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jueves, 25 de septiembre de 2025

ERA VERANO SIEMPRE. (COMENTARIO DEL LIBRO DE POEMAS "TE PINTO CON LUZ", DE ÁNGELA MALLÉN) / Ágora-Papeles de Arte Gramático N. 34. Otoño 2025. Nueva Colección / Bibliotheca Grammatica / Poesía

 

 


 

ERA VERANO SIEMPRE. (COMENTARIO DEL LIBRO DE POEMAS TE PINTO CON LUZ, DE ÁNGELA MALLÉN) 

 

  

Era verano siempre 

de jazmín, limoneros y galanes de noche.

Las puertas encajadas, las moscas en activo

y la abuela en su siesta

previa a la eternidad.


                             (Te pinto con luz, 2025, p. 31)

 

 

                                                                                        Ángela Mallén. Fuente: Klelia
 

 

Asperges me, Domine, hyssopo et mundabor, / Lavabis me, et super nivem dealbabor... / Miserere mei, Deus, / Secundum magnam misericordiam tuam. ("Rocíame, Señor, con el hisopo y seré purificado. / Me lavarás, y me volveré más blanco que la nieve. / Dios, ten piedad de mí; / por tu gran Misericordia...).

Este es un salmo de purificación; recogido en el Antiguo Testamento. Lo compuso, según la tradición, David, o alguien que en sí mismo sintió las faltas del rey David; expresa el ruego de ser purificado y perdonado (tanto él como, posiblemente, su pueblo). 

La antífona completa se canta en determina fecha también en lugares de culto católicos. La liturgia cristiana asume la hebrea pero la modifica, radicalizando el sentido del rito de purificación. La misma plegaria (por una falta, de un humano concreto) se convierte en una expiación antropológica. (Se entiende que también incluye a la comunidad de rezo).

Pero, quizá, más interés tiene el hecho de que, en el canto católico, la plegaria deje de tener un casi exclusivo sentido de purificación (en cierto modo, unido, como en el teatro griego, al temor por extenderse una "mancha" tras la comisión de un acto injusto, contagio que el rito expiatorio interrumpiría -al menos, temporalmente, hasta el nuevo año). 

En la liturgia del Hijo de Dios el salmo cobra fundamentalmente un sentido de reconocimiento de la finitud. La antropologización de lo que era un rito de limpieza moral (incluso física) se convierte en una honda, desgarrada prueba (demonstratio) de la irredimible naturaleza humana (si no es por la compasión divina), ya no solo manchada por el pecado o propensa al pecado en sí misma, sino "condenada" a la finitud, valga decir: a la muerte y a los límites de una existencia dolorosa e imperfecta: condición trágica que advertimos incluso en aquellos momentos en que se realizan nuestras mejores disposiciones y se alcanzan nuestros anhelos y dichas; bienes que, lo sabemos, no están llamados a eternizarse.

 "Finitud" es la palabra que utiliza Dionisia García en el prólogo a este libro que vamos a comentar, Te pinto con luz, de Ángela Mallén (Alcolea del Río, Sevilla, 1955). En un breve párrafo, acierta la prologuista a mostrar los entresijos de esta obra tan plena de sugerencias y donde podríamos encontrar muchas semillas para un comentario, pero también perdernos lo esencial. "Los versos van diciendo de un ámbito familiar, donde la alegría está presente, también la finitud".

"Los versos van diciendo..." Esta es una nota definitoria que pronto el lector observa. La autora, la poeta Ángela Mallén, nos cuenta, sobre todo en la primera parte del libro, titulada "Canama (Cielo de mercurio)”. Tenemos la sensación de estar asistiendo, como lectores, al pasar las páginas de un álbum (de recuerdos, también de interpretaciones de los recuerdos, pues siempre el recuerdo llega interpretado por el presente). También en este sentido, el libro se muestra (en apariencia) como un viaje sentimental, como he escrito en una nota rápida en otro lugar: un viaje sentimental por el origen, asumible por cada uno de nosotros sus lectores como una aventura propia. La infancia, las figuras entrañables de la abuela y de la tía, y las calles y la naturaleza fijadas en la memoria como un respirar sagrado que acompaña a la poeta. El libro está dedicado a la memoria de la hermana de la autora.

Pero, volviendo a las palabras de la prologuista que nos han incitado a profundizar, la obra no queda solo en eso, en un recordar o evocar, que podría ser un ejercicio lírico suficientemente bello, como en otros versos de nostalgia donde se bosquejara un viaje sentimental al tiempo de la niñez.

        "Te pinto con luz", título recogido, por cierto, del pintor judío Marc Chagall, es como una misa (en su conjunto), y en concreto, una antífona antropológica, tal como hemos esbozado ese concepto en los párrafos primeros de este escrito.

El libro está dedicado a la memoria de la hermana (Magdalena), "revivida" en la segunda parte de la obra: “Comala (Luna de nieve)”. Pero todo el libro "va diciendo", desde su primer poema-pórtico, "Obertura" (que citaremos posteriormente), y desde todos los de la primera parte, un homenaje a la hermana difunta; la cual, sabiamente, comparte a veces, en el pronombre "tú", identidad con la hermana escritora, con la poeta que eleva un canto ("a la alegría y a la finitud") dedicado a la hermana ausente. Y "alegría" porque también hay (en la primera parte) espléndidos poemas dedicados a celebrar el gozo de vivir y de compartir la existencia, en un pasado que se sabe "de mercurio", que ya no volverá a ser y en el que la vida misma cantaba la gloria diaria de la luz y de una naturaleza feliz -ríos, montes, viento, cuyas presencias cobran vida en el bellísimo poemario que ha escrito Ángela Mallén.

 

Te pinto con luz ha sido editado por la Asociación Cultural Andrómina, de Córdoba, en la Colección Daniel Leví. Contiene hermosas ilustraciones de Melchor Zapata, además de los poemas de Ángela Mallén, del mencionado prólogo de la autora de Clamor en la memoria, Dionisia García; y de paratextos (citas) de Italo Calvino, Marc Chagall, Peter Handke, Claudio Mattone, un proverbio zen anónimo, José Hierro y de la misma Dionisia García, que funcionan como iluminarias o anticipos de la propia escritura de los poemas. Destacan -en una primera lectura- aquellos breves, en los cuales la poeta cobra cierta distancia de la emoción, aunque entre líneas está el mundo revivido. Así el primer poema, “Obertura”:

 

          Los elefantes saben de un lugar

        oculto en la memoria del rebaño.

                  Hacia allí se dirigen

              cuando llega su hora de partir;

                      porque en ese reducto

                      de historia compartida,

                           los elefantes bailan

                     con la luz y las sombras.

 

(“Obertura”. op. cit.. p. 11)                                          

 

            Este poema inicial contiene claves del significado o interpretación del poemario para la propia autora. En cada lectura individual un libro de poemas se transforma según la sensibilidad lectora. No es inútil, sin embargo, incorporar a nuestra particular lectura el conocimiento de lo que el libro ha significado para su autor, la interpretación autorial. En este caso, valga como anécdota, en la dedicatoria personal escrita en el ejemplar que tengo en mis manos, escribe su autora: “estos versos escritos con una luz que baila con las sombras”. Ese baile con las sombras es la escritura de poemas, y está acuñado ya, como intención lúcida, en el primer poema “Obertura”. Esto nos entrega otra clave del libro: su reflexión metapoética sobre la escritura. La escritura es el hilo de Ariadna que hace volver a la luz. Preanuncia una suerte de resurrección. Más allá de la condición de salmo canto litúrgico, réquiem o antífona del “dolor” (pues no hay dolor más grande que el de ser hombre o mujer, parafraseando  los versos del poema rubendariano “Lo fatal”: “Pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida consciente”), Te pinto con luz expresa una cierta “apuesta” (término también muy querido por Dionisia García); apuesta por la permanencia a través de la palabra, de la “pintura con luz” (así lo reflejan los poemas de la segunda parte del libro, y el “epílogo” escrito para la dedicataria de todo el canto, la hermana ausente).

 

        Al presente lejano ya regreso,

                        a la luz de nieve.

             Duerme dulce tu sueño, hermana mía,

                         en el dorado aroma

               del limón y el membrillo,

               mientras en mi memoria de elefante

                         te pinto con luz.

 

                                     (“Epílogo”. op. cit. p. 55)

 

        Mantener esa apuesta supone, precisamente, una convicción cordial anterior a cualquier esperanza. La convicción de que la palabra vence las sombras, ilumina por su propia naturaleza divina como luz aquello que no solo está falto de presencia sino que ha desaparecido o intenta desaparecer, huir de nosotros como un hilo que se corta y da paso al olvido. La palabra, en resumen, señala un puerto de la memoria al que intentamos llegar. Los signos que nos valen son diferentes en cada ocasión; en muchos casos, como en esta poesía de Ángela Mallén, se llega a través del rodeo de la memoria, mirando arriba, y en lo hondo del corazón de uno, el mapa misterioso del cielo de los recuerdos infantiles. Como recrea Antonio Machado toda su infancia a través del recuerdo de una tarde de lluvia y de la lección repetida en voz alta por los niños en clase. (“Una tarde parda y fría / de invierno. Los colegiales / estudian. Monotonía / de la lluvia en los cristales.”) o por unos caballitos de feria, en otro poema; los recuerdos-signos se llenan de reminiscencias no personales, de premoniciones y símbolos: así, como de paso, fijémonos en esta estrofa de ese sencillo poema de Antonio Machado, donde está todo el drama de España: “Es la clase. En un cartel / se representa a Caín / fugitivo, y muerto Abel, / junto a una mancha carmín”).

 

                 “No se estila asomarse a la ventana

                   a contemplar las luces infinitas,

                   ni caminar ligeros de equipaje

                   sobre la fría epidermis de los campos.”

                           (“En la ventana el firmamento mengua”. op. cit. p. 47)

 

 

        En una segunda lectura de Te pinto con luz me interesan los poemas donde se nos presenta un retrato social de una circunstancia histórica de un país (podría ser la España de los 60 del siglo XX, y una geografía concreta andaluza). Los “poemas con figuras”, los poemas sobre la abuela, en especial, pero también los dedicados a la tía, a la peluquera del pueblo, que tiene “el don de reparar”. Pero, además de estas presencias humanas, los poemas de Ángela Mallén convocan otros elementos tan protagonistas del retrato de una situación: los veranos, la siesta, “los tejados con gatos”, el mobiliario de las casas (por ejemplo, esos chineros o aparadores para alojar la porcelana china, o más modestamente, la loza; y hoy ya casi desaparecidos como nombres)… La poeta los rescata de la confusión y el olvido: “Y al lado de los muebles de Ikea y de Leroy / aún sirven los chineros, tinajas y lebrillos”. (“Al otro lado”. p. 19. op. cit.). Esta nota nos sirve también a los lectores para informarnos de la doble perspectiva en que está escrita esta primera parte del libro: desde el confronto de dos tiempos, la mirada desde el presente al pasado, y desde el pasado al presente (pues, en algunos momentos, el libro, como ya se ha sugerido, contiene una visión crítica de un presente alienado: “no se estila asomarse a las ventanas”). La peluquería, con sus olores característicos, recuerda a la madre (“porque todas las madres se hacían la permanente / dos veces al año” (“Al otro lado”, p. 19. op. cit). Los olores, los sonidos, los mismos nombres, actúan en Te pinto con luz.

          Por fin, una tercera lectura me lleva a valorar aquellos poemas que presentan de manera directa la naturaleza. El campo, pero sobre todo el río, el monte. Me gusta especialmente el poema “No lejos, pero fuera” (p. 35) porque adopta una perspectiva casi cinematográfica, donde la cámara va del río y el campo (lo externo y en cierto modo temible y peligroso) a lo interno (el pueblo, la casa, la madre, el refugio para la niña). Una experiencia de la infancia que casi todos recordaremos, cada uno en sus términos. La necesidad de aventura y riesgo que van unida a la de seguridad, el juego infantil como un aprendizaje de la vida. El poema no acaba ahí solo. Hace una lectura cultural, a través de la evocación de “Canama”: la denominación del pueblo o poblado en la época de Roma. Aunque extenso, no resistimos reproducir el poema, que podríamos destacar como epítome del libro Te pinto con luz. No olvidamos resaltar en sus versos la belleza del lenguaje coloquial, su ritmo suave y resonante, entre meandros, en fin su condición fluvial, acumulativa, con léxico de antaño y con palabras y giros aún vivos en el lenguaje familiar, su vocación fronteriza y el salto constante entre dentro y fuera, interioridad y exterioridad, tanto en lo anímico del presente de la escritura como en el pasado revivido. (p. 35. “No lejos, pero fuera”):

 

            Si el río iba crecido,

              recubría el camino de La Aceña.

              Se escabullían culebras, lagartijas,

              albures, colmillejas y ahogados

              entre cascajos, juncos y carrizos.

 

              Si el sol caía de plano, el río se arrugaba

              temiendo la sequía.

              Asomaban riberas de rebrotes,

               mucho lodo y tarajes.

               Había charcos, matojos

               entre cañas y zarzas, dunas de arena.

               Había niños descalzos jugando con un palo

               a descubrir lombrices, machacar caracoles

                y sacar a los pájaros del nido

                que se hacían en los chopos.

 

                 Zumbaban moscardones,

                 picaban las avispas.

                 Las niñas ocupaban costanillas y patios,

                 alejadas del río y sus tragantes.

                 Las madres advertían:

                 “No te acerques al río. Que no me entere yo”.

 

                  La frontera al peligro: el muro de la iglesia.

                  Detrás, el terraplén y, más abajo,

                  con sus fauces abiertas,

                  el río.

                  Más al norte, debajo de la luna,

                  se levantaba el cerro de La Mesa,

                  donde hubo un poblado que se llamó Canama

                  la de Roma−.

                   Por allí no había nadie.

                   Una cabra triscando, como mucho.

 

                   Sabías dónde estaban enterrados

                   los romanos con cascos

                   y con sus botas altas de tiritas de cuero.

                   Qué miedo de los muertos

                    y también del malvado

                    escondido en La Aceña.

 

                    Todo lo malo estaba

                     fuera del pueblo.

                     No lejos, pero fuera.

                                  

                       

 

Aparte de las citas y paratextos señalados, hemos de considerar los propios nombres de las dos partes del libro, que aportan una referencia mitoliteraria de lugares en que se remansa la memoria (Canama y Comala, respectivamente), como otros tantos paratextos. En efecto, esos nombres por sí solos aluden (alusión encubierta) a una suerte de cultura histórica y literaria compartida con los lectores. (Canama, a la cultura de la Roma andaluza y por extensión al Sur como forma de vida) y Comala, evidentemente, a la novela del genial escritor mexicano Juan Rulfo, Pedro Páramo, lugar de muerte pero también de voces, de presencias revividas, como en el libro de poemas de Ángela Mallén. De modo que sabiamente la autora marca con esos dos nombres un lindero, una cierta ubicación y separación entre la vida y la muerte, o, en otro plano, entre la infancia revivida con la hermana ausente y el misterio de la ausencia de esta, ante el que solo queda pronunciar un salmo en susurros o en rezo común.

El poema “Guardarte”, de la segunda sección, “Comala (luna de nieve), es bien significativo de esta otra palabra de la poeta que resuena tal un lamento o elegía recitabile como antífona, oímos este inicio grave, solemne:

 

              Tú no tienes la tumba marmórea y eterna

                en la tierra que el padre del padre conquistara (…)

 

                 No tienes la dureza

                 soberbia de la piedra donde depositar

                 antífonas y versos elegíacos.

 

                              (fragmento de “Guardarte”, op. cit. p. 53)

                             

 

Nos alegramos, como lectores, de la suerte de tener en las manos este libro de Ángela Mallén y de poder releerlo cuantas veces queramos. Seguro que nos deparará imprevistas lecturas. Te pinto con luz es un poemario tan rico de asociaciones intertextuales y culturales (¿no os viene el deseo de leer después del fragmento citado de “Guardarte” a Federico y su Llanto por Ignacio Sánchez Mejías? Andalucía está siempre pariendo talento poético). Pero, junto a la cultura de su autora, en este reciente libro destaca la “apuesta” por una poesía de la intimidad, sincera, valiente como pocos ensayos poéticos actuales, limitados por la verbosidad o el mero juego metafórico. Te pinto con luz sobresale también por el cuidado del ritmo y el sabor del léxico; por su complejidad y variedad de tonos y registros: en definitiva, es una poesía escrita con mano contenida, unas veces; y las más “a desgarros” (tomando esta expresión del gran poeta Alfredo Rodríguez, de Pamplona, que en todas partes luce el castellano, donde habita el talento).

 

Fulgencio Martínez

Huesca, 25 de septiembre de 2025

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