¡CONFISQUEMOS LA PROPIEDAD DE LAS FRONTERAS! (Problemas del anarquismo: del Estado y de la propiedad de la propia vida)
Por Fulgencio Martínez López
Una razón libre de prejuicios confiscaría todas las fronteras que el
miedo o la desconfianza han levantado a lo largo de la Historia. Habría de ser
una revolución humanista la que trajera al orden del día, primero, la idea de
una cultura global y pacífica; como teorizó el filósofo Kant en La paz perpetua. Después, el empuje, el entusiasmo, en fin la creencia en
la solidaridad como arma definitiva para solucionar los problemas mundiales:
sobre esto último reflexiona Antonio Machado, a través de su apócrifo Juan de
Mairena.
Necesitamos salir, sobre todo, de una concepción del mundo idealista y solipsista, en la que el otro está excluido del yo; y en la cual los seres sintientes y pensantes son mónadas cerradas que abren sus fronteras al prójimo a lo sumo cuando a sus intereses conviene. Se pierde en ese trayecto anhelante mucha energía humana, psíquica, creativa, vital. Se está predispuesto a la autodefensa porque se nos ha educado en una autonomía metafísica. Juan de Mairena, por el contrario, piensa que el ser en sí mismo es heterogéneo, esencialmente alteridad. El amor (pero de igual calado cualquier otra dimensión importante del existente) solo se cumple en el anhelo del otro; anhelo, a veces, imposible de realizar, pero en cuya tensión metafísica realizamos nuestra esencia heterogénea. Que yo radicalmente necesite de otro para ser yo, esto no indica únicamente una necesidad egotista, ni es signo de instrumentalizar al otro para mi necesidad. Más bien, señala a la base común de necesidades que comparten el otro y yo.
Necesitamos salir, sobre todo, de una concepción del mundo idealista y solipsista, en la que el otro está excluido del yo; y en la cual los seres sintientes y pensantes son mónadas cerradas que abren sus fronteras al prójimo a lo sumo cuando a sus intereses conviene. Se pierde en ese trayecto anhelante mucha energía humana, psíquica, creativa, vital. Se está predispuesto a la autodefensa porque se nos ha educado en una autonomía metafísica. Juan de Mairena, por el contrario, piensa que el ser en sí mismo es heterogéneo, esencialmente alteridad. El amor (pero de igual calado cualquier otra dimensión importante del existente) solo se cumple en el anhelo del otro; anhelo, a veces, imposible de realizar, pero en cuya tensión metafísica realizamos nuestra esencia heterogénea. Que yo radicalmente necesite de otro para ser yo, esto no indica únicamente una necesidad egotista, ni es signo de instrumentalizar al otro para mi necesidad. Más bien, señala a la base común de necesidades que comparten el otro y yo.
Poner el mundo en su quicio, desarticulando
la red que mi conciencia antepone al mundo, mis ideas y pre-juicios, es una
tarea que empezaría por afirmar la fe en el otro. La fe en los valores de una
intersubjetividad creativa, energética y no menos problemática que la fe
idealista, sería el primer paso. La creencia en el otro, asumida como parte de
mi identidad, desteje una urdimbre de problemas; los más agudos para el yo
narcisístico: el amor y la autoestima, la identidad como una propiedad, y no
como posesión que se comparte, la comunicación más allá del intercambio de
intereses prácticos mutuos. Requeriría una nueva política del Yo, es decir, un
diseño nuevo de los Estados, que filosóficamente hallan su esencia en la
protección y propagación del egoísmo.
No hay un solo argumento para defender
la existencia y perpetuación de los Estados que no se asiente, en el fondo, en
su conveniencia con ese modelo de yo-mónada egoísta. Revisando la madeja que ha
creado el plexo de intereses entre individuo y Estado, formulamos un campo de
de concentración, si hablamos en términos metafísicos.
Primero, ¿quién dio escritura de
propiedad a la vida sino el Estado? Ser ciudadano y libre eran, por supuesto,
las condiciones previas necesarias para dicho “honor” y derecho. En la cuneta
quedaban los esclavos: no gentes para el Estado, aunque estuvieran viviendo
dentro de sus limes o fronteras. No
gentes, no agentes tampoco; sino cosas e instrumentos eran y deben ser por
derecho los seres sometidos a esclavitud. Aristóteles justifica su condición de
tales no –fíjense- por la utilidad y provecho al Estado (eso sería tener una
conciencia realista históricamente; cosa imposible para un pensador político
idealista como Aristóteles); ni por razones a las cuales hoy llamaríamos de
tipo racista o xenófobo. Es la guerra, una situación anterior al Estado, o una
excepción dentro del orden legal que este defiende, lo que sanciona la
esclavitud. Los vencidos y prisioneros de guerra deben la vida al vencedor y,
por tanto, pasan a su propiedad.
De lo anterior se desprende que la
propiedad de la vida es la máxima riqueza del Yo, el Yo que ha establecido un
pacto con otro Yo para crear el Estado. Lo que está al margen, pero en medio,
atravesando todo el edificio conceptual del YO propietario-Estado, es la
guerra. El Estado la deja fuera, pero también la incluye en sí mismo dadas unas
condiciones excepcionales. En situación de guerra se abole provisionalmente,
dentro del Estado, el derecho de propiedad a la vida que se le reconoce al Yo;
es, primero, esa abolición, y solo después la abolición del derecho a la vida
de los otros Yos de otros Estados. En realidad, la guerra vuelve a poner en
juego la cuestión de si el Ciudadano, el Propietario de su vida, el Yo, merece serlo.
Toda guerra no es otra cosa, en el fondo, que una prueba o un test sobre la
ciudadanía. Se le recuerda a esta sus prerrogativas y se le advierte contra el
mal mayor de decidirse por la esclavitud y, por tanto, de ser recatalogado
usted como paria, como no gente y esclavo.
Las suaves o ardientes proclamas
al patriotismo, al valor guerrero, a los nacionalismos salvadores y autotélicos,
no responden a otra cosa que a una nueva reasignación y recuadriculado de los
derechos que el Estado puede confiscar o confirmar, retener o hacer circular
entre su ciudadanía.
Toda guerra, dirigida en primera
intención contra el propio pueblo, pone a este a prueba con el manifiesto
argumento de la propiedad del individuo de su propia vida. Baja la amenaza,
real o ficticia, del que conspira fuera de las fronteras del Estado; pero aún
más, bajo el temor a que usted, ciudadano, por cobardía o insumisión a la
llamada de la violencia y la lucha proclamadas por la ley legítimas, pierda su
prerrogativa, sea rebajado a la condición de siervo.
Las fronteras se han levantado
bajo esta orden de guerra cívica y universal que el Estado ha dirigido, y
dirige, a la conciencia del Yo. Por supuesto, solo valen para el fin que
persigue su trazado de mente a mente, de yo a tú, de mí a ti, de extranjero a
ciudadano, de hombre a cosa y esclavo. Para otros agentes, como el Dinero o
Dios, y para los representantes terrenales de estos, las fronteras no existen,
más que nominalmente. El mundo fantástico de la Ciudadanía global ya existe:
cotiza en bolsa.
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