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miércoles, 30 de diciembre de 2015

Discurso sobre Khôra (Una lectura de Derrida)/2. Continuación y final del capítulo ¿Qué es nombrar?. Por Fulgencio Martínez. Desde que somos una conversación. Revista Ágora-Papeles de Arte Gramático

    


                  ¿Qué es nombrar?

Extracto: Cuando se retira -o le retiramos- el ser a los nombres, al nombre y al "ser" mismo trabajamos para el olvido. Por eso, quizá, insistan tanto los filósofos, Platón, Heidegger, Derrida, en llamar siempre con el mismo nombre a lo que parece no dejarse nombrar (ni aparecer) y usan siempre el mismo nombre "especial" que ellos conocen: la Khôra, Sein (Seyn), Différance.


(Recapitulando: Hablábamos acerca de "nombrar", que ha de someterse a dos clases de condiciones o cuestionamientos: una, de orden político-práctico, y otra de tipo ontológico-gnoseológico. El problema se enriza cuando estamos tratando de nombrar la khôra platónica, que es previa a cualquier orden o clase).

La primera, que hemos mencionado al principio (si el nombre ha de salir como valedor de la cosa), en el fondo, es política: su razón de ser última se encuentra en una convivencia ordenada. La verdad (o la convencionalidad lingüística) interesa, principalmente, por una instancia práctica. La primera condición parece rebajar en exceso su rigor para, de ese modo, tener aplicación, fuerza de ley no escrita. Se cuenta con ella, se acepta tan de suyo, que la filosofía puede caer sobre ella y sacarla a la palestra de sus "juegos" -que, en el fondo, no son sino otros códigos posibles que ella permite, dado que su "necesidad" los tolera, siempre entendido el carácter de registro secundario de los mismos. Una necesidad que obliga, condiciona de esa forma tolerante, que usa su falta de rigor, su inestabilidad, para imponerse, y que permite la construcción -teórica, o de cualquier otra naturaleza- de juegos alternativos, de mundos de significado elaborados sobre la apertura, la errancia, la no conclusión de su mandato- da que pensar. 

Hemos dicho que se cuenta con ella, pero, por ello mismo, no se tiene en cuenta hasta que la filosofía (o aquí sería mejor decir: una filosofía) la hace tema; hasta que una filosofía recoge ese condicionalidad "dócil" en la que nos enlazan la verdad y el lenguaje. Sólo una filosofía que se toma en serio (a su cargo) los signos, puede jugar con ellos. 


De algún modo, esa filosofía "protege", cuida la arbitrariedad del signo (en la que hemos de vivir todos), profundizando en aquellos "márgenes" que quedan descubiertos. Y he aquí que las tres condiciones mencionadas (la del lenguaje de la verdad, la ontológica y la epistemológica; cada una de las cuales aflora un haz de cuestiones) cómo pueden juntarse y dar que pensar a un filósofo, como Platón, Heidegger, Derrida. 

Aún hay una cuarta condición a la que posiblemente deba responder un nombre, un título. Esta condición es lógica, o retórica (aquí, literaria, interna al discurso), en un primer nivel. ¿Debería el nombre o el título autoincluirse, en su señalización, o, por el contrario, permanecer mudo y limitarse a señalar aquello que nombra? En esta cuestión se halla en juego la correspondencia o similitud que supuestamente han de guardar los nombres (títulos, discursos, etc) y las cosas; o sea, aquellas condiciones mencionadas, pero sobre todo las dos fuertes, ontológica y gnoseólogica, que interesaban a los filósofos. ¿Qué tipo de correspondencia se establece?

¿Homología, heterología, analogía, etc? ¿Para todos los nombres, o para una región de nombres? La (meta)lógica pide que aclaremos esto, o al menos, lo tematicemos, y no dejemos por obvia tal relación. Si la cosa es (o es de tal manera), el nombre ¿es también, o es de idéntica manera a la cosa? 

La homología podría darse aun en el caso de que no tuvieran ser ni el nombre ni "su" cosa. O se podría buscar correspondencia en las otras categorías metalógicas de heterología o analogía, en cualquier sistema de oposición, distribución, jerarquización...

La cuarta condición es -dijimos- sólo, en apariencia, una condición lógica, o retórica, porque de tomarla en serio se vuelve enseguida ontológica, y trae como cola las otras tres condiciones, aunque reformuladas desde otro planteamiento. Si el nombre o el título deben autoincluirse -como por un lado parece exigir cierta lógica de los nombres- estamos de camino a otorgarles sustancia, entidad (independiente de lo designado por ellos). Y, de paso, estamos tentados a duplicar los entes, dándole la correspondiente sustancia a lo nombrado.

Pisamos el umbral de un mundo platónico de nombres, promesas, títulos, anuncios, que se "aplicarían" a otro mundo de hechos, cosas, seres, etc. 

Y de nuevo vuelta a empezar (pero esta vez desde la escisión y la dualidad) con las condiciones que se espera ha de cumplir cualquier palabra en relación con la cosa.

Por ejemplo, si decimos un nombre -"Platón", "Timeo", "Khôra"- o anunciamos un título, como "el mundo de las Ideas", o el "discurso sobre Khôra", estamos obligados a decidir también si el título o nombre se incluye a sí mismo (y debería, por tanto, tomárselo como tal, es decir, como tal cosa o como cualquier otra cosa) o, por el contrario, no se incluye, señaliza solo el contenido que presenta. 

Nuestras expectativas, como receptores, son distintas en ambos supuestos. 

Veamos: en el primero, "Khôra" -por ejemplo-, tomado como nombre (aceptemos esto de momento), en la acepción general de producción lingüística, se refiere a un significado dentro de la lengua griega (lugar, territorio, comarca, lo externo a la polis que se incluye en ésta) y se refiere también a un "nombre" platónico (que se registra en Timeo, como un significante que alude a la "necesidad" y al "tercer género" de realidad preexistente al Cosmos "generado"). 


Como nombre-título, hace mención a un libro de Jacques Derrida: "Khôra". Si decidimos que ese nombre, o mejor, esos nombres se incluyen a sí mismos, hemos de considerarlos con categoría de seres independientes (que, a su vez, presentan sendas realidades independientes). Habría una khôra lingüística (con su doble: el "lugar de la polis"), otra khôra lingüística-filosófica (con su doble: un principio precósmico, lugar indeterminado o aporía), y una tercera Khôra, título de un texto (con su doble: el texto escrito por Derrida).

No se trataría de acepciones, sino de realidades bien diferentes. 

Peligro de ambigüedad máxima. No se las debería confundir, aunque presupongamos o busquemos sus conexiones, su parecido familiar. 

Provistos con esa precaución de no confundirlas, cuando se nos presenta un nombre así autoincluyente hemos de aguzar el oído y la vista para saber discernir y recibir desde una sintonía u otra.

En el segundo caso, cuando el nombre o título renuncia a ser autorreferente, y muestra su vocación "objetiva", se vuelve mudo, transparente, por así decir. El título se limita a presentar otros significantes y no invade la realidad ni multiplica los entes. La ambigüedad que pueda encerrar un rótulo de esa modestia ontológica, es mínima; de orden terminológico. (Mantiene un grado cero, o neutro, de correspondencia con la cosa. Es una casilla neutra que alude a la casilla marcada; esto si pensamos en una manera de seguir manteniendo la "correspondencia").

Por ejemplo: "Discurso del método" como título alude directamente, en la intención de su inventor, al método y al discurso del método cartesiano, que contiene. Es transparente. La autorreferencia -y la consiguiente deriva hacia otro referente- es posterior a las razón del título; pero le acompaña enseguida: en la mente del mismo autor y en los lectores del "libro"-cosa que menciona el título.

Difícil será, pues, que una marca, un título, un nombre se borre a sí mismo del todo, difícil que se mantenga como un nombre no autorreferente; que, en fin, los nombres no multipliquen el número de las cosas. (En términos de Derrida, difícil entender que todo lo que surge como marca, inscripción en lo real -como un gesto que se refleja en el espejo de khôra- no reclame alguna forma de realidad ni que venga por ello a cuestionar la "realidad" lógica, sustantiva, que echa lazo y trata de domesticar o expulsa esa "diferencia").

En medio de tal laberinto borgiano, de una biblioteca de nombres y de seres que se dan mutuamente identidad; frente a tal proliferación de entes, podemos sentir vértigo. Pedimos ayuda a la lógica. La lógica sale a combate contra la proliferación. Su primera estrategia consiste en reconocer la superioridad del enemigo, para vencerlo con sus armas: imponerle la proliferación, que hasta entonces, era la "ética" natural de las cosas y de los nombres, otorgándole, por lo bajo -a nuestros ojos y oídos- el apelativo de apariencia (o de no realidades tout court) tanto a las "palabras" como a las "cosas" múltiples; y en segundo lugar, determinar el espejismo de la identidad -esa ilusión- reduciendo todos los nombres a un solo tipo que se incluye a sí mismo. A tal nombre, tal individuum.

Paradójicamente, una derrota que impone sus condiciones: la primera estrategia con la que lógica hace avanzar la uniformidad y la racionalidad. Purga de lo real una extensa niebla de nombres que eran nada, vacíos, flatus vocis, o que vagaban entre ser nombres autorreferentes o no.
 
(Algunos nombres tuvieron que reconsiderarse como autorreferentes para "salvarse". Así: "sirena" pasó a ser "animal mitológico").
 
Claro que -como hemos dicho- cierta lógica, cierta disposición retórica, pide que el nombre o título sea del primer género, autoincluyente, quizá para que de ese modo sea "algo" (o alguien) que presente a algo (o alguien). Juan- nombre presenta a Juan-persona. La lógica además se asegura- así parece- una correspondencia y la satisfacción de ciertas condiciones que han de reunir los nombres, como hemos ya mencionado. Y la retórica, por su parte, quisiera que el título o el nombre y la cosa fueran a la par, por razones de orden literario, estético, temático o tético. 

(¿Por qué el nombre de "Timeo" para el diálogo platónico que trata sobre la formación de este Universo? Porque es el principal interlocutor; relevancia que destacaría el título de la obra, y por la que éste se justifica. Volveremos a preguntarnos: ¿por qué "Khôra" -a secas, sin artículo determinativo- para el título de la obra de Derrida que nos proponemos "leer"?).
 
Pero, por otra parte, la lógica (y también la retórica que se deja conducir por ésta: el lenguaje claro, "las cosas, claras", y un gran parte del "discurso del logos", de la filosofía) "odia" la ambigüedad. De modo que tiene preparada su segunda estrategia: de nuevo, se trata de aceptar la derrota y sacar de ella partido. Como la mayor de las duplicidades y anfibologías se ampara con el nombre de lo real -la realidad es ambigua, múltiple-, la lógica generaliza el principio de economía que había servido ya al principio de individuación en primera instancia. No se trata ya de purgar de los flatus vocis la multiplicidad real (con lo que consiguió la lógica el triunfo de un mal menor), sino de que todos los nombres -y los seres- se cambian por otros, y se intercambian también nombres y seres. Este el verdadero principio de la economía de los seres y las cosas. Los nombres y títulos pueden ser, por tanto, en su totalidad, no autorreferentes, simples etiquetas a las que provisionalmente asociamos con un contenido; y pueden serlo a condición, también, de que el contenido, las cosas, puedan cambiar de nombre a conveniencia. La única cosa que queda es la mercancía; y el único nombre (y título), el precio. "Un Rolex de 2000 dólares". Una cantidad (y) anuncia (nombra) cualquier ser (x). O dicho en otros términos, el número y la extensión. El antiguo discurso del logos inyectado en la ciencia moderna y en el mundo. (¿Sería posible que esta situación estuviera preparada por el Demiurgo y la Khôra?)

En el fondo, el nuevo principio rector de la lógica es un metalenguaje (de orden matemático, económico, en general) que toma decisiones ontológicas -decide lo que es o no es, y las categorías de lo real- con anterioridad a nosotros. Por tanto, delegamos en ese metalenguaje de una lógica dominante toda posible preocupación ontológica. Podemos, entonces, "vivir" sin riesgo en un plano donde los nombres están sometidos a las cosas (en función de la "verdad" de estas, de su presencia calculable). De paso reparamos en esto: si el lenguaje había desde siempre articulado en sus redes lo real, con la aparición de un metalenguaje dominante que enseñorea la clave de la economía de los seres, el lenguaje mismo pasa bajo la dominación de la representación lógica. 

Ocurre lo siguiente: en el orden de las decisiones (de un autor, de un hablante, del que pone los nombres a las cosas, y quizá también de un "Dios" o "Demiurgo" enfrentado al problema de nombrar), se puede -se suele- adoptar la menos arriesgada: seguir a la retórica, y hasta donde es posible, a la lógica. El título, el nombre es una cáscara (lógica, relevante, incluso bella) que ha de ser rota para abrir su "adentro", para llegar a su contenido. De este modo, el nombre se retira (de lo real y de la escena práctica) y pasamos a la exposición: al espacio en que las cosas presentan por fin su cara, se ex-ponen ante nosotros. Pero de este modo, sutilmente, perdemos de vista las cosas mismas, inconscientemente olvidamos esas cosas: es decir, tratamos con "naturalidad" con ellas como si fueran familiares. Olvidamos su posible ser, a la vez que no retenemos el posible ser de los nombres. Cuando se retira -o le retiramos- el ser a los nombres, al nombre y al "ser" mismo trabajamos para el olvido. Por eso, quizá, insistan tanto los filósofos, Platón, Heidegger, Derrida, en llamar siempre con el mismo nombre a lo que parece no dejarse nombrar (ni aparecer) y usan siempre el mismo nombre "especial" que ellos conocen: la Khôra, Sein (Seyn), Différance.

Consideremos dos cosas, "entre nosotros": 1 .También para las personas corrientes el olvido de las cosas comienza por el olvido de los nombres. "Recuerda, Sócrates, que al fin, todos somos hombres", dice Timeo presentando de esta forma la cautela que ha de considerar el filósofo, que debe contentarse con la verosimilitud cuando se trata de indagar y exponer un asunto tan difícil como es el "tema" del origen o no origen del mundo. La verosimilitud, que implica una dosis de creencia, es para el filósofo lo que para el hombre de la calle (y también para el filósofo) es la creencia en que las cosas siguen siempre a sus nombres: aquella verdad del lenguaje que nos obligaba con una suave necesidad. (Intuimos, ya, que "khôra" tiene un amplio dominio: la lengua, igual que el olvido y la memoria, le pertenece. ¿Y, también, el nombre, y no sólo su nombre de khôra? ¿Y también un buen espacio de la verdad? ¿No entra en competencia o pone en abismo la hegemonía de aquella lógica?, se preguntaría Derrida).
 
2. Con estas "sacudidas" nos hemos metido en el asunto, y solo así podemos estar en condiciones de tratar de responder a las preguntas que iniciaron la presentación.
 
Creemos que Derrida decidió el título de su obra -Khôra- para que fijemos los ojos en un nombre, en el nombre y en un nombre concreto, Khôra, que representa todo lo que no se deja determinar, racionalizar, reducir a unidad, ni cambiar por otra cosa o nombre; que encierra la pluralidad de los nombres y de las cosas, y que da lugar y recibe esa pluralidad; sin ser el nombre por excelencia, el Nombre, ni el paradigma del nombre. 

Simplemente "nos sucede". "Khôra nos sucede, y nos sucede como el nombre" -dice Derrida en la primera frase de su libro.
 
Cualquier forma de discurso que presente eso que "nos sucede" sería valioso, sí, pero a condición de que preservara el suceso o acontecimiento que se nos da, que viene a través del nombre y anuncia el nombre. Un nombre, pues, que no se gasta en el anuncio, en su nombrarse, ¿no es un nombre de ese cariz que hemos denominado autorreferente? 

Un nombre que da espacio, motivo, pretexto a muchos discursos, explicaciones, verosímiles o sintomáticas, de lo que en él se anuncia. Que percute y mantiene su tozudo enigma, un cuerpo intraspasable pero no rígido, pues pese a mostrarse como un nombre propio no es un designador rígido ni precisa determinante identificador o presentador (artículo determinante, adjetivo demostrativo) para darse a conocer y reconocer. 

Con Platón -dice Derrida- sabemos que es una, divisible pero de algún modo siempre entera, virgen, única... una cierta Khôra.
 

Entonces, ¿por qué dijimos que no se deja reducir a la unidad? Tendríamos que rectificar:
 
1. Différance: "Esta palabra conductora" con que se asocia el pensamiento de Derrida a partir de finales de los 60 del siglo XX, y que permite la base léxica, el verbo francés "différer", en tanto "posponer" y "diferenciar", es intraducible en español. En su idioma original es un juego neológico, pero, curiosamente, esta especie de acrónimo al ser vertido al español, bien literalmente "Différance", o bien semiadaptado "Diferancia", genera en nuestros oídos la asociación con la "causa errante" del Timeo, con la Khôra, la unidad sin su nombre. (Una unidad que deje fuera su nombre, se postula también a esa "falsa" unidad que impone la lógica del logos, que procede de la pluralidad a la uno, para continuar disolviendo la unidad en la indiferente cantidad de los nombres y seres intercambiables. En la nada).
 
Khôra una parece siempre acoger la pluralidad; y en un movimiento contrario a la nada, incluso recibe un todo, un cosmos. Su nombre puede "soplar" muchas palabras, todas las palabras, nombres, lenguas, discursos, libros, cosas.
 
Si Derrida hubiera elegido, para su libro, un título más modesto y académico, más "objetivo", y no fuertemente autorreferente (la autorreferencia posterior o devenida inevitablemente a la cosa-libro escrito y publicado por Derrida pasa a muy segundo plano); un título como el cartesiano "Discurso del Método", o sea, algo así como "Discurso o Estudio o Ensayo sobre la khôra platónica"; o, concédamosle a Derrida, su indeterminación del nombre de khôra, ya que a estas alturas tendríamos que saber que khôra no necesita el determinante para ser reconocido, ese nombre de algo que es pura indeterminación, o que se determina por su indeterminación; y concedamos también que khôra no se agota en el texto de Platón; si Derrida, en fin, hubiera titulado su libro "Discurso sobre Khôra", hubiese errado (creemos) al objetivar su asunto, desplazando también el foco del lector alternativamente hacia el discurso del propio autor (Derrida, supuesto poseedor de un discurso, de un saber sobre khôra) y hacia el discurso de Platón.
 
De otro modo, al escoger un título como Khora, logra una cadena de aciertos: focaliza el nombre y la aporética entidad que anuncia; consigue proponer otros discursos -nos invita a pensar y acoge, como el personaje Sócrates del Timeo, todos los discursos y pensamientos que puedan venir después sobre el asunto, incluido este escrito nuestro; y, por último, sutilmente, dirige la atención hacia el mismo texto de Derrida e, indirectamente, hacia el texto de Platón.
 
Lo que Derrida avisa sobre el texto de Platón, que se resiste a ser comprimido en un discurso "platónico", en la abstracción de un saber resuelto, poseído, sobre algún asunto, sobre khôra, por ejemplo; eso vale para el texto derridiano. Hemos de recorrer los pliegues, junturas, puntos de fuga y avances, la compleja lengua y articulación de un texto para encontrar algunos cabos. El esfuerzo de Derrida, en su libro, se dirige, en el fondo, a llamar la atención sobre el texto de Platón: haciendo ver que "el discurso sobre la khôra", que pronuncia Timeo, está prefigurado en otros anteriores pasajes y discursos del diálogo de Platón. En realidad, no podemos atar cabos más que reconociendo esa trama de analogías.

De esta forma, finalmente, llegamos al nuestro, a nuestro discurso sobre khôra, que como un hierro trata de unirse a esos otros discursos maestros, recibir esas impresiones primeras sobre la cera virgen de khôra. Nosotros -por un momento- somos el "niño" para el cual se escribieron los discursos. Como el que aprende una lengua ha de aprenderla recibiendo una voz (o unas voces) concretas, con su particularidad de timbre y acento, mientras por algún proceso oculto capta una estructura esencial; de esa forma -esperamos- leemos nosotros el libro de Derrida (y el diálogo de Platón), oímos sus voces inmediatas mientras oímos la lengua khoral. 

"Un discurso sobre Khôra", no: hubiera sido una obviedad y vanidad nuestra. "Discurso sobre Khôra" (evidentemente, ésta es el libro de Derrida, y no es solo ese libro). 

Hemos elegido un título que nombrara una continuidad, una cadena de interpretaciones. ¿Impersonal? Nada más lejos.


                                     FULGENCIO MARTÍNEZ

Continuación y final del capítulo: ¿Qué es nombrar? Primer capítulo del ensayo "Discurso sobre Khôra", una lectura de Derrida

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