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domingo, 12 de julio de 2020

EL TAXIDERMISTA. RELATO DE FULGENCIO MARTÍNEZ (Del libro "El taxidermista y otros del estilo", Murcia, 2019)



              Poema visual de Agustín Calvo Galán. En portada del libro El taxidermista y otros del estilo.

VEINTE años transcurren desde la data ficticia del relato (1979) y su escritura real (1999), y otros veinte y un poco más desde entonces hasta hoy (12 de julio de 2020). El autor ficticio del relato, apodado "el taxidermista", empleado en una biblioteca pública, donde se dedica a "poner al día" los contenidos de los libros que presta, y el autor literario, o, mejor, literal, que soy yo, seguimos sin ponernos de acuerdo sobre el sentido de ese acto de reconstrucción, que es tanto como no estar conforme sobre el sentido de la misma literatura, y, aun, de la misma vida.

 

El taxidermista


Mi vocación no ha conocido altibajos. Desde los quince años he lustrado, cuatro horas cada tarde, el lomo de los libros que de la biblioteca pública, donde hoy trabajo, llevaba a casa. La ansiedad que otros padecen (o disfrutan) en su juventud por cambiar el mundo, cedía su lugar en mí a la idea fija de conservar en buen estado los volúmenes que amaba. No reconozco, en mis años luego, un placer más gozoso. Un disfrute que sin embargo ha llegado a arruinar mi salud y a merecer, de los que me conocen, el desdeñoso calificativo de manía. 

A algunos de los que así juzgan, está dedicada esta breve relación de mi carácter y espero que les arroje una luz sobre los extraños hechos que me adjudican los periódicos.

Hubo días (hoy ya tan lejanos) en que a algunos de ésos, a los de más confianza, casi llegué a convencer. Discutía yo el atractivo que ellos a la sazón me señalaran, la oportunidad de una excursión no sé adónde… el móvil de una pasión cualquiera que al menos por unas horas o toda la vida nos tensara, nos sostuviera alejados del aburrimiento. Eran años –es obvio decirlo- en los que leíamos, más que vivir. Los hermanos mayores vocados a la política e instalados pronto en el orden los veíamos como reinonas ya, pero aún no con el punto de cinismo que luego los volvería más interesantes. Los horizontes domésticos, profesionales o sexuales nos parecían al uso; algo trivial; una vida de menesterosos que –sabíamos- tarde o temprano nos alcanzaría y alargábamos ese momento para claudicar lo más tarde posible. En broma, que no dejaba ser una suave excomunión entre nosotros, le señalábamos al amigo desertor los párrafos de la correspondencia de Flaubert en que el escritor, en situaciones parecidas, disparaba ironía hacia el amigo casado o integrado al orden.

Éramos una pandilla de fracasados antes de haber recibido el más mínimo revés y, en suma, mucho antes de proponernos nada.

Así las cosas, no desaprovechaba ocasión para convencerles de que sólo se podía hacer soportable la vida entregándose uno a una pasión. El problema era cuál. Claro que rápidamente se nos ocurrían tres o cuatro pero ahí estábamos todos pronto con la espada desnuda para darle tajos en el aire. Maestro era yo en esas migajas.

Resultado de mis diatribas contra esas ingeniosas, hipotéticas pasiones vitales me apodaron, entonces, el taxidermista; algún osado condíscípulo en la secta del spleen de Baudelaire. El mismo que una tarde llegó a mi casa con dos copas quizá y arrojó (sobre la mesa en donde yo reparaba, encuadernaba, recubría de oro los viejos libros que un empleado de la Diputación encontró apilados en su sótano durante la inspección de la ventilación) un ave muerta; una paloma.

– Hay que comenzar por vaciarla por completo, dejando sólo el pellejo con el plumaje y los dos huesos de las patas, y retirando los ojos… que luego volverás a colocarlos una vez que hayas rellenado la cabeza.

Me decía esto mirándome fijamente, con un extraño tic en los labios, que yo achaqué al eructo del whisky.

– Te has comportado como Diógenes el cínico arrojando en medio del discurso del sofista célebre una pata de gallo.

Este punto de humor, esta treta de complicidad no le convenció a mi amigo, que seguía extáticamente parado ante mis libros y en la actitud del que acaba de presentar la dimisión en un club.

Días después supe, por otros, que había intentado suicidarse. Afortunadamente en aquellos años los suicidios no estaban de moda y la actitud de ese amigo ni siquiera mereció un comentario en nuestro grupo.

Como si hubiera tenido un resfriado, al volver a nuestras reuniones le preguntamos cómo le iban las cosas, el catarro de vivir es crónico para algunos por mucho que intenten poner eficaces remedios, y otras perlas de ironía de esa guisa.

Mis deseos, sinceramente, de agradar a mis amigos me animaban para convencerles de la amplitud de mi vocación de conservador de libros. Alguno, por independencia (rebeldía que hacía más vergonzosa la imitación), trató durante una temporada de ganarse fama de experto restaurador de cuadros, de muebles, operarario de relojes antiguos, de todo tipo de máquinas antiguas, de motos que olían al polvo craso de los trasteros; algún otro, incluso, siempre de modo oblicuo refiriéndose a la vanidad de mi tema o manía, cambió de talante ideológico y se mostró conservador en política o en moral.

Ahora comprendo el sutil juego. La formidable y macabra ironía que, con aquellos homenajes más o menos directos a mi vocación, me dirigían todos ellos.

Quizá me temieran en el fondo, o quizá me tomasen por loco contagioso; en cualquier caso mis opiniones les deslumbraban, mi coherencia y mi ironía implacable les paralizaba cuando pretendían, raras veces, mostrarse abiertamente a la contraria de mi obsesión.



Llego a estas líneas con una duda insondable sobre mí y sobre mi capacidad justa de juzgarlos, y entiendo que no debo ocuparme más de ellos, aunque, sí, ellos fueron –lo intuyo– el móvil inconsciente de las acciones mías que a continuación voy a relatar.



Pasó aquella década y llegué a esa edad en que llega la primera crisis y, con ella, los primeros remordimientos de juventud.

Me había independizado hacía ya varios años y comenzado a trabajar en esta sala de la biblioteca. En mi tarjeta, cómo no: Giacomo Casanova, misántropo y bibliotecario del Ayuntamiento de… Apenas había, hasta entonces, salido al mundo y no prestaba más que un benevolente, contemporizador entusiasmo ante las descripciones de los viajes de mis amigos, los pocos amigos que aún conservaba. ¿Para cuándo pues esa excursión que teníamos pendiente… hace diez años? No podía remediar, en medio de mi sincera simpatía, el endosar ese aguijón a su olvidada momentáneamente complicidad, sino recordarles que se dirigían a mí, no a otro. Como explicarle a un mahometano la excelencia de un festín de cerdo. Esa inconsciente, estúpida manía de que todos compartan nuestras evasiones. Ni siquiera se cortaban de contarme los detalles, mínimos, absurdos – París, tal restaurante, tal museo, tal anécdota en el barrio Latino –de sus viajes. Los había que me enseñaban fotos y fotos, álbumes enteros; algunas, muchas de las personas retratadas ni siquiera yo conocía, novias o amigas esa temporada, compañeras de viaje que repetían las mismas poses y sonrisas sin interés en las instantáneas.

A veces (temo ahora pensarlo) era más importante que el viaje, para ellos, el contármelo y mostrarme sus fotos que yo archivaba en la memoria con el rótulo el jardín del deseo. Esa expresión, salida en alguna ocasión de mí, llegó a gustar, o molestar, no sé, a alguno, por lo que se hizo en adelante común preguntarme, después de un viaje, si ya había visto su jardín del deseo cuando era evidente que ya me lo había enseñado mi informador. Un día de éstos, recuérdamelo, te enseñaré las fotos que nos hicimos en Méjico el año pasado Juan y yo. Ahora hablaba mi compañera en la biblioteca, que nada sabía de mí ni de mis relaciones con los amigos, y a cuyo marido, por cierto, el tal Juan, apenas conocía teniéndolo como poco simpático.


Con esas primeras crisis y tales engorrosas situaciones me volví una temporada dubitativo de mí mismo. Pero pronto –casi siempre al pasar el invierno renovaba mi energía espiritual. volví a ser el mismo convencido. Y más aún me volqué en los ejemplares más raros de mi colección, las joyas de mi corona de restaurador, hice encuadernaciones incluso para colegas de la Biblioteca Nacional que me contactaron a través de un boletín de la asociación a la que por supuesto me adscribí. En cierto modo comencé a compartir entonces de verdad mi vocación.


Un día un poeta local, de nombre Andrés Acedo, me solicitó información sobre un libro que no hallaba mi compañera. Curiosamente ese libro, de aquéllos de la Diputación, lo tenía yo desde años en casa, su restauración era muy lenta y penosa, pero no sé por qué caprichosos motivos me empeñé en restaurarlo íntegramente.
Satisfice al poeta y le hice anotar, al entregarme su ficha, que mañana tendría a las nueve en punto su libro. Era un volumen de Erasmo, el Elogio de la locura, impreso por la Diputación de la provincia, en reproducción facsímil de un raro ejemplar del siglo XVII que existía en el Archivo del Obispado y del cual habían sido arrancadas casi todas las hojas: en su tiempo, libro superincluido en el Índice; los propios lectores lo habían ido arrancando de allí hoja a hoja y se lo habían llevado a su casa.

Me entregué con pasión. La cena me la salté. Esa tarde noche no fui a los sitios donde solía. Y me entregué a la pasión de escribir las hojas que faltaban en el libro.

Ahora –estoy seguro que a vosotros os parecerá absurdo; a mí, también. Tenía en mi casa una edición de bolsillo del humanista y podía haber copiado su texto… pero no sé qué juego o empeño de desdoblamiento me llevó a sentirme como un médium inspirado directamente por Erasmo. Ahora él ya no podía decir lo mismo. Si aquel libro, que tanta censura le había acarreado, había sido absorbido: ahora, para devolver su originalidad prístina al mensaje, había de ser nuevamente un texto intolerable, no correcto, disolvente o incitador.

Me daba cuenta de que ésa era otra dimensión de mi conservación.

Y a la mañana siguiente volví al trabajo con el libro, que puse en las manos del poeta.

Tiene usted quince días para leerlo, don Andrés.
– Vaya favor que me ha hecho usted –se despidió el poeta. Llevándose su amable y un tanto excesivamente cortés silencio.

Transcurridos unos días, volvió el poeta y se dirigió directamente a mí para pedirme otro libro; esta vez lo tenía en el estante público. Pero me excusé diciendo que también mañana lo tendría en sus manos. 

Era una novela de Radiguet, El diablo en el cuerpo. Las Poesías del conde de Villamediana, Reflexiones sobre Norteamérica, de Miguel Espinosa; Azul de Rubén Darío, El casamiento engañoso y coloquio de los perros, novela ejemplar de Cervantes; el Teatro de Espronceda, los Diálogos de Platón; El último preso, novela olvidable, finalista de un famoso premio; La feria de las vanidades, de Thackeray, todo Baroja, el Diario íntimo de Unamuno… Durante semanas con el pretexto de reencuadernarlos y en un rapto de trabajo rescribí tales libros, poniéndolos a la mañana correspondiente en las manos de sus peticionarios.

El poeta apareció de nuevo y me pidió Comunicación con los Mundos de Eric. Me dijo que no conocía de qué trataba el libro, le sonaba a una biografía secreta del músico Eric Satie. Le dije lo mismo y volví al día siguiente con su ejemplar.

Otra vez, me pidió Tres días para resucitar –el título promete, me dijo; siempre embutido en su gabardina, con el cuello casposo, levantado. Volví a prestárselo.
En un año había yo encontrado la piedra filosofal de mi vocación y mis amigos no volvieron a saber durante tiempo de mí. Creía que te habías metido monje en su garita, me crucé con uno una vez por la calle, mientras llevaba yo en mis manos a la biblioteca, dos nuevos libros para Acedo: Los relojes sinestésicos, y La duda ofende, nueve tesis para exponerse a los teólogos o Cómo disfrutar mintiendo.

La prensa, cierto corresponsal local, ha publicado un disparatado relato sobre la locura de un bibliotecario reformador de libros y ha salido mi foto y mi nombre en todo el país. Hasta a países del extranjero ha viajado la noticia. La opinión de unos me tilda de nuevo dadaísta; otros de gamberro o de maníaco peligrosos; un sindicato de autores ha pedido la suspensión de mi empleo y funciones a la administración municipal. Lo peor de todo ha sido ver, hace pocos días, a mis amigos en la biblioteca, pidiéndome un cuento de Borges. No han entendido nada.
                              

30 de Abril de 1979
   
(30 de abril de 1999)


DEL LIBRO DE FULGENCIO MARTÍNEZ EL TAXIDERMISTA Y OTROS DEL ESTILO (2019, Diego Marín editor, Murcia). 


          revista ÁGORA DIGITAL  Julio 2020/ Cuaderno de verano 2020

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