LA LIBERTAD INTERIOR EN "Cancionero y romancero de ausencias" de Miguel Hernández. Primera parte
I. Nuestro propósito en este trabajo es
el acercarnos a entender el verso “No, no hay cárcel para el hombre”, del poema
“Antes del odio”, de Miguel Hernández.
Esta intención nos llevará a analizar en la obra en la que se incluye, Cancionero y Romancero de Ausencias, el sentimiento de la libertad interior que
el yo poético expresa, especialmente en dicho libro, pero también en otros
momentos de la poesía hernandiana.
Tomamos como fuente bibliográfica principal la edición de
2010 en Cátedra (col. Letras Hispánicas)[1]
de los libros de Miguel Hernández El
hombre acecha y Cancionero y
romancero de ausencias, al cuidado de Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia.
Esta edición incorpora, respecto a la de 1978, la novedad de nueve canciones
extraídas de los manuscritos hernandianos y que se incorporan al Cancionero y romancero de ausencias, que con esa adición pasa a
estar constituido de 119 poemas.
Hemos utilizado, además, otras obras de estudio, que
mencionaremos en la bibliografía.
II. Cualquier lector de la obra Cancionero y romancero de ausencias, que
conozca las circunstancias en que fue escrita, puede sorprenderse con estos
versos:
No, no hay
cárcel para el hombre.
No,
podrán atarme, no.
Este
mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.[2]
O con estos otros, de una estrofa anterior del mismo poema,
“Antes del odio”:
alto, alegre,
libre soy. (..)
tras de haber
expresado el yo poético el “sabor a carcelero /constante y a paredón, / y a precipicio
en acecho”, del “eslabón” en que vive.
Sin embargo, en el mismo poema, casi llegamos a captar el
significado de la libertad y a asentir con él, cuando, de nuevo, el yo poético
expresa esa idea, ahora en forma de apóstrofe o ruego, y como conclusión.
Libre soy. Siénteme libre.
En el apóstrofe dirigido a un “tú”, el de la amada ausente,
nos sentimos interpelados como lectores. Y es de ahí de donde arranca nuestro
ensayo de entender la libertad interior como clave de una lectura del Cancionero y romancero….
En la introducción que precede a la edición a la que nos
hemos referido, los editores reparan en que “Como quiera que sea, Miguel se
sentía espiritualmente libre en medio de las compulsiones y del
encarcelamiento”.[3] “El tema
(…) requeriría un estudio más detenido y más profundo” advierten, antes de
sacar dicha conclusión. La libertad espiritual no les acaba de convencer como
una potencia positiva liberadora. Incluso aunque podamos encajarla con la
ideología de Miguel Hernández tras su acercamiento al materialismo histórico, y
ver en ella un poso de su formación cristiana en Oleza, o de un sentimiento
visceral, elemental e idiosincrático del hombre natural que fue Miguel
Hernández: en cualquier caso, choca, por una parte, la expresión tan firme de
un sentimiento de libertad en medio de las circunstancias más opresoras (en el
poema citado, se mencionan “la triste/ guirnalda del eslabón”, las cadenas del
preso y también del odio y la injusticia; el “sabor a carcelero constante” “y a
paredón, y a precipicio en acecho”, el peso de una vigilancia que anula la
libertad externa y que trata de invadir con el terror la interna, la de la
conciencia, que además está amedrentada por la muerte que puede ejecutarse en
cualquier momento).
Por otra parte, nos
produce un doble shock la expresión
porque no acertamos del todo a definir como espiritual esa libertad; nos
resulta, en este caso, demasiado vago el adjetivo “espiritual”. Aun hemos de
ver mucho más en la poesía de Miguel Hernández para poder atisbar alguna
analogía con la mística. Y si al término “espiritual” le damos un sentido lato,
no místico, se hace innecesario; valdría solo con nombrar el sustantivo
libertad. Esta es, ciertamente, un valor humano, moral, espiritual, si hablamos
en términos usuales. Ocurre, sin embargo, que, a partir sobre todo de ciertas
concepciones materialistas la libertad ha de enfocarse en sus condiciones
objetivas, concretas, históricas; no puede reducirse a un valor espiritual.
Sentirse libre en medio de la opresión y la alienación puede ser un acto de
sumisión o ceguera alienada. La conciencia del esclavo, de serlo y de sentirse
oprimido injustamente, es lo que mueve a su rebeldía, y a la lucha por su
libertad.
Es obvio que en Miguel Hernández, en sus poemas de Cancionero y romancero…, no hay olvido
de estas verdades materiales, su poesía es todo lo contrario de una poesía
evasiva. Su actitud humana ilustra más bien la conciencia de la opresión y la
falta de libertad del ser humano sometido a injusticias históricas. “Ayudadme a
ser hombre”, dice en uno de los poemas de El
hombre acecha[4],
en nombre del pueblo trabajador, hambriento de algo más que de pan: de cultura,
de humanidad.
Y, sin embargo, no se puede negar que, en el poema “Antes del
odio” y en otros textos, Miguel Hernández manifiesta un sincero y hondo
sentimiento de libertad esencial, entrañado en su misma sangre y en su
condición de ser humano; libertad que no depende de ninguna situación o que
transciende cualquiera situación, aun las más opresivas. Más aún (como entre
líneas se deja ver ya en aquel texto de El
hombre acecha, donde, después de la petición de solidaridad con el hombre
rebajado a la condición animal por el hambre, expresa: “Yo, animal familiar,
con esta sangre obrera / os doy la humanidad que mi canción presiente”), esa
arraigada libertad es un vínculo tendido generosamente hacia el opresor, un
lazo que libera también al verdugo deshumanizado igual que a su víctima. Hemos
de profundizar y encontrar más adelante en la poesía de Miguel Hernández la
raíz de tal convencimiento, y su compleja idea de libertad, que sostiene el
aliento de una gran zona de su poesía, desde ya antes del Cancionero y Romancero, y en este mismo ciclo último. A la luz de
la ideología poética de la libertad-solidaridad se integrarán, creemos, las dos
visiones dispares de la libertad, la “espiritual”, que nosotros preferimos
llamarla “interior”, y la materialista-histórica.
Volviendo
hacia el núcleo de aquellos versos de “Antes del odio” que suscitaron
admiración, recordamos que el poeta expresa una constatación de su sentimiento
profundo de libertad, no se trata de un verso de evocación ni de una imagen
alucinatoria, no es una oda a la libertad en abstracto, ni un panegírico. El
poema testimonia de una verdad. Una verdad que, a primera vista, parece una
paradoja, si no queremos llamarle, con más radicalidad, un oxímoron. Libertad
en prisión. Libertad del preso. Mientras tengamos delante esta paradoja como un
oxímoron no podremos avanzar en el tema que tratamos.
Hemos de acudir de nuevo a los versos que hemos citado al
principio, y oírlos mejor, haciendo un esfuerzo de no cerrarnos en la
representación visual, que fácilmente nos presenta antítesis insalvables: un
espacio cerrado (cárcel), un muro (paredón, precipicio, muerte, cese de todo) y
por otro lado, un sentimiento de apertura, de libertad y vida. (La antítesis
hemos de tenerla en cuenta, para ir o rebotar sobre ella).
El poema nos habla desde un sentido más básico: el gusto. Un
sentido muy terrestre, que se relaciona con las funciones elementales de la
vida: con el alimento y el acto de comer por el que desaparecen las distancias
entre el yo y las cosas, y por el que el yo regresa a su animalidad tanto como
a la posibilidad cero de volver a ser hombre, tras ingerir esa energía.
El “sabor a carcelero
/constante y a paredón/ y a precipicio en acecho” no solo describe el medio
(cárcel) en que se encuentra el yo poético. Habla también del alimento que le
mantiene vivo y encarcelado, que nutre su sangre y sus palabras: su poesía. A
través de la metáfora del “sabor” y el alimento, se incorpora e interioriza lo
terrible de la situación de una falta absoluta de libertad: ausencia de
libertad física pero también de libertad existencial como proyecto y resolución
ante la muerte. No obstante, también ya se asoma la posibilidad de transformar
ese alimento con una actitud de resiliencia.
Como indican en su introducción los editores de El hombre acecha y Cancionero y romancero…, en el poema “Las cárceles”, del primero de
estos libros de Miguel Hernández, nos encontramos con la misma convicción en la
libertad al margen de la peor de las situaciones. En un tono que parece aun
desafiante.
“Cierra las
puertas, echa la aldaba, carcelero.
Ata duro a ese hombre: no le atarás el
alma.
Son muchas llaves, muchos cerrojos,
injusticias:
no le atarás el alma.”[5]
En el Cancionero y
Romancero de ausencias, la paradoja se intensifica al interiorizarse aun más.
Crece su contraste, aumenta la violencia poética de la reunión de sus términos
dispares (libertad y cárcel, cerrazón y apertura), y cala porque en este libro
hay un tono distinto al combativo del poema “Las cárceles”. La paradoja se
eleva entonces sobre un decir dolorido, elegíaco, que, pese a todo, defiende la
esperanza y, lo que es más importante, mueve hacia ella, sin demorarse en la
nostalgia por la ausencia. También
porque esa paradoja se expresa, aquí, en un lenguaje casi corporal, que no
apela a la representación de lo visible y escénico, teatral, como en “Las
cárceles” (donde vemos una escena como en La
vida es sueño, como espectadores).
Aquí, en el Cancionero
y Romancero…, la acción no está presente sino solo el golpe de la emoción
–expresada, a menudo, por frases nominales, discurso paratáctico, como en las
canciones, en el cual late una constelación emocional breve, que da coherencia
al discurso roto; un lenguaje que nos habla en presente, de la ausencia: “ropas
con su olor, /paños con su aroma”, desde los sentidos más envolventes y
primarios: el olfato o el gusto.
La experiencia visual fija el objeto y lo sitúa allá, en una
exterioridad, por lo que, como dice el filósofo Günther Anders, “Lo visto se
encuentra allá; el que ve, aquí”.[6]
En cambio, “el olor nunca está allá, hay olor allí donde lo huelo. La distancia no se realiza”. Es por lo que la
experiencia olfativa “deviene impersonal”, una polarización donde sujeto y
objeto se neutralizan (“esto huele a…”)”. Sin embargo, sobre las palabras del
filósofo, y desde esa no distancia con el objeto e impersonalización de la
experiencia olfativa, hay que añadir que el ser humano y el poeta metaforizan;
el hombre convierte el “esto” en un signo distintivo de otro ser (este es el olor de alguien concreto, de
Juan o de Pedro; nadie se huele a sí mismo) y el poeta, en particular, lo
remite a símbolo, a significación humana más honda del otro. La ausencia de ese
otro se vuelve presente a través de la metáfora-símbolo del olor. De modo que
el ser-uno, yo, sale del límite de su mismidad, de su cárcel. También el gusto
–tanto en su aspecto general de sabor, como en su vocación hacia el alimento- nos transmite la experiencia de la apertura al
otro. La necesidad de comida es, como dijo Aristóteles, la señal inequívoca de
nuestra no autosuficiencia ontológica; lo biológico incide en lo ontológico. Y,
de nuevo, la ausencia juega en el alimento un papel importante: necesitamos
hacer ausente algo, devorarlo, para tenerlo presente y convertirlo en materia
vital de nuestra sangre. Es la sangre aquí el nudo que recoge todas las ausencias
presentes, y también, por debajo de unos olores distintos que remiten a cada
cosa en particular y significan esa cosa
en su ausencia, es la sangre la que convoca a todo y establece secretas
afinidades y determinaciones.
En el Cancionero y
romancero…, en los dos versos iniciales de la primera canción, se satura de
significado la ausencia por el término “olor” (y “aroma”). Un mundo queda detenido en su caída a la ruina gracias
a la experiencia olfativa; la vista nada dice, aleja incluso lo presente: las ropas, los paños del hijo fallecido, igual que el lecho sin calor, la sábana de
sombra; hace más remoto lo ausente:
el cuerpo del niño; y aún convierte en invisible su figura viva. Pero el olor
vuelve la presencia de este. El precio, sin embargo, de esa victoria es la
fijación, la inmovilidad. La apertura de la ausencia se cobra a costa de la
detención en un plano sentimental, por lo que aún no se puede decir que
consista en una apertura del límite plenamente. Imágenes como el cementerio, de
otro poema (el poema 6, “El cementerio está cerca / de donde tú y yo vivimos.
(…) Límpido, azul y dorado, / se hace allí remoto el hijo”) intentan presentar
la misma noción de apertura por detención del proceso de ausencia, pero caen,
lo detenido y fijo grava demasiado sobre ellas: en el poema, hay nada más que
la visión (y adjetivos visuales: “limpio, azul, dorado”), lo más vívido son los
gritos de miedo de los niños cuando creen ver fantasmas “si un muerto nubla el
camino”. Se ha atenuado lo vívido que en
el primer poema se presentaba con el “olor”.
Por su parte, el mundo del sentido del gusto, aliado a veces
con el tacto (“abrazo”) alimenta de presencias el catálogo de ausencias que es
el libro Cancionero y Romancero… Términos
como “bocas”, “besos”, “labios” se proyectan en los poemas como embajadores de
vida.
Habría que analizar bastantes ejemplos en los que el yo
poético trata de abrir la ausencia
(hiperónimo poético de cárcel y de
otros muchos vocablos de límite y negación) y fracasa o solo consigue una
ambigua victoria. Pero, para esa tarea, que supera la intención de este
trabajo, habría, previamente, que dilucidar las dos triadas de términos clave
del libro: ausencia, cárcel, libertad, en correlación con vida,
muerte y amor. El último término en cada serie trasciende la tensión de la
primera pareja. (La tríada se transforma, en uno de los poemas últimos de
Miguel Hernández -“Hijo de la luz y la sombra”- en símbolos alegóricos
integradores de las dos posiciones opuestas que ocupaban los primeros términos en
cada serie. Ahora, Sombra (Esposa,
Mujer, Noche, Materia, Vientre fecundo, Alba, Nido), Luz (Esposo, Hombre, Día, Pájaro-Sol que encontró su nido, su
“telos”, fin y término de su apertura) e Hijo
(Sol renacido, continuación de la vida, la muerte fecundada, Amor como
acontecimiento cósmico de conjunción de dos aperturas: la femenina -de la
mujer, pero también del alma terrestre del hombre, de su libertad genesíaca-
más prefijada por la naturaleza: la apertura “horizontal” y engendradora; y la
masculina -del hombre, pero también del alma de la libertad moral-, más lábil,
“vertical” e indeterminada, que precisa encontrar un fin y una dirección para
realizarse. Ese encuentro cósmico anuncia una libertad titánica: la
inmortalidad de la especie de Prometeo, que es la familia humana en su
dimensión universal, genérica, histórica).
FULGENCIO MARTÍNEZ
[1] 12ªedición,
Madrid, 2010.
[2] p.
200. op.cit.
[3] p.63. op. cit.
[4] “El
hambre”. II. p. 137 op. cit.
[5] p. 146. op. cit.
[6] Anders,
Günther. Acerca de la libertad.
Valencia, 2014. Pre-textos. p. 50
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