ÁGORA. ULTIMOS NUMEROS DISPONIBLES EN DIGITAL

jueves, 14 de julio de 2016

A la memoria de Víctor Barrio, con las palabras de un poeta. Por Fulgencio Martínez/ LLanto por Ignacio Sánchez Mejías, de FGL./ Andrés Amorós, artículo sobre Ignacio Sánchez Mejías


Publicado en La crónica del pajarito. 15 de julio 2016
 
 http://www.lacronicadelpajarito.es/blog/fulgenciom/2016/07/a-memoria-victor-barrio-con-palabras-un-poeta


A LA MEMORIA DE VÍCTOR BARRIO, CON LAS PALABRAS DE UN POETA DEDICADAS A LA MUERTE DE OTRO GRAN TORERO EN LA PLAZA

Aire de Roma andaluza
 le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.

 La elegía a la muerte del torero Ignacio Sánchez Mejías es uno de los documentos más relevantes de la escritura en español, ese idioma que nació en la vieja "Castiella" y ha crecido por el ancho mundo de manera tan lozana y culturalmente polifónica.

García Lorca supo plasmar el hondo, primitivo, trágico y por ello ambiguo sentimiento que nos produce el enfrentamiento del toro y el hombre. Un aire de Roma y de Creta viene puliendo la cara del que ahora, en el siglo XXI, lee en el enorme friso del texto.

Ese toro que enfrentamos con la vida que se sabe destinada a la muerte. Amamos y luchamos con ese toro, sintiendo en la derrota y aun en la victoria su bramido. Pero la muerte de verdad, es una desmemoria: "No te conoce el toro ni la higuera.../porque te has muerto para siempre".

Las palabras del poeta seguirán recordando el valor de la vida: toro y hombre, la terrible fuerza no humana y la inteligencia, formando en su enfrentamiento una compleja figura minotáurica, una misma palanca contra el indeferente pulsar de la materia. 

La expectativa del teatro clásico trágico tensa la figura minotáurica para el resalte final de la victoria de la inteligencia y el orden. Pero también, en una obra como Las bacantes, de Eurípides, lo irracional parece lograr su triunfo. Si la muerte del toro en la plaza es la norma,  a veces se produce la excepción, que nos inclina a remirar nuestras obsesiones.

"El llanto por Ignacio Sánchez Mejías" aborda, precisamente, ese momento crítico, que se sale del camino trillado de la interpretación simbólica racional, de la lucha entre el hombre y la realidad. Se concentra en la muerte del hombre sin que la realidad quede trascendida por ello, y aborda, pues, el sentido mismo de la cultura humana, que deshace y transforma lo natural, ¿para qué? El poema salva el sufrimiento de aquellos que, por amor, empatía, destino de sangre, se reflejan en la suerte del torero, y pide respeto ante la humana piedra caída. 



Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman caballos y dominan los ríos;
los hombres que les suena el esqueleto y cantan
con una boca llena de sol y pedernales.

Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán atado por la muerte.

Federico García Lorca




(Artículo de Fulgencio Martínez) 



 

 Llanto por Ignacio Sánchez Mejías
Federico García Lorca


LA COGIDA Y LA MUERTE

A las cinco de la tarde.

Eran las cinco en punto de la tarde.

Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.

Una espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.

Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde.

El viento se llevó los algodones
a las cinco de la tarde.

Y el óxido sembró cristal y níquel
a las cinco de la tarde.

Ya luchan la paloma y el leopardo
a las cinco de la tarde.

Y un muslo con un asta desolada
a las cinco de la tarde.

Comenzaron los sones del bordón
a las cinco de la tarde.

Las campanas de arsénico y el humo
a las cinco de la tarde.

En las esquinas grupos de silencio
a las cinco de la tarde.

¡Y el toro, solo corazón arriba!
a las cinco de la tarde.

Cuando el sudor de nieve fue llegando
a las cinco de la tarde,

cuando la plaza se cubrió de yodo
a las cinco de la tarde,

la muerte puso huevos en la herida
a las cinco de la tarde.

A las cinco de la tarde.

A las cinco en punto de la tarde.

Un ataúd con ruedas es la cama
a las cinco de la tarde.

Huesos y flautas suenan en su oído
a las cinco de la tarde.

El toro ya mugía por su frente
a las cinco de la tarde.

El cuarto se irisaba de agonía
a las cinco de la tarde.

A lo lejos ya viene la gangrena
a las cinco de la tarde.

Trompa de lirio por las verdes ingles
a las cinco de la tarde.

Las heridas quemaban como soles
a las cinco de la tarde,

y el gentío rompía las ventanas
a las cinco de la tarde.

A las cinco de la tarde.


¡Ay qué terribles cinco de la tarde!
¡Eran las cinco en todos los relojes!
¡Eran las cinco en sombra de la tarde!

*

LA SANGRE DERRAMADA

¡Que no quiero verla!

Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.

¡Que no quiero verla!

La luna de par en par,
caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras

¡Que no quiero verla!

Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!

¡Que no quiero verla!

La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.

No.

¡Que no quiero verla!

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada,
ni corazón tan de veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.

¡Que no quiero verla!

Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No.

¡Yo no quiero verla!

*



CUERPO PRESENTE

La piedra es una frente donde los sueños gimen
sin tener agua curva ni cipreses helados.
La piedra es una espalda para llevar al tiempo
con árboles de lágrimas y cintas y planetas.

Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas
levantando sus tiernos brazos acribillados,
para no ser cazadas por la piedra tendida
que desata sus miembros sin empapar la sangre.

Porque la piedra coge simientes y nublados,
esqueletos de alondras y lobos de penumbra;
pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego,
sino plazas y plazas y otras plazas sin muros.

Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.

Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.
El aire como loco deja su pecho hundido,
y el Amor, empapado con lágrimas de nieve
se calienta en la cumbre de las ganaderías.

¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.
Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,
con una forma clara que tuvo ruiseñores
y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.

¿Quién arruga el sudario? ¡No es verdad lo que dice!
Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí no quiero más que los ojos redondos
para ver ese cuerpo sin posible descanso.

Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman caballos y dominan los ríos;
los hombres que les suena el esqueleto y cantan
con una boca llena de sol y pedernales.

Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán atado por la muerte.

Yo quiero que me enseñen un llanto como un río
que tenga dulces nieblas y profundas orillas,
para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda
sin escuchar el doble resuello de los toros.

Que se pierda en la plaza redonda de la luna
que finge cuando niña doliente res inmóvil;
que se pierda en la noche sin canto de los peces
y en la maleza blanca del humo congelado.

No quiero que le tapen la cara con pañuelos
para que se acostumbre con la muerte que lleva.
Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!

*


ALMA AUSENTE

No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para siempre.

No te conoce el lomo de la piedra,
ni el raso negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.

El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y montes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para siempre.

Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.

No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de tu boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.






 
 
 http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/esp/lorca/llanto_por_ignacio_sanchez_mejias.htm

http://www.abc.es/estilo/gente/20140504/abci-ignacio-sanchez-amor-201405021749.html


Para ilustración de nuestros lectores recomendamos el artículo de Andrés Amorós, que se encuentra disponible en el enlace de arriba.

REPRODUCIMOS EL MAGNÍFICO ARTÍCULO DE ANDRÉS AMORÓS, PUBLICADO EN EL DIARIO MADRILEÑO ABC

El último amor que lloró a Ignacio Sánchez-Mejías

Día 04/05/2014 - 18.34h

No fue su mujer, ni «La argentinita», su amante, sino Marcelle Auclair, hispanista y fundadora de «Marie Claire»

 

 El último amor que lloró a Ignacio Sánchez-Mejías

efe 

Ignacio Sánchez Mejías

 
El «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías» de García Lorca ha hecho famoso, en el mundo entero, este nombre. Creen algunos, incluso, que Federico lo inventó. Naturalmente, no es así. Ignacio fue un personaje fascinante: matador de toros, mecenas de la generación del 27, autor dramático, conferenciante en Nueva York, crítico de sus propias corridas, Presidente del Betis y de la Cruz Roja sevillana... Los que le conocieron insisten en su enorme atractivo personal: «todo un hombre», me han dicho Pepín Bello y Alfredito Corrochano, sus grandes amigos. No fue un efebo sino un hombre corpulento, que tenía notable éxito con las mujeres. Su vida sentimental se centra en tres: Lola, Encarna y Marcela. El 27 de septiembre de 1915, en Sevilla, Ignacio Sánchez Mejías se casa con Lola Gómez Ortega, hermana de los «Gallos». Tiene entonces 25 años y está aprendiendo el oficio, como banderillero, junto a «Joselito»; para él, su maestro, su modelo, casi un dios. (Es patética la famosa fotografía de Baldomero en que se le ve, en Talavera, en 1920, con el rostro apoyado en la mano, como un pensieroso, junto al cadáver de José).

Con Lola, Ignacio tiene dos hijos, Ignacio -que también fue torero- y María Teresa. Lola era gitana, bailaba con gracia, estaba muy enamorada de él... pero se le fue quedando atrás cuando el diestro amplió sus inquietudes culturales. No existía divorcio en España. Lola ocultaba su dolor con admirable dignidad. Me contaba Alfredito -que pasó temporadas en Pino Montano, la finca sevillana donde vivía el matrimonio- que, a veces, de noche, el dolor de sus numerosas cornadas le impedía dormir a Ignacio: Lola bajaba de su habitación y le aplicaba pomadas calmantes...

A partir de 1925, vive Ignacio su gran amor con Encarnación López Júlvez, «la Argentinita», la gran revolucionaria del baile español, al que logra dar prestigio internacional. (Un psicólogo debe considerar curioso que ella había tenido, antes, una cierta relación sentimental con «Joselito», el modelo de Ignacio). Encarna es gran amiga de Lorca: él la acompaña al piano en la grabación de las «Canciones populares antiguas» que ha reunido: «El café de Chinitas», «Los mozos de Monleón», «Los cuatro muleros», «Las morillas de Jaén»... Federico, Encarna e Ignacio forman un trío de amigos. Ignacio pasa temporadas en Madrid, la visita en el piso de la calle General Arrando donde, hasta hace poco, ha vivido Pilar López, la hermana de Encarna: allí he visto yo retratos de él...
En 1933, Ignacio y Encarna crean la Compañía de Bailes Españoles, que estrena un espectáculo ambicioso, «Las calles de Cádiz», con texto de «Jiménez Chávarri» (el propio torero), música de Falla y decorados de Ontañón. Pilar López me resumió el efecto que causó en el público madrileño: «¡Se armó la de San Quintín!». Pero Ignacio seguía teniendo éxito con las mujeres. Me contó Rafael Martínez Nadal, el gran amigo de Federico, que, si el diestro iniciaba algún coqueteo, Federico, puritano, le reñía, en nombre de su amiga Encarna...
 
Menos conocida es la historia de Marcelita: Marcelle Auclair, una hispanista francesa, que había pasado su infancia en Chile y se casa, en 1926, con el escritor Jean Prévost (se divorcia de él en 1939). En los años sesenta, publica una biografía de Santa Teresa de Jesús y un par de libros sobre la felicidad, además de fundar la revista «Marie Claire». En febrero de 1933, Marcelle, que tiene 34 años, visita Madrid. Lorca le recomienda que conozca a Ignacio, «el andaluz por excelencia». Él es 9 años mayor que ella. Se conocen en casa de Jorge Guillén, en la lectura que hace Federico, a un grupo de amigos, de «Bodas de sangre».

Años después, ella lo recuerda en su libro «Enfances et mort de García Lorca»: «Se sentó a mi lado. No decía nada. Me miraba. Yo le miraba. Los dos, mudos, heridos en lo vivo. Yo estaba allí, en mi silla, y él me miraba. Sus manos temblaban. La idea de marcharme, al día siguiente, se me había hecho insoportable... Acabada la lectura, nos encontramos en la calle, Ignacio y yo, con los otros amigos, que no se atrevían a dejarnos. Federico gruñía: "¡Qué barbaridad!” Pasamos toda la noche, parándonos de vez en cuando en algún café. Ignacio sólo bebió agua pero recitó poemas de Góngora, más ardientes que todos los licores». También, una preciosa canción popular asturiana, que he podido localizar: «¡Ay, amor! Si la nieve resbala por el sendero, ¿qué haré yo?».

Al final de la noche, fueron a dar a un baile popular, en La Bombilla. Allí, bailaron juntos, al son de «La verbena de la Paloma»: «Al primer paso de baile que dí, Ignacio me paró en seco y, poniendo sus grandes manos sobre mis hombros, me dijo: ”Aquí, soy yo el que mando”».

Federico vivió esto -según su expresión- como «un dramón»: «Conozco de sobra a Ignacio para saber que, esta vez, es grave. Ella tiene un marido e hijos. Él, a "la Argentinita”. Si llega a pasar lo que preveo, Encarna los mata a los dos». Vuelve Marcelle a París, creyendo que la relación ha terminado. Pero Ignacio se presenta allí, en su casa y se encuentra con el marido: «La declaración de guerra, entre los dos, fue muda pero brutal». Luego, esa tarde, la lleva a escuchar a unos gitanos: «Único contacto físico: un beso, en el taxi, que ha durado de Étoile a Montrouge. Quedamos en vernos al día siguiente».

Pero un capricho del Destino lo impide. En Sevilla, el administrador de los Bienvenida asesina a Rafaelito, el menor de los hermanos, que tenía 15 años y estaba con su amigo, Joselito Sánchez Mejías, el hijo de Ignacio, en casa de éste. El juez llama a declarar al torero, que tiene que volver precipitadamente. Y la escritora francesa se asusta, recordando las palabras de su marido: «Hay sangre entre ese hombre y tú».
 
En el verano de 1934, Marcela está en Santander, en los cursos de la Universidad Internacional. El 5 de agosto, asiste, con sus amigos, a la corrida en la que torea Ignacio, que ha vuelto a los ruedos: «Lleva un traje azul y oro, su perfil de "sombrío Minotauro” tiene una gravedad hierática. Emana de él una fuerza tranquila que nos da seguridad». 

Ignacio la descubre, en el tendido, al dar la vuelta al ruedo. Esa noche, la llama por teléfono: «Me quedan tres contratos: mañana, en La Coruña; el 10, en Huesca; el 12, en Pontevedra. Cumplido eso, dejo definitivamente de torear».

¿Lo pensaba de verdad o sólo intentaba tranquilizarla? ¿Quería verla de nuevo? No lo sabemos. Seis días después, el 11 de agosto, Ignacio sufre una grave cornada, en Manzanares: muere en Madrid, dos días más tarde. En Santander, Federico le entrega a Marcelita (así la llamaba) un cartón en el que ha pegado, con la ingenuidad de un niño, varios recortes y fotografías de Ignacio. Luego, le dedicará un ejemplar de su gran poema: «A mi querida amiga Marcelle. Este recuerdo de nuestro inolvidable amigo. Con un abrazo de Federico García Lorca».

No hacía falta más. El poeta había vivido de cerca su historia de amor. Gracias al «Llanto», Ignacio Sánchez Mejías no ha muerto del todo. Y, hasta el final de sus días, en 1983, Marcelita guarda en su corazón el recuerdo de aquella despedida, en la Estación de Orsay: siempre le quedó París. Y una noche de amor, en una verbena madrileña.

No hay comentarios:

Publicar un comentario