¿QUÉ ERA ESO DE LA FILOSOFÍA? Homenaje al
profesor Joaquín Lomba Fuentes (in memoriam)
Estas palabras están inspiradas por el recuerdo de mi
profesor Joaquín Lomba Fuentes, maestro de Filosofía de
toda una generación de profesores que salieron de las aulas de la Facultad de
Letras de la Universidad de Murcia.
Joaquín (con el que no era requisito anteponer el don para
manifestarle respeto) falleció el 5 de marzo de 2018, en Zaragoza, su ciudad
natal.
A la Universidad zaragozana, adonde marchó después de su paso
por Murcia, legó lo más granado de su investigación. Ahí pude volver a
tratarlo, a principios de los 90, en unos cursos de doctorado; Joaquín me permitió
entonces retomar con él el contacto personal que, mejor que las aulas,
estimulaba a seguir aprendiendo.
Joaquín había luchado durante años en Murcia por una Facultad
de Filosofía competente, antes de volver a la ciudad a las orillas del Ebro, donde
creó, en 1990, la Sociedad de Filosofía Medieval, lustre internacional de su
Universidad y de su tierra; allí publicó unos cuantos libros imprescindibles
sobre filósofos árabes y judíos de la España medieval.
Joaquín Lomba tenía ya, en los años murcianos en que fue mi
profesor (reitero, con orgullo, el “mi” posesivo de respeto y cariño) entre
1977 y 1979, una condición de filósofo por partida doble: por un lado, era un
sabio en punto a erudición (en lenguas latina, griega, árabe y hebrea, y en Filosofía
y en Historia) pero, sobre todo, a tenor de su contagiosa curiosidad. Quien lo
respiraba o simplemente contemplaba se volvía filósofo, al menos por unos
momentos. Te preguntabas cómo saca tiempo este hombre para estudiar tanto,
¿sacaré yo al menos la mitad de horas al día que él?; sí, si llegara uno a
tener la mitad de su motivación y su emprendimiento filosófico.
Joaquín nos reunía en Murcia, por el barrio de santa Eulalia,
a sus alumnos de filosofía (éramos tan pocos que cabíamos en su estudio-
apartamento, eso sí, todos sentados en el suelo), para continuar las clases de
filosofía que impartía en las aulas: en el viejo aulario de Letras, muchas
veces mezclados como estábamos con otros cien alumnos más, que procedían de los
estudios de Historia, Psicología o Pedagogía.
Recuerdo que, en esas clases informales, a lo Juan de Mairena, te aconsejaba de cine,
de la última traducción del poeta alemán Hölderlin
(en bilingüe, en Río Nuevo), como de
un concierto de música clásica que iba a celebrarse en un colegio mayor; y, por
supuesto, de sus queridos presocráticos, y de Aristóteles. Siempre estábamos releyendo
la filosofía, hasta tal punto que se producía con naturalidad la broma (que
era también una palabra de reconocimiento entre nuestro grupo) de referirnos a
lo que estuviéramos haciendo como si fuera un releer (por ejemplo, en la
cafetería, si alguien se demoraba en pedir, decíamos que estaba “releyendo la
carta”, antes de elegir, invariablemente, el menú económico; o, en la
biblioteca, estábamos releyendo la historia de Occidente mientras en realidad
leíamos Las palabras y las cosas de Foucault. Y hasta ligar pretendía ser
releer la historia de la sexualidad).
Pero, entretanto, algo sí se hacía de relectura de la
filosofía: La verdad era que nosotros no nos llamábamos Borges, no habíamos tenido aún tiempo de leer muchos libros y,
menos, de releer, pero él, sí; el Filósofo.
(Llamo a Joaquín Lomba el Filósofo, hoy todavía con mayor
respeto a la verdad y con mayor gratitud incluso que los que pude sentir en
aquel ayer. Hoy que conozco una anécdota que confirma el espíritu
socrático-irónico del maestro que valora a sus alumnos por encima de la
condición de ambos, en la aspiración común a la Filosofía. Hace unos pocos años,
mi padre me reveló que un día fue al despacho de Joaquín en la Facultad, a saludarlo
como profesor de su hijo y ver cómo habría de tratarme en mi crespa
personalidad adolescente. Joaquín recibió con normalidad aquella imprevista
consulta, tan poco académica, y al poco de comenzar su charla me lo tranquilizó
con esta frase: “su hijo es un filósofo”).
Joaquín Lomba nos atraía e implicaba en esa tarea intelectual
de replantearnos qué era eso de la filosofía, eso que empezaran a hacer los
griegos hacía más de 2500 años.
Muchos de nosotros, yo así lo siento al menos, hemos crecido
preguntándonos qué es eso de la filosofía, haciendo relecturas, y ahora, con el
tiempo y unas horas más de estudio, debemos responderle con toda humildad al
maestro, y mostrarle lo que cada uno pueda de convencimiento. Sí. Hemos sacado
la idea de que el mundo, por más que finja honrar a la filosofía, no ha logrado
desarmarla, ni mucho menos, cuando la ha atacado directamente y sin
fingimiento, ha podido doblegarla.
Que es esa cosa una
fuerza rebelde, que ninguna ideología puede contener ni reprimir y que la
ciencia solo puede acompañar. El amor a la verdad, quizá sea uno de sus
nombres, y las ideas, palabras de un poema de amor a la verdad.
Que hay diferencia entre ideología y utopía: los filósofos
han parido utopías para que se realizaran, y han creído en ellas de forma
ingenua; la ideología, no. La ideología hace como que tiene ideas, las
utiliza contra otras ideologías pero su fin es conseguir el poder para un bando
que se autorepresenta como el de los buenos, frente a los malos. No hay cosa
que aburra más a un filósofo que el maniqueísmo, provenga de izquierdas o de
derechas, siempre con un tranco preparado para golpear sobre la cabeza que
piense.
Él, Joaquín Lomba, hablaba mucho de un tal Aristóteles, se
preguntaba si la suya era “una filosofía u-tópica”. Llamar a la filosofía
aristotélica utópica no acababa uno de entenderlo; entonces no, y algunos no
todavía. El Aristóteles metafísico que no acaba de cerrar su filosofía por
arriba, tenía que descender al Aristóteles ético y político, para ver su
condición de no cierre, de ucronía y utopía. Pero, para entenderlo, había que
esperar a hoy, y releer al Aristóteles de las virtudes: las éticas (la
moderación, la generosidad, la valentía, etc) pero sobre todo las dianoéticas o
intelectuales, como la ciencia, el arte, la prudencia o la misma sabiduría.
¿Qué querrá decir hoy, en este mundo que, en una colocación inquietante, se acompaña siempre del apodo de “digital”
(en este universo digital donde parece al fin realizarse la imperfecta aspiración
a la unicidad del cualquier universo o mundo de otrora), qué querrá decir la
virtud de la ciencia, o la virtud del arte o de la prudencia
en la vida personal y en la política? La información está hoy a precio de saldo
tirada en los supermercados de Internet, basta buscarla, cogerla y devorarla al
momento: la ciencia hoy no puede hacer hombres de ciencia, con las
disposiciones de honestidad intelectual, objetividad, rigor, amor a la
verdad, curiosidad, etc, que esperamos en un hombre así. Los muchos títulos no
dan sabiduría, ni la mucha información virtud y buen juicio. ¿Es posible cerrar
las Universidades y abolir de paso la era digital? No. Pero en parte sería deseable. Pregúntate, al
menos, por qué esa reserva.
Si de algo servía a fin de cuentas el saber era para formar
al ser humano en determinadas disposiciones o hábitos llamados virtudes de
la inteligencia; así el arte formaba en el amor a la obra bien hecha,
en el trabajo, en el valor de la oportunidad y la innovación que surge de una
feliz idea, en el reconocimiento de la creatividad; la prudencia formaba
el alma deliberativa, que reflexiona y estima varias alternativas antes de
tomar decisiones.
En nuestro mundo (¿solo en nuestro mundo?) la filosofía de
Aristóteles se ha vuelto utópica, porque atiende a lo final y lo final ha sido
reemplazado por el cortoplazismo o por la inmediatez. La Universidad no solo
era transmisora de saber sino un co-laboratorium donde se forman almas de
ciencia, almas que acogían las virtudes apreciables en un hombre científico.
Eso era el saber “práctico” de los antiguos, un saber que
Joaquín Lomba poseía y de cuya alma emanaba, no fue casualidad el hecho de que
Joaquín fuera uno de los que hicieron más porque la Universidad de Murcia
tuviera facultad de Filosofía propia.
¿Qué diría hoy Joaquín cuando viera que la propia Universidad
de Murcia decidió, hace años, no exigir como requisito de admisión a sus
alumnos el conocimiento de la Historia de filosofía, para que el espíritu filosófico
impregne la condición de universitario? Ya no es necesario que el futuro universitario
la estudie más que un año en Bachillerato. Aprendiendo la virtud en tiempo
récord. Lo mejor requiere tiempo. ¿De qué sirve la petición de que vuelva a ser
obligatoria la Filosofía en todos los cursos de Bachillerato si luego la Universidad
no valora la filosofía en su aportación imprescindible para el nivel formativo
al que aspira? Esas ideas finales de la
ciencia, del arte, de la prudencia y de la sabiduría son, quizá, lo que quienes
han dirigido y dirigen las Universidades no han querido ni quieren ver,
perdidos en su estadísticas y compromisos.
Peor aun en los institutos de Secundaria donde se puede
seguir el bachillerato de investigación, sin filosofía, lo cual no
es ni Bachillerato ni investigación, pues donde no hay formación en filosofía
no hay propiamente nivel de bachillerato (al no haber asentamiento de las competencias
críticas y lógico-conceptuales que la filosofía aporta), ni hay investigación,
pues la formación del investigador requiere saber lo que es la virtud del
científico, el saber práctico-ético e intelectual que enseña Aristóteles, y
enseñaba y encarnaba Joaquín Lomba, tanto por su curiosidad como por su humanidad
acogedora.
FULGENCIO MARTÍNEZ
Profesor de Filosofía y escritor