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martes, 2 de abril de 2019

¡Confisquemos la propiedad de las fronteras! (CONVERSACIONES CON JUAN DE MAIRENA. PROBLEMAS Y APUNTACIONES AL APÓCRIFO DE ANTONIO MACHADO). ÁGORA DIGITAL ABRIL 2019



¡CONFISQUEMOS LA PROPIEDAD DE LAS FRONTERAS! (Problemas del anarquismo: del Estado y de la propiedad de la propia vida)

                                                                     
       Por Fulgencio Martínez López
                                                                                           

Una razón libre de prejuicios confiscaría todas las fronteras que el miedo o la desconfianza han levantado a lo largo de la Historia. Habría de ser una revolución humanista la que trajera al orden del día, primero, la idea de una cultura global y pacífica; como teorizó el filósofo Kant en La paz perpetua. Después, el empuje, el entusiasmo, en fin la creencia en la solidaridad como arma definitiva para solucionar los problemas mundiales: sobre esto último reflexiona Antonio Machado, a través de su apócrifo Juan de Mairena. 


Necesitamos salir, sobre todo, de una concepción del mundo idealista y solipsista, en la que el otro está excluido del yo; y en la cual los seres sintientes y pensantes son mónadas cerradas que abren sus fronteras al prójimo a lo sumo cuando a sus intereses conviene. Se pierde en ese trayecto anhelante mucha energía humana, psíquica, creativa, vital. Se está predispuesto a la autodefensa porque se nos ha educado en una autonomía metafísica. Juan de Mairena, por el contrario, piensa que el ser en sí mismo es heterogéneo, esencialmente alteridad. El amor (pero de igual calado cualquier otra dimensión importante del existente) solo se cumple en el anhelo del otro; anhelo, a veces, imposible de realizar, pero en cuya tensión metafísica realizamos nuestra esencia heterogénea. Que yo radicalmente necesite de otro para ser yo, esto no indica únicamente una necesidad egotista, ni es signo de instrumentalizar al otro para mi necesidad. Más bien, señala a la base común de necesidades que comparten el otro y yo.

Poner el mundo en su quicio, desarticulando la red que mi conciencia antepone al mundo, mis ideas y pre-juicios, es una tarea que empezaría por afirmar la fe en el otro. La fe en los valores de una intersubjetividad creativa, energética y no menos problemática que la fe idealista, sería el primer paso. La creencia en el otro, asumida como parte de mi identidad, desteje una urdimbre de problemas; los más agudos para el yo narcisístico: el amor y la autoestima, la identidad como una propiedad, y no como posesión que se comparte, la comunicación más allá del intercambio de intereses prácticos mutuos. Requeriría una nueva política del Yo, es decir, un diseño nuevo de los Estados, que filosóficamente hallan su esencia en la protección y propagación del egoísmo.

No hay un solo argumento para defender la existencia y perpetuación de los Estados que no se asiente, en el fondo, en su conveniencia con ese modelo de yo-mónada egoísta. Revisando la madeja que ha creado el plexo de intereses entre individuo y Estado, formulamos un campo de de concentración, si hablamos en términos metafísicos.

Primero, ¿quién dio escritura de propiedad a la vida sino el Estado? Ser ciudadano y libre eran, por supuesto, las condiciones previas necesarias para dicho “honor” y derecho. En la cuneta quedaban los esclavos: no gentes para el Estado, aunque estuvieran viviendo dentro de sus limes o fronteras. No gentes, no agentes tampoco; sino cosas e instrumentos eran y deben ser por derecho los seres sometidos a esclavitud. Aristóteles justifica su condición de tales no –fíjense- por la utilidad y provecho al Estado (eso sería tener una conciencia realista históricamente; cosa imposible para un pensador político idealista como Aristóteles); ni por razones a las cuales hoy llamaríamos de tipo racista o xenófobo. Es la guerra, una situación anterior al Estado, o una excepción dentro del orden legal que este defiende, lo que sanciona la esclavitud. Los vencidos y prisioneros de guerra deben la vida al vencedor y, por tanto, pasan a su propiedad.

De lo anterior se desprende que la propiedad de la vida es la máxima riqueza del Yo, el Yo que ha establecido un pacto con otro Yo para crear el Estado. Lo que está al margen, pero en medio, atravesando todo el edificio conceptual del YO propietario-Estado, es la guerra. El Estado la deja fuera, pero también la incluye en sí mismo dadas unas condiciones excepcionales. En situación de guerra se abole provisionalmente, dentro del Estado, el derecho de propiedad a la vida que se le reconoce al Yo; es, primero, esa abolición, y solo después la abolición del derecho a la vida de los otros Yos de otros Estados. En realidad, la guerra vuelve a poner en juego la cuestión de si el Ciudadano, el Propietario de su vida, el Yo, merece serlo. Toda guerra no es otra cosa, en el fondo, que una prueba o un test sobre la ciudadanía. Se le recuerda a esta sus prerrogativas y se le advierte contra el mal mayor de decidirse por la esclavitud y, por tanto, de ser recatalogado usted como paria, como no gente y esclavo.

Las suaves o ardientes proclamas al patriotismo, al valor guerrero, a los nacionalismos salvadores y autotélicos, no responden a otra cosa que a una nueva reasignación y recuadriculado de los derechos que el Estado puede confiscar o confirmar, retener o hacer circular entre su ciudadanía.

Toda guerra, dirigida en primera intención contra el propio pueblo, pone a este a prueba con el manifiesto argumento de la propiedad del individuo de su propia vida. Baja la amenaza, real o ficticia, del que conspira fuera de las fronteras del Estado; pero aún más, bajo el temor a que usted, ciudadano, por cobardía o insumisión a la llamada de la violencia y la lucha proclamadas por la ley legítimas, pierda su prerrogativa, sea rebajado a la condición de siervo.

Las fronteras se han levantado bajo esta orden de guerra cívica y universal que el Estado ha dirigido, y dirige, a la conciencia del Yo. Por supuesto, solo valen para el fin que persigue su trazado de mente a mente, de yo a tú, de mí a ti, de extranjero a ciudadano, de hombre a cosa y esclavo. Para otros agentes, como el Dinero o Dios, y para los representantes terrenales de estos, las fronteras no existen, más que nominalmente. El mundo fantástico de la Ciudadanía global ya existe: cotiza en bolsa.

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