo de liberal español?
Poco después
de su muerte vendría el pesimismo de Schopenhauer, una corriente filosófica europea,
en que se sume cierta intelectualidad burguesa consciente de su impotencia ante
un mundo de valores gruesos que impondría la burguesía industrial. La
revolución económica, sin alma, amenaza los ideales románticos y, cuando se
intensifica, en otra segunda ola, a mediados de siglo XIX, destierra
definitivamente al limbo los modos y valores, y las ideas (que tuvieron en su
día un tinte aristocrático) de la primera burguesía decimonónica. El romántico,
hijo de la burguesía, no se adapta jamás. Matará al padre, si es preciso, y se
irá al campo del pueblo (se hará revolucionario, en la línea de Espronceda; o
jugará a serlo, como Baudelaire).
Si Larra
hubiera sido un Moratín o un Jovellanos (el primero desterrado, el segundo
víctima de destierro y prisión en Mallorca, ¡por introducir en España libros
prohibidos, de Rousseau!), si Larra hubiera nacido en la primera generación
ilustrada, no se hubiera suicidado; creemos. Habría enfrentado la represión
como estímulo a su moral de lucha. La grandeza de un Moratín, o de un
Jovellanos, es enorme y su figuras tan grandes como la ignorancia que tiene
España de ellos. (¿No sería preciso que los jóvenes estudiaran lo poco valioso
y útil que ha dado el pensamiento español, y que está en su literatura moderna,
desde Feijoo a Manuel Azaña, desde Moratín a Pedro Salinas, extrayendo de los
textos literarios el pensamiento sobre los temas actuales: la justicia, el
amor, el progreso en las costumbres y sentimientos, etc? Se confunde la
historia de la literatura con los géneros literarios y las fuentes, y se
adquiere como mucho un poso de erudición que desmaya enseguida. Deben ir los
jóvenes a suplir los estímulos de su formación a los sloganes y a la sopa de
moda. Más pareciera que aquel bagaje no fuera el nuestro, que no lo
mereciéramos como propio.)
Si Larra
hubiera nacido en la última generación ilustrada, la de la segunda República,
¿hubiera sido el Manuel Azaña pesimista, derrotado internamente, de los años de
la guerra; o un Antonio Machado (Si mi pluma valiera tu pistola, contento
moriría) o un Miguel Hernández en la trinchera..., luchadores hasta el
final? Creemos -de nuevo, creemos; ¡porque a ver si nos falta fe en el país de
Don Quijote!- que Larra hubiera estado en el frente, dados su juventud e
idealismo: incluso, porque dos años antes de su suicidio, él mismo dice, junto
a reconocer su pesimismo, que tiene aún una esperanza de mejora.
Pero, en
realidad, tuvo la mala suerte de vivir en una situación en que el Gobierno de
España era, de boquilla, liberal (conservador), y como mucho le censuraba. La
libertad de imprenta aquel Gobierno la
llevó tan a mal traer, como se queja muchas veces el propio escritor, y la
utilizó y manipuló a su conveniencia. Ora concendiendo, ora recortando, ora, en
fin, prohibiéndola; causando así un juego ambiguo entre los propios liberales.
La libertad de expresión se debe, aparentemente, echar menos en falta que el
pan o la vida; claro, si uno no es escritor, como es el caso de Larra. Era,
pues, un gobierno hipócrita, además de inválido, conservador hasta las cachas,
pero con fachada liberal, con una componenda de mal menor frente al diluvio que
representaban los nostálgicos del absolutismo,
los reaccionarios, y la nueva planta de los facciosos: los carlistas,
levantados en armas contra el régimen liberal y la monarquía de Isabel II. Esos
mismos facciosos (hoy, diríamos fascistas, cavernícolas, obispados y
listos siempre a defender sus prebendas bajo las más diversas banderas), que,
tras una primera tregua, con el Pacto de Vergara (hecho que no llegó a ver
Larra) volverían a la carga en la década
de los 6O, y a los que vió Unamuno en su infancia durante el sitio de Bilbao.
Esos mismos que, bajo otras banderas inmovilistas y reaccionarias, otra vez volverían, como las golondrinas, como
una sombra negra, cada vez que España se disponga a dar un paso adelante. Cien
años después de aquella desesperación de día de difuntos de Larra, en 1936, media España se levantó contra la
otra media, alentados por aquella maldición feudal y frailuna, que casi como un
destino trágico pesa sobre España.
¿Larra murió
de esa pena negra, víctima de su convicción última de lo que es o fue la
historia de España? Creemos que hay otra razón posterior.
Dice Saramago que un pesimista aún
puede esperar algo, en cambio un optimista piensa que todo está bien y no hay
nada que deba cambiar. En el pesimista hay, paradójicamente, una razón, por
mínima que sea, de esperanza.
El pesimismo
de un liberal español siempre fue de ese tipo; depositario de un rayo de
esperanza, pesimismo del clavo ardiendo. Más, si cabe, el pesimismo de un
liberal progresista, como nuestro Larra.
Para
concluir, y aportando una síntesis a las causas estudiadas: Larra se suicidió
porque, tras haber probado la hez del pesimismo, se negó a pasarse a las
filas del optimismo. Es su acto suicida un raro especimen de dignidad. Entre
susto o muerte, eligió muerte y su ideal de una España serena y clara, de
progreso.
Poscritum:
El autor de este artículo confía en que alguna vez la palabra liberal deje de asociarse con cursi y conservador, y que
aflore su sentido de progresista que nos han hurtado a nuestra generación y a las actuales más
jóvenes.
Escrito para celebrar
el bicentenario del nacimiento de Mariano José de Larra,
24 de marzo 2009
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