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Jesús Cánovas, el autor del ensayo, en Águilas(Murcia) | | | |
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Reproducimos íntegro el ensayo de Jesús Cánovas Martínez sobre el poema Alizares donde miré... El mismo se halla publicado en dos partes en el blog de Jesús: www.elarcodeltriunfo.blogspot.com
Enlace a la página Alizares II:
Alizares I:
Nota: Al final del texto se incluye completo el poema, cuarteto no tríptico como por error dijimos en anterior entrada. Fue publicado en la revista del Ateneo de Yecla Montearabí, y se hizo edición en separata de Alizares donde miré.
El autor del poema, Fulgencio Martínez, lo considera, desde la perspectiva temporal, un poema germinal de toda su poesía y ya maduramente testimonial de su primera voz poética.
ALIZARES DONDE MIRÉ… ,
UN POEMA DE FULGENCIO MARTÍNEZ (I)
Por Jesús Cánovas
Por lo general, los poetas no son seres asertivos, y Fulgencio Martínez no lo es. Pero esto ya es una suerte, porque en la falta de
asertividad del poeta radica las más de las veces la riqueza del
poema. Y éste es el caso. Si, de por sí, la palabra siempre dice
más de lo que entendemos o sospechamos (mucho más de lo que
suponemos), cuando ésta es poética puede llegar a un colmo de
significación, a un exceso de resonancia que hiere al Ser mismo en
el desbordamiento de consciencia que propicia el cimbrear de su
propia desmesura. La palabra se convierte en símbolo que acerca y
abarca una realidad allende lo meramente cotidiano, y, si designa
algo palpable, sin embargo apunta a algo intangible, a un “misterio”.
El poema adquiere “voz” transfiguradora de un universo que vela y
desvela a la vez.
I
Alizares donde miré
impávida escarcha.
Aquí, en una pared de la cocina,
pegaba, de niño,
los cromos de las horas.
Enfrente: dos palomas rojizas
con sus buches hinchados,
hasta el tapete de madera
–con su cenefa morisca–
llenas siempre de agua.
Nunca las vide sino así:
siempre llenas de agua.
(Mi madre no quería
que me asomara yo al fondo
de orzas o tinajas; el fondo,
donde el verdín se aposenta).
Inocencia y culpa: un extraño motivo. Una necesidad de hierro como
una cadena en la que todo sucede según un orden preciso, pero ante
la cual el poeta sólo puede sentir la extrañeza de su propia
enajenación:
Alizares donde miré
impávida escarcha.
Días siempre iguales sucediéndose: muro, pared, círculo; las horas
son cromos, y, los cromos, se pegan a las horas. La cenefa se
persigue a sí misma a través del tapete de madera, redondo,
interminable, sin principio ni fin. Un alizar es un cromo, y un cromo
es una hora, y una hora es la misma sucesión del motivo de la
cenefa, que es el alizar: la cadena que clausura al espacio es la
misma que encierra al tiempo, pero tiempo y espacio son la cadena.
Colección, suma, agregado monótono de cosas siempre iguales: la
espesura es un bosque idéntico.
Emergen círculos; prima lo femenino, lo espectral, lo lunar. El
poeta patentiza su oralidad. La relación madre/hijo deviene
aglutinante del poema, conforma un eje preciso de sentido.
El niño es inocente, ajeno al universo imprevisto de amenaza donde
habita como centro, la cocina –la cocina es sede del calor y del
hogar. Las orzas o tinajas gemelas son compañeras de buches rojos,
palomas. Sin embargo, nada es como aparece. El símbolo de inocencia,
la paloma, es de buche abultado y rojo, pero al mirarla de otra
manera sólo vemos una orza o una tinaja; ambivalencia del deseo,
tensión entre una sublimación y una caída. Lo femenino protector
suscita la proliferación de los círculos, pero esas tinajas de
redondeces, hinchadas y rojizas, también sugieren la evocación de
unos senos, un deseo sexual incipiente, quizá la avidez de un
incesto, y, de nuevo, un círculo, que reverbera sonoridad. Impávida
telaraña y laberinto: cualquier protección o velo se convierte en
tope y límite, negación, y suscita el deseo de transgredir aquello
mismo que delimita. Se oculta lo diabólico como un disimulo o una
ficción.
Lo tenue de lo cromático apunta a una potencialidad, así el verdín
que se aposenta en el fondo de las aguas de las tinajas –¿oscuras?
Supuestamente, sí: las cubre un tapete de madera con su cenefa
morisca– torturan al niño con la comezón de la curiosidad, el
atisbo de una tentación. La cadena que envuelve y encierra un
universo minúsculo –la cocina–, tenue es también como el color
no llegado a sazón.
Hay tristeza desde el inicio, sensación de deterioro, vetustez,
muerte, aun en lo más precioso, en el arcano del corazón,
recóndito, donde habita el recuerdo; por ello, esa escarcha, que es
impávida, sorprendida como un dulzor de muerte. Llueve. La escarcha
es el yeso desconchado de la pared; la escarcha es fría, es hielo,
es muro, es tope. El mal se esconde en la vetustez de lo blanco, y lo
blanco, remite al agua de las tinajas:
Mi madre no quería
que me asomara yo al fondo.
La prohibición de la madre sostiene la protección del niño. Pero
el mal late, en el fondo, potencial, y el niño escucha una llamada
que lo traspasa; la seducción del mal es de oscura resonancia. El
mal reposa y acecha oculto en el fondo de las orzas o tinajas
–vestidas de inocencia, puesto que sus buches redondos recuerdan a
las palomas–, “siempre llenas de agua”, siempre, como para
silenciar nuestra propia mirada en su fondo, la del niño, como un
espejo que conjura lo suyo innombrable, su mentira y su silencio, al
devolvernos, pura, esa mirada desde el brocal; abocada allí, presa
de un encanto. Y el poeta insiste, obsesivo, como justificando su
inocencia anterior a cualquier seducción, su endeblez de niño:
Nunca las vide sino así:
siempre llenas de agua.
“Vide”, “aguas”… ¿Qué aguas son éstas?
¿Las aguas del alma del niño son las mismas que las aguas del fondo
de las tinajas y, estas aguas, son blancas como las palomas o rojas
como sus anacrónicos buches hinchados?… El verdín se aposenta en
el fondo; el reconocimiento implícito de una necesidad desencadena
lo irremediable. El niño no es niño; no lo es porque aparece el
verdín. La identificación del “verdín” con el mal
presupone una entropía creciente no retornable ni reciclable, de la
cual la madre lo quiere proteger con su mandato. Pero hay que seguir
siendo niño para que la protección de la madre sea efectiva. Y esto
mismo es lo imposible.
La irrupción del mal la reconoce el poeta iluminándola: “vide”.
Desde su prisión, desde lo remoto y antiguo, el sabor exquisito de
lo arcano emerge en el laberinto de la memoria; el “vide”
expresa una rotura imperativa, una quiebra, remite a algo que no es
el solo deslizarse sereno por la superficie de las aguas, la propia
incorrección consciente de la mirada.
II
El humor que había en mis venas de crío
¿por qué batanes ha pasado?
La cometa está rota pero vuela
a ras del cielo: la palabra también,
mas vuela, ¡ave de presagios y altura!
Todavía vengo a escribir, madre,
un bando de palomas y de neblíes,
un hombre es una jaula tirada por leones,
el ser humano es un libro,
y un arca,
y un libro es un barrote
de la jaula tirada por leones.
La propuesta de un laberinto en el cual todo retorna sobre sí mismo,
sobre el hombre o el poeta, que es centro o término de esa
referencia, el laberinto, irrumpe, súbita, con pregunta angustiosa:
El humor que había en mis venas de crío,
¿por qué batanes ha pasado?
Y el despertar que propicia es angustioso en la pregunta, porque la
respuesta es un laberinto:
un hombre es una jaula tirada por leones,
como Quijote vencido, engañado y apaleado. Los batanes sugieren un ritual de paso, que desemboca sin embargo en el trágico balance de
una pérdida o una derrota. Si en la primera parte del poema, antaño,
temblaba una delicada insinuación en la palabra y su elipsis –la
plétora del agua–; ahora, la emoción perturbada, arriesga la metáfora de los leones que precisan un peligro.
Nada está en su sitio o todo es muy correcto. No salimos del círculo
pese al despertar del sueño del “crío”; y es ese “despertar”
el que hace la vivencia de esta circularidad aún más, si cabe,
dramática. Y la convierte en peligro al hacerla pregunta, pues toda
pregunta es un riesgo, una hendidura: la cometa está rota.
Sí, la cometa está rota, pero vuela a ras del cielo.
“Cometa”, “ave”, “palabra”; “león”, “libro”,
“arca”: dos series de símbolos –¿deliberadamente elegidos?–,
cada una de ellas compuesta por una terna. La concatenación de los
símbolos implica la concatenación de las aseveraciones. La cometa,
como la palabra, es un ave que remonta el vuelo; el elemento aire
sublimiza el deseo, lo eleva y lo absorbe en azul, en girondas
de revuelos. El león, que tira de la jaula donde yace el hombre
–prisionero–, el libro o el arca, aluden a lo secreto y
escondido, al germen donde se repliega toda esencia, como un “aroma”
enclaustrado, el del arca, que espesa y se dilata entre los umbrosos
rincones de los desvanes y de las cámaras. Así, la cometa, el ave,
la palabra, explicitan una forma; el león –signo solar–, el
libro, el arca, condensan una esencia. Pero el león también supone
un peligro, como la cometa, que está rota, aunque vuela. La zozobra
interior del poeta se escinde y se debate, vela y desvela, entre la
angustia y la serenidad, una esperanza “a ras de cielo” y el
presentimiento del “mal”, inefable.
Sí, la cometa está rota, pero vuela: la identidad del poeta como la
de las cosas se ha roto; el “estado primordial” se añora y se
recuerda, aunque forzoso es reconocer su pérdida. Algo hay que
oculta y algo hay que aflora. El hombre, secreto como un arca o un
libro, transvuela su esperanza y su deseo a la misma
ambivalencia de la evocación de un símbolo, bando de palomas
–insiste– y de neblíes, ave. Y el ave es paloma y es
neblí; si el neblí es pequeñísima y nórdica rapaz con cola que
termina en una banda negra de borde blanco, la paloma es inocencia,
aunque cárcel –¿de amor?– del niño que despierta, tirada por
leones. El mundo, uniforme y lineal, mas primigenio y prístino,
machacado por los batanes, por los mazos o las piedras, la algarabía
del agua tumultuosa, deja paso al nuevo mundo que le sucede, múltiple
y fracturado –aguas turbias, fuego que devora y consume–; sus
hiatos apenas quedan salvados por los puentes de una palabra, única
esperanza, que aún vuela: la escritura. ¿Hacia dónde? Hacia
arriba, a lo alto. El poeta lanza una exclamación gozosa, un saludo
lustral:
¡ave de presagios y altura!
Mas sigue siendo el hombre un tránsito perdido en una jaula,
biblioteca inabarcable, como la de Babel, que tiran los leones,
circular.
ALIZARES DONDE MIRÉ…,
UN POEMA DE FULGENCIO MARTÍNEZ (II)
III
“ma arma román en aquest món dammada”
Ausias March
Yo no te mentía,
duermo sin pararrayos,
mal, y mojado;
mentir aún no sabía
madre, junto a tu cabecero:
(jura) yo no he robado nada.
El yeso se me ha caído del alma
pero yo, no he robado nada.
Las aguas mansas de las tinajas, las aguas tremolantes de los batanes, concurren en flagrante tormenta, inundación y diluvio:
Yo no te mentía
El poeta esgrime su palabra, que es su defensa; pero, de antemano vencido, pronunciada su condena. La cita de Ausias March desde lo
remoto, ya presagia la derrota de todo vuelo en la palabra o con la
palabra. Sigue lloviendo, se intensifica la lluvia:
duermo sin pararrayos
mal, y mojado.
La prohibición de la madre, la que guarda en su centro las energías vitales, escudo, no surte ningún efecto, el deseado, al haber sido transgredida. Pero, ¿cómo? La madre lleva al “crío” a su forma acabada; lo dirige y lo anima. La madre es crisol de fuerzas mas, ahora, yace en el lecho –¿de qué adolencia?–, junto al poeta.
Es injusto el condicionamiento, injusto el sufrimiento, injusta la muerte, delicada ternura. El mal no es justificado ni justificable.
La felicidad se exige como un don de la existencia. Y la existencia es verdadera porque encarna en la felicidad inocente del niño, la que no miente:
mentir aún no sabía
madre, junto a tu cabecero.
Mas el yeso desconchado, al igual que las aguas oscuras, nos transporta hacia una atmósfera de deterioro y de muerte, de inocencia perdida; el yeso, como la escarcha, impávido, helando el corazón ante un asombro. La casa se hunde, como la de Usher, abierta la grieta, sin pararrayos que la proteja. Aun así, se atreve
elpoeta, proclama su inocencia frente al cabecero de la madre:
El yeso se me ha caído del alma
pero yo, no he robado nada.
La madre es refugio, y también es juez. La madre nutricia, aquella
encastrada en los dominios de la cocina, es la que también sanciona
de forma inapelable. ¿Qué expiación de culpa hay aquí? La
consciencia de la trasgresión del mandato no supone el menoscabo de
la inocencia como algo irreparable. En esta tercera parte del poema,
las afirmaciones –que son exculpaciones– se han sucedido como
truenos que anteceden al relámpago; sin embargo, no se elude el
severo juicio, la conjura de su declaración, la impelencia
ante el destino. El poeta, más allá de la palabra, rescata, la que
sugiere, su inocencia de crío. Y proclama su juramento, jura:
yo no he robado nada
Un juicio es una crisis, una disputa, una riña, un regaño. Disipado
el niño, la consciencia suplanta a la existencia. El ser se inunda.
En lo sucesivo sin protección: en el fulgor de la tormenta desatado
se embaten con vértigo los arquitrabes y los arcos, las lianas y los
nudos. La mentira es lo negativo, es el cierre, es el límite, es la
ceguedad, es la ignorancia; lo femenino engañoso y lunar invoca a lo
femenino protector, pero antes se ha de pasar –el poeta– por un
umbral de lluvia, covalente. La columna del rigor impone su severa
dialéctica.
El poeta siente los azotes de la lluvia, torrencial; en él vierten
todas las escorrentías. Sigue lloviendo, es una lluvia negra y sucia
que inunda. El mismo tiempo es un círculo que retorna tras opaco
laberinto para expresar el desencanto de la futilidad del presente,
lo eterno. Y lo cotidiano es vivenciado como continuo morir, fuera
del círculo protector de los pantáculos de la infancia, los cromos,
círculo de Oro, Edén perdido, Jardín de cerrado retorno:
pero yo, no he robado nada.
Insiste, patético, hasta el final, sin el yeso del alma, al desnudo,
lastimeramente –podemos suponer, incluso, con respiración
entrecortada–, presa de su berrinche, y con miedo, con derrota; con
el enojo tan metido dentro, como un niño muy pequeño, medroso, la
patencia de la razón anulada, obsesivo, obnubilante, a gritos, con
llanto, con lágrimas en los ojos, hasta el final:
pero yo, no he robado nada.
IV
Adonde un día con otro
me sumo, arrójame madre
un san Blas contra los ahogos.
La que me ponías de niño,
con un cordoncito, del cuello,
pequeña figura de barro, de oro.
Inocencia y culpa, decíamos. A lo que debemos añadir: Culpa
y Redención. Y Esperanza. El poeta se sabe heredero de su
pérdida, su ignorancia o su inocencia; la conscienciación del
estado del mal reclama con urgencia la protección de la dulzura y de
la misericordia de la madre –detrás de un niño que llora siempre
hay una llamada a la madre: La Madre. La atmósfera especial de
alusiones en la que hemos sido envueltos en las antecedentes partes
del poema, halla su resolución en la invocación a la madre de esta
última, y la súplica concomitante. La figura de la madre se
engrandece, se convierte en algo más que mera madre natural y
deviene madre cósmica; ella transmuta, con sus manos, la “cadena”
del inicio, la de los alizares, en el “cordón” del final, al
cuello, que porta en su centro un san Blas de oro. Un círculo cierra
a otro círculo; lo que asfixia se convierte en lo que libera. Surge
el canto a la Gran Madre, imperceptiblemente. Pero antes de entrar a
explicitar tan sugerente resolución, conviene precisar una
circunstancia.
La cuarentena que va desde el día de la Natividad hasta el de san
Blas, es tremendamente significativa; y si ponderamos el hecho de que
la fiesta del santo coincide con la de la Candelaria, la presentación
del Niño Jesús –el Niño Rey– en el Templo, este evento se
alumbra portentosamente, aún más si cabe.
Fiesta solar y del Fuego –en clave astrológica, andaría cerca el
punto angélico–, la Candelaria es el preludio de una expiación:
la cuaresma; corazón del invierno, ahí llueve, a modo de fuerza
concedida, el fuego de lo alto.
El dos de febrero numerosas ermitas sacan al santo milagroso, que
cura los males de la garganta, en procesión. Yo he visto en estas
romerías como el santo, adornado con manto luengo y rojo, lumínico,
navega entre el mar de las palmas de los fieles devotos. La piedad
popular sabe lo que ignora el teólogo.
La intuición del poeta atisba los portentos. El simbolismo de la
cadena reaparece, pero transmutado. Pide el poeta un suplicatorio
contra el mal –los ahogos–, o contra esa asfixia que le produce
la temporalidad, síntesis de cualquier condicionamiento, vivenciada
en su imperturbable monotonía, ágrafa y sin sentido, donde los
cromos son horas o son días, o son incluso años, que se pegan y se
arrollan a los alizares, y forman la cadena:
Adonde un día con otro
me sumo…
Y es ahí, como instante fuera del tiempo, donde la madre juega su
poder salvador; la madre lejana se hace próxima e inaugura un nuevo
tiempo. La madre no sólo da consistencia a la raíz del ser –lo
nutre–, el hijo –madre nutricia–, sino que también lo cuida y
mantiene en la existencia, amorosa: le propicia el vestido,
envoltorio protector de cualquier amenaza externa. La madre artesana
hila y teje un lienzo o una túnica, o un cinturón, o un
escapulario, o un cordoncito de oro a modo de tahalí, con un san
Blas:
…arrójame madre
un san Blas contra los ahogos.
El papel salvador de la madre deshace todo mal; las manos de una
madre son suaves y dulces. Congrega la madre todas las fuerzas
vitales, las reúne; en su claustro ha dado el don de la vida a un
nuevo ser, y ese don, cuando se ve amenazado, es el que ahora repara
con intensidad creadora: ella dona un alma y un sentido y un aliento;
repara el daño, cura las heridas, reintegra al hijo y lo baña en la
fuente de la Vida. Virgo. Madre virginal, portento,
canalizadora de energías, coronación; madre lustral, crisol de
transubstanciación: “¡arrójame un san Blas!”.
La madre deviene transmisora del fuego vital de lo alto –el san
Blas–, regenera lo roto, reencuentra lo perdido, resuelve la
situación inadmisible con una resolución efectiva; ella asegura el
“paso” y permite que el poeta o el hombre recupere y
reintegre la inocencia de la infancia, su ser primordial. La madre
dona la gracia, baña y regenera en su poder. “¡Arrójame un
san Blas!”: un círculo protector de oro, un talismán –con
su magia–, una figura redonda y protectora, ovoide, ontológica
–barro convertido en oro–, como muralla que cierre y selle el
espacio de niñez y de inocencia, ido irremediablemente para siempre,
mas reencontrado, definitivo:
La que me ponías de niño,
con un cordoncito, del cuello,
pequeña figura de barro, de oro.
Alizares donde miré... de Fulgencio Martínez es un poema
circular que evoca círculos. La propuesta de la elipsis y de la
sugerencia velada decide magistralmente el juego del poeta; todo el
significado del poema ha quedado encerrado en ese “cordoncito”
del final, pero albergamos la sensación de lo mucho que de él se
nos escapa –su significado. Y es que es un viaje muy personal ése
que va del ser a la consciencia del ser, y retorna. La madre, no
exenta de hieratismo –pues es a la que se alude y con la que se
dialoga a lo largo del poema, aunque nunca responde (parece como
ausente, de presencia invisible), ya la sintamos más lejana o
próxima–, dispensa el hilo de Ariadna necesario para deambular por
el laberinto de la vida o del poema. Ella vela con ojos inmaculados
sobre este viaje, simultáneo –presencia única– a su mirada.
Alizares donde miré…
I
Alizares donde miré
impávida escarcha.
Aquí, en una pared de la cocina,
pegaba, de niño,
los cromos de las horas.
Enfrente: dos palomas rojizas
con sus buches hinchados,
hasta el tapete de madera
–con su cenefa morisca–
llenas siempre de agua.
Nunca las vide sino así:
siempre llenas de agua.
(Mi madre no quería
que me asomara yo al fondo
de orzas o tinajas; el fondo,
donde el verdín se aposenta.)
II
El
humor que había en mis venas de crío,
¿por
qué batanes ha pasado?
La
cometa está rota pero vuela
a
ras del cielo: la palabra también,
mas
vuela, ¡ave de presagios y altura!
Todavía
vengo a escribir, madre,
un
bando de palomas y de neblíes,
un
hombre es una jaula tirada por leones,
el
ser humano es un libro,
y
un arca,
y
un libro es un barrote
de
la jaula tirada por leones.
III
“ma arma román en aquest món dammada”
Ausias March
Yo no te mentía,
duermo sin pararrayos,
mal, y mojado;
mentir aún no sabía
madre, junto a tu cabecero:
(jura) yo no he robado nada.
El yeso se me ha caído del alma
pero yo, no he robado nada.
IV
Adonde
un día con otro
me
sumo, arrójame madre
un
san Blas contra los ahogos.
La
que me ponías de niño,
con
un cordoncito, del cuello,
pequeña
figura de barro, de oro.
ÁGORA DIGITAL JULIO 2013