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lunes, 16 de noviembre de 2015

Homenaje a Francia. Dos filósofos de la France. Por Fulgencio Martínez

Releer a dos filósofos franceses es nuestro humilde homenaje a la "Francia de la libertad y el laicismo" - como diría el poeta español Antonio Machado- en estos tiempos en que la tiranía del terror y la estupidez pseudoreligiosa pretenden ensombrecer el espíritu de esa nación, que sin complejos se sabe unida y firme en sus valores (a diferencia de lo que ocurre en mi patria, España). 


DOS FILÓSOFOS DE LA FRANCE: DESCARTES Y SARTRE 

Trataré en este artículo de dos filósofos que representan la libertad de pensamiento y la libertad de acción. Ambos nos estimulan a seguir pensando nosotros, en el presente, sobre la teoría y la praxis de la libertad. 

 

1. LA MÚSICA DE GALILEO
 En 1629, Descartes se encontraba en Holanda redactando el Tratado del Mundo, esa bella novela, como ha sido llamada esta obra pionera de la física moderna. El filósofo nos propone en ella una “fábula” sobre los principios constitutivos del mundo bajo los supuestos copernicanos. Aun no era Descartes el célebre autor del Discurso del Método, de 1637, ni de las Meditaciones metafísicas de 1641. Pero era fama su sapiencia en toda Europa: ¡a los 17 años había escrito ya un trabajo sobre esgrima!, y aún de jovencito había realizado estudios sobre geometría, dióptrica, física, etc. La obra era la justificación de su vida, el motivo de su retiro a la tranquilidad de Holanda, desertando de las compañías y distracciones de París. Le había prometido a su antiguo condiscípulo Mersenne terminar en tres años dicho tratado, donde daría cuenta de todos los fenómenos de la naturaleza: tanto la inanimada como la animada, incluyendo al hombre. Vendría a ser una nueva enciclopedia que sustituiría a la aristotélica. El trabajo de redacción lo iba postergando sine die. ”En la actualidad –escribe Descartes a su corresponsal el 15 de abril de 1630- estudio química y anatomía, y cada día aprendo algo que no encuentro en los libros. Paso tan dulcemente el tiempo instruyéndome, que no me pongo nunca a escribir en mi Tratado más que por obligación”. Todavía promete terminarlo para la Pascua de 1632. Pasa ese año, y le escribe de nuevo a Mersenne comprometiéndose a enviárselo para fin del año 1633. Algo importante sucede antes del fin de ese año de 1633. En noviembre Descartes se entera de la condena a Galileo por defender el movimiento de la tierra, y decide no publicar la obra, alegando “obediencia a la Iglesia”. “La condena a Galileo me ha sorprendido de tal modo que estoy resuelto a quemar todos mis papeles, o al menos a no dejarlos ver a nadie. Pues confieso que si es falso el movimiento de la Tierra todos los fundamentos de mi filosofía lo son también”. Escribe en febrero de 1634, justificando el motivo de su decisión: “no busco sino reposo y tranquilidad, bienes que no pueden ser poseídos por aquellos a los que posee la animosidad o la ambición”. El genio cartesiano, sin embargo, no puede sino añadir este mordaz juicio, a propósito de Galileo y de la obra condenada, Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, el tolemaico y el copernicano: “lo mejor de Galileo es lo que tiene de música...” La censura sobre la ciencia ha sido una constante en la historia. Pero también sobre otras libertades. Modestamente, un ministro, el señor Catalá, nos lo ha recordado hace poco, al plantear la posibilidad de multar a los medios de comunicación díscolos. Pero no se trata solo (para la mentalidad precopernicana de un inquisidor) de que la verdad no se escriba ni difunda: no se trata solo de negar la letra; sino de erradicar la música. Que no nos guste la verdad, el derecho de libre investigación y de transparencia. Se trataría de que no se investigue ni quede, por tanto, registro histórico de la investigación. Negar el ante y el post (disuadir del espíritu de verdad y que no haya constancia de la verdad). Más allá de la censura y de la autocensura de la letra publicada, la advertencia implícita de los inquisidores se dirige contra el espíritu de libre investigación y contra la verdad histórica. Afortunadamente, Descartes (a pesar de su estratégica decisión) siguió investigando: publicó otra obra, Principios de filosofía, donde explica la física haciendo honor a Copérnico. Y del libro de 1633, Tratado del Mundo, se publicó una primera copia en 1664, muerto ya su autor. El genio de Descartes concedió la autocensura de su obra, por motivos de tranquilidad personal, pero afirmó el espíritu de Galileo. Quod erat demostrandum, señor ministro, que no sirve censurar la letra sin matar la música. 

 2. JEAN-PAUL SARTRE 

 

 El lunes 11 del mayo leo, en la sección “la cita del día” del diario LA OPINIÓN, un pensamiento firmado por “Jean-Paul Sartre, filósofo inglés” (sic). Como yo mismo padezco de este mal de la errata por mano propia, comprendo bastante bien el dislate, que en este caso la cita comete: nacionaliza como súbdito de su graciosa Majestad británica nada menos que a uno de los símbolos de la “grandeur” francesa. Sartre fue el filósofo del existencialismo, de la náusea, de la resistencia antinazi; y sucesivamente, de la “gauche” divina, de los cafés de París de posguerra… Aún llegaría, con los estudiantes del Mayo del 68, a salir a la calle para arengar contra el capitalismo y contra el estalinismo comunista, del que se había desmarcado tras su viaje a la URSS. Sartre y su compañera Simone de Beauvoir representaron símbolos patrióticos de Francia; tan emblemáticos de ese país como el mismísimo general De Gaulle, héroe de la resistencia y presidente de la República. Este, al ser preguntado por la policía si debía detener a ese filósofo callejero, bajito y miope, que animaba a los jóvenes a arrancar los adoquines de las calles para desenterrar el mar de la utopía, respondió: Sartre es “la France”, que es casi como decir, allí: “Sartre es la Hostia”, un imprescindible, un clásico, un animal mitológico, un intocable o intangible de la patria francesa. (Aquí, unos pocos años antes, la dictadura de Franco echaría de la Universidad a Enrique Tierno Galván, Agustín García Calvo y José Luis López Aranguren). La cita en sí, en el periódico, no solo es correcta sino que viene muy al pelo en nuestros días. No es lo importante (viene a decir el filósofo) hacer lo que uno quiera, sino querer lo que uno hace. Parece un juego de palabras; pero, no. La libertad es la condición básica del hombre, hasta el punto de que es célebre aquella otra frase también de Sartre que nos condenaba a ser libres. Paradoja extrema, oxímoron tenso entre la condena y la libertad, asociadas en un mismo sintagma. ¿Lo primero, la condena, es inherente a la libertad; o, al revés, la libertad es inherente a la condena? ¿Pero qué tipo de condena? ¿La de aquella maldición bíblica, que se deriva del “pecado” original del conocimiento? Lo mismo que nos hace humanos nos condenaría, pues, a tener que elegir, a fabricarnos una “esencia” propia, no definida de antemano por la naturaleza; y a nivel de cada uno de nosotros, nos forzaría a tomar decisiones libres, resolviendo dilemas, haciéndonos proyectivamente. Parafraseando al poeta Machado: nos hacemos camino al andar. Bendita condena, entonces, que nos daría libertad (aunque también angustia al tener que responsabilizarnos). Pero, si vemos la hoja por el otro lado, si planteamos si va implícita en la libertad la condena, es decir: si siempre colea en la libertad su origen “maldito”, las cosas se ven de otro modo. Al modo del filósofo Baruch Spinoza, quien precisamente define la libertad como la aceptación intelectual de la necesidad. El darnos cuenta, conscientemente, de cómo son las cosas por su propia ley y peso, independientes de mi voluntad. Algo así nos dice Sartre cuando afirma que es más importante querer lo que uno hace, que hacer lo que uno quiere: esto último es una libertad ilusoria, sin cadenas. Fijaros que ni Spinoza ni Sartre nos dicen que tengamos que acatar voluntariamente, de grado, las cosas, sino solo quererlas con cierto amor intelectual, porque son así, y porque ese querer y comprender me hacen libre, un poco por encima del mero gusano que se mueve según los mecanismos de la naturaleza. Estos pensamientos los recordé en la jornada de reflexión previa a las últimas elecciones. Espero resolverlos en las siguientes.

 Fulgencio Martínez Profesor de Filosofía

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