Karl Kraus, pintado por Oskar Kokoschka
Karl Kraus: Los últimos días de la humanidad
Por Francisco Jarauta
Francisco Jarauta. Fuente: blog De París a Buenos Aires
Ha sido Walter Benjamin el primero en relacionar con Karl Kraus el motivo, frecuente en antiguos grabados, de un mensajero que, gritando, los cabellos desgreñados y llevando una hoja en la mano, irrumpe en la escena para anunciar guerras y pestilencias, asesinatos y sufrimientos, incendios e inundaciones. Son las páginas de Die Fackel, que, como Benjamin recuerda, habría que entender con el significado que esta palabra, Antorcha, tiene en Shakespeare, las que llenas de traiciones, terremotos, veneno y fuego para el mundus intelligibilis, recorren esa Austria finisecular que el barón Viktor Andrian-Werburg había definido como un nombre imaginario y que Diótima, la heroína musiliana del Hombre sin atributos, reconocería ser de alguna forma el mundo entero. Son “los últimos días de la humanidad”, que dirá Kraus, mirando de frente, sin alusión ni nostalgia, ese dramático cambio con el que se inaugura el siglo. Él, que se reconocerá “apenas uno de los epígonos que habitan la vieja casa del lenguaje”, tal como escribe en uno de sus más bellos poemas, no hace más que invocar el nuevo apocalipsis que llega bajo la forma de un mar exterminado y que se constituye en el tiempo en el que se invierten los grandes discursos de la época moderna, dando lugar al experimento que configura el arte y la cultura de nuestro siglo y que no es otro que el del nihilismo. Nihilismo que, como Nietzsche había dicho, es el verdadero horizonte de la cultura occidental y su destino.
En efecto, si la Chandosbrief de Hofmannsthal, aparecida en el berlinés Der Tag el 18 y 19 de octubre de 1902, había sido interpretada como el verdadero manifiesto de la crisis del fin-de-siècle, al enunciar “aquella extrañeza, irregularidad o enfermedad del espíritu”, incapaz de pensar o hablar coherentemente sobre cualquier cosa, imposibilidad derivada del hundimiento de aquel orden dominado por el poder de la forma, la “profunda, verdadera, íntima forma”, capaz de representar la verdad del mundo y expresar su medida, son ahora las páginas de Die Fackel el verdadero registro de una época que, como Kraus indicará, hay que entender como un Gedankenexperiment, una especie de laboratorio teórico, en el que se disuelven los viejos discursos, al tiempo que crecen los nuevos, ajenos ya a la ilusión fundamental que había regido la estrategia de la cultura del clasicismo y que no era otra que la de la simetría o correspondencia del orden del lenguaje y el orden del mundo.
Toda la literatura austríaca de fin de siglo es un desenmascaramiento de esta crisis: de Hofmannsthal a Musil, de Andrian a Rilke, de Peter Altenberg a Broch o Canetti, los escritores austríacos denuncian la insuficiencia de la palabra, incapaz ya de expresar el fluir indistinto de la vida, y el naufragio de un sujeto, impotente para poner entre sí y el caos vital la red del lenguaje, disolviéndose así en una especie de río de sensaciones y representaciones. Y si “la vida ya no habita más en el todo”, como escribirá Musil en sus Diarios, citando a Nietzsche, otro tanto vale para la dificultad de un saber acerca del mundo. La gran influencia de Mach en la literatura austríaca, el trabajo de divulgación y crítica llevado a cabo por Hermann Bahr, Boltzmann y otros no sólo problematizará la concepción tradicional del mundo, sino que afectará igualmente a las ciencias, en especial las matemáticas y la filosofía, destruyendo la posibilidad de fundarlas objetivamente, reduciendo el fundamento a mera convención operativa. La imagen y el modelo hallan su validez no en el pretendido acercamiento a un valor hipotético, sino en la funcionalidad de su mecanismo. Este saber hipotético que, para Musil, define el nuevo orden del saber, irrumpe de manera violenta en el viejo sistema de representaciones, cuya validez es ahora objeto de la más radical de las sospechas. Y si, por una parte, el nuevo saber deja en suspenso todos aquellos sistemas de representación heredados, por otra, inaugura un orden de lo posible hacia el que se orientará el trabajo todo de la cultura mitteleuropea. La construcción de nuevos lenguajes, de nuevas gramáticas filosóficas, científicas o artísticas, en una estrecha relación de instancias y necesidades éticas, se constituirán en estrategias orientativas de lo nuevo. Y junto a ello, la aparición de un arte nervioso –un Nervenkunst- que responde a una fiebre estimulante, una especie de pensamiento febril, con el que oponerse a la vieja metafísica, al intelectualismo filosófico y al viejo lenguaje de las artes, die alte Sprache, como diría Hermann Bahr en Die Ueberwindung des Naturalismus (1891), aquel viejo lenguaje que reducía y sometía la vida a una conexión de “secuencias lógicas o a lo más sentimentales”. Nacerá así una nueva concepción del mundo y de la vida en la que ética y estética se hallan íntimamente compenetrados. Wittgenstein lo anotará en el Tractatus lógico-philosophicus: “Ética y estética son una sola cosa”, y Musil más tarde, en El hombre sin atributos, dirá que el hombre nuevo, que posee el sentido de la posibilidad, trata la realidad como una tarea y una invención. Y es esta misma intención ética la que llevará a Schönberg a revisar la matriz de la composición musical. En sus análisis de Die glückliche Hand (La mano feliz) confesará que buscaba “leyes más profundas que las que rigen el material musical mismo”, como si se tratara de explorar en una esfera interior desde la que explorar aquella forma o construcción de lo posible que, en este caso, diera vida a la invención musical.
El rechazo de una moral imperativa a favor de un compromiso ético constituye para la cultura austríaca la lucha contra el “terrible poder de la repetición”. Todo acto simbólico se configura para filósofos como Wittgenstein o para músicos como Schönberg en términos de instauración o de decisión de un nuevo significado o de un nuevo objeto, no existente con anterioridad a su construcción. Hasta los mismos objetos matemáticos serían para Wittgenstein el resultado de una decisión o construcción. Lo mismo que para Schönberg la construcción musical proyecta al sujeto hacia lugares inesperados e impensables, representables tan sólo a través de la composición misma.
Esta posición ética de la cultura vienesa de primeros de siglo adquiere su dimensión real si la contrastamos con un mundo de formas, ajeno totalmente a las intenciones anteriormente señaladas y sometido a una legalidad vacía, capaz de pervertirse, dirá Kraus, en crueldad ilimitada. Es la Cacania de Musil la mejor representación de este mundo que termina. Su ethos, una “fuga hacia la ley”, que es tanto como decir un abandono de las viejas formas y un esfuerzo, que caracterizará a toda la literatura mitteleuropea, por construir una nueva cultura. Bien es cierto que desde el punto de vista sociológico la “fuga hacia la ley” puede entenderse como la reacción socio-cultural a las sensaciones de precariedad que se derivaban de la extrema fragmentación del Imperio, que terminaba reflejándose en una extraña impotencia que atravesaba todos los aspectos de la vida, hasta el extremo, dirá Musil, que “la propia existencia no tiene ya razones suficientes”. Es este vacuum sobre el que está construido el Imperio el que genera no sólo una pérdida de legitimidad, explícita en todas las formas de la vida civil, sino el malestar que recorre e impregna la existencia, ese mundo de fantasmas que Kraus y Musil parodiarán hasta el límite, dejando en evidencia el sinsentido de una cultura incapaz ya de pensar la vida y darle un espacio.
Esta perspectiva de fondo es la que encontramos en una amplia tradición mitteleuropea que recorre por igual filosofía y literatura, política y arte: la reconocemos en la dicotomía Lebenswelt/objetivismo de Husserl, en lo “místico que se encuentra en el mundo” de Wittgenstein, en la “masa que arrastra” de Canetti, en el kitsch que Broch advierte como nuevo sistema del gusto, en la sexualidad de Freud (Jung recuerda que para Freud la sexualidad era un baluarte contra la marea negra de la hipocresía), en la legalidad ajena a la vida de Kafka, en la grotesca tentativa del buen soldado Svejk por servir al Estado con todas sus fuerzas, lo que se traduce en verdaderos desastres (Hašek). A la parodia de lo cotidiano se suman ahora estas líneas de fuga por las que discurre la ironía y la crítica, la denuncia y el sarcasmo de un mundo cuya legitimidad perdida ha dado lugar al más dramático de los momentos de la época moderna.
Pero nadie como Karl Kraus ha sabido recorrer el laberinto intrincado de la vida de la Viena finisecular. Desde el primer número de Die Fackel, aparecido el 1 de abril de 1899, hasta el último, editado en 1935, un año antes de su muerte, más de novecientos números llenos de veneno e ironía, denuncia y crítica de lo cotidiano, idealizado por la prensa, protegido por los rituales de una sociedad bien pensante, condenada a la estupidez. Basta asomarse a Moralidad y criminalidad, que recoge los ensayos de 1902 a 1907, para ver en ellos uno de los esfuerzos más rigurosos para desvelar la inmoralidad de una cultura, incapaz de comprender lo nuevo, sometida a la lógica de su propia impotencia e interés, responsables últimos de un destino que coincidirá con el fin del Imperio y la Gran Guerra. La composición de Los últimos días de la humanidad corresponde a las fechas de 1915-17, período al que pertenecen los esbozos de la mayor parte de las escenas, y 1919, fecha de aparición de la “Akt-Ausgabe”; el prólogo es de julio de 1915, el epílogo de julio de 1917; siendo revisada la obra en su totalidad entre 1920 y 1921. Su génesis acompaña el desarrollo de la tragedia, de la que quiere ser un espejo fiel. Lo dirá más tarde, en el número de febrero de 1929 de Die Fackel: “un trabajo de escritura tan subordinado a una intención ética, que acentuar sus cualidades literarias sería en su detrimento”. Todo se somete a esta intención ética, hasta el punto de violar las reglas más elementales de la representación teatral. La duración del drama se prolongaría a lo largo de diez sesiones; el espacio más adecuado sería el de un teatro en Marte, ningún espacio convencional lo puede acoger. Es la representación de un horror y de un imposible, de un destino y un apocalipsis. A él sólo podemos asistir en tanto que póstumos. Discurrirán por la escena las formas de la vida y la muerte, la guerra y la violencia, el engaño y la usurpación. Lo más inverosímil, allí representado, ha acontecido; las invenciones más estridentes son sólo citas. Y aquellas frases cuyo delirio nos amenaza, crecen hasta convertirse en música. El documento es figura, las noticias, presencia. Los personajes, que recorren la línea de la supervivencia, apenas saben de sí, son gesto; se ven transportados a un tiempo irreal como sombras o marionetas.
En esto ha terminado la “aventura técnico-romántica” (“Das technoromantische Aberteuer”, artículo en Die Fackel de mayo de 1918). Es el final de esa inmortal ideología apoyada en conceptos heroicos; un final cuyas causas no hay que buscarlas fuera de nosotros. “Esto no se lo ha inventado ningún Brueghel del infierno”. Kraus, al igual que otros intelectuales de la cultura alemana, Max Weber entre ellos, insistirá en una lectura de los hechos que los inscriba en una lógica de la cultura misma. Las raíces del conflicto hay que buscarlas en la propia economía del proceso moderno, de lo que ha quedado de la modernidad, esa “aventura técnico-romántica” que orienta y decide los fines de la experiencia moderna. Es como si la gran teoría hubiera enmudecido, para dar la palabra a los hechos. Son ellos los que se imponen en lugar del lenguaje. Todo lo que Kraus escribió tiene que ver con esto, comenta Benjamin: “es un silencio comprometido, un silencio que atraviesa la tormenta de los acontecimientos en su negra circunstancia, que levanta los cortinados y da la vuelta al forro chillón”. Es un silencio que se identifica en la dignidad originaria del lenguaje, en la fuerza de la palabra y de su escucha. Hay un radicalismo en Kraus que coincide con su defensa del lenguaje. Más allá de los hechos, contra los hechos, contra la historia, queda el reducto del lenguaje, esa natural condición del hombre, desde la que puede desafiarse la fatalidad.
Quizá sea éste el aspecto esencial de la posición de Kraus frente a su época: se trata del fundamento ético-discursivo que pretende dar no sólo a la crítica del hecho artístico, sino también al análisis mismo del lenguaje. La unidad de ética y estética se funda en un orden todavía más fundamental, como es el de naturaleza y lenguaje. Es el nudo desde el que pensar la relación de lo real y lo posible. En él se inscriben los tiempos del lenguaje, esa pertenencia que Benjamin descubre por igual en Kraus y Adolf Loos, una pertenencia que tiene que ver con la tradición, con los lenguajes de los que emerge el nuestro, sin los que sería rigurosamente imposible. A partir de ahí vuelve a hacerse posible el proyecto, la cultura. Es el lenguaje el que inventa, discurre, construye, compone, nombra. En él se decide la cultura, el espacio de la vida. La gran denuncia, esa “danza de guerra delante de la cripta de la lengua alemana” que para Benjamin es la obra de Kraus, no es otra que la de la incapacidad, la abdicación de la lengua alemana para seguir dando luz a la cultura. Lo que se presentaba antes como unión de ética y estética, se transforma ahora en utopía de palabra y proyecto, de lengua y acción. Es el eje de la resistencia y de la gran batalla, de la promesa y de la necesidad, es el arma contra el apocalipsis.
Más allá de los gestos –todavía podemos imaginarnos a Kraus disfrazado de Harum al Raschid recorriendo por la noche las construcciones sintácticas de los periódicos y espiando, por detrás de las rígidas fachadas de as frases, en la intimidad, y descubriendo la vergüenza, el martirio de las palabras- queda esa obstinada voluntad krausiana por defender el lenguaje, la palabra, como última instancia contra la barbarie y sus formas modernas. Es la invocación del derecho del lenguaje, de su dignidad, de su disponibilidad inventiva y constructiva, lo que apasiona a Kraus. La masacre premeditada de la fantasía cercena aquella disponibilidad y opaca el horizonte. Ética y estética, filosofía y literatura vuelven a encontrarse en una especie de desafío del destino. En los mismos años –tres después de la muerte de Kraus-, un 4 de julio de 1939, Georges Bataille, en la que debía de ser sesión de clausura del Collège de Sociologie, confesaba ante un público ausente que “… poner frente al destino sigue siendo a mis ojos lo esencial del conocimiento”. Y era precisamente entonces, dirá Bataille, “cuando la mirada de la esfinge ha aumentado singularmente la precisión y la brutalidad de la interrogación metafísica”, cuando resultaba más necesario y urgente que nunca abrir esa interrogación sobre la época y sus lenguajes. Corrían los años y los que Kraus había sentido como “los últimos días de la humanidad” volverían a presentarse como dragón de mil cabezas, esta vez, si cabe, todavía más violento y terrible. Él, que se consideraba uno de los últimos habitantes de la casa del lenguaje, todavía podía adivinar los fantasmas de una época que de nuevo se volvían amenazadores. La luz de su Fackel, de su Antorcha, seguía iluminando la zona de espectros y forzaba el despertar de la defensa ética de una humanidad que se mantiene en la destrucción.
FRANCISCO JARAUTA. Es catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia. Profesor invitado en universidades europeas y americanas. Ha orientado su reflexión a la historia de las ideas estéticas, a las crisis de cultura y a la filosofía contemporánea. Entre sus publicaciones destacan sus ensayos sobre Sören Kierkegaard, Walter Benjamin, Stéphane Mallarmé y Paul Celan.
REVISTA ÁGORA DIGITAL/ MARZO 2022
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