Albert Camus, en Buenos Aires. Fuente: La Nación.
Extranjeros en el túnel de la historia
Camus y Sabato
Por Paco Fernández Mengual
El destino de los
inclasificables, de aquellos que caminan por las aristas de la vida y por los
bordes del pensamiento sin encontrar acomodo en ninguno de los espacios que
propone la institución o la lógica política del momento, es convertirse en
blanco idóneo de los portadores de la verdad absoluta y de la praxis dictada
por las supuestas inexorables leyes de la historia. Albert Camus y Ernesto
Sabato forman parte de ese elenco de pensadores -hoy diríamos, activistas- que
transitaron los márgenes de lo políticamente correcto y sufrieron sus
consecuencias. Testigos de su tiempo, no ahorraron munición contra las
ideologías o prácticas que convertían la vida humana en un valor de mercado.
Extraños o extranjeros en el contexto de la verdad oficial del momento, experimentaron
tanto el desgarro interior como la animadversión de sus contemporáneos. El
destino de este tipo de pensador, de artista, de crítico será, en definitiva,
la dualidad generada por una ambigüedad fabricada por sus detractores. En
palabras de Sabato:
[…] los poderosos lo
calificarán de comunista por reclamar justicia para los desvalidos y los
hambrientos; los comunistas lo tildarán de reaccionario por exigir libertad y
respeto por la persona. En esta tremenda dualidad vivirá desgarrado y lastimado,
pero deberá sostenerse con uñas y dientes.[1]
En el prefacio a El escritor y sus fantasmas, Sabato
formula una pregunta que le obsesiona: “¿por qué, cómo y para qué se escriben
ficciones?”. Albert Camus ya había respondido de algún modo a la cuestión al
afirmar que la novela es filosofía puesta en imágenes. La ficción es un
instrumento de la filosofía o, mejor dicho, la ficción es filosofía. La novela
sería, a imagen y semejanza de los diálogos platónicos, un modo de exponer el
fruto o el movimiento de la reflexión filosófica. Sabato no se aleja mucho del
escritor franco-argelino cuando afirma que “La literatura no es un pasatiempo
ni una evasión, sino una forma –quizás la más completa y profunda de examinar
la condición humana”[2].
Pero ¿qué tiene que
ver la ficción literaria con la realidad filosófica? ¿Cómo es posible que las
cuestiones fundamentales del ser humano, incardinadas y vinculadas íntimamente
a su vida, a su realidad, puedan ser esclarecidas por la ficción novelesca? Si
nos atenemos a la fórmula de Camus expresada anteriormente, el cine, que
comparte con la novela el carácter ficcional de sus contenidos, sería la
concreción histórica de “poner en imágenes”. Por una parte, la ficción o los
constructos ficcionales no han sido ajenos a los planteamientos filosóficos más
rigurosos, por ejemplo, la alegoría de la caverna platónica o el genio maligno
cartesiano. Por otra, hay una semejanza
estructural entre la literatura y el cine. Además de su carácter ficcional, el
cine y la novela, como elementos potencialmente filosóficos, entran en el
terreno de la universalidad filosófica al plantear que aunque el contenido que
presentan las imágenes es individual y concreto, es decir, no ocurre a todos
los seres humanos, sí que podría ocurrirle a cualquier persona. Dicho de otro
modo, si la filosofía presenta un universal sin excepciones, la novela y el
cine presentan una excepción con características universales. Así, la potencial
universalidad de sus contenidos hace de la ficción un instrumento válido para la
reflexión filosófica. Tanto si hablamos de la novela como del cine.
¿Qué puede aportar el conocimiento científico a
las preguntas fundamentales sobre la condición humana, a las cuestiones
relativas al sentido de la vida, al amor, la muerte, etc.? Camus y Sabato
consideran que poco o casi nada puede aportar la ciencia a la solución de estas
cuestiones. Encontramos la misma certeza en Wittgenstein: “Nosotros sentimos
que incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse
el problema de nuestra vida no habría sido más penetrado”[3].
En el capítulo “Los muros absurdos”, tras haber
abordado la cuestión del absurdo desde la experiencia afectiva, Camus inicia la
vía intelectual. Si comprender es unificar los fenómenos en un principio o ley
que da cuenta de su comportamiento; si conocer es reducir la realidad, o
ciertos aspectos de la misma, a un principio, entonces, simplificar el mundo es
una condición necesaria para establecer cualquier tipo de enunciado científico.
Comprender es reducir el mundo a lo humano, reducir la realidad a pensamiento,
hacer racional aquello de la realidad susceptible de ello: lo mensurable y
computable susceptible de ser representado mediante una fórmula matemática.
Esto es, un artificio, una construcción a la medida de las expectativas humanas
que se aleja de la experiencia sensual-sensorial del mundo y de la vida. Camus
constata la insuficiencia del conocimiento científico para solucionar los
problemas relativos a la condición humana. Así, insiste el autor francés
dirigiéndose a los científicos:
Puedo
sentir mi corazón y juzgar que existe. Puedo tocar este mundo y juzgar también
que existe. Ahí termina toda mi ciencia y lo demás es construcción. Pues si
trato de captar ese yo del cual me aseguro, si trato de definirlo y resumirlo,
ya no es sino agua que corre entre mis dedos […] Me explicáis este mundo con
una imagen. Reconozco entonces que habéis ido a parar a la poesía: no conoceré
nunca […] Comprendo que si bien puedo, por medio de la ciencia, captar los fenómenos
y enumerarlos, no puedo aprehender el mundo […] También la inteligencia me
dice, por lo tanto, a su manera, que este mundo es absurdo. [4]
Sabato
coincide con Camus cuando analiza el conocimiento científico y sus pretensiones
de explicar la vida humana. No es la ciencia, sino el arte, la literatura, la
poesía, la pintura, la música, aquellas que pueden profundizar en su
conocimiento:
Ahora, cualquiera
sabe que las regiones más valiosas de la realidad no pueden ser aprehendidas
por los abstractos esquemas de la lógica y de la ciencia […] Y a menos que
neguemos realidad a un amor o a una locura, debemos concluir que el
conocimiento de vastos territorios de la realidad está reservado al arte y
solamente a él.[5]
Aunque
la corriente anarquista estaba activa de un modo latente en sus espíritus,
Camus y Sabato terminaron por afiliarse al Partido Comunista. Camus porque era
el partido, en la Argelia de los años 30, que canalizaba las inquietudes de los
jóvenes rebeldes. Sabato por el efecto de los golpes de Estado que se
produjeron en Argentina en los mismos años.
Camus se ocupaba de la sección cultural del partido y de las relaciones
con los árabes. Sabato llegó a ser secretario de la Juventud Comunista bajo el
seudónimo de Ferri. Camus fue expulsado
por disidente, fue acusado de trotskista, la peor acusación que podía pesar
sobre un militante. Sabato huyó de la tenaza que el Partido estaba significando
para él. La ortodoxia comunista no permitía la menor desviación de sus
directrices. Cuenta Sabato que hacia 1935 sostuvo ante sus camaradas que “[…]
la dialéctica era aplicable a los hechos del espíritu, pero no a los de la
naturaleza, de modo que el materialismo dialéctico era una contradicción”[6].
El Partido decidió someterlo a un programa de reeducación en las Escuelas
Leninistas de Moscú, un lugar en el que, en palabras del propio Sabato, “[…]uno
se curaba o terminaba en un gulag o en un hospital psiquiátrico”[7].
En el trayecto hacia Moscú, debía pasar por Bélgica para participar en el
congreso contra el Fascismo y la Guerra. Alojado junto a un dirigente del
Comité Central de la Juventud Francesa, tomó conciencia de su situación y
decidió cambiar el destino de su viaje y huir a París, pues tenía la certeza de
que “[…] si iba a Moscú no volvería jamás”[8].
Sabato
sitúa a Camus en una enumeración de esos espíritus rebeldes llamados
anarquistas, junto a poetas como W. Whitman y T. S. Elliot, literatos como O.
Wilde y Ch. Dickens y filósofos como Thoureau y B. Russell. Él mismo hace
referencia a sus inquietudes políticas vinculadas al movimiento libertario,
vinculando su posición a la de Albert Camus: “Quizá por mi formación
anarquista, he sido siempre una especie de francotirador solitario,
perteneciendo a esa clase de escritores de quienes señaló Camus: ‘Uno no puede
ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la
padecen’”[9].
Aquí Sabato define el movimiento anarquista no violento y muestra su filiación
con el escritor francés. Es lo que en otro lugar he llamado “el espíritu
libertario”[10],
la decisión de poner la pluma y la vida al servicio de los que padecen la
historia considerando que la violencia puede ser necesaria, pero difícilmente
justificable. El vínculo que une a Sabato con esta opción ideológica es
indudable:
Equivocadamente
se cree que los anarquistas son espíritus destructivos, hombres con piloto que
en su portafolio trasladan una bomba. Desde luego, al igual que en toda empresa
que lleva la impronta del ser humano, en aquel movimiento se infiltraban
delincuentes y pistoleros […] pero eso no debe hacernos olvidar a esos seres
nobles, ansiaban un mundo mejor, donde el hombre no se convirtiera en ese lobo
despiadado que vaticinó Hobbes.[11]
Gracias
a la mediación de Camus, El túnel fue
publicado por la editorial francesa Gallimard. A Camus le gustó mucho la
“sequedad” y “la intensidad” del relato, y así se lo hizo saber a Sabato en una
carta fechada en junio de 1949.[12]
El extranjero (1942) y El túnel (1948) son dos novelas
existenciales, no existencialistas, dos testimonios de un tiempo marcado por la
barbarie y la violencia del totalitarismo y de la guerra, uno de cuyos
productos fue lo que Camus llamó “una sensibilidad absurda […] un mal
espiritual”, un tiempo de revoluciones fracasadas. Son dos respuestas a una
época en la que la reflexión filosófica se centra en analizar la condición
humana y los interrogantes que plantea: el absurdo, la muerte, la esperanza, la
soledad, la incomunicación, etc.
Camus
presenta a Meursault como un “extranjero” o un “extraño” al mundo y la sociedad
en la que se encuentra; Castel, el protagonista de la novela de Sabato, concibe
su vida como un túnel sin ventanas[13] (como las
mónadas de Leibniz, pero sin armonía preestablecida). Ambos son portadores de
ese mal espiritual que impregna la época: la vida carece de sentido[14].
Desde este punto de vista, son descriptores de un momento histórico. Camus no
es Meursault, Sabato no es Castel, pero la vida de los protagonistas de ambas
novelas es una proyección de las inquietudes y de los temores de sus creadores,
de ese mal espiritual que es nombrado con una palabra: absurdo.
El
absurdo, como el ser de Aristóteles, se dice de muchas maneras. En Meursault es
indiferencia hacia un mundo en el que se siente extraño; en Castel, frustración
ante la imposibilidad de lograr comunicar su verdad a ese mundo. La pasividad
del primero, que se limita a vivir sin expectativas o esperanza, contrasta con
la intensa actividad del segundo, que llevará hasta el límite su voluntad de
comunicarse con los demás. Dicho de otro modo, Meursault es la expresión del
nihilismo pasivo, su vida absurda consiste en la mera repetición de los días,
sin metas ni compromisos. Es un Sísifo contemporáneo. Meursault es un homicida,
Castel, un asesino. El crimen que comete el primero carece de motivos, como su
vida cotidiana. Castel representa el nihilismo activo. Se deja la piel para
conquistar a María, última oportunidad de tender un puente entre su soledad y
el mundo. Su fracaso, su frustración, se presentan como la lógica justificación
de su decisión de asesinarla.
El extranjero y El túnel son dos novelas que no admiten secuelas. La situación
absurda de los personajes no conduce ni al suicidio ni a la evasión
trascendente. El túnel no tiene salida y el extranjero siempre permanece
extraño al mundo que le rodea. La esperanza queda cancelada, el mal espiritual
roe las entrañas de los protagonistas y, al final, solo queda un mínimo atisbo
de reconciliación con el mundo:
Meursault:
“Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, no queda más que
desear en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me
acojan con gritos de odio”[15].
Castel:
“Sólo existió un ser (María) que entendía mi pintura”[16].
He dicho
que Camus no es Meursault y que Sabato no es Castel. De ahí que el “vacío
espiritual” o el absurdo, el túnel y la extrañeza no sean la conclusión de un
razonamiento o de una experiencia vital, sino un punto de partida. Ambos
coinciden en que la evasión no es una solución, ni en su forma autodestructiva
(el suicidio) ni religiosa (trascendencia). La estructura cerrada de dichas
obras obliga a pasar a un nivel discursivo diferente marcado por el tránsito de
una reflexión subjetiva a una colectiva o comunitaria. El absurdo es
insuperable, forma parte de la condición humana y la muerte es una buena prueba
de ello. Hay que seguir viviendo aun cuando, en principio, la vida no valga la
pena ser vivida. Digo “en principio” porque la lógica de la inmanencia que ha
cancelado las evasiones suicidas o trascendentes exige mantenerse en la vida,
en la tensión constante entre un absurdo que amenaza y la obligación moral de
dotar de un eventual sentido a la vida. En Camus, Sísifo deja paso a Prometeo,
el hombre absurdo al hombre rebelde, Meursault a Rieux, el médico protagonista
de La peste. En Sabato, el túnel,
estructura solipsista de carácter existencial, de muros absurdos que
imposibilitan la comunicación y condenan a la soledad metafísica, deja paso a
una metafísica de la esperanza encarnada en el personaje de Hortensia Paz, cuya
intervención impide el suicidio de uno de los protagonistas, Martín, al final
de la novela Sobre héroes y tumbas.
Ni Camus
ni Sabato fueron profetas del absurdo. Su obra y su vida son testimonio de
ello. Camus define en pocas palabras una actitud de la que participa Sabato:
“[…] ante este mundo no quiero mentir ni que se me mienta. Quiero llevar mi
lucidez al extremo […]”[17].
Paco Fernández
Mengual.
Profesor de filosofía. Dirige la revista Individualia
(Revista Sin Ideas), fundada en 2013. Contacto: Individualia2013@gmail.com.
El texto publicado
es un capítulo del libro inédito Albert Camus. Acordes y
desacuerdos.