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lunes, 20 de enero de 2020

El pesimismo de un liberal español: Las causas del suicidio de Larra. Por Fulgencio Martínez. Desde que somos una conversación. Revista Ágora digital enero 2020


           

                                    EL PESIMISMO DE UN LIBERAL ESPAÑOL: Las causas del suicidio de Larra



 



                                    Fulgencio Martínez





         A partir de La detonación, la obra de teatro de Buero Vallejo, se ha venido profundizando en las causas que, al margen del desengaño amoroso, le impulsaron a Larra al suicidio, un 13 de febrero de 1937. Hay un consenso, actualmente, sobre que la razón más probable fue el desengaño de España: un desengaño vasto y complejo, cuya raíz es ideológica al mismo tiempo que vital. Víctima de una aguda frustración personal, resultado de la derrota de su ánimo ante la desesperación con la que luchaba desde los últimos meses de su vida, Larra autoejecutó la sentencia de muerte a la que ya, unos dos años atrás, se condenó al reconocer su pesimismo ante el momento histórico de España. No se puede entender a Larra si no hablamos de su amor a España, no podría ser de otro modo, y perdonen el tópico. Dolor de España. Más que en el 98, y más que en La desolación de la quimera de Cernuda.(¡Y ya es decir de amores no correspondidos!). Quizá, en su condición de hijo de afrancesado y en su infancia están las claves de su futura patología. Vivió casi como un niño expósito, confiado a instituciones educativas, desde la vuelta de su familia del exilio. Su alma mater fue España. Pero el dolor más fuerte, su orfandad. Su idealismo combativo por una España de progreso buscaba un país donde su padre no hubiera tenido que emigrar. La desesperación no fue más que el postrer cerro que escaló hasta el suicidio. En su último artículo, La Nochebuena de 1936, lucha con la desesperación: ha de oír la verdad, amarga y frustradora de su dignidad, por boca de su criado (La verdad es la verdad: la diga Agamenón o su porquero, dirá el poeta; y suelen ser los criados....) Ah, curiosamente, un criado; y no precisamente un Petronio. Larra, tan democrático, era amigo de convenciones sociales, de clases y jerarquías basadas en la educación. Yo soy superior a mi criado, porque tengo más educación.O de lo contrario, yo le serviría a él. Esa es su lógica, lo ha dejado escrito. El criado es el pueblo, ese pueblo de barateros, reos de muerte, gente humilde que se mantiene con oficios o modos de vivir que no dan para vivir, que no tiene educación (Larra sí la tuvo, y por eso tiene más obligaciones), que no reclama igualdad y leyes justas y que, cuando le entra en el caletre el airón revolucionario, no repara en consideraciones morales: a veces es tan amoral como una fuerza de la naturaleza. Pero, crímenes por crímenes, estaré siempre de parte de los del pueblo; dirá Larra.

    Ese pueblo es el que ahora le canta las cuarenta, a él, representante de una burguesía progresista, liberal y educada (se supone: como burgués) que no ha sabido estar a la altura de las circunstancias.



   La desesperación es una reacción activa, resultado de falta de esperanza, a la que alude Larra en otro artículo anterior, El día de difuntos de 1836. Describe un teatro de las ruinas, un país como un museo de lápidas. El célebre epitafio: aquí yace media España: murió de la otra media. La visión quevedesca le hace volver en sí: temblando aún con el horror de una pesadilla, busca refugio en su corazón, en los ideales que le han mantenido, contra pesimismo. Entonces, encuentra en su corazón la esquela más fúnebre y el letrero “Aquí yace la esperanza” le pone frente a la peor de las pesadillas, la que se vive despierto y se sabe sin salida.

  El camino recorrido desde la desesperación al suicidio pasa por la conciencia de esa derrota: derrumbamiento interior, para el que ya no hay literatura que lo testimonie, sino el hecho del pistoletazo, la detonación. Si acaso, queda representado, mediante ese desenlace, un humo de dignidad propia insobornable, que le lleva al escritor a quitarse de enmedio cuando se advierte como un bulto sin alma. Cuenta la historia que lo hizo en un día de Carnaval, al volver de una de fiesta de disfraces. Aquí la leyenda, mezclada con la literatura de Larra, ensaya una mitología interpretativa; inventa donde faltan los testimonios psicológicos. Se sabe que el escritor tuvo una última cita con su amante Dolores Armijo el mismo día 13 de febrero, y que aquella le comunicó la ruptura definitiva, con objeto de rehacer su matrimonio y de marchar a Filipinas con su marido.  ¿Larra volvía o iba a un carnaval? En cualquier caso,imprudentemente, al quitarse en su casa la careta, reviviría la verdad amarga de golpe: la desesperación contenida y distraída durante meses se le vino de un solo trago, y ya no pudo más. El agua vuelve siempre a lo hondo, por más que uno se esfuerce por lo contrario. Este país no tiene remedio. (Antes, Larra se habría rebelado contra los que usaban ese pretexto, esa muletilla de frase, para justificar su apatía).

Cuando el amor, el tierno monstruo rubio, volvió contra él tantas ternuras vanas, su mano abrió de un tiro, roja y vasta, la muerte. Esa muerte que llevaba dentro, contenida, como lo vió muy bien el genial Cernuda en el poema A Larra con unas violetas, que hemos destrozado en prosa.



    La figura de Larra la mitologizó Francisco Umbral (Larra, anatomía de un dandy) utilizando una expresión avant la lettre. Pero Larra, por encima de querer hacer de su vida (y de su muerte) arte, fue un ilustrado, un romántico, un liberal progresista, que vivió poco más de un cuarto de siglo: nuestro particular Rimbaud.     
   ¿Cómo habría sido su vida de darse otras circunstancias, y aun en las mismas, manejando de otro modo su melancolía y su hondo pesimismo de liberal español?
    Poco después de su muerte vendría el pesimismo de Schopenhauer, una corriente filosófica europea, en que se sume cierta intelectualidad burguesa consciente de su impotencia ante un mundo de valores gruesos que impondría la burguesía industrial. La revolución económica, sin alma, amenaza los ideales románticos y, cuando se intensifica, en otra segunda ola, a mediados de siglo XIX, destierra definitivamente al limbo los modos y valores, y las ideas (que tuvieron en su día un tinte aristocrático) de la primera burguesía decimonónica. El romántico, hijo de la burguesía, no se adapta jamás. Matará al padre, si es preciso, y se irá al campo del pueblo (se hará revolucionario, en la línea de Espronceda; o jugará a serlo, como Baudelaire).

      Si Larra hubiera sido un Moratín o un Jovellanos (el primero desterrado, el segundo víctima de destierro y prisión en Mallorca, ¡por introducir en España libros prohibidos, de Rousseau!), si Larra hubiera nacido en la primera generación ilustrada, no se hubiera suicidado; creemos. Habría enfrentado la represión como estímulo a su moral de lucha. La grandeza de un Moratín, o de un Jovellanos, es enorme y su figuras tan grandes como la ignorancia que tiene España de ellos. (¿No sería preciso que los jóvenes estudiaran lo poco valioso y útil que ha dado el pensamiento español, y que está en su literatura moderna, desde Feijoo a Manuel Azaña, desde Moratín a Pedro Salinas, extrayendo de los textos literarios el pensamiento sobre los temas actuales: la justicia, el amor, el progreso en las costumbres y sentimientos, etc? Se confunde la historia de la literatura con los géneros literarios y las fuentes, y se adquiere como mucho un poso de erudición que desmaya enseguida. Deben ir los jóvenes a suplir los estímulos de su formación a los sloganes y a la sopa de moda. Más pareciera que aquel bagaje no fuera el nuestro, que no lo mereciéramos como propio.)

    Si Larra hubiera nacido en la última generación ilustrada, la de la segunda República, ¿hubiera sido el Manuel Azaña pesimista, derrotado internamente, de los años de la guerra; o un Antonio Machado (Si mi pluma valiera tu pistola, contento moriría) o un Miguel Hernández en la trinchera..., luchadores hasta el final? Creemos -de nuevo, creemos; ¡porque a ver si nos falta fe en el país de Don Quijote!- que Larra hubiera estado en el frente, dados su juventud e idealismo: incluso, porque dos años antes de su suicidio, él mismo dice, junto a reconocer su pesimismo, que tiene aún una esperanza de mejora.

   Pero, en realidad, tuvo la mala suerte de vivir en una situación en que el Gobierno de España era, de boquilla, liberal (conservador), y como mucho le censuraba. La libertad de imprenta aquel  Gobierno la llevó tan a mal traer, como se queja muchas veces el propio escritor, y la utilizó y manipuló a su conveniencia. Ora concendiendo, ora recortando, ora, en fin, prohibiéndola; causando así un juego ambiguo entre los propios liberales. La libertad de expresión se debe, aparentemente, echar menos en falta que el pan o la vida; claro, si uno no es escritor, como es el caso de Larra. Era, pues, un gobierno hipócrita, además de inválido, conservador hasta las cachas, pero con fachada liberal, con una componenda de mal menor frente al diluvio que representaban los nostálgicos del absolutismo,  los reaccionarios, y la nueva planta de los facciosos: los carlistas, levantados en armas contra el régimen liberal y la monarquía de Isabel II. Esos mismos facciosos (hoy, diríamos fascistas, cavernícolas, obispados y listos siempre a defender sus prebendas bajo las más diversas banderas), que, tras una primera tregua, con el Pacto de Vergara (hecho que no llegó a ver Larra) volverían  a la carga en la década de los 6O, y a los que vió Unamuno en su infancia durante el sitio de Bilbao. Esos mismos que, bajo otras banderas inmovilistas y reaccionarias,  otra vez volverían, como las golondrinas, como una sombra negra, cada vez que España se disponga a dar un paso adelante. Cien años después de aquella desesperación de día de difuntos de Larra, en 1936, media España se levantó contra la otra media, alentados por aquella maldición feudal y frailuna, que casi como un destino trágico pesa sobre España.

   ¿Larra murió de esa pena negra, víctima de su convicción última de lo que es o fue la historia de España? Creemos que hay otra razón posterior.

     Dice Saramago que un pesimista aún puede esperar algo, en cambio un optimista piensa que todo está bien y no hay nada que deba cambiar. En el pesimista hay, paradójicamente, una razón, por mínima que sea, de esperanza.

    El pesimismo de un liberal español siempre fue de ese tipo; depositario de un rayo de esperanza, pesimismo del clavo ardiendo. Más, si cabe, el pesimismo de un liberal progresista, como nuestro Larra.
      
   Para concluir, y aportando una síntesis a las causas estudiadas: Larra se suicidió porque, tras haber probado la hez del pesimismo, se negó a pasarse a las filas del optimismo. Es su acto suicida un raro especimen de dignidad. Entre susto o muerte, eligió muerte y su ideal de una España serena y clara, de progreso.


     Poscritum: El autor de este artículo confía en que alguna vez la palabra liberal deje de asociarse con cursi y conservador, y que aflore su sentido de progresista que nos han hurtado a nuestra generación y a las actuales más jóvenes. 





Escrito para celebrar el bicentenario del nacimiento de Mariano José de Larra,

24 de marzo 2009


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