El autor de la reseña, Maximiliano Hernández Marcos |
LA SABIDURÍA DEL CUERPO COMO
HERENCIA
Con este
nuevo libro, que mereció el Premio Jaén de Poesía de 2013, Raquel Lanseros
(Jerez de la Frontera, 1973- ) consolida con voz propia una trayectoria poética
que ya ha despertado la atención incluso fuera de nuestras fronteras. La
diversidad temática y la variedad de tonos que, como en la mayoría de los
libros de poesía, convierte también este poemario en un depurado collage del fluir de la existencia, no
debe hacernos perder, sin embargo, el argumento poético que le otorga unidad,
la perspectiva con la que el alma de la poeta se ha hecho cargo de la
contingencia y nos ha entregado con su palabra el sentido de la pluralidad. En
dar con él o al menos entreverlo reside el interés humano, la utilidad cultural
de la lectura. Por eso, sin menoscabo de otras interpretaciones, aquí sólo
pretendo reconstruir la visión personal del mundo que he detectado como lector
del libro, la que me lo ha hecho atractivo y ha ganado mi complicidad emotiva. Quizás
no sea la más válida; para mí es, no obstante, la más verdadera.
Lo primero
que salta a la vista en este poemario -me atrevería a decir que en la poesía de
Raquel Lanseros en general- es el vitalismo
humano y el tono celebratorio de su
mirada literaria sobre el mundo. El libro es ciertamente un canto a la vida
como la única verdad , "la más profunda", la que no admite canje
alguno: "A cambio de mi vida nada acepto" -escribe la autora. Y como
todo canto supone aceptación y goce, Raquel asume la belleza de vivir como un
don único y misterioso que merece la pena disfrutar a pesar de las
"pequeñas espinas" que acompañan o entretejen el esplendor florido de
la rosa. Para abrazar semejante "destello arcilloso de la tierra"
basta con saborear "el néctar" de los "días que nos tocan".
No hay, sin embargo, motivos trascendentes o creencias ultraterrenas detrás de
esta gozosa aceptación; se celebra más bien la vida en su finitud, en su
fugacidad, en la definitiva insignificancia de todo individuo como ser mortal.
"Nadie tiene más valor que las flores en su tumba": es la dichosa
hermosura de lo que se vive en un instante, sin suplantaciones ideológicas. El
canto poético y el vivir humano son aquí inseparables, e incluso forman parte
de un único proceso existencial. Raquel no contempla la vida y la hace verso
sin haber sido protagonista de ella, sin haberla vivido en carne propia:
"Yo he venido" -anuncia abiertamente- "a ser ola a la vez que
miro el mar".
Pero ¿cómo
es posible afirmar y celebrar la vida en su dura finitud, sin sucumbir a la
conciencia de la vanidad de todo lo caduco? ¿De qué manera cabe hallar ese
"néctar" regocijante en el presente fugitivo que nos ha tocado en
suerte? Es claro que esta actitud sólo es plausible allí donde, sin renunciar a
la espontaneidad y certeza del pulso biológico, no se quiere, sin embargo,
dejar el alma humana, por así decir, en cueros, abandonada al rudo azar o al
mecanismo ciego de la sola naturaleza; allí donde, por el contrario, se ha
decidido de algún modo la salvación consciente de lo puramente fáctico. Así es
en el libro de Raquel Lanseros y de manera muy enfática. En él no se canta la
vida como mero acontecimiento natural; se celebra el sentido que tiene ser su
propio creador y la oportunidad única y pasajera de sentirse "orfebre del
instante". El vitalismo afirmativo se halla, pues, traspasado por una conciencia
-muy nietzscheana- de la propia vida como obra
de arte, capaz de superar o dar muerte a la muerte misma. El poema
"Hacia la luz" habla por sí solo:
"Quiero
guardar el hoy como se guarda
un templo piedra a piedra.
No me importa esperar: soy la creación.
No me importa luchar: soy la creadora".
un templo piedra a piedra.
No me importa esperar: soy la creación.
No me importa luchar: soy la creadora".
Para lograr esta "momentánea eternidad" que nos
redime en lo efímero del vacío de la
disolución total, pide una vida de intensidad,
en la que la anhelada luz de la verdad no sea distinta del camino de exploración
constante de las cosas y de desciframiento con los propios sentidos del
misterio inagotable del mundo, de su frescura infinita. En este trabajo de
indagación creadora la palabra poética juega un papel esencial: ella explora el
latido secreto del mundo, lo ilumina y engendra la verdad. Este vitalismo entusiasta,
que conmemora la frescura de una existencia en la que crear, indagar y vivir
intensamente son uno y lo mismo, hilvana sobre todo la primera parte del libro,
titulada no en balde "Cuanto sé del rocío".
Pero también
en ella hace ya acto de presencia el segundo motivo que vertebra del mundo
poético de este libro: la reivindicación, el testimonio, la proclama de la sabiduría del cuerpo. De ella se nutre
el vitalismo festivo de Raquel Lanseros, a ella aspira su ánimo de intensidad,
ella sostiene el impulso creativo y el tanteo explorador de su manera de ver y
de vivir la vida y de hacerla palabra. El sentido de la existencia que merece
la pena es así el de la "luz hermana que alienta en los sentidos"; el
saber meditativo que se aloja en los poemas es, de este modo, el que procede de
la sensación y el saboreo directo del mundo, sin mediaciones intelectuales ad hoc, sin el filtro espurio de las
convenciones establecidas. En el poema titulado, no en vano, "Ensayo
general de otro horizonte" Raquel reivindica a este respecto el
"derecho a vivir cuerpo adentro", sin "falso testimonio",
sin las anteojeras ideológicas y morales de la "ortodoxia" social,
que estrechan y paralizan nuestra capacidad de sentir y percibir las cosas, y
condenan al olvido la posibilidad de lo nuevo, el encanto de "lo que aún
no existe". No se trata, obviamente, de proclamar el abandono al caos -hoy
organizado- de la sobrestimulación externa, que vacía el alma y mecaniza el
cuerpo, ni a la volatilidad dispersa y mimética de los impulsos primarios, tal
como requiere el imperio mercadotécnico del consumo; el horizonte vital
reclamado es, por el contrario, el de la apropiación creativa de lo que nos
sale al encuentro, esa manera de adentrarse
sensiblemente en el mundo que transforma su extrañeza externa en un
hogar íntimo, su misterioso fluir en el aprendizaje luminoso de un destino
propio, de una forma de asentamiento en él que nos otorga a la vez estabilidad
y apertura emotivas: un saber estar que arraiga en un saber sentir. Por eso los
versos de Las pequeñas espinas son
pequeñas se entrelazan y cautivan no cual sentencias generales de un
pensamiento lúcido pero abstracto, sino como aldabonazos intuitivos de "un
cuerpo más sabio". Esta sabiduría a flor de piel, que incluso en su
formulación reflexiva mediante la palabra poética mantiene la emoción táctil de
lo vivido, emana de la experiencia personal y concreta, y tiene como
presupuesto último la convicción de que sólo la sensación -no el juicio
racional- nos entrega la verdad de las cosas, nos pone en contacto con la
riqueza y el misterio del mundo. "Nunca miente la carne cuando ama" -
declara en este sentido Raquel con contundencia en un hermoso verso.
El saber del
cuerpo, su aquilatada sensibilidad para apreciar y saborear lo otro de sí, por
más que cuenten con un sello propio u original, no son, sin embargo, innatos,
sino adquiridos; resultan de un aprendizaje histórico, y, por cierto,
enteramente silencioso y personal: constituyen la memoria de otros, la herencia estética e incluso ética -más allá de
la genética- de nuestros antepasados o del entorno familiar en el que hemos
crecido. He aquí el tercer motivo nuclear del libro, el que entreteje sobre
todo el decir poético de las partes segunda y cuarta ("Conclave de
mariposas" y "El pasado es prólogo"). Su tratamiento se inserta,
no obstante, dentro de un tema más general que atraviesa todo el poemario: el
del eterno retorno del sentir humano,
con sus debidas variaciones particulares de circunstancia, individuo y época. A
pesar del guiño -tal vez irónico- a Nietzsche (véase el poema "El burlón
mirar de las estrellas"), estamos más bien ante un reciclaje de la clásica
visión cíclica del mundo y del tiempo, convertida aquí en clave de una especie
de intrahistoria sentimental; en modo alguno ante la nietzscheana voluntad de
repetición de la naturaleza y de los acontecimientos conforme a nuestro querer
afirmativo y prometeico de la vida. "El mundo es un recuerdo longevo que
renace" -escribe Raquel- y "en cada renacer se expía la muerte"
(léase asimismo el significativo poema "Diálogo hindú"). La
cosmovisión del retorno se traduce así, de entrada, en una suerte de memoria
natural de lo mismo, que puede otorgar a la existencia la irrealidad de una
reproducción onírica constante ("Cada mente es un sueño de sí misma"
-se titula un poema), pero que también puede llevarnos a percibir la identidad
de experiencia por la que pasan, cual ciclos vitales, las diversas edades
humanas, aun siendo distintos la ocasión y los protagonistas, y a vislumbrar en
esa identidad del sentir la verdad eterna de lo vivido y la certeza de su saber corpóreo,
transmisible de generación en generación (véase el poema "La eternidad se
llama Buenos Aires"), base incluso de premoniciones inversas, como la que
permitiría adivinar la fuerza ardiente de dos amantes en 1790 a partir del
latido actual de los que se aman en 2012, por ejemplo, pues hay "un solo
amor en medio de un soplo interminable".
Esta idea
del eterno retorno adquiere, no obstante, un sentido menos metafísico, más
histórico y real cuando se pone en juego para presentar la sabiduría del cuerpo
como una herencia sentimental de
nuestros predecesores más cercanos. La importancia del otro, del alter ego vivo y constituyente de
nuestra identidad es indiscutible en el libro desde el poema inicial
"Contigo" (véase también "Subrogación perceptiva"), como lo
es igualmente el reconocimiento de la sombra ineludible del pasado que siempre
vuelve, sea en la forma de un mundo fantasmal oculto en el fondo oscuro de
nuestra alma ("Canción de ultratumba" y "Lobos de
Valparaíso", por ejemplo), sea con el aliento mítico y reconfortante de
las vivencias doradas de la infancia, siempre anheladas (así en
"Villancico remoto", uno de los mejores poemas). Mas lo que me parece
más relevante de esta presencia de los otros y del pasado es su papel en la
conformación de esa determinada manera de sentir y asimilar con intensidad el
mundo, ese saber del cuerpo que, carente de docencia teórica, se aprende
únicamente por ejemplaridad, en el contacto cotidiana con las personas que
marcan nuestras vidas. No hablamos de experiencias concretas o recuerdos
decisivos de nuestra memoria psíquica; hablamos de actitudes sentimentales ante
la realidad, de formas de asentamiento sensible del cuerpo en el mundo, de talante
afectivo ante personas, sucesos y cosas. Este modo emotivo de estar y de tratar
con lo que nos rodea también se hereda, y si tiene la finura sapiencial de una
asimilación intensa y luminosa de lo que comparece en su nuda contingencia ante
nosotros, se erige en la genuina "memoria hecha raíces que sostiene la
vida". Raquel Lanseros reconoce que su sensibilidad vitalista y
exploratoria es el legado imborrable, incrustado inadvertidamente en su alma,
de personas muy cercanas, hoy ausentes, que la convirtieron "en un cuerpo
más sabio". Poemas como "Compatriota de robles" y "Dondequiera
que estés" sacan a relucir hasta qué punto vivimos y sentimos en cierto
modo por delegación de otros, actualizando a nuestra manera, bajo
circunstancias distintas, la memoria indeleble de su actitud corpórea, más
sabia o más trivial. La afortunada imagen de la "subrogación perceptiva", que Raquel, en el poema homónimo,
emplea, sin embargo, para referirse a la dependencia de nuestro ser de la
mirada del otro, recoge atinadamente esta idea. "Nuestros antepasados
habitan el origen" -sentencia un verso-, retornan en nosotros. "La
casa que hoy construyes es el nido / donde te has guarecido desde siempre"
-se lee en "Diálogo hindú". No elegimos ciertamente el mundo en que
vivimos, pero tampoco lo que en el fondo somos, el alma que nos constituye.
Contra el voluntarismo prometeico de la libertad absoluta, cuya expresión
extrema acaso sea la reciente cultura estético-tecnológica del body art, la atención a las raíces emotivas del cuerpo
nos sitúa ante el realismo histórico de la herencia estética o sentimental que
nos limita. Contundente al respecto es el poema "No Choice":
"En el mundo
real -intersección de mentes-
no escogiste tu rostro, tu sexo ni tu época.
Nadie te consultó sobre el principio.
Nada habrás de decir sobre el final".
no escogiste tu rostro, tu sexo ni tu época.
Nadie te consultó sobre el principio.
Nada habrás de decir sobre el final".
No se invita
aquí, empero, a la resignación ni -creo intuir- al conservadurismo ciego e
inmovilista. Pues tampoco se está hablando de estructuras sociales ni de formas
de organización jurídico-política; se trata más bien de la fibra sentimental de
que estamos hechos, del temperamento afectivo que alienta nuestros pasos día a
día. Para Raquel Lanseros esa herencia emotiva no constituye un destino funesto
sino lo que nos da forma e identidad concreta en el mundo, lo que nos instala
en él de un modo determinado. Ante ella sólo cabe agradecimiento: la gratitud
de los "bien nacidos". Pero ¿podrían decir lo mismo aquellos a los
que el destino no deparó la misma suerte al nacer o al crecer? Siguiendo la
lógica del libro, parece que tanto el vitalismo como el pesimismo serían, en
última instancia, una cuestión de herencia. Raquel da cuenta de la suya, convencida
en carne propia de su apreciable ventaja: desmiente las grandes utopías, los
relatos redentores (políticos o religiosos) de quienes rigen la historia. Pues
quien ha recibido o conocido por fortuna en su entorno el don testimonial de
una piel más sabia como su patria firme, no necesita buscar la felicidad en
semejantes placebos ideológicos; sabe que éstos son falsificaciones y que las
grandes conquistas y promesas anunciadas producen únicamente más sangre y más
dolor humano. En la tercera parte del libro, titulada "Croquis de la
utopía", Raquel Lanseros pone de relieve este contraste entre esa Historia
gloriosa y autorreferencial de los vencedores y la genuina historia eficiente y
sin ruido de nuestros antepasados próximos, cuyo hacer y saber sensible sobre
el mundo constituye la genuina utopía, el modelo de ser y de sentir que nos
sostiene por dentro en vida. Lo utópico no es, pues, lo que los profetas
sociales nos prometen o quieren imponernos, sino nuestra herencia sentimental:
no un indeterminado porvenir, sino lo que ya ha sido y sigue siendo en
nosotros. La crítica social que no sea desmontaje de las suplantaciones
doctrinales de este suelo afectivo sólido y real, puede quedar "para otros
foros", fuera de esta poesía que escruta el cuerpo sentiente de los
hombres para hacernos más sabios a ras de tierra.
Maximiliano Hernández Marcos
Maximiliano Hernández
Marcos es poeta y Profesor de Filosofía en la Universidad de Salamanca
REVISTA ÁGORA DIGITAL / OCTUBRE 2014. BIBLIOTHECA GRAMMATICA
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