ÁGORA. ULTIMOS NUMEROS DISPONIBLES EN DIGITAL

lunes, 13 de enero de 2020

LA LIBERTAD INTERIOR EN "Cancionero y romancero de ausencias" de Miguel Hernández. Primera parte. Por Fulgencio Martínez. Revista ágora digital. enero 2010

 

LA LIBERTAD INTERIOR EN "Cancionero y romancero de ausencias" de Miguel Hernández. Primera parte


I. Nuestro propósito en este trabajo es el acercarnos a entender el verso “No, no hay cárcel para el hombre”, del poema “Antes del odio”,  de Miguel Hernández. Esta intención nos llevará a analizar en la obra en la que se incluye, Cancionero y Romancero de Ausencias, el sentimiento de la libertad interior que el yo poético expresa, especialmente en dicho libro, pero también en otros momentos de la poesía hernandiana.
Tomamos como fuente bibliográfica principal la edición de 2010 en Cátedra (col. Letras Hispánicas)[1] de los libros de Miguel Hernández El hombre acecha y Cancionero y romancero de ausencias, al cuidado de Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia. Esta edición incorpora, respecto a la de 1978, la novedad de nueve canciones extraídas de los manuscritos hernandianos y que se incorporan al Cancionero y romancero de ausencias, que con esa adición pasa a estar constituido de 119 poemas.
Hemos utilizado, además, otras obras de estudio, que mencionaremos en la bibliografía.

II. Cualquier lector de la obra Cancionero y romancero de ausencias, que conozca las circunstancias en que fue escrita, puede sorprenderse con estos versos:
                     No, no hay cárcel para el hombre.
                               No, podrán atarme, no.
                               Este mundo de cadenas
                               me es pequeño y exterior.[2]
O con estos otros, de una estrofa anterior del mismo poema, “Antes del odio”:
                     alto, alegre, libre soy. (..)  
tras  de haber expresado el yo poético el “sabor a carcelero /constante y a paredón, / y a precipicio en acecho”, del “eslabón” en que vive.
Sin embargo, en el mismo poema, casi llegamos a captar el significado de la libertad y a asentir con él, cuando, de nuevo, el yo poético expresa esa idea, ahora en forma de apóstrofe o ruego, y como conclusión.
                       Libre soy. Siénteme libre.                  
En el apóstrofe dirigido a un “tú”, el de la amada ausente, nos sentimos interpelados como lectores. Y es de ahí de donde arranca nuestro ensayo de entender la libertad interior como clave de una lectura del Cancionero y romancero…. 


En la introducción que precede a la edición a la que nos hemos referido, los editores reparan en que “Como quiera que sea, Miguel se sentía espiritualmente libre en medio de las compulsiones y del encarcelamiento”.[3] “El tema (…) requeriría un estudio más detenido y más profundo” advierten, antes de sacar dicha conclusión. La libertad espiritual no les acaba de convencer como una potencia positiva liberadora. Incluso aunque podamos encajarla con la ideología de Miguel Hernández tras su acercamiento al materialismo histórico, y ver en ella un poso de su formación cristiana en Oleza, o de un sentimiento visceral, elemental e idiosincrático del hombre natural que fue Miguel Hernández: en cualquier caso, choca, por una parte, la expresión tan firme de un sentimiento de libertad en medio de las circunstancias más opresoras (en el poema citado, se mencionan “la triste/ guirnalda del eslabón”, las cadenas del preso y también del odio y la injusticia; el “sabor a carcelero constante” “y a paredón, y a precipicio en acecho”, el peso de una vigilancia que anula la libertad externa y que trata de invadir con el terror la interna, la de la conciencia, que además está amedrentada por la muerte que puede ejecutarse en cualquier momento).
Por otra parte, nos produce un doble shock la expresión porque no acertamos del todo a definir como espiritual esa libertad; nos resulta, en este caso, demasiado vago el adjetivo “espiritual”. Aun hemos de ver mucho más en la poesía de Miguel Hernández para poder atisbar alguna analogía con la mística. Y si al término “espiritual” le damos un sentido lato, no místico, se hace innecesario; valdría solo con nombrar el sustantivo libertad. Esta es, ciertamente, un valor humano, moral, espiritual, si hablamos en términos usuales. Ocurre, sin embargo, que, a partir sobre todo de ciertas concepciones materialistas la libertad ha de enfocarse en sus condiciones objetivas, concretas, históricas; no puede reducirse a un valor espiritual. Sentirse libre en medio de la opresión y la alienación puede ser un acto de sumisión o ceguera alienada. La conciencia del esclavo, de serlo y de sentirse oprimido injustamente, es lo que mueve a su rebeldía, y a la lucha por su libertad.
Es obvio que en Miguel Hernández, en sus poemas de Cancionero y romancero…, no hay olvido de estas verdades materiales, su poesía es todo lo contrario de una poesía evasiva. Su actitud humana ilustra más bien la conciencia de la opresión y la falta de libertad del ser humano sometido a injusticias históricas. “Ayudadme a ser hombre”, dice en uno de los poemas de El hombre acecha[4], en nombre del pueblo trabajador, hambriento de algo más que de pan: de cultura, de humanidad.
Y, sin embargo, no se puede negar que, en el poema “Antes del odio” y en otros textos, Miguel Hernández manifiesta un sincero y hondo sentimiento de libertad esencial, entrañado en su misma sangre y en su condición de ser humano; libertad que no depende de ninguna situación o que transciende cualquiera situación, aun las más opresivas. Más aún (como entre líneas se deja ver ya en aquel texto de El hombre acecha, donde, después de la petición de solidaridad con el hombre rebajado a la condición animal por el hambre, expresa: “Yo, animal familiar, con esta sangre obrera / os doy la humanidad que mi canción presiente”), esa arraigada libertad es un vínculo tendido generosamente hacia el opresor, un lazo que libera también al verdugo deshumanizado igual que a su víctima. Hemos de profundizar y encontrar más adelante en la poesía de Miguel Hernández la raíz de tal convencimiento, y su compleja idea de libertad, que sostiene el aliento de una gran zona de su poesía, desde ya antes del Cancionero y Romancero, y en este mismo ciclo último. A la luz de la ideología poética de la libertad-solidaridad se integrarán, creemos, las dos visiones dispares de la libertad, la “espiritual”, que nosotros preferimos llamarla “interior”, y la materialista-histórica.



            Volviendo hacia el núcleo de aquellos versos de “Antes del odio” que suscitaron admiración, recordamos que el poeta expresa una constatación de su sentimiento profundo de libertad, no se trata de un verso de evocación ni de una imagen alucinatoria, no es una oda a la libertad en abstracto, ni un panegírico. El poema testimonia de una verdad. Una verdad que, a primera vista, parece una paradoja, si no queremos llamarle, con más radicalidad, un oxímoron. Libertad en prisión. Libertad del preso. Mientras tengamos delante esta paradoja como un oxímoron no podremos avanzar en el tema que tratamos.

Hemos de acudir de nuevo a los versos que hemos citado al principio, y oírlos mejor, haciendo un esfuerzo de no cerrarnos en la representación visual, que fácilmente nos presenta antítesis insalvables: un espacio cerrado (cárcel), un muro (paredón, precipicio, muerte, cese de todo) y por otro lado, un sentimiento de apertura, de libertad y vida. (La antítesis hemos de tenerla en cuenta, para ir o rebotar sobre ella).
El poema nos habla desde un sentido más básico: el gusto. Un sentido muy terrestre, que se relaciona con las funciones elementales de la vida: con el alimento y el acto de comer por el que desaparecen las distancias entre el yo y las cosas, y por el que el yo regresa a su animalidad tanto como a la posibilidad cero de volver a ser hombre, tras ingerir esa energía.
El “sabor a carcelero /constante y a paredón/ y a precipicio en acecho” no solo describe el medio (cárcel) en que se encuentra el yo poético. Habla también del alimento que le mantiene vivo y encarcelado, que nutre su sangre y sus palabras: su poesía. A través de la metáfora del “sabor” y el alimento, se incorpora e interioriza lo terrible de la situación de una falta absoluta de libertad: ausencia de libertad física pero también de libertad existencial como proyecto y resolución ante la muerte. No obstante, también ya se asoma la posibilidad de transformar ese alimento con una actitud de resiliencia.
Como indican en su introducción los editores de El hombre acecha y Cancionero y romancero…, en el poema “Las cárceles”, del primero de estos libros de Miguel Hernández, nos encontramos con la misma convicción en la libertad al margen de la peor de las situaciones. En un tono que parece aun desafiante.
      “Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero.
         Ata duro a ese hombre: no le atarás el alma.
         Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias:
         no le atarás el alma.[5]
En el Cancionero y Romancero de ausencias, la paradoja se intensifica al interiorizarse aun más. Crece su contraste, aumenta la violencia poética de la reunión de sus términos dispares (libertad y cárcel, cerrazón y apertura), y cala porque en este libro hay un tono distinto al combativo del poema “Las cárceles”. La paradoja se eleva entonces sobre un decir dolorido, elegíaco, que, pese a todo, defiende la esperanza y, lo que es más importante, mueve hacia ella, sin demorarse en la nostalgia por la ausencia.  También porque esa paradoja se expresa, aquí, en un lenguaje casi corporal, que no apela a la representación de lo visible y escénico, teatral, como en “Las cárceles” (donde vemos una escena como en La vida es sueño, como espectadores).
Aquí, en el Cancionero y Romancero…, la acción no está presente sino solo el golpe de la emoción –expresada, a menudo, por frases nominales, discurso paratáctico, como en las canciones, en el cual late una constelación emocional breve, que da coherencia al discurso roto; un lenguaje que nos habla en presente, de la ausencia: “ropas con su olor, /paños con su aroma”, desde los sentidos más envolventes y primarios: el olfato o el gusto.
La experiencia visual fija el objeto y lo sitúa allá, en una exterioridad, por lo que, como dice el filósofo Günther Anders, “Lo visto se encuentra allá; el que ve, aquí”.[6] En cambio, “el olor nunca está allá, hay olor allí donde lo huelo. La  distancia no se realiza”. Es por lo que la experiencia olfativa “deviene impersonal”, una polarización donde sujeto y objeto se neutralizan (“esto huele a…”)”. Sin embargo, sobre las palabras del filósofo, y desde esa no distancia con el objeto e impersonalización de la experiencia olfativa, hay que añadir que el ser humano y el poeta metaforizan; el hombre convierte el “esto” en un signo distintivo de otro ser (este es el olor de alguien concreto, de Juan o de Pedro; nadie se huele a sí mismo) y el poeta, en particular, lo remite a símbolo, a significación humana más honda del otro. La ausencia de ese otro se vuelve presente a través de la metáfora-símbolo del olor. De modo que el ser-uno, yo, sale del límite de su mismidad, de su cárcel. También el gusto –tanto en su aspecto general de sabor, como en su vocación hacia el alimento-  nos transmite la experiencia de la apertura al otro. La necesidad de comida es, como dijo Aristóteles, la señal inequívoca de nuestra no autosuficiencia ontológica; lo biológico incide en lo ontológico. Y, de nuevo, la ausencia juega en el alimento un papel importante: necesitamos hacer ausente algo, devorarlo, para tenerlo presente y convertirlo en materia vital de nuestra sangre. Es la sangre aquí el nudo que recoge todas las ausencias presentes, y también, por debajo de unos olores distintos que remiten a cada cosa en particular y  significan esa cosa en su ausencia, es la sangre la que convoca a todo y establece secretas afinidades y determinaciones.
En el Cancionero y romancero…, en los dos versos iniciales de la primera canción, se satura de significado la ausencia por el término “olor” (y “aroma”). Un mundo queda detenido en su caída a la ruina gracias a la experiencia olfativa; la vista nada dice, aleja incluso lo presente: las ropas, los paños del hijo fallecido, igual que el lecho sin calor, la sábana de sombra; hace más remoto lo ausente: el cuerpo del niño; y aún convierte en invisible su figura viva. Pero el olor vuelve la presencia de este. El precio, sin embargo, de esa victoria es la fijación, la inmovilidad. La apertura de la ausencia se cobra a costa de la detención en un plano sentimental, por lo que aún no se puede decir que consista en una apertura del límite plenamente. Imágenes como el cementerio, de otro poema (el poema 6, “El cementerio está cerca / de donde tú y yo vivimos. (…) Límpido, azul y dorado, / se hace allí remoto el hijo”) intentan presentar la misma noción de apertura por detención del proceso de ausencia, pero caen, lo detenido y fijo grava demasiado sobre ellas: en el poema, hay nada más que la visión (y adjetivos visuales: “limpio, azul, dorado”), lo más vívido son los gritos de miedo de los niños cuando creen ver fantasmas “si un muerto nubla el camino”.  Se ha atenuado lo vívido que en el primer poema se presentaba con el “olor”.
Por su parte, el mundo del sentido del gusto, aliado a veces con el tacto (“abrazo”) alimenta de presencias el catálogo de ausencias que es el libro Cancionero y Romancero… Términos como “bocas”, “besos”, “labios” se proyectan en los poemas como embajadores de vida.
Habría que analizar bastantes ejemplos en los que el yo poético trata de abrir la ausencia (hiperónimo poético de cárcel y de otros muchos vocablos de límite y negación) y fracasa o solo consigue una ambigua victoria. Pero, para esa tarea, que supera la intención de este trabajo, habría, previamente, que dilucidar las dos triadas de términos clave del libro: ausencia, cárcel, libertad, en correlación con vida, muerte y amor. El último término en cada serie trasciende la tensión de la primera pareja. (La tríada se transforma, en uno de los poemas últimos de Miguel Hernández -“Hijo de la luz y la sombra”- en símbolos alegóricos integradores de las dos posiciones opuestas que ocupaban los primeros términos en cada serie. Ahora, Sombra (Esposa, Mujer, Noche, Materia, Vientre fecundo, Alba, Nido), Luz (Esposo, Hombre, Día, Pájaro-Sol que encontró su nido, su “telos”, fin y término de su apertura) e Hijo (Sol renacido, continuación de la vida, la muerte fecundada, Amor como acontecimiento cósmico de conjunción de dos aperturas: la femenina -de la mujer, pero también del alma terrestre del hombre, de su libertad genesíaca- más prefijada por la naturaleza: la apertura “horizontal” y engendradora; y la masculina -del hombre, pero también del alma de la libertad moral-, más lábil, “vertical” e indeterminada, que precisa encontrar un fin y una dirección para realizarse. Ese encuentro cósmico anuncia una libertad titánica: la inmortalidad de la especie de Prometeo, que es la familia humana en su dimensión universal, genérica, histórica).
                                                             


FULGENCIO MARTÍNEZ


[1] 12ªedición, Madrid, 2010.
[2]  p. 200. op.cit.

[3] p.63. op. cit.
[4] “El hambre”. II. p. 137 op. cit.
[5] p. 146. op. cit.
[6] Anders, Günther. Acerca de la libertad. Valencia, 2014. Pre-textos. p. 50






No hay comentarios:

Publicar un comentario