Publicado en La crónica del pajarito. 17-7-2016
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Las imágenes mitopoéticas arrastran el sedimento de unos semas codificados por los poetas, y la distinción adherida al género de discurso al que se vincule la imagen; pero también se ha de estimar la posibilidad de que el poeta violente los códigos y cauces genéricos, como es usual en los poetas que tienen una visión dramática, fluida, del mundo, junto a una compleja técnica literaria y una notoria personalidad. Es el caso de Ovidio y de Quevedo.
LAS IMÁGENES POÉTICAS, SU CÓDIGO Y
SU VARIACIÓN
Las imágenes mitopoéticas: Plurisignificación y entronque con una tradición y un código
En la tradición literaria occidental son reconocibles ciertas imágenes poéticas asociadas a seres naturales. Codificamos de forma elemental, por vía de esa tradición, la corneja como símbolo de la buena o mala suerte; el cuervo, asimilado a lo ominoso; la lechuza, y su pariente el búho, portadores de la sabiduría; el ruiseñor y el jilguero, emblemas del canto y de la poesía.
Aquel depósito de significados que atribuimos a tales significantes naturales son el resultado de una lógica poética antropocéntrica, común al mito y a la poesía: mediante ella interpretamos more humano el mundo, lo ajeno, lo otro; o mejor dicho –tratando de ser más acordes con la lógica antigua- tejemos de nuevo los vínculos con la naturaleza.
Sin embargo, habría que reparar en dos observaciones: 1, los mitos, y los poemas que a partir de ellos son elaborados, tejen una red más tupida de simbologías que aquella que la más elemental asociación entre significante y significado sugiere. Así, el ruiseñor se asocia en la poesía con el amante, y su dolor, y su queja, pero también con la paz bucólica, con el “locus amoenus” (pudiendo, desde esos semas, ir adquiriendo otros de tipo más metafísico o espiritual, incluso representar la tragedia y lo dramático). 2, además de su plurisemia, no deberíamos perder la noción de la historicidad de dichos significados como tampoco de su contextualización genérica discursiva. Un ejemplo: la paloma es símbolo de la pureza, y de la Virgen Madre de Cristo en el contexto de la poesía religiosa de Quevedo. Como bien nos advierte Kayser[1], cuando un poeta romántico o simbolista utiliza la imagen de una palmera, ésta va asociada al significado de perseverancia y ascética voluntad de resistencia en el desierto espiritual, más que a un estereotipo de vida placentera o sensualidad. Ese sentido subyace al que puede ser el propio o primer “análogo” en un poema moderno: la firmeza de carácter ante las vicisitudes, o la constancia del amante. Es su constante mirar al cielo lo que transmite el símbolo. Aquí se ha “fijado” este dentro de un código místico que ha perdurado en la tradición poética. Un poeta del siglo XX, Miguel Hernández (en “Silbo de afirmación en la aldea”, o en “Ascensión de la escoba”) es fiel continuador de ese código místico que pervive como subtexto en poemas de distinta temática. Por cierto, la observación y la experiencia del hombre inserto en la naturaleza, en este caso y en otros, pueden arrimarse más a la interpretación mística que el estereotipo hoy manejado por la publicidad, fuente de la más moderna “mitología”.
Estas consideraciones pretenden, por un lado, familiarizarnos con el tema que vamos a tratar: ya hemos constatado, al menos, varias cosas: entre ellas, nuestra susceptibilidad a las imágenes mitopoéticas; el peso que puede adquirir, aún en nuestra estimativa actual, el sedimento de unos semas codificados por los poetas, y la distinción adherida al género de discurso al que se vincule la imagen: en un chiste, en una canción de tradición petrarquista, o en un poema místico, las alusiones y las metáforas dotan de su particular significado al referente; pero también se ha de estimar la posibilidad de que el poeta violente los códigos y cauces genéricos, como es usual en los poetas que tienen una visión dramática, fluida, del mundo, junto a una compleja técnica literaria y una notoria personalidad. Es el caso de Ovidio y de Quevedo.
La
imagen del ruiseñor y el tema de la transformación (Lugares para la literatura
comparada)
Por otra parte, querría este prólogo sugerir, en el ánimo de un lector “ingenuo”, admiración (incluso, inquieta perplejidad) al revisar algunas de esas imágenes que casi mecánicamente asocia a ciertos referentes. Le invitamos a confrontar la imagen “lírica” del “ruiseñor” transmitida por cierta tradición, con la versión dramática reflejada en el poema de Ovidio, Metamorfosis.
Una tradición que proviene de las Geórgicas de Virgilio, de los poetas elegíacos latinos, de Petrarca y los petrarquistas italianos y españoles, identifica el ruiseñor con el canto y la poesía (por antonomasia, con la armonía, y por asociación, con la belleza, el amor, o con el ansía de estos bienes y, coherentemente, con los sentimientos de frustración o goce que los acompañan). En cambio, el mito ovidiano de Progne y Filomela (Metamorfosis, Libro VI) apunta un perfil más primitivo y otra inquietud antropológica. La armonía, quizá, ya está rota desde siempre y su remedo (sonoro, poético) no es sino un gesto trágico.
Este desengaño de fondo aparecerá, tal vez, en un poeta como Francisco de Quevedo, en su aproximación al mismo símbolo, que contrastará en dialéctica con aquella tradición virgiliano-petrarquesca. Quevedo lo usará en variados registros; aunque siempre conservando la tragicidad de la fuente de Ovidio, bien que pasada por el tamiz ascético-cristiano y su envés ideológico: lo satírico como disciplina barroca del contemptus mundi.
Fulgencio Martínez
revista Ágora-Papeles de Arte Gramático
1] Cf. W. Kayser: Interpretación y análisis de la obra literaria
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